Hoy toca resumen de pelis vistas en los últimos tiempos. Hay un poco de todo y visto en lugares de lo más dispares. Ahí vamos.
Vi “Escondidos de Brujas” de Martin McDonagh estando en Namibia. Sentía curiosidad por esta película, para ver cómo aparecía Brujas, una ciudad muy bonita, fascinante, que ya he visitado en dos ocasiones (la última, en octubre). La película cuenta la historia de dos asesinos que se ocultan en la ciudad belga del título después de un trabajito que no ha salido del todo bien. Me gustó la peli, me recordó continuamente a “The guard”, en parte porque uno de los protagonistas es el mismo que en esa peli (Brendan Gleeson) y supongo que sobre todo porque el director es el mismo (aunque de eso me di cuenta después). El espíritu es muy similar: humor negro por todos lados, mezclado con importantes dosis de violencia, sangre y muertes varias. Me gustó bastante, me encantó volver a ver a Ralph Fiennes (cómo me gusta este hombre, aunque lo prefiero con pelo), me hizo gracia ver a la Fleur Delacour de la saga Harry Potter (la actriz Clémence Poésy) y aunque su protagonista, Colin Farrel, no es mi actor favorito, aquí me gustó. Brujas sale preciosa, maravillosa, tal y como es ella, aunque alguno de sus protagonistas no hace más que ponerla a parir y odiarla. No se lo merece, es una gran ciudad.
Vi “Frozen” de Chris Buck y Jennifer Lee en el aeropuerto de Windhoek, la capital de Namibia, en mi escala de siete largas horas cuando volvía a casa. Es la historia de dos hermanas, separadas involuntariamente por la capacidad de una de ellas, Elsa, de congelar todo lo que toca y su incapacidad de controlar ese poder. Cuando Elsa congela el reino en el que viven, Ana se aventura en su busca, tratando de encontrar una solución al problema. Me entusiasmó esta peli de Disney, me encantó, me lo pasé pipa, me gusta la historia, los personajes, el guión, las canciones, todo, todo, todo. Sé que la volveré a ver cualquier día de estos, me lo pasé genial viéndola.
En el avión de vuelta, vi “La ladrona de libros” de Brian Percival. En un principio no la quería ver, porque estaba a punto de empezar a leer la novela en la que se basa (de hecho, la llevaba encima), pero era la que más me atraía de las que había en el avión (aunque admito que estuve tentada de volver a ver “El Gran Gatsby”) y me lancé. Contada desde el punto de vista de la Muerte, cuenta la historia de una jovencita en una familia de acogida en la Alemania de la II Guerra Mundial, de su acercamiento a los libros, a la lectura, a las palabras y de su amor hacia ellos en un entorno bastante duro y aparentemente poco adecuado para ello. Me gustó mucho, me pareció una historia bonita, narrada de una manera especial. Y los actores, fabulosos, no sólo los veteranos, sino la actriz que da vida a la protagonista. Eso sí, se me hizo raro ver una película en la que aparecen esvásticas nazis en un avión lleno de alemanes. Y oír hablar a los protagonistas supuestamente alemanes en inglés, aunque con acento alemán. Me hizo mucha gracia. Pero bueno, tampoco pasa nada. No tenía muy claro si quería leer la novela tan poco después de ver la película, pero la empecé hace unos días.
Esta vez, sólo vi una película en el avión, porque dormí bastantes horas (eso es bueno) y porque vi el final de “The Internship”, que no había podido acabar de ir a la ida. Eso sí, tuve tiempo de ver un documental “This might sound crazy”. Es un documental sobre un grupo sudafricano de música electrónica, Goodluck, que decide grabar un disco (“Creatures of the night”) en el exterior, fuera del estudio y recorren Namibia grabándolo. No soy nada fan de la música electrónica, pero sentía curiosidad por ver cómo salía el país del que estaba alejándome en esos momentos. Y sale muy bien. El documental es toda una guía de viajes de Namibia, aparecen todos sus lugares emblemáticos para visitar, tanto los que he visitado (como Etosha o el desierto), como los que no (como Kolmannskop), incluyendo la ciudad en la que he pasado bastantes semanas, Swakopmund, con su característica niebla, su embarcadero, el faro que veía desde el balcón de mi habitación y hasta el edificio en el que he pasado bastantes horas trabajando en el último año y medio. También sale el coro del que me compré un par de CDs en el viaje de vuelta, aunque nunca los he visto en directo y, entre ellos, el músico al que fui a ver en un concierto del que hablé aquí. Un documental de visionado muy agradable, la verdad. No lo he encontrado entero por internet, pero sí una versión más corta, que dura la mitad que el original (a partir del minuto 12:14 aparece Swakopmund). Muy recomendable para conocer un poco más de un país fascinante, Namibia.
Vi “Liberal Arts” (“Amor y letras” por estos lares) de Josh Radnor el otro día, ya en casa. Soy muy fan de Josh Radnor, me encanta su papel en “Cómo conocí a vuestra madre” y ahora que estoy viendo la última temporada, estoy particularmente sensible hacia él (esto ha sonado un poco ñoño, ¿no? Qué más da). Me gustó mucho su anterior película “Happythankyoumoreplease”. Aquella, como ésta, son historias sencillas, simples, que no podrían describirse como las típicas comedias románticas, pero que tienen mucho cariño y mucha, muchísima sensibilidad. “Liberal Arts” es la historia de un treintañero que vuelve a su universidad para la fiesta de despedida de un profesor suyo y conoce a una jovencita estudiante, con la que congenia inmediatamente. Repito, me encanta Josh Radnor, así que creo que me va a gustar todo lo que haga, de manera totalmente imparcial. Y me da una pena infinita que acabe “Cómo conocí a vuestra madre”, pero de eso ya hablaré en otro momento. Me gustó mucho la peli, porque además no sabes muy bien hacia dónde va, qué pasará, aunque intuyes algunas cosas y deseas que pasen otras, me gusta que no sea la típica historia que todos sabemos cómo va a acabar. Sencilla pero resultona.
Y con esto y un bizcocho, no hay más cine por hoy. Seguiremos informando.
lunes, 31 de marzo de 2014
miércoles, 26 de marzo de 2014
Aeropuerto
Anteayer empecé a escribir esta entrada pero luego la borré, porque no tenía muy claro si la opinión que tenía en ese momento me iba a perdurar en el tiempo. La decisión de ponerle el nombre de Adolfo Suárez al aeropuerto de Barajas me pareció un calentón de nuestros gobernantes, un “ostras, hay que rendirle un súper homenaje, súper, súper, súper grande”. Luego lo pensé mejor y me planteé si ya lo tenían pensado, si era una decisión premeditada, un homenaje programado y no un calentón espontáneo. Creo que leí en algún sitio que la idea ya se planteó hace algunos años. Pero ya se sabe, los homenajes mejor a los muertos, no vaya a ser que disfruten en vida del reconocimiento general.
No voy a decir yo aquí nada sobre Adolfo Suárez que no se haya dicho ya, porque además yo lo sé de él es porque me lo han contado. Nací a finales de los setenta, así que para mí Suárez es alguien que aparecía en los libros de textos y de quien me contaban cosas, pero alguien a quién yo he visto en acción más bien poco. Así que no voy a decir nada más sobre él, está todo dicho y tampoco creo que pueda aportar nada. Pero lo de darle su nombre a un aeropuerto… eso sí que lo he vivido y puedo opinar.
Mi primera reacción fue la risa. ¿Por qué? ¿Para qué? Sí, como homenaje es fascinante pero ¿sabéis el follón que es cambiar el nombre a un aeropuerto? No, yo tampoco lo sé, pero sí que sé que trabajo para un organismo del Estado que cambia de Ministerio con una facilidad apabullante. Y sí que sé el follón que supone cada vez que nos cambian de Ministerio. Hay que cambiar la firma de los correos y el logo de todos los documentos que hacemos. Eso es sencillo, es electrónico y ya está. Simplemente hay que recordar cada vez a qué ministerio pertenecemos e intentar no meter la pata. Lo que ya es más difícil, tedioso y costoso es cambiar el nombre en los lugares físicos: las placas de los edificios, el logo en los buques, el de los coches oficiales y de más sitios en los que debe aparecer y no recuerdo. Hay que reutilizar los sobres con logos de ministerios que ya no existen a base de pegatinas y más pegatinas. Y multitud de papeles oficiales en blanco ya sólo sirven como hojas en sucio. Y así hasta el infinito. Si cambiar de Ministerio da todo este trabajo y tiene un importante coste económico, ¿cuánto costará cambiar el nombre a un aeropuerto? Pues por lo visto muchos euros.
Además, a la gente le costará acostumbrarse, eso es lo que pensé. Pero luego recordé algo que pasó en mi Universidad siendo yo estudiante. Cuando empecé a estudiar, el edificio de Biología se llamaba Darwin (un nombre muy apropiado, por otra parte), pero decidieron rebautizarlo con el nombre de un geólogo mallorquín, Guillem Colom Casasnovas. Al principio, nadie lo llamaba así. El edificio Darwin era el Darwin. Y punto. Pero con los años, la gente empezó a olvidar ese nombre y, de hecho, los nuevos estudiantes ya lo conocían como Guillem Colom. Y estoy segura que hoy en día muy pocos estudiantes conocen que ese edificio se llamaba antes Darwin. Así que después de recordar esto, he pensado que lo de cambiarle el nombre al aeropuerto no es tan mala idea. Para muchos de nosotros será un poco difícil acostumbrarnos, pero para las nuevas generaciones será su nombre desde el principio, así que no les extrañará. Y mejor aún, se preguntarán quién era Adolfo Suárez y tal vez así se acerquen un poco más a la figura del Presidente. Sólo por eso, el cambio de nombre ya vale la pena.
Pero (siempre hay un “pero”), pero sigo teniendo reticencias en lo de gastar tanto dinero (nuestro) en algo así. ¿No sería mejor invertir ese dinero en otras cosas? Por ejemplo, ¿en investigación de la enfermedad que acabó con Suárez, el Alzheimer? Circula ya una petición por ahí para usar ese dinero en eso, en investigación. No servirá para nada, esta vez ya es tarde, pero hubiera sido una maravilla, un homenaje sublime, crear una beca, un contrato, un premio, un algo de investigación sobre el Alzheimer con el nombre de Adolfo Suárez. Hubiera sido tan bonito como fue en su día la creación de un premio de fomento a la investigación con el nombre de la que fue rectora de mi Universidad, la Dra. Montserrat Casas. A mí, este tipo de homenajes me parecen más bonitos, más útiles, pero probablemente no tan mediáticos.
En la foto, el aeropuerto de Frankfurt, que juraría que se llama simplemente así, aeropuerto de Frankfurt.
No voy a decir yo aquí nada sobre Adolfo Suárez que no se haya dicho ya, porque además yo lo sé de él es porque me lo han contado. Nací a finales de los setenta, así que para mí Suárez es alguien que aparecía en los libros de textos y de quien me contaban cosas, pero alguien a quién yo he visto en acción más bien poco. Así que no voy a decir nada más sobre él, está todo dicho y tampoco creo que pueda aportar nada. Pero lo de darle su nombre a un aeropuerto… eso sí que lo he vivido y puedo opinar.
Mi primera reacción fue la risa. ¿Por qué? ¿Para qué? Sí, como homenaje es fascinante pero ¿sabéis el follón que es cambiar el nombre a un aeropuerto? No, yo tampoco lo sé, pero sí que sé que trabajo para un organismo del Estado que cambia de Ministerio con una facilidad apabullante. Y sí que sé el follón que supone cada vez que nos cambian de Ministerio. Hay que cambiar la firma de los correos y el logo de todos los documentos que hacemos. Eso es sencillo, es electrónico y ya está. Simplemente hay que recordar cada vez a qué ministerio pertenecemos e intentar no meter la pata. Lo que ya es más difícil, tedioso y costoso es cambiar el nombre en los lugares físicos: las placas de los edificios, el logo en los buques, el de los coches oficiales y de más sitios en los que debe aparecer y no recuerdo. Hay que reutilizar los sobres con logos de ministerios que ya no existen a base de pegatinas y más pegatinas. Y multitud de papeles oficiales en blanco ya sólo sirven como hojas en sucio. Y así hasta el infinito. Si cambiar de Ministerio da todo este trabajo y tiene un importante coste económico, ¿cuánto costará cambiar el nombre a un aeropuerto? Pues por lo visto muchos euros.
Además, a la gente le costará acostumbrarse, eso es lo que pensé. Pero luego recordé algo que pasó en mi Universidad siendo yo estudiante. Cuando empecé a estudiar, el edificio de Biología se llamaba Darwin (un nombre muy apropiado, por otra parte), pero decidieron rebautizarlo con el nombre de un geólogo mallorquín, Guillem Colom Casasnovas. Al principio, nadie lo llamaba así. El edificio Darwin era el Darwin. Y punto. Pero con los años, la gente empezó a olvidar ese nombre y, de hecho, los nuevos estudiantes ya lo conocían como Guillem Colom. Y estoy segura que hoy en día muy pocos estudiantes conocen que ese edificio se llamaba antes Darwin. Así que después de recordar esto, he pensado que lo de cambiarle el nombre al aeropuerto no es tan mala idea. Para muchos de nosotros será un poco difícil acostumbrarnos, pero para las nuevas generaciones será su nombre desde el principio, así que no les extrañará. Y mejor aún, se preguntarán quién era Adolfo Suárez y tal vez así se acerquen un poco más a la figura del Presidente. Sólo por eso, el cambio de nombre ya vale la pena.
Pero (siempre hay un “pero”), pero sigo teniendo reticencias en lo de gastar tanto dinero (nuestro) en algo así. ¿No sería mejor invertir ese dinero en otras cosas? Por ejemplo, ¿en investigación de la enfermedad que acabó con Suárez, el Alzheimer? Circula ya una petición por ahí para usar ese dinero en eso, en investigación. No servirá para nada, esta vez ya es tarde, pero hubiera sido una maravilla, un homenaje sublime, crear una beca, un contrato, un premio, un algo de investigación sobre el Alzheimer con el nombre de Adolfo Suárez. Hubiera sido tan bonito como fue en su día la creación de un premio de fomento a la investigación con el nombre de la que fue rectora de mi Universidad, la Dra. Montserrat Casas. A mí, este tipo de homenajes me parecen más bonitos, más útiles, pero probablemente no tan mediáticos.
En la foto, el aeropuerto de Frankfurt, que juraría que se llama simplemente así, aeropuerto de Frankfurt.
lunes, 24 de marzo de 2014
"Balla, balla, balla" de Haruki Murakami
Murakami me da pereza. Lo digo así de claro. Me da pereza empezar sus libros, me da pereza leerlos, pero cuando los acabo, me dejan un buen sabor de boca. Ya me lo dijo alguien (no recuerdo quién) cuando estaba leyendo “Tokio Blues. Norwegian Wood” y, aunque entonces no me lo creí, es totalmente cierto: cuando los acabo, me dejan una sensación muy agradable.
Después de leer “Tokio Blues”, no tenía muy claro si me leería otro libro de Murakami, al menos no a corto plazo. Pero recibí “Baila, baila, baila” (la versión en catalán) como regalo cuando defendí la tesis (hace ya ¡casi año y medio!), así que tenía que leérmelo. Y me lo he leído ahora. Bueno, he tardado bastante, lo he alternado con otros libros. Murakami se me hace demasiado denso, demasiado pesado, demasiado confuso. No es que sea difícil leerlo, no es eso, pero me resulta confuso, como si una niebla cubriera la historia y hubiera que dedicarle más tiempo de lo habitual para dejarte llevar con ella.
Con “Baila, baila, baila” me ha pasado lo que comentaba al principio. Me dio pereza empezarlo, a ratos me daba pereza leerlo, pero al mismo tiempo tenía ganas de hacerlo. Y cuando lo acabé me dio incluso un poco de pena. Es difícil contar de qué va este libro, para eso me parece que Murakami es un genio. Tal vez un genio de la confusión, rozando los límites de ser pretencioso (que igual sí que lo es), pero un genio. En la historia, en la que todo está conectado, se entremezclan un redactor freelance, un misterioso hotel, un actor famoso, prostitutas de lujo, una adolescente sensible, sus extraños padres y un personaje, el Hombre Carnero, tan inquietante como sabio en sus consejos: hay que moverse, hay que bailar, bailar, bailar sin parar, para que todo siga rodando, para que todo siga su camino.
No sé si recomendaría este libro o no, tampoco sé si recomendaría a Murakami en general. Creo que es un autor que si te gusta, te puede gustar mucho, pero si no te gusta, es insufrible. Yo sigo sin saber si me gusta o no me gusta. Me da pereza, me perturba un poco leerlo, pero cuando cierro el libro, me gusta la sensación que me deja. Así que, al menos, hay que darle a Murakami una oportunidad. Yo leeré alguno más en el futuro, pero esperaré un tiempo para hacerlo.
Después de leer “Tokio Blues”, no tenía muy claro si me leería otro libro de Murakami, al menos no a corto plazo. Pero recibí “Baila, baila, baila” (la versión en catalán) como regalo cuando defendí la tesis (hace ya ¡casi año y medio!), así que tenía que leérmelo. Y me lo he leído ahora. Bueno, he tardado bastante, lo he alternado con otros libros. Murakami se me hace demasiado denso, demasiado pesado, demasiado confuso. No es que sea difícil leerlo, no es eso, pero me resulta confuso, como si una niebla cubriera la historia y hubiera que dedicarle más tiempo de lo habitual para dejarte llevar con ella.
Con “Baila, baila, baila” me ha pasado lo que comentaba al principio. Me dio pereza empezarlo, a ratos me daba pereza leerlo, pero al mismo tiempo tenía ganas de hacerlo. Y cuando lo acabé me dio incluso un poco de pena. Es difícil contar de qué va este libro, para eso me parece que Murakami es un genio. Tal vez un genio de la confusión, rozando los límites de ser pretencioso (que igual sí que lo es), pero un genio. En la historia, en la que todo está conectado, se entremezclan un redactor freelance, un misterioso hotel, un actor famoso, prostitutas de lujo, una adolescente sensible, sus extraños padres y un personaje, el Hombre Carnero, tan inquietante como sabio en sus consejos: hay que moverse, hay que bailar, bailar, bailar sin parar, para que todo siga rodando, para que todo siga su camino.
No sé si recomendaría este libro o no, tampoco sé si recomendaría a Murakami en general. Creo que es un autor que si te gusta, te puede gustar mucho, pero si no te gusta, es insufrible. Yo sigo sin saber si me gusta o no me gusta. Me da pereza, me perturba un poco leerlo, pero cuando cierro el libro, me gusta la sensación que me deja. Así que, al menos, hay que darle a Murakami una oportunidad. Yo leeré alguno más en el futuro, pero esperaré un tiempo para hacerlo.
domingo, 23 de marzo de 2014
Walbis Bay
Aunque ya hace más de una semana que volví de Namibia, aún tengo algunas cosas que contar del viaje. Hoy toca una excursión que hice a Walbis Bay hace hoy dos semanas.
Walbis Bay es una ciudad (y un importante puerto pesquero) situada a unos 30 km al sur de Swakopmund, con una historia interesante (fue colonia inglesa y perteneció a Sudáfrica hasta 4 años después de que Namibia se constituyese como país, anexionándose a éste finalmente en 1994). Pero Walbis Bay es también el nombre de la bahía que se encuentra junto a la ciudad y allí fui yo en una excursión organizada, a dar un paseo en barco por la bahía. Sí, a hacer de turista, claro.
Fue un día frío y nuboso, con la niebla típica de esta zona del país. No fue una excursión espectacular, pero estuvo bien cambiar un poco de aires, salir al mar y ver los leones marinos que me impresionaron tanto el año pasado en Cape Cross, aunque en cantidades más pequeñas. Leones marinos y pelícanos fueron los protagonistas del día. También vimos (casi intuimos) un par de delfines, vimos los cultivos de ostras y las probamos. Y poco más.
No sé si es que me estoy volviendo muy crítica, pero no me gustó mucho la guía que llevábamos. No me gustó su tendencia a humanizar a los animales: habló de leones marinos “buenos” (los que subían al barco y se dejaban acariciar) y “malos” (los que había que echar del barco porque podían ser peligrosos), cuando todos son animales salvajes o llamaba a los pelícanos con nombres como “Lady Gaga”. Tampoco me gustó su falta de precisión científica, dijo que el cultivo de ostras era muy exitoso en la zona porque el agua allí es “de muy buena calidad”, que no sé muy bien qué quiere decir. No sé si lo he contado alguna vez por aquí, pero el mar en Namibia, el océano, allí no es azul, el marrón, verdoso, reflejo de un ecosistema muy rico en nutrientes, que viene determinado por la corriente de Benguela y que convierte sus aguas en unas de las más productivas del planeta. Vale, igual esto no es fácil de explicar a un grupo de turistas. O sí. Creo que Einstein dijo algo así como “Si no lo puedes explicar de manera sencilla es que no lo has entendido bien”. Pues eso. Tampoco me gustó cómo habló de las colonias de leones marinos: según ella, la de Walbis Bay es la única “natural” porque tiene una población controlada, mientras que otras como la de Cape Cross tienen una población excesiva y eso (según ella) no es natural y es malo, porque puede haber infecciones que maten a los leones marinos. ¿Eh? Una población natural se auto-regula y de hecho, si hay infecciones periódicas que matan gran cantidad de individuos, es un proceso totalmente natural en las poblaciones, sobre todo si no tienen depredadores que las regulen. Ecología básica. Ah, y dijo que en aquella zona no hay ni tiburones ni ballenas. Y sí que hay.
En resumen, volví bastante hostilizada de la excursión. Me faltó cierto rigor científico, más explicación del ecosistema, de las especies, de lo que estamos viendo. Aquello parecía más una película de Disney, un zoo con leones marinos abrazando a turistas que un intento de explicar la naturaleza de la zona. Repito, igual soy muy crítica o igual es que como bióloga exijo más que el turista medio, pero aunque lo que vi me gustó, cómo me lo contaron me decepcionó bastante.
Detalle curioso: la bahía está limitada por una lengua de arena y en su punta, Pelican Point, se hallaba un faro. Y digo se hallaba porque la lengua de arena sigue creciendo y ahora el faro ya no se usa como tal, porque no indica la entrada de la bahía. Ahora en el faro hay un hotel. Ahí, en mitad de la arena, junto a la colonia de leones marinos. Impresionante.
Walbis Bay es una ciudad (y un importante puerto pesquero) situada a unos 30 km al sur de Swakopmund, con una historia interesante (fue colonia inglesa y perteneció a Sudáfrica hasta 4 años después de que Namibia se constituyese como país, anexionándose a éste finalmente en 1994). Pero Walbis Bay es también el nombre de la bahía que se encuentra junto a la ciudad y allí fui yo en una excursión organizada, a dar un paseo en barco por la bahía. Sí, a hacer de turista, claro.
Fue un día frío y nuboso, con la niebla típica de esta zona del país. No fue una excursión espectacular, pero estuvo bien cambiar un poco de aires, salir al mar y ver los leones marinos que me impresionaron tanto el año pasado en Cape Cross, aunque en cantidades más pequeñas. Leones marinos y pelícanos fueron los protagonistas del día. También vimos (casi intuimos) un par de delfines, vimos los cultivos de ostras y las probamos. Y poco más.
No sé si es que me estoy volviendo muy crítica, pero no me gustó mucho la guía que llevábamos. No me gustó su tendencia a humanizar a los animales: habló de leones marinos “buenos” (los que subían al barco y se dejaban acariciar) y “malos” (los que había que echar del barco porque podían ser peligrosos), cuando todos son animales salvajes o llamaba a los pelícanos con nombres como “Lady Gaga”. Tampoco me gustó su falta de precisión científica, dijo que el cultivo de ostras era muy exitoso en la zona porque el agua allí es “de muy buena calidad”, que no sé muy bien qué quiere decir. No sé si lo he contado alguna vez por aquí, pero el mar en Namibia, el océano, allí no es azul, el marrón, verdoso, reflejo de un ecosistema muy rico en nutrientes, que viene determinado por la corriente de Benguela y que convierte sus aguas en unas de las más productivas del planeta. Vale, igual esto no es fácil de explicar a un grupo de turistas. O sí. Creo que Einstein dijo algo así como “Si no lo puedes explicar de manera sencilla es que no lo has entendido bien”. Pues eso. Tampoco me gustó cómo habló de las colonias de leones marinos: según ella, la de Walbis Bay es la única “natural” porque tiene una población controlada, mientras que otras como la de Cape Cross tienen una población excesiva y eso (según ella) no es natural y es malo, porque puede haber infecciones que maten a los leones marinos. ¿Eh? Una población natural se auto-regula y de hecho, si hay infecciones periódicas que matan gran cantidad de individuos, es un proceso totalmente natural en las poblaciones, sobre todo si no tienen depredadores que las regulen. Ecología básica. Ah, y dijo que en aquella zona no hay ni tiburones ni ballenas. Y sí que hay.
En resumen, volví bastante hostilizada de la excursión. Me faltó cierto rigor científico, más explicación del ecosistema, de las especies, de lo que estamos viendo. Aquello parecía más una película de Disney, un zoo con leones marinos abrazando a turistas que un intento de explicar la naturaleza de la zona. Repito, igual soy muy crítica o igual es que como bióloga exijo más que el turista medio, pero aunque lo que vi me gustó, cómo me lo contaron me decepcionó bastante.
Detalle curioso: la bahía está limitada por una lengua de arena y en su punta, Pelican Point, se hallaba un faro. Y digo se hallaba porque la lengua de arena sigue creciendo y ahora el faro ya no se usa como tal, porque no indica la entrada de la bahía. Ahora en el faro hay un hotel. Ahí, en mitad de la arena, junto a la colonia de leones marinos. Impresionante.
viernes, 21 de marzo de 2014
¡Hola, primavera!
Quería escribir esta entrada anoche, pero tuve un pequeño incidente con la tostadora (quemé el pan) y otro con una olla (quemé las palomitas) y decidí que no tenía el alma para dar la bienvenida a la primavera.
Pero hoy sí.
Primavera, viernes y de día libre.
Ah, nublado y bajando las temperaturas pero, ¿qué más da?
A lo que iba, es primavera. Y mi huerto urbano está feliz, muy feliz. Me ha recibido en todo su esplendor a mi vuelta de Namibia.
Las zanahorias están empezando a crecer (¡esta vez sí!).
Hay guisantes, muchos guisantes por todas partes.
Mi fresal ya no sólo da flores, ahora las flores se están convirtiendo en fresas.
La flor del aloe empieza a crecer.
Unas tímidas florecillas se asoman en una planta que muchos daban por muerta y creo recordar que eran mini-claveles.
Y el bosque de ginkgos… ay, ¡el bosque de ginkgos! Decenas de sus preciosas hojas están creciendo como locas a lo largo de sus ramas.
Ya es primavera, ¿no lo notáis?
Pero hoy sí.
Primavera, viernes y de día libre.
Ah, nublado y bajando las temperaturas pero, ¿qué más da?
A lo que iba, es primavera. Y mi huerto urbano está feliz, muy feliz. Me ha recibido en todo su esplendor a mi vuelta de Namibia.
Las zanahorias están empezando a crecer (¡esta vez sí!).
Hay guisantes, muchos guisantes por todas partes.
Mi fresal ya no sólo da flores, ahora las flores se están convirtiendo en fresas.
La flor del aloe empieza a crecer.
Unas tímidas florecillas se asoman en una planta que muchos daban por muerta y creo recordar que eran mini-claveles.
Y el bosque de ginkgos… ay, ¡el bosque de ginkgos! Decenas de sus preciosas hojas están creciendo como locas a lo largo de sus ramas.
Ya es primavera, ¿no lo notáis?
miércoles, 19 de marzo de 2014
"Catching Fire" de Suzanne Collins
Ésta es la segunda parte de la trilogía de los Juegos del Hambre. Es bastante difícil hablar de él sin spoilear la primera parte de la historia, así que ALERTA SPOILERS.
En este segundo libro, la rebelión que se intuía en la primera parte cobra mayor protagonismo, con una Katniss totalmente consciente de su papel incitador en la misma, que parece extenderse a los distintos distritos. Aunque su vida ahora es mucho más cómoda y fácil, las cosas se complican con una edición especial de los Juegos, en los que tiene que volver a competir, volver a luchar por su supervivencia contra otros ganadores de anteriores juegos.
Estoy enganchada a la trilogía, lo admito. El primer libro me gustó muchísimo, este segundo es una estupenda continuación, aunque lo de volver a los juegos no me entusiasmó al principio, al final me resultó muy interesante y nada repetitivo. Pero me gusta mucho, me engancha y me divierte. Como el primero, me gusta mucho el punto de vista totalmente personal de Katniss, le da una frescura especial.
Un libro muy chulo, aún no he visto la película, pero caerá cualquier día.
En este segundo libro, la rebelión que se intuía en la primera parte cobra mayor protagonismo, con una Katniss totalmente consciente de su papel incitador en la misma, que parece extenderse a los distintos distritos. Aunque su vida ahora es mucho más cómoda y fácil, las cosas se complican con una edición especial de los Juegos, en los que tiene que volver a competir, volver a luchar por su supervivencia contra otros ganadores de anteriores juegos.
Estoy enganchada a la trilogía, lo admito. El primer libro me gustó muchísimo, este segundo es una estupenda continuación, aunque lo de volver a los juegos no me entusiasmó al principio, al final me resultó muy interesante y nada repetitivo. Pero me gusta mucho, me engancha y me divierte. Como el primero, me gusta mucho el punto de vista totalmente personal de Katniss, le da una frescura especial.
Un libro muy chulo, aún no he visto la película, pero caerá cualquier día.
martes, 18 de marzo de 2014
Ritmos africanos
Estando en Namibia, estuve en un concierto de música africana. Ya había estado en un concierto allí en Septiembre, un concierto que me encantó, en el que hubo un poco de todo, desde música africana a música clásica, pasando por corales de varios tipos. Aquel concierto fue en una escuela de primaria que me pilla de camino al curro, así que un día de esa semana pasé por allí a ver si había algo esos días. ¡Bingo! Vi este cartel de ese concierto y decidí que iría a verlo.
El mismo día del concierto, volví a pasar para confirmar la hora y entonces me di cuenta de que yo conocía al chico que sale en la foto, J., el de en medio. No me sorprendió mucho, era el profesor de percusión de la colega española que estaba por aquí hasta hace poco (yo misma fui a una clase con él) y además ya lo había visto cantar y tocar en el concierto del año pasado. Está metido en todos los berenjenales, musicalmente hablando. Así que allí me fui yo, un viernes por la noche, de concierto en Swakopmund.
Me encantó, me lo pasé muy bien, salvo en el momento en el que me sacaron a bailar allí en medio. Pero bueno, incluso entonces me reí mucho y me regalaron una pulsera, así que no me quejo, jejeje. Y reencontrarme con J. fue estupendo. Su cara de alucine fue maravillosa, qué divertido.
Ésta es parte de una de las canciones que tocaron, geniales todas.
A la mañana siguiente, mientras paseaba por el centro comprando algunas cositas, me sorprendió un grupo de chavales tocando marimbas y otros instrumentos de percusión. Me quedé allí clavada un buen rato, escuchándolos. Daba gusto oírlos tocar.
Así es Namibia. En cualquier momento, en cualquier lugar, puedes deleitarte con sus ritmos, con sus músicas. Namibia, un país en el que se saca música hasta de las piedras. Que sí.
África es pura música.
El mismo día del concierto, volví a pasar para confirmar la hora y entonces me di cuenta de que yo conocía al chico que sale en la foto, J., el de en medio. No me sorprendió mucho, era el profesor de percusión de la colega española que estaba por aquí hasta hace poco (yo misma fui a una clase con él) y además ya lo había visto cantar y tocar en el concierto del año pasado. Está metido en todos los berenjenales, musicalmente hablando. Así que allí me fui yo, un viernes por la noche, de concierto en Swakopmund.
Me encantó, me lo pasé muy bien, salvo en el momento en el que me sacaron a bailar allí en medio. Pero bueno, incluso entonces me reí mucho y me regalaron una pulsera, así que no me quejo, jejeje. Y reencontrarme con J. fue estupendo. Su cara de alucine fue maravillosa, qué divertido.
Ésta es parte de una de las canciones que tocaron, geniales todas.
A la mañana siguiente, mientras paseaba por el centro comprando algunas cositas, me sorprendió un grupo de chavales tocando marimbas y otros instrumentos de percusión. Me quedé allí clavada un buen rato, escuchándolos. Daba gusto oírlos tocar.
Así es Namibia. En cualquier momento, en cualquier lugar, puedes deleitarte con sus ritmos, con sus músicas. Namibia, un país en el que se saca música hasta de las piedras. Que sí.
África es pura música.
viernes, 14 de marzo de 2014
Horario guiri
En los últimos meses, se ha oído bastante hablar sobre el tema de los horarios, de lo poco europeos que son y de cómo afectan al rendimiento laboral. Cualquiera que se haya movido un poco fuera del país, se habrá dado cuenta de que en España comemos y cenamos a horas mucho más tardías que el resto del mundo, lo que hace que las noches se alarguen más de lo que parece sano y nuestras horas de sueño sean menos.
Durante mucho tiempo, yo estaba convencida de que el resto del mundo estaba equivocado y que nuestros horarios eran estupendos. No sé si es porque ahora he viajado más que cuando pensaba eso o porque me estoy haciendo mayor, pero creo que nuestros horarios son pura bazofia y cada vez más me gustaría ser europea, en cuanto a horarios, me refiero.
Me parece una barbaridad, por ejemplo, que las series del prime time empiecen después de las 10:30 de la noche y acaben pasada la medianoche. Siempre me pregunto si yo soy la única en el país que madruga. Yo tengo un horario de entrada al trabajo bastante flexible, entre las 7:30 y las 9:00, pero me gusta llegar sobre las 8. Y no me gusta levantarme y salir corriendo al trabajo, me gusta desayunar tranquilamente leyendo un rato y escuchando la radio. Así, mi hora buena para levantarme serían las 6:30. Si viera las series o películas del prime time, dormiría apenas 6 horas, que a mí no me bastan. Hace bastante que dejé de ver cosas en la tele que empiezan a la hora que me estoy planteando ya meterme en la cama. Si quiero ver alguna serie, las sigo por internet. Me niego a pasar sueño en el trabajo por los horarios despóticos de la tele. Aunque admito que a veces me engancho y mis horarios no son todo lo regulares que desearía.
Cuando yo era pequeña, los telediarios empezaban como ahora, a las 9. Pero acababan a las 9:30, en dos minutos daban el tiempo y luego hacían algo que durara media hora o menos (creo recordar) y ya a las 10 empezaba la película. Sigo pensando que las 10 es muy tarde para empezar a ver cualquier cosa, pero había esos programas de media hora (sitcoms americanas, creo recordar) que te entretenían un rato y luego ya te ibas a dormir. Ahora todo empieza tarde. Hasta los programas protagonizados por niños empiezan a las tantas. Y parece que acaban sólo un ratito antes de que suene el despertador.
Lo del horario europeo lo he disfrutado especialmente estos días en Namibia (vale, no es muy adecuado llamarlo “horario europeo” estando en África, pero de alguna manera lo tenía que llamar. Venga, horario guiri.). Me levanto antes de las 7, trabajo de 8 a 1 y de 2 a 5 y me voy al hotel. Paseo un rato, voy al súper, lo que sea. Ceno cuando tengo hambre, sean las 7 o las 8, a las 9 y pico ya he hecho casi todo lo que tenía que hacer y antes de las 10 suelo meterme en la cama a leer o ver alguna serie. Duermo 8 horas de sobra, a veces me despierto incluso antes de que suene el despertador, porque he dormido como una bendita y he descansado estupendamente.
Lo de las comidas es otra barbaridad. Aquí desayuno a las 7 y pico y como de 1 a 2. Perfecto. En casa, yo no me puedo ir de mi oficina antes de las 2.30 (es decir, tengo que estar obligatoriamente en la oficina de 9 a 2:30 y cubrir el resto de horas entre las 7:30 de la mañana y las 7 de la tarde, menos los viernes, que por algún motivo que desconozco, no me cuentan las horas si trabajo después de las 3.30). Lo que decía. Yo desayuno sobre las 7 y no suelo comer hasta casi las 3. Aunque en medio tomo una merienda (sí, en Mallorca llamamos merienda también a lo que tomamos a media mañana), suelo llegar a comer desesperada de hambre. ¿Por qué no puedo ir a comer a la 1.30 que es lo que me pide el cuerpo? No tengo un trabajo de atención al público, así que me resulta difícil explicar la tiranía horaria. Igual que me resulta difícil explicar por qué no puedo trabajar un viernes un rato por la tarde, que suelen ser días que mi nivel de concentración es bastante alto.
He oído por ahí que se estaban planteando atrasar una hora los horarios, para corregir esto. ¿QUÉ? Atrasar los horarios no nos llevará a modificar los hábitos. Y viviendo en la comunidad autónoma más oriental del país, os aseguro que si se hace, me dará algo. En Baleares, en invierno a las 5.30 ya es noche cerrada. Pero totalmente cerrada. ¿Os imagináis vivir en un sitio en el que fuera de noche a las 4.:30? Yo sí, porque ya lo he vivido. Cuando estuve en Creta, viví 3 semanas en el horario de invierno y me quería morir. A las 4 era ya casi de noche y a las 4.30 ya era noche cerradísima. Claro, amanecía prontísimo pero, ¿para qué?
No, el cambio de hábitos no implica un cambio de huso horario, implica un cambio en las costumbres. ¿Qué sentido tiene trabajar hasta las 7, las 8, las 9 de la tarde? ¿Qué sentido tiene cuando los horarios escolares acaban antes de las 2 de la tarde (al menos en mi comunidad)? ¿Para qué queremos tener tiendas abiertas hasta más allá de las 9 de la noche? ¿Gimnasios hasta las 10? Vale, no voto porque las tiendas cierren a las 5, como aquí en Swakopmund, que a las 6 ya no hay nadie por la calle y a las 7 da hasta miedo salir. Tampoco que los gimnasios abran a las 5 de la mañana como aquí. Pero si los horarios laborales acabaran antes, las tiendas podrían cerrar antes (también abrir) y las teles podrían emitir sus programas a una hora más decente. Y, ¿qué ganaríamos con eso? Calidad de vida, calidad de sueño, más tiempo con los nuestros. En resumen, más felicidad. Al menos yo.
Sinceramente, no creo que se produzca ningún cambio. Yo intento adecuar mis hábitos a los horarios que me resultan cómodos, aunque vaya un poco a contracorriente y acabe viendo las series de las que todo el mundo habla con semanas de retraso. Viva el horario guiri.
En la foto, puesta de sol desde mi balcón namibio. En un par de horas, me voy al aeropuerto para empezar mi odisea de regreso. Mañana a mediodía, en casa.
Durante mucho tiempo, yo estaba convencida de que el resto del mundo estaba equivocado y que nuestros horarios eran estupendos. No sé si es porque ahora he viajado más que cuando pensaba eso o porque me estoy haciendo mayor, pero creo que nuestros horarios son pura bazofia y cada vez más me gustaría ser europea, en cuanto a horarios, me refiero.
Me parece una barbaridad, por ejemplo, que las series del prime time empiecen después de las 10:30 de la noche y acaben pasada la medianoche. Siempre me pregunto si yo soy la única en el país que madruga. Yo tengo un horario de entrada al trabajo bastante flexible, entre las 7:30 y las 9:00, pero me gusta llegar sobre las 8. Y no me gusta levantarme y salir corriendo al trabajo, me gusta desayunar tranquilamente leyendo un rato y escuchando la radio. Así, mi hora buena para levantarme serían las 6:30. Si viera las series o películas del prime time, dormiría apenas 6 horas, que a mí no me bastan. Hace bastante que dejé de ver cosas en la tele que empiezan a la hora que me estoy planteando ya meterme en la cama. Si quiero ver alguna serie, las sigo por internet. Me niego a pasar sueño en el trabajo por los horarios despóticos de la tele. Aunque admito que a veces me engancho y mis horarios no son todo lo regulares que desearía.
Cuando yo era pequeña, los telediarios empezaban como ahora, a las 9. Pero acababan a las 9:30, en dos minutos daban el tiempo y luego hacían algo que durara media hora o menos (creo recordar) y ya a las 10 empezaba la película. Sigo pensando que las 10 es muy tarde para empezar a ver cualquier cosa, pero había esos programas de media hora (sitcoms americanas, creo recordar) que te entretenían un rato y luego ya te ibas a dormir. Ahora todo empieza tarde. Hasta los programas protagonizados por niños empiezan a las tantas. Y parece que acaban sólo un ratito antes de que suene el despertador.
Lo del horario europeo lo he disfrutado especialmente estos días en Namibia (vale, no es muy adecuado llamarlo “horario europeo” estando en África, pero de alguna manera lo tenía que llamar. Venga, horario guiri.). Me levanto antes de las 7, trabajo de 8 a 1 y de 2 a 5 y me voy al hotel. Paseo un rato, voy al súper, lo que sea. Ceno cuando tengo hambre, sean las 7 o las 8, a las 9 y pico ya he hecho casi todo lo que tenía que hacer y antes de las 10 suelo meterme en la cama a leer o ver alguna serie. Duermo 8 horas de sobra, a veces me despierto incluso antes de que suene el despertador, porque he dormido como una bendita y he descansado estupendamente.
Lo de las comidas es otra barbaridad. Aquí desayuno a las 7 y pico y como de 1 a 2. Perfecto. En casa, yo no me puedo ir de mi oficina antes de las 2.30 (es decir, tengo que estar obligatoriamente en la oficina de 9 a 2:30 y cubrir el resto de horas entre las 7:30 de la mañana y las 7 de la tarde, menos los viernes, que por algún motivo que desconozco, no me cuentan las horas si trabajo después de las 3.30). Lo que decía. Yo desayuno sobre las 7 y no suelo comer hasta casi las 3. Aunque en medio tomo una merienda (sí, en Mallorca llamamos merienda también a lo que tomamos a media mañana), suelo llegar a comer desesperada de hambre. ¿Por qué no puedo ir a comer a la 1.30 que es lo que me pide el cuerpo? No tengo un trabajo de atención al público, así que me resulta difícil explicar la tiranía horaria. Igual que me resulta difícil explicar por qué no puedo trabajar un viernes un rato por la tarde, que suelen ser días que mi nivel de concentración es bastante alto.
He oído por ahí que se estaban planteando atrasar una hora los horarios, para corregir esto. ¿QUÉ? Atrasar los horarios no nos llevará a modificar los hábitos. Y viviendo en la comunidad autónoma más oriental del país, os aseguro que si se hace, me dará algo. En Baleares, en invierno a las 5.30 ya es noche cerrada. Pero totalmente cerrada. ¿Os imagináis vivir en un sitio en el que fuera de noche a las 4.:30? Yo sí, porque ya lo he vivido. Cuando estuve en Creta, viví 3 semanas en el horario de invierno y me quería morir. A las 4 era ya casi de noche y a las 4.30 ya era noche cerradísima. Claro, amanecía prontísimo pero, ¿para qué?
No, el cambio de hábitos no implica un cambio de huso horario, implica un cambio en las costumbres. ¿Qué sentido tiene trabajar hasta las 7, las 8, las 9 de la tarde? ¿Qué sentido tiene cuando los horarios escolares acaban antes de las 2 de la tarde (al menos en mi comunidad)? ¿Para qué queremos tener tiendas abiertas hasta más allá de las 9 de la noche? ¿Gimnasios hasta las 10? Vale, no voto porque las tiendas cierren a las 5, como aquí en Swakopmund, que a las 6 ya no hay nadie por la calle y a las 7 da hasta miedo salir. Tampoco que los gimnasios abran a las 5 de la mañana como aquí. Pero si los horarios laborales acabaran antes, las tiendas podrían cerrar antes (también abrir) y las teles podrían emitir sus programas a una hora más decente. Y, ¿qué ganaríamos con eso? Calidad de vida, calidad de sueño, más tiempo con los nuestros. En resumen, más felicidad. Al menos yo.
Sinceramente, no creo que se produzca ningún cambio. Yo intento adecuar mis hábitos a los horarios que me resultan cómodos, aunque vaya un poco a contracorriente y acabe viendo las series de las que todo el mundo habla con semanas de retraso. Viva el horario guiri.
En la foto, puesta de sol desde mi balcón namibio. En un par de horas, me voy al aeropuerto para empezar mi odisea de regreso. Mañana a mediodía, en casa.
miércoles, 12 de marzo de 2014
En la Luna
Esta mañana, de camino al trabajo, una pareja de franceses en un todo terreno me ha preguntado por dónde debían ir hacia Walbis Bay, una ciudad a apenas 35 km de Swakopmund. Les he indicado el camino y les he odiado un poquito. Ay, ellos, los turistas. “Ojalá yo fuera turista”, he pensado. Y luego me he recriminado a mi misma que no me puedo quejar, que en realidad me pasé el fin de semana haciendo de turista. ¿Que no bastó? Claro que no. Pero tampoco hay que ser ambiciosa, no. Porque yo el sábado estuve en la Luna.
O así es como anuncian la excursión al desierto de gravas que rodea parcialmente Swakopmund. Creo que ya he contado que está ciudad está rodeada de desierto por todas partes menos por una, que da al Océano Atlántico. En realidad, la ciudad está limitada en el sur por el río Swakop, que es a la vez el que impide que las dunas del desierto vayan hacia el norte. Así, el desierto del Namib está formado por dunas, al sur del río Swakop, y por grandes llanuras de grava, al norte del río.
Así que me fui a la Luna, al norte del río Swakop.
Fue una tarde agradable, tres turistas alemanes y yo, con nuestro guía local, un chico de una de las tribus que hablan con chasquidos (no recuerdo cuál era). Fuimos al Dorob National Park, descubrimos muchas de las plantas que habitan el desierto (¡¡en el desierto crecen melones de forma natural!!), plantas preciosas capaces de subsistir con el agua de la niebla, tocamos música con piedras, condujimos por cañones en los que se han rodado la última de Mad Max, conocimos qué minerales hay en el desierto y la cantidad de minas de uranio que hay en él, recorrimos el cauce seco del río Swakop e incluso vimos una gacela. Y un avestruz. El plato fuerte fue visitar la Welwitchia mirabilis, una planta endémica del desierto del Namib y, por supuesto, contemplar el paisaje lunar.
Es impresionante la welwitchia, aunque casi pego al guía cuando preguntó qué creíamos que era, una flor, una planta o un árbol. Ay, Dios. “Las flores y los árboles son plantas”, le dije. Menos mal que me dio la razón. A lo que iba, la welwitchia es una planta impresionante. Podríamos decir que es un árbol: su tronco crece hundido en tierra y fuera tiene dos únicas hojas, que crecen de manera continua, muriendo sus extremos y partiéndose por la erosión. Son plantas dioicas, es decir, hay plantas macho y hembras, y son muy longevas, se cree que pueden vivir más de mil años. Plantaría una en casa, me molan las plantas extrañas, pero así como los ginkgos han tenido mucho éxito, no creo que consiguiera cultivar una welwitchia...
O así es como anuncian la excursión al desierto de gravas que rodea parcialmente Swakopmund. Creo que ya he contado que está ciudad está rodeada de desierto por todas partes menos por una, que da al Océano Atlántico. En realidad, la ciudad está limitada en el sur por el río Swakop, que es a la vez el que impide que las dunas del desierto vayan hacia el norte. Así, el desierto del Namib está formado por dunas, al sur del río Swakop, y por grandes llanuras de grava, al norte del río.
Así que me fui a la Luna, al norte del río Swakop.
Fue una tarde agradable, tres turistas alemanes y yo, con nuestro guía local, un chico de una de las tribus que hablan con chasquidos (no recuerdo cuál era). Fuimos al Dorob National Park, descubrimos muchas de las plantas que habitan el desierto (¡¡en el desierto crecen melones de forma natural!!), plantas preciosas capaces de subsistir con el agua de la niebla, tocamos música con piedras, condujimos por cañones en los que se han rodado la última de Mad Max, conocimos qué minerales hay en el desierto y la cantidad de minas de uranio que hay en él, recorrimos el cauce seco del río Swakop e incluso vimos una gacela. Y un avestruz. El plato fuerte fue visitar la Welwitchia mirabilis, una planta endémica del desierto del Namib y, por supuesto, contemplar el paisaje lunar.
Es impresionante la welwitchia, aunque casi pego al guía cuando preguntó qué creíamos que era, una flor, una planta o un árbol. Ay, Dios. “Las flores y los árboles son plantas”, le dije. Menos mal que me dio la razón. A lo que iba, la welwitchia es una planta impresionante. Podríamos decir que es un árbol: su tronco crece hundido en tierra y fuera tiene dos únicas hojas, que crecen de manera continua, muriendo sus extremos y partiéndose por la erosión. Son plantas dioicas, es decir, hay plantas macho y hembras, y son muy longevas, se cree que pueden vivir más de mil años. Plantaría una en casa, me molan las plantas extrañas, pero así como los ginkgos han tenido mucho éxito, no creo que consiguiera cultivar una welwitchia...
martes, 11 de marzo de 2014
domingo, 9 de marzo de 2014
“Tú escribes el final” de Raquel Rodrein
Llegué a este libro engañada: pensaba que era un “Elige tu propia aventura” de Hombre Revenido. Ay, ¡qué emoción! ¡Todo un libro de escoge tu propia aventura! ¿Cómo lo habrá hecho? ¿Cómo podremos votar si ya está escrito? Ay, ¡qué ilusión!
Pues no.
No, en serio, sí que es verdad que llegué un poco engañada, pero de otro modo: me lo recomendó una amiga, a pesar de mis advertencias de “No será de amor, ¿no?”. No sé por qué, todo el mundo me responde igual cuando les hago esa pregunta (sí, hermana gafapasta, va por ti): “Sí, pero bueno, en realidad, no”.
Pamplinas.
Me queréis engañar como una tonta, no os voy a hacer caso a partir de ahora, de verdad.
La cuestión es que es un libro que no conocía y que probablemente no hubiera leído si no me lo hubieran recomendado. Porque es de amor, que sí, de mucho amor. El libro empieza con su protagonista, Liam Wallace, un famoso actor de Hollywood de vuelta a su tierra natal, Escocia, para el funeral de su madre. A base de flashbacks y cuadernos escritos, conocemos su historia desde su juventud como recién licenciado abogado al momento actual del funeral de su madre, cubriendo el camino que le llevó a la fama y el papel clave que jugó Amy, una estadounidense que conoció cuando ésta pasaba un año en Escocia.
Atención ¡SPOILERS!
Obviando que es un libro romántico y que, por tanto, habla de amor y que estos son libros que últimamente no tolero demasiado, está bastante bien. Tiene momentos que me han cabreado mucho, que lo he querido tirar por la ventada, que les hubiera dado un par de tortas a sus protagonistas, pero bueno, en general está bien. Es un libro muy culebrón, muy de amor, muy novelesco y muy de oh, cuánto nos queremos y cuánto sufrimos para poder ser felices y comer perdices. Pero es entretenido, es amable, agradable y tampoco te (debería) hace(r) comer mucho la cabeza. Eso sí, aunque sus protagonistas sufren mucho, mucho, en general dan mucha rabia porque son muy guapos, muy listos, muy felices, tienen mucho dinero, se cumplen todos sus sueños y todo eso. Vamos, peliculero total.
Está bien, pero me lo pensaré un poco antes de leer otro libro de esta autora (que por cierto es española). Demasiado amor.
Pues no.
No, en serio, sí que es verdad que llegué un poco engañada, pero de otro modo: me lo recomendó una amiga, a pesar de mis advertencias de “No será de amor, ¿no?”. No sé por qué, todo el mundo me responde igual cuando les hago esa pregunta (sí, hermana gafapasta, va por ti): “Sí, pero bueno, en realidad, no”.
Pamplinas.
Me queréis engañar como una tonta, no os voy a hacer caso a partir de ahora, de verdad.
La cuestión es que es un libro que no conocía y que probablemente no hubiera leído si no me lo hubieran recomendado. Porque es de amor, que sí, de mucho amor. El libro empieza con su protagonista, Liam Wallace, un famoso actor de Hollywood de vuelta a su tierra natal, Escocia, para el funeral de su madre. A base de flashbacks y cuadernos escritos, conocemos su historia desde su juventud como recién licenciado abogado al momento actual del funeral de su madre, cubriendo el camino que le llevó a la fama y el papel clave que jugó Amy, una estadounidense que conoció cuando ésta pasaba un año en Escocia.
Atención ¡SPOILERS!
Obviando que es un libro romántico y que, por tanto, habla de amor y que estos son libros que últimamente no tolero demasiado, está bastante bien. Tiene momentos que me han cabreado mucho, que lo he querido tirar por la ventada, que les hubiera dado un par de tortas a sus protagonistas, pero bueno, en general está bien. Es un libro muy culebrón, muy de amor, muy novelesco y muy de oh, cuánto nos queremos y cuánto sufrimos para poder ser felices y comer perdices. Pero es entretenido, es amable, agradable y tampoco te (debería) hace(r) comer mucho la cabeza. Eso sí, aunque sus protagonistas sufren mucho, mucho, en general dan mucha rabia porque son muy guapos, muy listos, muy felices, tienen mucho dinero, se cumplen todos sus sueños y todo eso. Vamos, peliculero total.
Está bien, pero me lo pensaré un poco antes de leer otro libro de esta autora (que por cierto es española). Demasiado amor.
sábado, 8 de marzo de 2014
Cosas que me llevo de los viajes
Hace unas semanas me puse a pensar en las cosas de los viajes que me llevo a casa. No sé por qué me lo planteé, pero preparé una lista mental que me parece interesante compartir. Y que publico hoy porque la entrada que tenía prevista incluye vídeos y la conexión que tengo en Namibia no es tan rápida como necesitaría que fuera. A lo que iba, la lista. No sé si el orden que he puesto es el correcto, soy incapaz de saber qué es lo que compro más, pero más o menos está todo lo que suelo comprar. Creo.
Chocolate. Antes no compraba nunca, excepto cuando iba a Bruselas (ay, el chocolate belga), pero desde que descubrí un chocolate con sal suizo, siempre que puedo acabo en algún supermercado buscando chocolate con sal, para intentar escoger el más delicioso. Y, ya que estoy, acabo comprando otros chocolates que me parecen originales, o diferentes a los que encuentro en mis supermercados habituales. Obviamente, cuando voy por Bélgica es cuando más chocolate compro, pero últimamente, vaya donde vaya, siempre vuelvo con alguno curioso. También en los aeropuertos se pueden descubrir algunas maravillas de chocolate.
Vino. Me gusta el vino y me gusta tener por casa vino de sitios diferentes. La probabilidad de dar con un vino adecuado es baja, pero me suelo arriesgar cuando viajo por países que tienen producción propia. Compro algo de precio medio (no muy bajo para asegurar cierta calidad, no muy alto por si se rompe la botella por el camino) y a la aventura. Luego es genial ir a comer a casa de alguien y presentarte con vino sudafricano, croata o italiano. Aunque hoy en día puedes encontrar vino de casi cualquier sitio en tu ciudad, siempre tiene su gracia eso de pasearlo por aviones.
Comida. Es genial pasearte por los supermercados de los sitios que visitas: ves realmente lo que comen sus gentes, lo que es su día a día, lo iguales o diferentes que somos. Me gusta ir a los supermercados y comprar cosas que aguanten bien el viaje, latas, a veces infusiones, los chocolates ya mencionados, lo que sea. Sólo el hecho de pasear por un supermercado ya es un gran recuerdo de un viaje. Llevarte cosas a casa es un premio.
Libros. Compro libros mucho menos de lo que quisiera, porque me controlo bastante. Me desespera ver el estante de libros sin leer crecer en volumen y procuro limitar sus compras, tanto en casa como cuando estoy por ahí. Disfruto mucho de visitar librerías, aunque sus libros estén en idiomas que nunca entenderé. Como viajo sobre todo al extranjero y en general a países en el que el idioma no es el inglés, tampoco tengo muchas posibilidades de comprar libros que pueda leer, así que el autocontrol es más sencillo. Ya tengo algunas librerías favoritas en las ciudades que visito con cierta regularidad y me parece casi un sacrilegio no entrar en ellas, aunque acabe por no comprar nada.
Harry Potter. Éste es un subapartado del anterior. Mi colección de harrypotters internacionales aumenta a un ritmo muy, muy lento. A veces no me acuerdo de que no tengo un libro en el idioma del país que estoy, a veces no encuentro librerías, a veces están cerradas a las horas que tengo libre. Aquí sólo hay dos opciones: o el viaje es provechoso (y encuentro el libro) o es un fracaso (y no lo consigo, por cualquier motivo anterior). Me frustra sobre todo en algunos países en los que he estado varias veces y aún no he conseguido el libro. Y me frustra no tenerlo aún en alemán, cuando soy ya una experta en visitar sus aeropuertos. Pero cada HP que me queda por comprar, viaje que tengo pendiente, así que no me agobio demasiado.
Ropa y complementos. No es que vaya expresamente de compras cuando estoy fuera, pero me hace gracia comprarme algo de los países que he estado, si las circunstancias hacen posible un paseo por tiendas de ropa y complementos. Una camiseta, unos pendientes, un pañuelo,… Cualquier cosa es válida para mí como recuerdo. A veces he ido vestida casi totalmente con ropa que he comprado fuera de mi país: el abrigo veneciano, las botas belgas, el gorro escocés, el bolso vienés, los pendientes malteses, el pañuelo namibio… y así, hasta el infinito. Creo que estos son los recuerdos que más disfruto de los viajes. Un día cualquiera, te pones en casa unos pendientes y recuerdas de dónde vienen, de un lugar, de un viaje, de cierta gente. Y sólo esa tontería ya te hace sonreír.
Lana y telas. Estos son últimas adquisiciones. Lana he comprado un par de veces, telas sólo estando en Namibia. Son recuerdos estupendos también: acabas con una bufanda con lana comprada en otro país o con una funda de portátil hecha de tela de otro.
Recuerdos clásicos. De estos cada vez compro menos. Imanes, postales o cualquier cosa típica de las tiendas de recuerdos. Siempre que puedo las visito, siempre que veo algo que me parece chulo, lo compro, pero cada vez son más iguales en todo el mundo y cada vez busco más algo curioso, algo que no tenga, algo diferente. Y, todo hay que decirlo, mis padres ya están hasta las narices de que llene su nevera de imanes.
Qué bonita lista. Estos días me he dedicado a cumplir unos cuantos puntos de los arriba mencionados. En la foto, mis nuevas telas namibias. Adoro la amarilla.
Chocolate. Antes no compraba nunca, excepto cuando iba a Bruselas (ay, el chocolate belga), pero desde que descubrí un chocolate con sal suizo, siempre que puedo acabo en algún supermercado buscando chocolate con sal, para intentar escoger el más delicioso. Y, ya que estoy, acabo comprando otros chocolates que me parecen originales, o diferentes a los que encuentro en mis supermercados habituales. Obviamente, cuando voy por Bélgica es cuando más chocolate compro, pero últimamente, vaya donde vaya, siempre vuelvo con alguno curioso. También en los aeropuertos se pueden descubrir algunas maravillas de chocolate.
Vino. Me gusta el vino y me gusta tener por casa vino de sitios diferentes. La probabilidad de dar con un vino adecuado es baja, pero me suelo arriesgar cuando viajo por países que tienen producción propia. Compro algo de precio medio (no muy bajo para asegurar cierta calidad, no muy alto por si se rompe la botella por el camino) y a la aventura. Luego es genial ir a comer a casa de alguien y presentarte con vino sudafricano, croata o italiano. Aunque hoy en día puedes encontrar vino de casi cualquier sitio en tu ciudad, siempre tiene su gracia eso de pasearlo por aviones.
Comida. Es genial pasearte por los supermercados de los sitios que visitas: ves realmente lo que comen sus gentes, lo que es su día a día, lo iguales o diferentes que somos. Me gusta ir a los supermercados y comprar cosas que aguanten bien el viaje, latas, a veces infusiones, los chocolates ya mencionados, lo que sea. Sólo el hecho de pasear por un supermercado ya es un gran recuerdo de un viaje. Llevarte cosas a casa es un premio.
Libros. Compro libros mucho menos de lo que quisiera, porque me controlo bastante. Me desespera ver el estante de libros sin leer crecer en volumen y procuro limitar sus compras, tanto en casa como cuando estoy por ahí. Disfruto mucho de visitar librerías, aunque sus libros estén en idiomas que nunca entenderé. Como viajo sobre todo al extranjero y en general a países en el que el idioma no es el inglés, tampoco tengo muchas posibilidades de comprar libros que pueda leer, así que el autocontrol es más sencillo. Ya tengo algunas librerías favoritas en las ciudades que visito con cierta regularidad y me parece casi un sacrilegio no entrar en ellas, aunque acabe por no comprar nada.
Harry Potter. Éste es un subapartado del anterior. Mi colección de harrypotters internacionales aumenta a un ritmo muy, muy lento. A veces no me acuerdo de que no tengo un libro en el idioma del país que estoy, a veces no encuentro librerías, a veces están cerradas a las horas que tengo libre. Aquí sólo hay dos opciones: o el viaje es provechoso (y encuentro el libro) o es un fracaso (y no lo consigo, por cualquier motivo anterior). Me frustra sobre todo en algunos países en los que he estado varias veces y aún no he conseguido el libro. Y me frustra no tenerlo aún en alemán, cuando soy ya una experta en visitar sus aeropuertos. Pero cada HP que me queda por comprar, viaje que tengo pendiente, así que no me agobio demasiado.
Ropa y complementos. No es que vaya expresamente de compras cuando estoy fuera, pero me hace gracia comprarme algo de los países que he estado, si las circunstancias hacen posible un paseo por tiendas de ropa y complementos. Una camiseta, unos pendientes, un pañuelo,… Cualquier cosa es válida para mí como recuerdo. A veces he ido vestida casi totalmente con ropa que he comprado fuera de mi país: el abrigo veneciano, las botas belgas, el gorro escocés, el bolso vienés, los pendientes malteses, el pañuelo namibio… y así, hasta el infinito. Creo que estos son los recuerdos que más disfruto de los viajes. Un día cualquiera, te pones en casa unos pendientes y recuerdas de dónde vienen, de un lugar, de un viaje, de cierta gente. Y sólo esa tontería ya te hace sonreír.
Lana y telas. Estos son últimas adquisiciones. Lana he comprado un par de veces, telas sólo estando en Namibia. Son recuerdos estupendos también: acabas con una bufanda con lana comprada en otro país o con una funda de portátil hecha de tela de otro.
Recuerdos clásicos. De estos cada vez compro menos. Imanes, postales o cualquier cosa típica de las tiendas de recuerdos. Siempre que puedo las visito, siempre que veo algo que me parece chulo, lo compro, pero cada vez son más iguales en todo el mundo y cada vez busco más algo curioso, algo que no tenga, algo diferente. Y, todo hay que decirlo, mis padres ya están hasta las narices de que llene su nevera de imanes.
Qué bonita lista. Estos días me he dedicado a cumplir unos cuantos puntos de los arriba mencionados. En la foto, mis nuevas telas namibias. Adoro la amarilla.
jueves, 6 de marzo de 2014
Día nacional de oración
Hoy ha sido día nacional de oración aquí en Namibia. Me lo han contado dos colegas. Se celebraba para rendir homenaje a las víctimas de la violencia de género. Gender base violence (GBV) lo llaman aquí. O passion killing. Por lo visto, las muertes por violencia de género han aumentado espectacularmente en los últimos meses: si en 2013, 25 mujeres murieron aquí a mano de sus parejas, en estos dos meses (y poco) de 2014 ya han muerto 16. Así, hoy la gente se ha reunido en todo el país, en homenaje a las víctimas, para una oración conjunta.
Cuando les contaba a estas colegas que las cosas en España no son tan diferentes y que es un problema también muy extendido, han flipado. Hemos estado comentando lo aberrante y terrorífico que es, lo sorprendente, lo absurdo de este terrible fenómeno global. Cuando hablábamos de las causas o de las soluciones, una lo ha tenido muy claro: si la gente se casara, esto no pasaría, porque esto pasa porque la gente se va a vivir junta sin casarse. Yo le iba a contestar que es un problema que va mucho más allá de la religión y de Dios, pero luego he recordado que esta colega, en mi última visita, no vino un sábado a trabajar porque tenía que pasarse el día en la Iglesia. Yo intento ser muy respetuosa con cualquier creyente y no creyente y, aunque simplificar el tema de la violencia de género con un “es porque son unos pecadores” me parece absurdo, he preferido no entrar en discusión. Es un problema demasiado serio para simplificarlo así.
La cuestión es que aquí en Namibia la gente es muy religiosa, católica para más señas. Así que muchos piensan así, que todo ese mal es fruto del pecado. Yo creo que es precisamente lo contrario, la violencia es el mal, el pecado si se quiere llamar así. Y a pesar de saber que en este país son muy religiosos, me ha alucinado lo de día nacional de oración. Me parece muy bien rendir homenaje a las víctimas de la violencia de cualquier tipo, pero me ha sorprendido mucho. De hecho, esta colega me ha dicho que le hubiera encantado ir al estadio de Swakopmund donde se reunía hoy la gente para rezar y ha insinuado que no ha ido porque yo estaba aquí. Yo no soy su jefa, así que supongo que podría haber ido si hubiera querido. Pero ya me lo ha dicho por la tarde. El día nacional de oración empezaba a las 10 de la mañana, a las 12 había cinco minutos de silencio y luego seguía durante varias horas más.
Yo soy nueva en esto de días nacionales de oración, así que no tenía ni idea de si los colegas namibios querían ir o no. Luego, leyendo la prensa namibia, he descubierto que era obligatorio para todos los trabajadores (imagino que trabajadores públicos) asistir a las oraciones de su ciudad. Madre mía, igual les he obligado a incumplir un mandato gubernamental. También he descubierto que hoy estaba prohibido vender alcohol en tiendas (aquí no se puede vender alcohol en tiendas ni los sábados por la tarde ni domingos o festivos). No sé muy bien la relación entre la no venta de alcohol y el homenaje a las mujeres asesinadas, pero en un país en el que el alcoholismo es un problema latente, no creo que algo así sirva para mucho. Igual que un matrimonio religioso no acaba con la violencia de género, la prohibición de vender alcohol algunos días de la semana no acaba con el problema de alcoholismo. Creo yo.
Me ha flipado mucho esto del día nacional de oración. Pero más me ha flipado descubrir que mañana, 7 de Marzo, es el día mundial de la oración de las mujeres. Y que se celebra aquí, en Swakopmund.
Y yo que creía que ya no tenía nada que contar sobre Namibia…
Cuando les contaba a estas colegas que las cosas en España no son tan diferentes y que es un problema también muy extendido, han flipado. Hemos estado comentando lo aberrante y terrorífico que es, lo sorprendente, lo absurdo de este terrible fenómeno global. Cuando hablábamos de las causas o de las soluciones, una lo ha tenido muy claro: si la gente se casara, esto no pasaría, porque esto pasa porque la gente se va a vivir junta sin casarse. Yo le iba a contestar que es un problema que va mucho más allá de la religión y de Dios, pero luego he recordado que esta colega, en mi última visita, no vino un sábado a trabajar porque tenía que pasarse el día en la Iglesia. Yo intento ser muy respetuosa con cualquier creyente y no creyente y, aunque simplificar el tema de la violencia de género con un “es porque son unos pecadores” me parece absurdo, he preferido no entrar en discusión. Es un problema demasiado serio para simplificarlo así.
La cuestión es que aquí en Namibia la gente es muy religiosa, católica para más señas. Así que muchos piensan así, que todo ese mal es fruto del pecado. Yo creo que es precisamente lo contrario, la violencia es el mal, el pecado si se quiere llamar así. Y a pesar de saber que en este país son muy religiosos, me ha alucinado lo de día nacional de oración. Me parece muy bien rendir homenaje a las víctimas de la violencia de cualquier tipo, pero me ha sorprendido mucho. De hecho, esta colega me ha dicho que le hubiera encantado ir al estadio de Swakopmund donde se reunía hoy la gente para rezar y ha insinuado que no ha ido porque yo estaba aquí. Yo no soy su jefa, así que supongo que podría haber ido si hubiera querido. Pero ya me lo ha dicho por la tarde. El día nacional de oración empezaba a las 10 de la mañana, a las 12 había cinco minutos de silencio y luego seguía durante varias horas más.
Yo soy nueva en esto de días nacionales de oración, así que no tenía ni idea de si los colegas namibios querían ir o no. Luego, leyendo la prensa namibia, he descubierto que era obligatorio para todos los trabajadores (imagino que trabajadores públicos) asistir a las oraciones de su ciudad. Madre mía, igual les he obligado a incumplir un mandato gubernamental. También he descubierto que hoy estaba prohibido vender alcohol en tiendas (aquí no se puede vender alcohol en tiendas ni los sábados por la tarde ni domingos o festivos). No sé muy bien la relación entre la no venta de alcohol y el homenaje a las mujeres asesinadas, pero en un país en el que el alcoholismo es un problema latente, no creo que algo así sirva para mucho. Igual que un matrimonio religioso no acaba con la violencia de género, la prohibición de vender alcohol algunos días de la semana no acaba con el problema de alcoholismo. Creo yo.
Me ha flipado mucho esto del día nacional de oración. Pero más me ha flipado descubrir que mañana, 7 de Marzo, es el día mundial de la oración de las mujeres. Y que se celebra aquí, en Swakopmund.
Y yo que creía que ya no tenía nada que contar sobre Namibia…
miércoles, 5 de marzo de 2014
Namibia
Llevo ya varios días en Namibia y aún no he contada nada de aquí. La verdad es que tengo la impresión de que ya lo he contado todo sobre Namibia. ¿Que no? Yo diría que sí. No en vano es el cuarto lugar en el que he pasado más tiempo en mi vida. El tercero si no contamos el mar.
Así que me he puesto a brujulear por el blog, para ver qué había contado y qué me quedaba por contar. Y, sí, creo que ya lo he contado todo, o casi todo y he decidido recopilarlo en un único post. A modo de resumen o de homenaje en éste el que será mi (dicen) último viaje (laboral) a Namibia.
La primera vez que estuve aquí, apenas fue una semana. Ya entonces sentí que esta ciudad, Swakopmund, era la Cicely africana, aunque también es, como me dijeron, África para principiantes. En aquel momento, me sorprendió la seguridad laboral del sitio en el que estoy. Y hablé de aves y mamíferos, y de peces, bueno, de pesca.
El segundo viaje, hace más o menos un año, fue más largo, tuve algo de tiempo libre y pude conocer algo más de la zona. Fui a ver la (impresionante) colonia de leones marinos de Cape Cross, a la que se llega a través de una carretera en mitad del desierto. Hice una excursión al desierto, donde descubrí que si hay micro-agua, hay micro-elefantes. E incluso tuve tiempo de sumirme en la melancolía que este lugar, este continente suele provocar en mí. Ah, y me llevé a casa unos elefantes namibios.
El tercer viaje, en septiembre, fue el más largo, con días de vacaciones incluidos. Fue tan largo que ya tenía hasta mis propias rutinas namibias y fui capaz de crear un listado de curiosidades namibias. En aquellos días, tuve tiempo de pasear por el antiguo muelle, donde perdí un pendiente que acabé recuperando. También visité alguna vez la laguna que hay en la desembocadura del río Swakop, con sus flamencos y otras aves, donde además hay un interesante ejemplo de cabezonería humana. En esos días, contemplaba con curiosidad a los turistas que se paseaban por la ciudad, con un poco de envidia, hasta que por fin me convertí en uno de ellos y visité Etosha, making of incluido. Ah, Etosha, qué maravilla. Esta vez de Namibia me traje unas trencitas en la cabeza y algo de arte y telas.
Después de todo esto, ¿qué más puedo contar?
Mi vida aquí estos días es una continuación, casi una imitación de mis viajes anteriores. Hay alguna diferencia, es verano y oscurece más tarde y la colega española ya no está por aquí. Pero todo lo demás sigue más o menos su curso, sigue igual. Estoy en el mismo hotel, hasta en la misma habitación con vistas al faro. Tengo las mismas rutinas diarias, lo que da a este viaje una tranquilidad y seguridad que me encanta. Estoy empezando a planear lo que haré este fin de semana, espero ir a algún sitio nuevo. Y luego ya empezará la cuenta atrás, porque el viernes de la semana que viene ya empiezo el viaje de vuelta.
Y eso es todo. No puedo contar mucho más sobre Namibia porque creo que ya lo he contado todo. Al menos todo lo que yo he vivido. Es así.
La foto, la bandera de Namibia, claro.
Así que me he puesto a brujulear por el blog, para ver qué había contado y qué me quedaba por contar. Y, sí, creo que ya lo he contado todo, o casi todo y he decidido recopilarlo en un único post. A modo de resumen o de homenaje en éste el que será mi (dicen) último viaje (laboral) a Namibia.
La primera vez que estuve aquí, apenas fue una semana. Ya entonces sentí que esta ciudad, Swakopmund, era la Cicely africana, aunque también es, como me dijeron, África para principiantes. En aquel momento, me sorprendió la seguridad laboral del sitio en el que estoy. Y hablé de aves y mamíferos, y de peces, bueno, de pesca.
El segundo viaje, hace más o menos un año, fue más largo, tuve algo de tiempo libre y pude conocer algo más de la zona. Fui a ver la (impresionante) colonia de leones marinos de Cape Cross, a la que se llega a través de una carretera en mitad del desierto. Hice una excursión al desierto, donde descubrí que si hay micro-agua, hay micro-elefantes. E incluso tuve tiempo de sumirme en la melancolía que este lugar, este continente suele provocar en mí. Ah, y me llevé a casa unos elefantes namibios.
El tercer viaje, en septiembre, fue el más largo, con días de vacaciones incluidos. Fue tan largo que ya tenía hasta mis propias rutinas namibias y fui capaz de crear un listado de curiosidades namibias. En aquellos días, tuve tiempo de pasear por el antiguo muelle, donde perdí un pendiente que acabé recuperando. También visité alguna vez la laguna que hay en la desembocadura del río Swakop, con sus flamencos y otras aves, donde además hay un interesante ejemplo de cabezonería humana. En esos días, contemplaba con curiosidad a los turistas que se paseaban por la ciudad, con un poco de envidia, hasta que por fin me convertí en uno de ellos y visité Etosha, making of incluido. Ah, Etosha, qué maravilla. Esta vez de Namibia me traje unas trencitas en la cabeza y algo de arte y telas.
Después de todo esto, ¿qué más puedo contar?
Mi vida aquí estos días es una continuación, casi una imitación de mis viajes anteriores. Hay alguna diferencia, es verano y oscurece más tarde y la colega española ya no está por aquí. Pero todo lo demás sigue más o menos su curso, sigue igual. Estoy en el mismo hotel, hasta en la misma habitación con vistas al faro. Tengo las mismas rutinas diarias, lo que da a este viaje una tranquilidad y seguridad que me encanta. Estoy empezando a planear lo que haré este fin de semana, espero ir a algún sitio nuevo. Y luego ya empezará la cuenta atrás, porque el viernes de la semana que viene ya empiezo el viaje de vuelta.
Y eso es todo. No puedo contar mucho más sobre Namibia porque creo que ya lo he contado todo. Al menos todo lo que yo he vivido. Es así.
La foto, la bandera de Namibia, claro.
martes, 4 de marzo de 2014
Cine viajero
Una de las cosas que me sorprendieron gratamente en mis primeros viajes a Namibia es que en el vuelo que conectaba Alemania con Sudáfrica, los asientos iban equipados con pantallas individuales que permitían ver películas, series o documentales. En mi anterior viaje, no viajé por Sudáfrica y lo hice con una compañía diferente, y el avión no estaba tan equipado. Fue una decepción importante: un viaje de más de 10 horas se hace mucho más ameno si puedes ver algunas películas por el camino. Esta vez suponía que iba a ser igual, tampoco ahora he volado por Sudáfrica, pero, oh sorpresa, ¡estaba equivocada! Cuando al entrar en el avión vi que sí que tenía pantallas individualizadas, me alegré mucho, pero mucho. Y me puse a ver pelis como loca. No suelo tener problemas para dormir en aviones, pero esta vez dormí muy poco, unas cuatro horas creo. Así que vi unas cuantas películas, casi tres.
“The Great Gatsby” de Baz Luhrmann fue la primera. Ni he leído el libro de F. Scott Fitzgerald en el que se basa, ni he visto la versión anterior, así que no sabía muy bien a lo que me enfrentaba. Me encantó. Es una película visualmente muy atractiva, con un buen ritmo y con actores la mar de indicados. Jay Gatsby (Leonardo DiCaprio) es un misterioso millonario en la Nueva York de los años 20, enamorado de una joven que vive justo al otro lado de la bahía. La historia la cuenta su nuevo vecino, Nick Carraway (maravilloso Toby Maguire), un joven que llega a la ciudad a probar fortuna. Lo dicho, me ha gustado mucho y me ha hecho descubrir que me encanta Toby Maguire. Je, je. Creo que me leeré el libro.
“The Butler” de Lee Daniels no me atraía a simple vista, pero viendo el elenco de actores que participaban, me decidí. Tengo que admitir que no me gusta demasiado forest witaker, el actor que interpreta al mayordomo de la Casa Blanca que da título a la película. No sé, es un actor que siempre me parece que tiene la cara muy triste. Cuenta su historia, en paralelo a la historia reciente de Estados Unidos, desde que es un niño en una plantación de algodón hasta que ya es anciano y, ya retirado, va a visitar al primer presidente de Estados Unidos negro: Obama. Es una película muy correcta, por la que circulan grandes actores (la mayoría interpretando a ex presidentes del gobierno de Estados Unidos) y que refleja la evolución de la actitud del país hacia la gente de color. Pero no me ha emocionado especialmente. Repito, es una peli muy correcta y está muy bien, pero tampoco me ha entusiasmado.
“The Internship” de Shawn Levy la vi porque me desperté a las 4 de la mañana en el avión y ya no hubo manera de volverme a dormir. Aún así, no me dio tiempo de ver el final, no lo he visto aún, así que espero verlo a la vuelta o ya en casa. Pero bueno, me lo imagino. Es la historia de dos amigos que pasan de los cuarenta que se quedan sin trabajo y deciden “invertir en el futuro”, presentándose a un programa de becarios de Google durante un verano para conseguir un trabajo fijo allí. Obviamente, son la nota discordante, alrededor de jovencitos frikis con grandes conocimientos informáticos. Bueno, es una historia sin ningún tipo de transcendencia, pero es amena y entretenida. Y hasta graciosa a ratos.
Y por fin he visto “The Hunger Games” de Gary Ross. Ya conté aquí que el libro me gustó mucho y tenía muchas ganas de ver la peli. Esta no la vi en el avión, si no en las largas esperas en el aeropuerto, entre Frankfurt y Windhoek. Me ha gustado mucho, mucho. Me parece que refleja muy bien el espíritu del libro y aunque obvia algunos detalles (el papel de la chica muda que atiende a Katniss en las habitaciones del Capitolio, los aviones que se llevan a los muertos que caen en los Juegos o que los perros salvajes mutantes que aparecen al final son en realidad los tributos ya muertos) y cambia otros (el origen del pin que Katniss se lleva a la arena no tiene nada que ver y las notas que le llegan a Katniss con los regalos no aparecen en el libro), creo que es una muy buena adaptación. Eso sí, el actor que interpreta a Gale me parece perfecto para el papel (además de guapísimo), pero a Peeta no me lo imaginaba así. No recuerdo si en el libro se le describe como rubio, pero sí con aspecto sincero, casi inocente y el actor aquí tiene un punto tenebroso (o igual se lo veo yo) que no me cuadra demasiado con la descripción de la novela. Después de leer el primer libro, no sabía si prefería a Gale o a Peeta, bueno, igual sí, pero al menos te hacía planteártelo, dudar. Cualquiera de los dos parecía adecuado para ella. No sé lo que va a pasar, aún voy por la mitad del primer libro, pero después de ver la primera película, me he sentido obligada a escoger a Gale. Eso sí, si me tengo que quedar con un guapo en esta peli, me quedo con Wes Bentley. Qué descubrimiento, madre mía, ¿cómo no me había fijado en él antes? ¡Me lo pido!
Y con esto y un bizcocho, se acaba la primera entrega de cine viajero namibio. Habrá más. Supongo.
“The Great Gatsby” de Baz Luhrmann fue la primera. Ni he leído el libro de F. Scott Fitzgerald en el que se basa, ni he visto la versión anterior, así que no sabía muy bien a lo que me enfrentaba. Me encantó. Es una película visualmente muy atractiva, con un buen ritmo y con actores la mar de indicados. Jay Gatsby (Leonardo DiCaprio) es un misterioso millonario en la Nueva York de los años 20, enamorado de una joven que vive justo al otro lado de la bahía. La historia la cuenta su nuevo vecino, Nick Carraway (maravilloso Toby Maguire), un joven que llega a la ciudad a probar fortuna. Lo dicho, me ha gustado mucho y me ha hecho descubrir que me encanta Toby Maguire. Je, je. Creo que me leeré el libro.
“The Butler” de Lee Daniels no me atraía a simple vista, pero viendo el elenco de actores que participaban, me decidí. Tengo que admitir que no me gusta demasiado forest witaker, el actor que interpreta al mayordomo de la Casa Blanca que da título a la película. No sé, es un actor que siempre me parece que tiene la cara muy triste. Cuenta su historia, en paralelo a la historia reciente de Estados Unidos, desde que es un niño en una plantación de algodón hasta que ya es anciano y, ya retirado, va a visitar al primer presidente de Estados Unidos negro: Obama. Es una película muy correcta, por la que circulan grandes actores (la mayoría interpretando a ex presidentes del gobierno de Estados Unidos) y que refleja la evolución de la actitud del país hacia la gente de color. Pero no me ha emocionado especialmente. Repito, es una peli muy correcta y está muy bien, pero tampoco me ha entusiasmado.
“The Internship” de Shawn Levy la vi porque me desperté a las 4 de la mañana en el avión y ya no hubo manera de volverme a dormir. Aún así, no me dio tiempo de ver el final, no lo he visto aún, así que espero verlo a la vuelta o ya en casa. Pero bueno, me lo imagino. Es la historia de dos amigos que pasan de los cuarenta que se quedan sin trabajo y deciden “invertir en el futuro”, presentándose a un programa de becarios de Google durante un verano para conseguir un trabajo fijo allí. Obviamente, son la nota discordante, alrededor de jovencitos frikis con grandes conocimientos informáticos. Bueno, es una historia sin ningún tipo de transcendencia, pero es amena y entretenida. Y hasta graciosa a ratos.
Y por fin he visto “The Hunger Games” de Gary Ross. Ya conté aquí que el libro me gustó mucho y tenía muchas ganas de ver la peli. Esta no la vi en el avión, si no en las largas esperas en el aeropuerto, entre Frankfurt y Windhoek. Me ha gustado mucho, mucho. Me parece que refleja muy bien el espíritu del libro y aunque obvia algunos detalles (el papel de la chica muda que atiende a Katniss en las habitaciones del Capitolio, los aviones que se llevan a los muertos que caen en los Juegos o que los perros salvajes mutantes que aparecen al final son en realidad los tributos ya muertos) y cambia otros (el origen del pin que Katniss se lleva a la arena no tiene nada que ver y las notas que le llegan a Katniss con los regalos no aparecen en el libro), creo que es una muy buena adaptación. Eso sí, el actor que interpreta a Gale me parece perfecto para el papel (además de guapísimo), pero a Peeta no me lo imaginaba así. No recuerdo si en el libro se le describe como rubio, pero sí con aspecto sincero, casi inocente y el actor aquí tiene un punto tenebroso (o igual se lo veo yo) que no me cuadra demasiado con la descripción de la novela. Después de leer el primer libro, no sabía si prefería a Gale o a Peeta, bueno, igual sí, pero al menos te hacía planteártelo, dudar. Cualquiera de los dos parecía adecuado para ella. No sé lo que va a pasar, aún voy por la mitad del primer libro, pero después de ver la primera película, me he sentido obligada a escoger a Gale. Eso sí, si me tengo que quedar con un guapo en esta peli, me quedo con Wes Bentley. Qué descubrimiento, madre mía, ¿cómo no me había fijado en él antes? ¡Me lo pido!
Y con esto y un bizcocho, se acaba la primera entrega de cine viajero namibio. Habrá más. Supongo.
domingo, 2 de marzo de 2014
Océanos
De océanos de hielo...
... a océanos de fuego.
Saludos desde Swakopmund, de nuevo en el Hemisferio Sur, de nuevo en la Southern Exposure.
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