domingo, 29 de noviembre de 2015

El viernes

Cuando planifiqué el viaje a Roma de esta semana, ya sabría que sería un viaje de trabajo, trabajo y trabajo, sin apenas tiempo libre para disfrutar de la ciudad. Así que me marqué unos objetivos mínimos, claros y más o menos viables: ir a la Fontana di Trevi y a Fabriano, mi papelería favorita de la ciudad.

Pero llegó el jueves y parecía que no podría cumplirlos. Además, el sábado trabajábamos hasta mediodía y de allí tenía que irme directamente al aeropuerto, así que sólo me quedaba el viernes.

El viernes.

Así que el viernes madrugamos, salimos pronto del hotel y dimos un paseo de casi media hora para llegar a la Fontana.

Y allí estaba, restaurada, bella, más bella que nunca, más impresionante que nunca. Maravillosa.

Qué gran idea ir a las 8 de la mañana a ver la Fontana. A quien madruga, Dios le permite ver la Fontana di Trevi sin turistas.



Lo de ir a la papelería ya lo daba por imposible. Y, aunque acabé trabajando en el hotel hasta medianoche, conseguí encontrar un hueco y llegar a la papelería 10 minutos antes de que cerraran. Y aproveché el 20% de descuento que había ese día, ¡y tanto que lo aproveché!




Así que…

Fontana di Trevi. Tic.

Papelería. Tic.

Objetivos cumplidos.

Un gran día, el viernes.

martes, 24 de noviembre de 2015

De esto que... (XI)

De esto que estás en Roma, en un local cutre tomando un trozo de pizza con unas colegas italianas (porque antes os habéis tomado un aperol spritz y algo para picar con colegas italianos) cuando empieza por la tele el Barcelona-Roma y no puedes evitar pensar que es mejor ocultar tu cierta filia futbolística ahí, rodeada de romanos por todas partes. Y va el Barça y marca un gol, das un saltito y te sale un “Força Barça” flojito que no pasa inadvertido por la audiencia, sobre todo cuando una de las colegas suelta un “She’s Spanish” aclaratorio. Y va el Barça y marca un segundo gol y decidís que las nueve y poco es una hora muy decente para retirarse y abandonáis discretamente el local, observadas convenientemente por el grupo de romanos que celebran entre susurros que desaparezcáis a tiempo para que ellos puedan poner a parir a unos futbolistas que a ti, en realidad, ni te van ni te vienen, pero la gracia que tiene ir con el equipo contrario de la ciudad en la que estás no tiene precio.

En la foto, los aperitivos que nos hemos tomado antes de la pizza.

sábado, 14 de noviembre de 2015

París, 2015

Nunca he estado en París. Lo comentaba hace unos días, con alguien, no recuerdo con quién ni por qué salió la conversación. Me hablaron de París, de cosas que hay que ver, lugares que visitar; yo comenté lo mucho que me gustaría conocer esa ciudad. No sé, fue una conversación muy poco transcendente, una charla animada sobre una ciudad que hoy, más que nunca está en la mente y corazón de todos.

Hay muchas lecturas de lo que anoche pasó en la capital francesa. Con algunas estoy de acuerdo, otras me hacen sentir vergüenza ajena. Hay muchas lecturas de lo que está pasando hoy en día en el mundo y de cómo lo vivimos ahora, a través de las redes sociales. Yo me enteré de lo de París en una cena con amigos. Alguien consultó el móvil y vio algo en Twitter, nos quedamos petrificados. Cómo ha cambiado el flujo de información desde que existe internet.

Una de las cosas que me llama la atención es cómo han reaccionado algunos, cómo algunos echan en cara la gran importancia que se le da a lo de París frente a otras masacras perpetradas por los mismos en otras partes del mundo. Hace un par de días hubo más de cuarenta muertos en Beirut, pero sólo hablamos de París. Circulan muchos mensajes por la red recordándonos eso, que sólo se habla de, se piensa en, se reza por unos. ¿Y los otros? ¿No son todas las víctimas iguales?

Sí, lo son.
Pero…

Pero hay una cosa que se llama empatía. La RAE define así esta palabra:

                           1. f. Sentimiento de identificación con algo o alguien.
                           2. f. Capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos.

Llamadme mala persona, llamadme mala gente, llamadme insensible, pero siento más empatía por las víctimas de París que por las de Beirut. No es cuestión de religión, ni de color de piel. Siento París más cerca de mí que Beirut y no es una cuestión puramente de distancia. Si me pongo delante de un mapa, sé más o menos situar París pero he tenido que mirar en google dónde está exactamente Beirut. Conozco a muchísima gente que ha estado en París, pero no conozco a nadie que haya estado en Beirut. Si fuera a París, sé qué lugares me gustaría visitar, sé el nombre de sus monumentos más famosos e incluso el nombre de algunos de sus museos, pero no sé qué podría visitar en Beirut. Conozco a gente que ha nacido en París, conozco a gente que tiene familia en París, conozco a gente que ha vivido en París, pero no puedo decir lo mismo de Beirut. Puedo imaginarme lo que la gente estaría haciendo una noche como ayer en París, no tengo ni idea de qué se hace un viernes por la noche en Beirut. No he estado en París, pero he estado en Francia muchas veces (este verano la última vez), pero nunca he estado en Líbano. Conozco a bastantes franceses, tengo amigos franceses, algunos muy queridos, pero (creo que) no conozco a ningún libanés. En París, podría haber muerto o haber resultado herido alguien que conozco, algún familiar o amigo de alguien que conozco, incluso podría haber estado yo, ayer, en París. Las probabilidades de que conozca a alguien que haya muerto o haya resultado herido en Beirut son mucho más bajas.

Por eso siento más empatía por las víctimas de París que por las de Beirut. Por eso siento más empatía por lo que sucede en mi ciudad que por lo que sucede en cualquier otra de mi país. Por eso siento más empatía por lo que sucede en cualquier ciudad de mi país que por lo que sucede en cualquier otra ciudad de Europa. Por eso siento más empatía por lo que sucede en una ciudad de Europa que por lo que sucede en cualquier otra ciudad del mundo. Por eso, cuando pierdo a alguien que quiero siento mucha más tristeza que cuando alguien que conozco pierde a alguien que quiere. Sí, también me duele, sí, también es triste, pero son sentimientos diferentes. No es egoísmo, es natural e inevitable. Y, permitidme la frivolidad, París es una pieza clave de mi película favorita (“Siempre nos quedará París”. Por supuesto).

Con esto no quiero decir que unos sean más importantes que otros, unos más víctimas que otros. Simplemente digo que entiendo que se esté dando más bombo a los atentados de París que a los que suceden a diario (o casi) en otros lugares fuera de nuestro continente. Probablemente, no debería ser así, es injusto, absurdo y tal vez hasta de mal gusto. Pero es así.

Y creo que estamos perdiendo el tiempo en hablar de todo esto, de discutir cosas que en realidad no son tan importantes y obviamos lo que es de verdad importante: nos matan, nos aterrorizan, nos quieren hacer vivir sometidos. ¿Cuál es la solución? No tengo ni idea. Cambiar la foto de perfil de facebook, compartir cosas en memoria de las víctimas por twitter o encender una vela no harán nada por solventar el problema mundial al que nos enfrentamos pero, ¿qué más podemos hacer? Si alguien lo sabe, que lo diga. Yo no tengo ni idea.

martes, 10 de noviembre de 2015

Junto al mar

Trabajo junto al mar, a sólo unos metros de él. Pero no trabajo en un lugar paradisíaco, sino en plena ciudad. No trabajo junto a una bonita playa o unos acantilados espectaculares. Ni siquiera tengo vistas al mar, sino a una calle de muchos carriles, ruidosa y con mucho tráfico que cada vez que llueve, se inunda y sale en la tele y en prensa.

Trabajo junto al mar, sí, pero en plena zona portuaria. No es un lugar terrorífico ni horrible. No es un lugar sombrío ni lleno de grúas o montañas de carbón. A veces es un lugar desierto, a veces es un lugar muy concurrido. Ni lo uno ni lo otro es bueno. Es un lugar incluso cómodo en algunos aspectos. Pero también presenta algunas incomodidades (aparte de las inundaciones), como el botellón, los camiones y los cruceros.

Lo del botellón es curioso. Llegar de noche o ya de madrugada cargados de muestras para congelar y esquivar pandillas de chavales pasándoselo en grande tiene su punto surrealista. Ellos y ellas todos monos y elegantes, la mar de arregladitos y felices en plena noche y tú ahí, con los deportivos manchados de restos de peces y suspirando por una ducha y tu cama.

Los camiones son peligrosos, de verdad. Son grandes, son muchos y no te ven. Ya hemos tenido algunos sustos, afortunadamente ninguno grave. Retrovisores que salen volando porque alguien abre una puerta sin mirar o coches que quedan aprisionados (y chafados) entre dos camiones enorme, en plan sándwich. Y, claro, luego a correr detrás de ellos, porque suelen estar más preocupados de no perder el barco que van a coger que de arreglar los papeles del seguro.

Lo de los cruceros es lo más. Lo más surrealista que te puedes encontrar en el mundo. De los cruceros descienden dos tipos de personas: los cruceristas, que pisan la ciudad por primera vez y van más despistados que un pulpo en un garaje y las tripulaciones, que saben perfectamente dónde quieren ir (normalmente al centro comercial que hay un poco más arriba). Tanto unos como otros comparten actitud: caminan despreocupadamente por mitad de la calle, ignorando las aceras y mirándote mal cuando intentas circular de camino a o saliendo del trabajo. Ay, qué majos todos, ahí, en bandadas tan numerosas que esquivarlos se convierte en una auténtica aventura. Por no hablar de los taxis que vienen a dejar a unos u otros después de un día de paseo: paran en cualquier sitio, interrumpen el paso y arrancan sin poner ningún intermitente. Otro peligro a esquivar.

Y hoy he descubierto una nueva peculiaridad en mi lugar de trabajo: una gallina. Sí, una gallina negra y algo tímida, que se paseaba esta tarde por los alrededores de la oficina. ¿De dónde ha venido? ¿Quién es su dueño? ¿Qué hace en esta zona portuaria urbana? Un misterio sin resolver. A ver si mañana sigue por ahí.

En la foto, aunque no se aprecie muy bien, hay una cosa negra debajo del arbusto: la gallina. Ha corrido despavorida cuando he intentado inmortalizarla.

domingo, 8 de noviembre de 2015

Mar y montaña

Ayer estuve paseando por la montaña, buscando setas, en unas jornadas micológicas en las que intenté aprender más de estos curiosos organismos que no pertenecen ni al mundo vegetal ni al mundo animal (forman su propio reino).


Hoy he estado paseando por la orilla del mar, nadando en las aguas frías, intentando asumir que sí, creo que ya, ha llegado la hora de cerrar la temporada de baño de este año.


Qué curiosos y contradictorios son los fines de semana de otoño de cielos azules.

viernes, 6 de noviembre de 2015

Fiesta del cine

No había sacado las acreditaciones para la Fiesta del cine porque, en estos días, yo no iba a estar en territorio nacional. Al final tuve que cancelar el viaje por motivos que no vienen a cuento y acabé acreditándome a última hora, para aprovechar el súperdescuento que la Fiesta del cine siempre es. Y creo que es la vez que mejor lo he aprovechado porque he ido al cine dos días de los tres que duraban los descuentos, lo que no está nada mal.

“El becario” de Nancy Meyers es una peli con protagonistas tan estupendos como Robert De Niro y Anne Hathaway. Me gustan mucho los dos, así que la película me tenía que gustar, inevitablemente. Es la historia de un jubilado que se apunta a un programa de becarios de la tercera edad en la empresa que dirige ella. Es una historia amable, agradable, divertida, con menos tópicos de lo que se podría esperar de una peli así. A ratos me reí mucho y a ratos me puse hasta un poco triste, porque en el fondo habla de cosas muy reales (y no siempre divertidas): la soledad de la gente mayor, la dificultad de compaginar vida profesional y vida personal, el inevitable paso del tiempo, la complejidad de las relaciones. Me gustó, vale la pena verla y me lo pasé bien. Por 2,90 €.

Tenía ganas de ver “Marte (The Martian)” de Ridley Scott, aunque también me angustiaba un poco que fuera una película… angustiosa, precisamente. El tema da para hacer sufrir mucho al espectador: una expedición a Marte tiene que ser evacuada en medio de una tormenta y deja atrás a un compañero, al que los demás creen muerto. Pero no está muerto y debe enfrentarse a vivir solo, en un entorno hostil como Marte y con provisiones y material limitado. Pensaba que me iba a pasar toda la peli sufriendo, porque una situación así es para sufrir, pero es una película maravillosa, la primera palabra que me viene a la cabeza cuando pienso en ella es elegante. El planteamiento es muy elegante, la forma de contar la historia, el alejarse de lo obvio que podía haber sido hacer una película de terror cósmico, de angustia, casi agónica. Es una película elegante y visualmente muy bella, narrativamente súper correcta y que vale mucho, mucho la pena. La historia es genial, el libro en el que se basa debe de ser la repera, y creo que está muy bien plasmada en pantalla. Sí, seguro que se ha quedado mucha chicha en el camino, pero se intuyen muchas cosas, el guión está muy bien construido y la historia no se hace lenta, ni pesada, ni aburrida en ningún momento. Ni angustiosa. Eso para mí es súperimportante. Es de esas películas que tratan al espectador como individuos inteligentes. Me encantó. Me muero de ganas de leer el libro y, no sé por qué, quiero leerlo en inglés.

En resumen, que la Fiesta del cine es una maravilla, que me encanta ir al cine a un precio módico y que, aunque parece que nunca encuentro tiempo para ir, cuando de verdad vale la pena económicamente, soy capaz de rascar horas hasta al sueño para ir. Y bien contenta que estoy.

jueves, 5 de noviembre de 2015

Milán & Expo Milán

Hace sólo unos días, el pasado día 31 de Octubre, cerró la Expo de Milán y me ha parecido un momento estupendo para desempolvar algunas fotos de la tarde que pasé allí, en la Expo, hace ya unos cuantos meses. Un viaje a Milán que fue totalmente inesperado y que salió mejor de lo que me pensaba.

Estuve por primera vez en Milán hace dos años, en un fin de semana con amigos de camino a una reunión en un monasterio a orillas del lago Maggiore. No es una ciudad que me entusiasmara especialmente y, en este segundo viaje, supuse que no tendría tiempo de explorarla demasiado. Así y todo, la primera tarde la pasamos en la Expo y la última, recorriendo el centro, paseando por sus calles más famosas y turísticas. No volví al cementerio monumental que en su día tanto me impresionó, pero sí que fue a visitar una de mis tiendas de papelería favoritas del mundo mundial, Fabriano. Y pasé varias veces por un jardín que tiene unos impresionantes ginkgos a los que me dan ganas de abrazar cada vez que veo (y algún abrazo les di, sí).

Lo de visitar la Expo fue cortesía de los organizadores de la reunión. Después de una mañana reunidos allí, teníamos la tarde libre para visitarla. No estaba muy segura de que la pudiera aprovechar, porque la reunión era bastante importante y había muchas posibilidades de tener que trabajar esa tarde, pero el jefe de la delegación con la que viajaba, nos dio la tarde libre. Y la aprovechamos.

Yo nunca había estado en una Expo, ni siquiera en la de Sevilla, así que no tenía ni idea de lo que me iba a encontrar. El resumen son pabellones de distintos países, construidos, decorados o ambientados en alguna temática concreta. Esta exposición universal tuvo como tópico mostrar las mejores tecnologías que ofrecen una respuesta concreta a una necesidad: garantizar suficiente alimento sano y seguro para todo el Planeta, respetando su propio equilibro. El leit motiv suena estupendo (Feeding the Planet, Energy for Life), aunque después de visitar muchos pabellones no me pareció mucho más que lo que debe ser una feria de alimentación. En muy pocos países había algo sobre alimentación más allá que vender las maravillas de su gastronomía.

Había pabellones de todas las formas y tipos, de todos los estilos. Los hubo muy bonitos por fuera, los hubo muy interesantes por dentro, los hubo que combinaban ambas cosas y los hubo que no eran nada de todo eso. No pudimos entrar en muchos pabellones, teníamos poco tiempo y había mucha gente, pero el de España me gustó bastante, tirando a mucho. Y el resto, hubo de todo: alguno me gustó mucho, otro no valió la pena ni ver. Los vimos todos (o casi) por fuera, por dentro sólo algunos. En resumen, no me pareció algo sin lo que no se puede vivir. Me gustó tener la oportunidad de visitarlo y poco más. Si me hubiera fascinado (o cambiado la vida) no hubiera tardado cinco meses en hablar de ello, está claro.

Las fotos, un poco de la Expo y un poco de la ciudad, sin olvidar los ginkgos, claro.













lunes, 2 de noviembre de 2015

"73 raons per deixar-te" de Elisenda Roca

A ver cómo lo hago para que esta entrada no me quede demasiado larga…

Ayer fui al teatro, a ver “73 raons per deixar-te” (“73 razones para dejarte”) y tengo muchas cosas que contar. Tantas, que las voy a agrupar en tres párrafos con tres subtítulos, para organizar un poco esto (y por si alguien quiere saltarse alguna parte): la anécdota, la obra y la fan.

La anécdota. La obra se representaba en el marco de la vigésima edición de la Feria de Teatro de Manacor. Una feria con un cartel para caerte de espaldas, con más de cuarenta obras (incluyendo teatro y conciertos) en algo más de dos meses. A mí me gusta mucho el teatro, pero como otras muchas cosas en esta vida (los libros, tejer, el cine, el swing, la música tradicional, incluso trabajar y hasta el no hacer nada) y me agobié un poco cuando mi hermana la gafapasta me envió por whatsapp el listado de 15 obras de las que ya tenía entrada. Yo me agobio fácilmente, sí. Resumiendo, que en su momento ni me dediqué a ver qué obras venían ni me decidí a ir a ninguna así que, finalmente, cuando compré mi entrada para esta obra, fue muy tarde y tuve que conformarme con comprar un asiento en la última fila. La fila 25. La cuestión es que éramos un grupo de cuatro personas dispersas por el teatro: uno en primera fila, dos en la fila 10 y yo en la 25. Vi la primera parte con la perspectiva estupenda que te da sentarte lejos pero añorando estar algo más cerca, sí. Pero en el descanso… ¡sorpresa! Mis compañeros de velada habían descubierto asientos libres en algunos lugares del patio de butacas: dos en la fila 9 y uno ¡en primera fila! Así que me mudé a la primera fila. Y así pude disfrutar primero de una perspectiva amplia y después de los detalles de un asiento tan cercano. Oye, qué cerca es eso de la primera fila, le estoy cogiendo gustillo. Fue espectacular poder estar ahí. Y hasta aquí, la anécdota.

La obra. La historia, dirigida por Elisenda Roca (¡la de “Cifras y Letras!), empieza con la ruptura de una pareja joven, con los 73 motivos del título que tienen para acabar con una relación de tres años. Cómo se conocieron, cómo han vivido esos tres años de relación y cómo viven su ruptura es el hilo conductor de una historia con cuatro personajes (la pareja, el padre de ella y la madre de él), un pianista y un violinista. Porque la obra es teatro musical. Y es una maravilla. Me lo pasé estupendamente, tanto en última fila como en primera. Los personajes me encantaron y todos los actores (Abel Folk, Mercè Martinez, Mone Teruel y Marc Pujol) lo hacen estupendamente, todo (actuar, cantar y bailar). Es una comedia que te hace reír, pero también es una historia que sabe volverte seria y hasta hacerte llorar, que te hace reflexionar sobre el amor y las relaciones, sobre qué es lo que nos enamora de alguien, lo que hace que una relación se mantenga o acabe y sobre la importancia del amor en nuestras vidas. La obra se está representando en el Teatre Goya de Barcelona así que, si andáis por ahí, tenéis que ir a verla. Yo repetiría. Y hasta aquí, la obra.

La fan. Soy fan de Abel Folk. Cuando me enteré que mi hermana la gafapasta iba a ver una obra de Abel Folk sin habérmelo dicho, casi la mato. Peor aún: ¡ya había ido a ver otra obra suya hacía sólo unas semanas! Aún no salgo de mi asombro y sólo puedo explicarlo porque ella no sabía que me encanta Abel Folk. Soy fan suya desde la adolescencia, en aquella época tan cinéfila mía en la que leía dos revistas sobre cine al mes y estaba al tanto de todo lo que pasaba en el mundillo cinematográfico. Por aquel entonces, descubrí a Abel Folk en la película “Havanera 1820”, peli que nunca vi, lo admito, pero me pareció un tipo hiperinteresante (de casi 20 años más que yo pero, oye, qué más da para ser fan) y con una voz que quitaba el hipo. Luego lo fui viendo en alguna película y en alguna serie. Recuerdo sobre todo su aparición en “Raquel busca su sitio” en la que ni me acuerdo qué papel hacía, pero sé que era secundario y yo me preguntaba por qué diablos no tenía un papel más importante. Total, que soy fan de Abel Folk desde hace mucho y lo de ir a verle al teatro fue ayer un regalo. Y lo de estar en primera fila aún más. Y lo de ir después a saludarlo y a hacernos una foto con él, ya fue de nota. Me sigue pareciendo un tío muy interesante 20 años después de haberlo descubierto (yo creo que incluso más), un gran actor y con un carisma que a mí me quita el hipo. Me fascinó porque en la obra me pareció un tipo normal pero luego, al verlo después, vi el tipo interesante y carismático que siempre creí que es. Pero claro, en la obra hacía de un tipo normal y después, pues después era él. Curiosamente, ahí salió mi vena fan tímida y casi únicamente me limité a saludar y posar para la foto, cuando normalmente no me corto un pelo yo ni delante del mismísimo Oliver Stone. Posamos en grupo con los cuatro actores y ahora me arrepiento de no haberle pedido una foto para mí sola y mostrarle mi admiración. Pero bueno, las fans somos así de tontas, oye. Por cierto, que vimos de lejos a Elisenda Roca y estuvimos durante un rato dando saltitos de emoción. Ay, cuántos programas de “Cifras y Letras” hemos disfrutado, qué maravilloso era. Qué noche tan genial, la de ayer. Y hasta aquí, la fan.

Así que, ya sabéis, id a ver “73 raons per deixar-te” si tenéis la oportunidad. No os arrepentiréis.

Y, hasta aquí, la entrada. Ay, no, esperad, que hay un vídeo.

domingo, 1 de noviembre de 2015

De cementerios y fantasmas

Es una noche de otoño, víspera de Todos los Santos. Estamos en un pueblecito limítrofe entre la Serranía y la Alcarria y es precisamente esa situación fronteriza la que le da nombre. Hace frío. Las calles están iluminadas por una luz tenue proveniente de decenas de calabazas que, vaciadas con esmero por los niños del pueblo durante todo el día, iluminan ahora desde el otro lado de las ventanas de las casas. No, no estamos ya en el siglo XXI celebrando una fiesta yanqui importada, estamos a principios de los años 50 y, en este pueblo, ya hace mucho tiempo que se vacían calabazas para utilizarlas como faroles, aunque sus habitantes nunca han oído hablar de Halloween.

Un grupo de chiquillos corretea por las calles, deben tener unos diez años. Deberían estar ya en la cama, pero es la víspera de Todos los Santos y hoy puede pasar de todo. Hasta trasnochar. Se dirigen a los límites del pueblo, hacia el norte, entre risas nerviosas, tiritando de frío bajo sus jerséis y mantas, tiritando por el respeto, por el miedo que impone una noche como ésa. Van hacia el norte, saliendo del pueblo. Atraviesan la carretera, prácticamente a oscuras. Y allí se paran, en el borde del camino que asciende al cementerio.

Durante un instante, están todos callados. Nadie dice nada, nadie se atreve a dar el primer paso. Hasta que uno de los chicos, uno de nariz respingona, le da un codazo al compañero que tiene más cerca. “Venga, tú primero”. El resto empieza a jalearle. Se ha acabado el silencio, se ha acabado el esperar, toca pasar a la acción. Alguien le entrega un martillo y un clavo. “Venga, tú puedes”.

El chico, el más pequeño del grupo, da un par de pasos en dirección al cementerio. Camina apenas dos metros, en la oscuridad casi total de aquella noche sin luna. Y vuelve corriendo junto al grupo, soportando las risas de sus compañeros. Le entrega el martillo y el clavo al primer muchacho que se encuentra, un chico rubio con pecas. El chico emprende el mismo camino cuesta arriba y se aleja algo más. Pero vuelve también enseguida. Así, uno tras otro, los chicos intentan cumplir el reto que cada año se imponen a ellos mismos: llegar a la puerta del cementerio y clavar un clavo en su puerta. Lo intentan dos, tres, cuatro. Cuando ya sólo quedan tres chavales por probar, es el turno de un chaval gordito, tapado con una manta bajo la que no ha parado de temblar. Coge el martillo y el clavo, decidido a llegar a lo alto del camino, a la puerta del cementerio.

Sus compañeros le jalean, le lanzan gritos de ánimo. Llega un momento en que apenas los oye, pero sabe que no están muy lejos, el camino no es demasiado largo. El corazón le palpita ahora tan fuerte que el resto de sonidos le parecen lejanos e irreales. Pero su agudo oído le permite distinguir ruidos a ambos lados del camino, ruidos extraños, ruidos que no conoce, que no distingue, que no sabe qué son. Pero los ignora. Debe seguir, debe seguir.

En la penumbra de la noche distingue las sombras del cementerio. Ahí está, a sólo unos metros. Se coloca frente a la puerta y toca, con manos frías, la madera de ésta. Ya está, ha llegado. Se gira un momento y ve, a lo lejos, el pueblo apenas iluminado por las velas, desprendiendo una luz fantasmal que le aterra más que tranquiliza. Pero ya ha llegado, así que ahora tiene que hacerlo. Con manos temblorosas, apoya el clavo en la puerta e intenta clavarlo con el martillo. Falla una, dos veces. Casi se machaca un dedo, pero lo intenta una tercera vez. El sonido metálico del martillo contra el clavo le estremece. Siente cómo la madera cede, dejando paso al clavo. Otro martillazo, otro. Tres bastan. Es hora de volver. Sonríe para sí y se da la vuelta, dispuesto a volver, victorioso, con sus amigos.

Pero en ese momento, nota alguien tirando de su manta. Pega un grito e intenta zafarse del ente desconocido que intenta agarrarlo. Tira de nuevo de la manta y nota como aquel ser extraño la sigue agarrando. Así que, con un nuevo grito, sale corriendo colina abajo, abandonando su manta. Cuando llega junto a sus amigos, éstos le reciben con gritos de alegría, de ánimo, de sorpresa, de admiración. Pero él no se para siquiera, sigue corriendo, atravesando la carretera sin mirar, camino del pueblo, gritando: “¡Fantasmas, fantasmas!”. El resto del grupo, sin saber de quién o, peor aún, de qué huye el muchacho, le siguen, gritando como él. No paran ni para despedirse, ni para reunirse, ni para hablar de lo que ha pasado; cada uno corre hacia su casa, sin mirar atrás.

Al día siguiente, se encuentran todos en la iglesia, a la hora de la misa. No se miran, están todos cabizbajos, muchos de ellos no han podido dormir del miedo, del terror al pensar que han despertado alguna fuerza maligna que irá a por ellos. Por todos ellos. A la salida de la iglesia, el valiente vencedor del reto mira hacia el norte, hacia la calle que sale del pueblo en dirección al cementerio. Y se dirige a él, despacio.

- Eh. – le grita el chico de nariz respingona. - ¿Dónde vas?

- Tengo que recuperar la manta.- contesta, sin casi mirarle.- Mi madre me dio ayer una paliza por perderla.

Y se dirige, arrastrando los pies, hacia la iglesia. El chico de nariz respingona ni siquiera se ofrece a acompañarle.

Así que sale del pueblo, despacio y atraviesa la carretera. El cementerio está ahí, muy cerca, mucho más cerca de lo que parecía la noche anterior. Sube poco a poco por el camino, mirando el día sorprendentemente soleado que ha amanecido, los campos que rodean el pueblo, la colina en el otro extremo donde, años después construirán una torre que se acabará conociendo como El Cristo. Suspira, resignado. Tiene que enfrentarse al fantasma, al monstruo que le robó la manta la noche anterior. Sigue su camino y le parece atisbar la manta, allí, junto a la entrada del cementerio. Tal vez el monstruo se asustó tanto como él, tal vez huyó como él, dejando en su camino la vieja manta.

Ahí están, la puerta y la manta. La coge y tira de ella. Pero algo la retiene. Tira un poco más fuerte y se da cuenta de que lo que la retiene, lo que la retuvo anoche es el clavo que él mismo clavó en la puerta. El clavo que clavó en la puerta atravesando en su camino su propia manta. Frunce el ceño, entre enfadado y aliviado. Saca el clavo, después de varios intentos y usando las dos manos y lo tira al suelo. Dobla la manta y se la coloca bajo el brazo. Cuando ya se dirige de vuelta al pueblo, triste pero calmado, vuelve sobre sus pasos, lo recoge del suelo y vuelve a clavarlo en el hueco que ha dejado en la madera. Será un patoso, pero también fue un valiente llegando hasta allí y quiere que el clavo sea testigo de su triunfo.

Cuando por fin entra en el pueblo, con la manta bajo el brazo, sus amigos están todos reunidos delante de la iglesia. Se acercan hasta él corriendo y le preguntan por la manta y por el fantasma. Hasta que alguien se atreve a preguntar:

- Pero… ¿llegaste a la puerta del cementerio o no? ¿Clavaste el clavo?

- Compruébalo tú mismo. – sonríe él. Y se aleja hacia su casa, sonriendo.

En la foto, un atardecer de finales de octubre, en otro lugar, en otro tiempo.