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jueves, 7 de septiembre de 2017

De esto que... (XIII)

De esto que te levantas un día y dices “Pues esta tarde hoy voy a la peluquería”. Que no os creáis, para mí es una decisión muy importante porque ODIO que me toquen el pelo y/o la cabeza. Que sí, que hay quien se atreve a tocármelo pero se arriesga a un grito o un tortazo. Total, que digo, me voy a la pelu que ya casi no veo con este flequillo que me tapa los orificios nasales. Y ya que estoy, pues me pongo unos reflejitos que molan y hace mucho que no me pongo y tengo ganas y tengo canas. Y llego a la pelu y ya noto que pasa algo, el peluquero todo misterioso hablando en susurros con una clienta y con una mala cara que vamos. Aparte de las bermudas blancas demasiado ajustadas y el pelo de mentira que se ha puesto y que me despista un montón (era calvo). En fin, cuando me toca le digo, “Tienes mala cara” y se me pone a llorar. “¡Me divorcio!”, me dice, en plan Escarlata O’Hara. Y yo diciendo ponme unos reflejitos y un cortecito y qué ha pasado y cuéntame que la última vez ya tenías problemas con tu marido. Y me empieza a contar que si los amigos, que si el tío cubano de su marido cubano (y veintipico años más joven) que es un maricón, pero maricón, maricón, maricón malo, malo y que si el Grindr (que por lo visto es el Tinder gay) y que si no sé con cuántos tíos me ha puesto los cuernos mi marido. Cuando ya me he puesto un poco al día de la situación, con el decolorante en el pelo (bueno, en cuatro mechones) y hartos de oír pasar camiones de bomberos, el peluquero va y dice “Ahora vengo, voy a ver qué pasa” y me deja ahí,  ola en la peluquería, con el decolorante en la cabeza que yo creía que iba a ser Daenerys o Khaleesi o como se llame la tía esa tan mona del pelo blanco de Juego de Tronos, toda preocupada. Y vuelve (“Nada, un incendio en un piso”. ¿NADA? ¿PERDONA?) y se queda fuera fumando y mirando fotos en el Grindr o mensajes o no sé qué. Y entra y yo “¿Esto no está? Me veo el pelo blanco…” y él “Casi, casi, mira el tío con el que estaba hablando mi marido estos días” y jolín, qué guapo, el tío, ¿ahora qué digo? Y ya me empieza a contar que le mandaba fotos a amigos comunes para ligárselos. “Si te enseño una foto… ¿no te importa?”. Y yo “¿No?”. “Venga, te la enseño”. Y yo “Me hago a la idea…”. Y él “Pues te la enseño, sale en bolas y todo empalmado” y yo “ME HAGO A LA IDEA, GRACIAS” y señalando la cabeza porque de verdad que se me iba a quedar el pelo blanco. Que no es por no ver a un tío macizo en bolas, pero a ver, que hay una crisis matrimonial aquí, eso es un desnudo gratuito y YO SEGUÍA CON EL DECOLORANTE EN LA CABEZA. Total que al final me quita el decolorante, el gorro ese terrible que ay qué daño, me lava el pelo y se pone a cortármelo, entre lágrimas y deseos de que le pase algo muy malo al futuro exmarido, o al menos algo un poco malo, que a mí eso me da muy mal rollo y le digo “corta por aquí y despuntado y tú ya sabes” (que llevo veinte años viniendo aquí, hombreya). Y él “pero ¿por aquí igualado, por aquí despuntado, por aquí irregular, por aquí cómo?” y yo “Y qué más da, corta lo que te apetezca, total, tengo un mechón amarillo limón en la frente y tú te vas a divorciar y se está quemando un piso aquí al lado…”. Y se pone a cortar y a contarme que el marido sigue en casa, que no se quiere ir, que lo trata como a una chacha, que cuando por las tardes le decía que quería descansar porque luego por la noche trabaja bailando en hoteles en realidad se iba por ahí a tirarse a otros, que quiere que sigan trabajando juntos en la peluquería y que él así no puede. Y yo, claro, claro, creo que me equivocado al decirle que me cortara tanto. Qué digo, creo que me he equivocado al venir hoy aquí, que hay una crisis muy gorda y a éste le tiembla el pulso de lo mal que lo está pasando. Y me enseña el brazo todo picado “Mira, mira, por su culpa” y yo “Mierda, ahora se mete droga por culpa del cubano infiel” y él “Ayer, toda la tarde en el hospital de un ataque de ansiedad”. Menos mal. Que no, que me sabe fatal, pero menos mal que no se estaba chutando drogas (¿se dice chutarse droga?). Y entra un amigo del peluquero al que le dice “He hecho trozos” y el otro “¿Mande? Ah, que has cortado” (atención a la gracia: hacer trozos= cortar, FLI-PO, aunque igual tiene más gracia en idioma isleño, que sonaba así: “He fet trossos!”, “Eh? Batualmont, que has tallat!”). Y en eso que el amigo se va y llama otro amigo con el que por lo visto estuvo de juerga hasta casi el amanecer el día antes (mucho hospital, mucha ansiedad, pero menuda juerga te corriste, pillín) y coge el peluquero con mi pelo a medio cortar y me dice “Ahora vuelvo, que voy a por este amigo que no sabe llegar”. ¿PERDONA? Y ahí ya lo vi: ahora coge, le pasa algo y estoy sola en la peluquería con medio pelo cortado. Tanta tensión me va a matar. Pero no, vuelve, me acaba de cortar, el amigo dice que qué pasa en esta ciudad que las chicas van todas con el pelo corto (¿A ti quién te ha preguntado?), me seca el pelo, se confirma que el mechón amarillo limón no tiene arreglo, pago, le doy ánimos con el divorcio o lo que sea y me largo por patas.

Al final, que odie que me toquen el pelo es lo de menos.

En el vídeo, yo, cuando me tocan el pelo.

martes, 26 de abril de 2016

De esto que... (XII)

De esto que te despiertas a las 2 de la mañana en la litera de arriba de un camarote de estribor en un buque científico, con dolor de ovarios y haces lo que tenías que haber hecho cuatro horas antes: tomarte un antiinflamatorio. Y mientras esperas que haga efecto, fantaseas con una bolsita de agua caliente que apacigüe el martilleo de esos diablillos que te pisotean los ovarios cada mes (las prostaglandinas, esas malvadas). Así que al día siguiente, cuando ves que las muy cabroncetas van a seguir martilleando tus ovarios, le pides al oficial encargado del botiquín una bolsa de agua caliente “o algo así, que de calor”, hablando de tus ovarios con él como quien habla del tiempo con un vecino (lo que hace la confianza). “No es urgente, me basta para por la noche”. Pero pasa el día entero, él se olvida, tú te olvidas y, tras retrasar al máximo tomar otro antiinflamatorio (molaría dormir toda la noche del tirón) decides que necesitas la bolsita de agua caliente. Así que te vas dos cubiertas más arriba, buscando al oficial del botiquín, no lo encuentras y subes otra cubierta, a contarle la historia de tus ovarios al capitán. Al final, él localiza al oficial de guardia, quedáis en la enfermería, dos cubiertas más abajo, te da la bolsa de agua caliente y os reís porque se deja la luz de la enfermería encendida (aquí ya nos reímos por todo). Así que te vas hacia el comedor, una cubierta más abajo, te encuentras con media tripulación que sale de ver el fútbol y se quedan mirando la bolsa de agua caliente que llevas en la mano. “Anda que vas a tener los pies bien calientes”, dice alguien. “Si fuera para los pies…”, contestas al aire. Finalmente te enfrentas a la máquina de café, que nunca usas porque no te gusta el café, e intentas llenar la botella con el agua hirviendo que sale por uno de los chorros. Afortunadamente, lo consigues a la primera y no te quemas. Y te vuelves al camarote, una cubierta por encima y aún te cruzas con más gente que mira tu bolsa de agua caliente que ahora agarras fuertecito contra tu tripa y les sonríes, evitando dar explicaciones.

Al fin en tu litera superior, mirando tierra firme a través del ojo de buey, eres consciente de que probablemente medio barco ya sepa lo de tus ovarios y tu bolsa de agua caliente. Pero oye, qué más da.

martes, 24 de noviembre de 2015

De esto que... (XI)

De esto que estás en Roma, en un local cutre tomando un trozo de pizza con unas colegas italianas (porque antes os habéis tomado un aperol spritz y algo para picar con colegas italianos) cuando empieza por la tele el Barcelona-Roma y no puedes evitar pensar que es mejor ocultar tu cierta filia futbolística ahí, rodeada de romanos por todas partes. Y va el Barça y marca un gol, das un saltito y te sale un “Força Barça” flojito que no pasa inadvertido por la audiencia, sobre todo cuando una de las colegas suelta un “She’s Spanish” aclaratorio. Y va el Barça y marca un segundo gol y decidís que las nueve y poco es una hora muy decente para retirarse y abandonáis discretamente el local, observadas convenientemente por el grupo de romanos que celebran entre susurros que desaparezcáis a tiempo para que ellos puedan poner a parir a unos futbolistas que a ti, en realidad, ni te van ni te vienen, pero la gracia que tiene ir con el equipo contrario de la ciudad en la que estás no tiene precio.

En la foto, los aperitivos que nos hemos tomado antes de la pizza.

martes, 28 de julio de 2015

De esto que... (X)

De esto que es domingo tarde y estás holgazaneando en el sofá y tonteando con el portátil que se está quedando sin batería. Te levantas a buscar el cargador y… oh… ¡oh, oh! ¡Te lo dejaste el viernes en la oficina! Y estás de vacaciones. Durante las próximas dos semanas. Y necesitas el portátil. Con batería y/o cargador, a ser posible. Así que durante tres cuartos horas te piensas si ir o no a la oficina en una tarde de domingo de verano de vacaciones… O ir mañana, lunes. Al final decides que es mejor ir hoy, que no te verá nadie y te vas, pensando en la ducha fresquita que te pegarás al volver. Por el camino, ves a la gente paseando y tomándose cosas en terracitas. Y una cola enorme en una heladería. Pringaos. Llegas a la oficina, subes al despacho, coges el cargador y sales de allí casi corriendo, casi con vergüenza, casi sin estar allí. Llegas a casa, cargador en mano, y vas a sacar el móvil de bolso y… oh, ¡oh, oh! No está el móvil. Te llamas desde el fijo. Una vez. Y dos. El móvil no está en casa. Enciendes el portátil (porque ¡ya tienes cargador!) para buscar con aquella aplicación que te instalaste dónde está y… ¿cómo se llamaba la aplicación? No la encuentras. Uy, qué gran idea instalar una aplicación para rastrear el móvil que no recuerdas cuál es ni cómo funciona. Vuelves a llamarte dando vueltas por casa. Aquí no está. Así que te vas al coche, seguro que se te ha caído en el coche. No, tampoco. Hasta vacías la guantera y te preguntas si al cambiar el CD habrás metido el móvil en el reproductor en vez de un CD… imposible. ¿En el trabajo? ¿¡Estará en la oficina!? No, no puede ser, no has estado tiempo suficiente para soltarlo… ¿o sí? Así que, lloriqueando por las esquinas y mirando hacia atrás para que nadie te vea, subes a casa a por el bolso y vuelves al coche. Y vuelves a la oficina. Sigue la cola en la heladería. Ya no te parecen tan pringaos. Entras en el despacho, despacito, “tiene que estar, tiene que estar, tiene que estar”. No está. Buscas y rebuscas y te sientes tonta, idiota, estúpida y despistada. Al final, te rindes a la evidencia: no está. Y, de vuelta a casa, buscas planes B para encontrar el móvil, pero no hay demasiados planes B. Ay, que he perdido el móvil. En un último intento, parada en un semáforo, vuelves a mirar por el coche y… ahí está, el móvil, debajo del asiento del copiloto. Qué gran momento.

Y así es como pasé una tarde de domingo de vacaciones veraniegas. Con dos viajes a la oficina y un móvil perdido y hallado en el coche.

Y casi atropello un perro.

La foto no tiene mucho que ver con la historia, pero es del mismo día (un día en conjunto bastante raro): hoja de Posidonia oceanica con una forma muy peculiar. La posidonia es una planta superior, no un alga.

lunes, 20 de julio de 2015

De esto que... (IX)

De esto que estás en una pequeña ciudad en el sur de Francia. En concreto, en Sète (Seta en catalán, como bien indica la señal de entrada al lugar). Es la última noche aquí, después de una semana de trabajo cansado y complicado, cansada porque el día ha sido largo y hasta un poco feo, y porque ayer condujiste nosécuántos quilómetros para ir a Barcelona a buscar al jefe. Total, que es la última noche y salís a cenar. Estáis delante del hotel, decidiendo si ir a echar gasolina en el Fiat 500 huevito blanco con el que has conducido más de 1000 quilómetros en dos días (ah, qué bonita la cascada de Sant-Laurant-le-Minier, ah, qué bonito el pueblecito de Saint-Guilhem-le-Désert) y al final decidís que no, que la gasolina se echa mañana, pero os vais a cenar al restaurante aquel en el que comisteis una vez hace años con una lugareña. Y en eso que entráis al coche (tú de pilota oficial), arrancas y suena en el CD la banda sonora de “El fantasma de la ópera” a todo volumen. Bajas el volumen y de repente, ¡plas!, fundido en negro (por poner un símil cinematográfico), el coche se apaga. ¿El coche se apaga? ¿Se pueden apagar los coches? Éste sí. Pruebas de arrancar una y otra vez, pero no, no funciona nada: ni las luces, ni el mando a distancia, ni el contacto.

Oh, oh. ¡Oh, oh, oh!

A 175 quilómetros de la frontera española (o catalana o ¡qué más da! A 175 quilómetros de un lugar cuyo/s idioma/s entiendes sin problemas) y con un avión que coger en Barcelona en menos de 24 horas, no cunde el pánico, pero casi. Si hubiera estado sola, creo que me hubiera puesto a llorar. Llamada al servicio de asistencia, un rato largo explicando una y otra vez qué pasa, qué no funciona y respondiendo a preguntas extrañas, como que cuántos quilómetros hemos hecho… ni idea, Barcelona-Sète, Sète-Barcelona, Barcelona-Sète, Sète-Barcelona y alguno más por los alrededores de la Seta ésta. Y así nos quedamos, més penjats que un mico, en Sète y con el coche roto.

Y encima, los mosquitos la han tomado conmigo mientras pedíamos asistencia.

Eso sí, el muscat de por aquí muy rico, oye.

Mañana, a las ocho, nos vienen a rescatar.

Espero.

Por favor, venid a buscarnos. Quiero volver mañana a casa.

De verdad.

La foto es del otro día, de Saint-Guilhem-le-Désert. No tiene nada que ver, pero la pongo. O igual sí: así me veo mañana, esperando en una silla destartalada a que nos vengan a rescatar. O vengáis. Por favor.

jueves, 25 de junio de 2015

De esto que... (VIII)

De esto que te pones a desmontar el sistema de riego automático casero que montaste hace unas semanas, porque quieres recuperar el cubo de fregar que hace de depósito de agua, pero sales al balcón y decides que las persianas están demasiado sucias. Así que te pones a limpiar las persianas y, aprovechando el tiempo, dos lavadoras. Un par de horas después, con las persianas relucientes, decides atacar, ahora sí, el sistema de riego automático y barrer y fregar el balcón, aunque no tienes cubo de fregar, claro. Así que coges el teléfono y “Mamá, ¿me dejas tu cubo de fregar?”. Tu madre no puede ocultar su sorpresa por esa petición tan extraña, pero te trae su cubo y su fregona. “¡Pero si ya tengo fregona”, dices. “Por si acaso”, responde ella misteriosamente. ¿Por si acaso qué? Total, que te pones a barrer y fregar y, oh sorpresa, el palo de tu fregona se parte a la mitad. Este era el porsiacaso, claro. Total, que desmontas el sistema de riego y descubres que el cubo está tan lleno de algas y porquería que mejor le hace compañía en la basura al palo roto de fregona. Con el balcón impoluto, empiezas a ordenar las plantas: los fresales que casi no dan fresas, los pimientos que no son la variedad que querías, las zanahorias que sólo crecen en un lado de la maceta y los tomatitos cherry que son más grandes que los tomates de ensalada (EL tomate de ensalada). Pero bueno, miras tus plantas, orgullosa, tan ordenaditas y bien colocadas, y miras el palo roto de fregona y el cubo que ha adquirido un curioso color verde y piensas que, a pesar de todo, la tarde te ha cundido mucho. Y porque no tienes thermomix, que sino también hubieras hecho unas croquetas.

En las fotos, pimientos inesperados, el tomate de ensalada y tomates cherry gigantes.





domingo, 26 de abril de 2015

De esto que... (VII)

De esto que llevas ya varios días medio mal, con un resfriado que empezó con dolor de garganta, se transformó en una lengua cuarteada y labios llenos de heriditas y ahora se luce con unos ataques de tos la mar (jeje) de esplendorosos. Te vas a dormir con la esperanza de no tener ningún ataque de tos nocturno que despierte a tu compañera de camarote, pero te preocupa tanto el tema que no te duermes. Y toses. Y recuerdas que te has dejado la caja de juanolas (en la que, por cierto, quedan muy pocas) en el parque de pesca. Bueno, sólo está una cubierta más abajo y apenas son las doce de la noche, así que te vas allí, paseándote como si estuvieras en tu casa, en pijama, por un barco de 70 m.

Total que, en algún momento, se ve que te duermes. Pero te acabas despertando, oh sorpresa, con un ataque de tos. No es un ataque de esos imparables, pero es una tos continua, tonta, pesada con la que o bien has soñado o bien has tosido mientras dormías. Probablemente ambas cosas. Así que cuando ya llevas una hora tirada en la litera tosiendo piensas que ya va siendo hora de dejar de molestar a tu compañera de camarote y, probablemente, a los compañeros de los camarotes contiguos. Aunque, bien pensado, no oyes nada, nada por encima del ruido que un barco siempre hace (ah, el ruido, tengo que escribir algún día sobre el ruido en los barcos) pero decides levantarte, aunque te da pereza bajar de la litera superior. ¿Cómo era que se bajaba? Aún tardas un rato en reunir fuerzas, entre tos y tos, para plantarte en el suelo, ponerte un forro polar encima del pijama, calzarte las crocs (de imitación) que son tu zapato oficial a bordo, coger libro y reproductor de música y salir del camarote para intentar buscar un remedio para la tos. Son las tres y media de la mañana.

En la cocina, la tele está puesta. Siempre está puesta. Ni te fijas en lo que dan. Te haces un té verde y le pones bastante miel. Y ahí, mientras tomas tu (esperas que) remedio milagroso, cabeceas entre tos y tos en el fondo de una de las mesas. Escuchas esta canción, en un bucle infinito. Aparece el oficial que entra de guardia a las 4, con más cara de sueño que tú, y te pregunta qué haces ahí a estas horas. Respondes todo lo coherente que se puede responder casi a las 4 de la mañana y con tos constante. Se va a su guardia y te acabas tu mejunje. Fantaseas con el sofá de tu casa, así que te vas al salón de proa, (en ocasiones) punto de reunión del personal científico. Te acomodas en un sofá tan enorme que no cabría en el comedor de tu casa. Apagas la luz, sigues con el bucle infinito de la misma canción.

Cuando te despiertas, son casi las siete y veinte. Está a punto de sonar la alarma del móvil. Ah, qué felicidad ¡has dormido tres horas seguidas sin toses aparentes! Ignoras que has incumplido una de las normas del barco (no dormir en las salas comunes) y te vas al camarote a vestirte y bajas a desayunar. ¡Hay donuts! Si hoy hay donuts es que es domingo. Saludas a los colegas y les cuentas tus aventuras nocturnas. Cuando baja el capitán, hablas con él de tus dolencias y los remedios que hay a bordo para curarlas. Tu compañera de camarote aparece y, sorprendentemente, no se ha enterado de tus toses nocturnas. Subes al puente y, el oficial que sale de guardia (que tiene mejor cara que cuatro horas antes. Tú probablemente no) te lleva a la enfermería, donde te da unos sobres. “Eso no te servirá de nada.”, dice un colega que pasa por allí, “Ponle una inyección de penicilina”, bromea. Estoy tan harta de toser, que acepto cualquier sugerencia.

Bajas de nuevo al comedor y, mientras diluyes unos polvos blancos en agua, que luego sabrán a limón, más compañeras sueltan lo de “Eso no te servirá de nada”. Te ríes con el oficial del éxito que tiene su diagnóstico pero te los tomas igual. Aunque sea como placebo, bienvenido sea cualquier remedio que intentes.

Te vas al camarote, te lavas los dientes y te preparas para empezar el día.

Y descubres que has perdido un pendiente.

En la foto, un dibujo que me hizo mi hermana el otro día, (espero que) para demostrar que me echa de menos. Tengo otros parecidos de otros amigos. Me ha costado decidir cuál publicar.

lunes, 9 de marzo de 2015

De esto que... (VI)

De esto que llegas al control de seguridad del aeropuerto, para un viaje laboral de tres días que aún no entiendes demasiado (tardarás más en ir y venir que lo que dura la reunión), con tu flamante equipaje de mano preparado para superar los nuevos controles de seguridad de los que ya has oído hablar. Afortunadamente, la isla aún sigue en su letargo invernal y apenas hay gente en el control. Te atiende una chica muy solícita y te pide que saques todo lo electrónico que lleves contigo “cables incluidos”. Y ahí empiezas a sacar del maletín del portátil el susodicho, su cargador, los dos discos duros externos, el USB, un enchufe, el pinganillo de internet y otro USB. Y luego abres el bolso y sacas el móvil, la cámara de fotos compacta, el reproductor de música y un USB institucional muy gracioso que parece un condón. Te ríes al verlo. Luego abres la maleta y sacas la cámara réflex, el otro objetivo de la cámara y un ratón de ordenador, y la chica, en un intento de ayudarte dice, “te cojo este cable también”. El cargador del móvil, claro. Y los líquidos. Faltan los líquidos. Y en eso que están sacando los líquidos y colocándolos en la bandeja donde has puesto el abrigo y el cinturón (porque la bufanda ya la has dejado dentro de la maleta) cuando notas algo raro en el dedo índice derecho. Lo miras y ves un corte, un tajo horizontal, sangrando, que te has hecho sacando algún cable o algún artilugio de esos que yacen ahora en varias bandejas delante de ti. Y la chica te habla y no sabes si ponerte a llorar, porque la farmacia que conoces en el aeropuerto está FUERA del control de seguridad y no te ves con coraje de recogerlo todo, ir a la farmacia a por tiritas para tu dedo sangrante, volver al control y sacarlo todo de nuevo. Porque claro, siempre llevas tiritas, pero esta vez se te han olvidado. Y las toallitas húmedas. Y un pañuelo para el cuello. Y hasta un libro en papel. Y mientras pasas el control de seguridad chupándote la sangre del dedo te preguntas si no te pueden detener por pasar chupando sangre, cual vampiro hambriento, un control. No, no te detienen; se ve que los vampiros pueden pasar el control de seguridad.

Total, que ya después del control, con la hemorragia medio controlada y con ese dolor que sólo los cortes absurdos provocan, te pones a meterlo todo en la maleta, en el maletín y en el bolso: el portátil, su cargador, los dos discos duros externos, los USBs (te ríes otra vez viendo el USB institucional con forma de condón), las cámaras de fotos, los objetivos,… Y en eso que ves tu libro ELECTRÓNICO dentro del maletín del portátil. Y te ríes de los controles de seguridad, aunque en el fondo es casi preocupante, eso de que te hagan sacar toooooodo y, sin querer, dejes algo sin sacar… y no pase nada. Aún pensativa, decides que tienes un nuevo objetivo en tu vida: comprar tiritas. Y sí, encuentras tiritas en el aeropuerto, genial, te tapas la herida y te sientes timada porque acabas de pagar 6,15 € por un paquete de tiritas y estás a punto de pagar 3,60 € por una botella de agua. Pero bueno, no dramaticemos. A partir de ahí descubres que, con la tirita en tu dedo índice, no puedes toquetear tu pantalla táctil… porque no sirve de nada. Así que estos días toca escribir en el móvil con el dedo medio. Al menos hasta que se cicatrice la herida, que a ver si cicatriza bien, porque justo es el dedo que utilizas para fichar en el trabajo.

Y ya si acaso otro día cuento lo de haber cogido el tren equivocado en el aeropuerto, acabar en la estación que no tocaba, haber tenido que coger el metro para subsanar el error y cómo la maleta se ha quedado atascada cuando he validado el billete.

Este viaje promete.

domingo, 25 de enero de 2015

De esto que... (V)

De esto que sales de comer de un restaurante que te gusta mucho, con la tripa llena y algunos remordimientos por haber tomado postre cuando mañana tienes la revisión médica del trabajo. Sopla viento norte fuerte, hace frío de nieve (las montañas siguen nevadas a pesar del día soleado de ayer) y te encoges dentro del abrigo intentando que el frío no se cuele en tus huesos. Y coges el coche y, tras conducir un par de calles por el pueblo en el que está el restaurante, expresas en voz alta lo que hace unos treinta segundos te preocupa “Este coche está haciendo un ruido muy raro”. Así que paras antes de salir del pueblo y, aunque no sabes qué mirar o buscar, echas un vistazo a lo que está a simple vista: las ruedas. Trasera izquierda: bien. Delantera izquierda: bien. Delantera derecha: ¡reventón!

Así que les comunicas a tus progenitores que van en el coche y cuyas edades suman 150 años que hay que cambiar una rueda. Tu padre te dice que él nunca ha cambiado una rueda en ese coche (que es el suyo y tiene casi 13 años) y tú sabes de mecánica tanto como de física cuántica. Pero os ponéis a ello. Hay un momento de crisis, en el que parece que no vais a poder aflojar los tornillos, pero cuando esa fase está superada, las cosas mejoran. Hasta entráis en una conversación absurda de “Igual se ha reventado cuando has aparcado tú”. “No, seguro que has sido tú cuando has desaparcado”. Y decidís que es mejor reír que entrar en la tontería del “has sido tú”, “no tú”.

Y ahí estás, sentada en una bolsa de rafia del Carrefour sobre la acera, con las piernas cuidadosamente cruzadas, porque claro, justo hoy has decidido ponerte vestidito, subiendo el coche con el gato y sueltas en voz alta “Pues menos mal que he comido postre”. Y las risas nos hacen olvidar las incomodidades y hasta el viento helado del norte. Porque ya te has quitado el abrigo (mi maravilloso abrigo rojo) y hasta el cuello de lana y ya ni tienes frío. Y miras tus manos, con los dedos negros como la noche y te sorprendes de que tu vestidito siga sin manchas.

Y en mitad del proceso suena el móvil de tu progenitor y resulta que es tu hermana la gafapasta, que obviamente se parte de risa cuando se entera de la situación y que tenía que pasar por tu casa a medirse el jersey que le estás tejiendo. Y así, con una mano en el neumático de repuesto y la otra en el móvil, le explicas cómo probarse lo que va a ser su jersey y cómo medirse para que decida la longitud de manga que desea. Tejer y cambiar neumáticos, qué extraña combinación.

Y, milagrosamente, en un rato, el coche vuelve a tener cuatro ruedas. Y aunque no estás muy segura de que sea seguro conducir un coche cuyos tornillos has apretado tú misma, conduces los 50 km de vuelta a casa recordándole entre risas a tu copilota que mire de vez en cuando si sale la rueda disparada, porque no te fías. Ni un pelo.

Así que ahora ya puedo poner un tic al lado de “cambiar un neumático” en el listado de cosas que debe saber hacer una mujer moderna.

Y tan feliz, oye.

En la foto, el coche, sin rueda.

domingo, 11 de enero de 2015

De esto que... (IV)

De esto que es Nochevieja y estás en plena Faringitis Anual Navideña (FAN) [*], así que no sales y celebras una noche tranquila en casa de tus padres. No sabes muy bien cómo pero, entre analgésico y antiinflamatorio, llegas a las uvas, que a duras penas te tragas, porque tienes la faringe más hinchada que el trasero de Kim Kardashian y a eso de la una decides que ya has cumplido con lo de entrar en el año nuevo con felicidad blablablá y te vas a casa. Te metes en la cama leyendo y contestando las felicitaciones que gente que piensa en ti te manda por whatsapp, aunque tú no has pensado en nadie, porque la FAN te convierte en un gremlin huraño y antisocial que se ha tirado a una piscina después de medianoche. Gente que te quiere te manda mensajes contándote lo bien que se lo están pasando y tú piensas en ellos con esa superioridad que te da estar en una cama calentita en una noche tan fría (por no hablar que esa felicidad absurda e irreal que te dan los antiinflamatorios cuando te los acabas de tomar). Total, que a eso de las dos caes en ese sueño comatoso que caracteriza tus noches de FAN, bajo los efectos de todas esas sustancias anteriormente citadas, habiendo puesto el despertador para las seis de la mañana, que es cuando te toca una nueva dosis de ese antibióticos que, bah, algo te debe estar haciendo después de cuatro días, pero que ni notas.

Y ahí estás, en pleno sueño comatoso, cuando notas unos golpecitos en el hombro, abres un ojo y ves, como en las pelis, una silueta recortada sobre un fondo luminoso. De la silueta, sólo distingues que tiene el pelo rizado y un gorro puesto y, antes de que empiece a hablar, ya sabes que es ella, sí, tu hermana la gafapasta. Y la silueta de pelo rizado te empieza a hablar: “Nisi, ¡no te asustes! Soy yo, vamos a dormir contigo, es que las llaves, el portal, la casa de M.A…”. Y te suelta una explicación larga y compleja (no, en realidad súper simple, pero ¡ja! Son las tres y media de la mañana y, tras hora y media de sueño comatoso, te han interrumpido) sobre por qué al final dormirán en tu casa en vez de en otra casa. Y lo único que eres capaz de pronunciar es “No, si no me asusto”. Y oyes pasos, luces, puertas que se abren y se cierran y la gafapasta que te dice “Tú no te muevas, ya nos apañamos. Dormiré contigo, ¿vale?”. Y te acurrucas pensando qué calentita estás en tu cama y te das cuenta de que la habitación de invitados con cama individual debe estar congelada. Aparte de llena de trastos por todos lados, cama incluida. Y te levantas, te pones la bata y vas a ver si pones un poco de orden pero no hace falta, el orden ya lo han puesto las visitas inesperadas, saludas, felicitas el Año Nuevo (eso creo que no lo hice, debería haberlo hecho) y te vuelves a la cama.

Para cuando la gafapasta se mete en tu cama, tienes los ojos abiertos como platos y ya no tienes sueño y te cruje la tripa como si no hubieras comido nada desde el año pasado (juas, juas, qué chiste tan bueno y novedoso). Intercambias algunas palabras y, cuando la gafapasta apaga la luz, tienes una gran idea: “¿No os apetece un chocolate caliente?”. “Nisi, ¿un chocolate? ¿A estas horas? Qué va. Anda, duérmete”. Y ella se duerme y empieza a respirar haciendo ruido y tú estás ahí, en plena Nochevieja, a las cuatro de la mañana, despierta, con la FAN que te golpea más que nunca y soñando con un chocolate caliente. Pero al final, te duermes.

Y así, niños y niñas, es como inesperadamente, dormí acompañada en Nochevieja.

En la foto, el primer desayuno del año. En compañía, claro.

[*] La FAN, como su propio nombre indica, es una faringitis que me visita de manera anual durante las fechas navideñas. Es recurrente y puñetera y, aunque (afortunadamente) en 2013 me falló, no suele faltar a su cita anual. Durante algunos años, se alternó con el Virus Estomacal Anual Navideño (VEAN), siendo este último mucho peor de llevar que la FAN. Así que aunque estoy harta de la FAN, sin duda la prefiero al VEAN.

viernes, 12 de diciembre de 2014

De esto que... (III)

De esto que es 12 de Diciembre y te planteas que tal vez, sí, tal vez ha llegado el momento de sacar la sombrilla de la playa del coche. Y, aprovechando un viaje para sacar del maletero 25 Kg de tierra (sustrato universal) que vas a usar para sembrar más zanahorias (¡sííí!) y hacer un nuevo intento de plantar guisantes (ya veremos…), vas y sacas la sombrilla del coche. Y, ya que estás, también sacas la bolsa que llevas con una toalla, un biquini y un gorro, por si surge un plan inesperado para ir a la playa estando fuera de casa. Y ahí vas, por mitad de la calle, abrigada como si estuvieras en Canadá, con un saco de 25 Kg de tierra (sustrato universal), la bolsa de playa y la sombrilla. Porque, muy probablemente, no te van a salir planes inesperados para ir a la playa en los próximos meses.

O sí. Vete tú a saber.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

De esto que... (II)

De esto que te encuentras en la que probablemente es la ciudad más bonita del mundo y son las siete y media de la tarde y estás encerrada en una habitación negra de un hotel, redactando las recomendaciones y conclusiones de una reunión, después de pasar todo el día en la misma. De esto que lleva todo el día lloviendo y te mueres de rabia por no poder haber ido al Pantenón de Agripa, porque dicen por ahí que es un espectáculo estar en él cuando llueve. De esto que tienes media hora para hacer todo el trabajo o al menos para adelantarlo, porque luego te vas a la cena de grupo, porque no, no y no vas a renunciar a ella por trabajar, porque total, ya has quedado mañana a la hora de comer para tener otra reunión de trabajo y cuando te pones a echar cuentas de las horas que llevas curradas en los últimos dos días flipas un poco, aunque ahora entiendes esa sensación de que llevas en Roma una semana en vez de tres días. De esto que te entran ganas de tirar el ordenador por la ventana e irte por ahí, a pasear por la ciudad, a tomar unas cervezas con los colegas, a sentir la lluvia golpeando tu paraguas y chapoteando en los charcos (eso no, porque no te has traído las botas de aguas, desoyendo el consejo de tu madre que, una vez más, es más precisa con el parte del tiempo que Maldonado) y a poder sentir que sí, efectivamente, estás en la que es probablemente la ciudad más bonita del mundo, aunque de momento no la hayas visto apenas. Pero no lo haces y empiezas a procrastinar un ratillo hasta que te dices a ti misma que no, que las conclusiones van a quedar perfectamente redactadas en un plis, porque sino lo vas a tener que hacer más tarde, después de la cena de grupo, cuando litros de alcohol corran por tus venas (ojalá). Aunque bien pensado, tal vez esas conclusiones quedarán mejor escritas bajo los vapores etílicos de…

¡BASTA!

¡A trabajar!

Al próximo que me diga “¡Qué envidia! ¡Te vas a Roma!” me lo traigo a la reunión. A trabajar. A tiempo completo, con horas extras no pagadas y sin descanso para comer.

Ea.

En la foto, la sede de la reunión. Si esto es bonito, imaginaos el resto de la ciudad. Como hago yo.