A lo mejor no os habéis dado cuenta, pero soy transparente.
Probablemente no os habéis dado cuenta precisamente por eso, porque soy transparente. Y no me veis.
Y no, no mola tanto como a simple vista parece.
Ser transparente no es un súperpoder. No es lo mismo ser transparente que ser invisible. Ser invisible sí que es un súperpoder. Pero ser transparente, no.
Ser transparente es lo que ocurre cuando la gente a tu alrededor no se da cuenta de que estás, de que existes. Cuando te cruzas con gente que conoces y no te saludan. Cuando intentas entrar a través de unas puertas automáticas y éstas no se abren. Cuando propones un plan a un grupo de gente y luego quedan para llevarlo a cabo y no te avisan. Cuando hablas con alguien que va contigo a clase de lo que sea y te dicen “Ah, ¿pero tú vas a mi clase?”. Cuando después de ir a algún sitio donde hay gente que conoces, no sólo no te ven sino que encima al día siguiente te preguntan por qué no fuiste. Cuando dices cosas en reuniones y nadie las oye, aunque luego alguien lo repite y reaccionan como si fuera la primera vez que lo escuchan. Cuando vas con alguien y te encuentras a un conocido común y éste sólo saluda a tu acompañante. Cuando sales con un grupo de amigas y nadie se acerca a ti. Cuando entrenas con gente durante semanas y luego, cuando te los encuentras por ahí, no te reconocen. Cuando coincides en reuniones (sociales o laborales) con gente de manera más o menos regular y cuando se presentan y les dices que ya os conocéis, te dicen que no. Cuando la gente te dice a la cara “Claro, no viniste porque no podías” y tú les tienes que convencer de que no, de que no fuiste porque nadie se acordó de invitarte.
No negaré que a veces sí que mola un poco ser transparente.
Pasar inadvertida.
Yo, durante muchos años, lo he sido sin que me importara.
De hecho, las pocas veces que no he sido transparente, me he sentido incómoda. Lo de ser visible no se lleva muy bien cuando estás acostumbrada a ser transparente.
Entre las veces que no he sido transparente, tengo que destacar especialmente cuando he estado en Namibia. Allí, en general, era visible. Muy visible. Mujer blanca en mitad del continente negro. Visibilidad total. Encima, mis rasgos son claramente no germanos, así que no podía pasar por una blanca namibia, descendiente de los antiguos colonos. Y aún así, incluso allí, en ocasiones fui transparente. En las veces que el número de turistas que se paseaban por la ciudad era importante, me volvía de nuevo transparente. Y molaba. Porque lo de ser visible se me hacía un poco incómodo. También fui muy visible, primero allí y luego aquí, cuando me hice las trencitas namibias. Sinceramente, pensaba que allí no llamarían la atención, pero me equivocaba: una blanca con peinado de negra no es algo habitual allí. Así que me hice doblemente visible. Mujer blanca con peinado negro. ¡Incluso me salió un novio himba! Pensé que al volver a mi continente blanco, volvería a mi transparencia, pero no: de vuelta a casa, las trencitas me hacían completamente visible. Me sorprendió e incluso me molestó. La gente lleva miles de peinados distintos, variados o mucho más originales que mis trencitas. Bueno, tal vez la gente que lleva esos peinados también es visible. Luego llegué a una terrible conclusión, cuando alguien me dijo lo que costaba hacerse el peinado que yo llevaba aquí: 10 euros por trencita. Yo llevaba 11. Así que tal vez mi visibilidad era meramente económica: la gente pensaba que me había gastado 110 € en ese peinado, cuando la realidad era que me había gastado menos de 5 €. Eso me hizo sentir muy incómoda con esa recién adquirida visibilidad. Tal vez por eso llevé por aquí las trencitas menos de una semana.
La cuestión es que últimamente me he cansado de ser transparente. Pero tampoco me siento muy cómoda siendo visible. Mostrar carne suele ser un buen truco para volverse visible pero, aunque tengo un generoso canalillo mostrable, no me gusta enseñarlo. Una cosa es ser visible y otra ser llamativa a base de escotes, ropa o complementos. Tampoco me sale. Así que ahí estoy, entre la disyuntiva de seguir siendo transparente o la tentación de visibilizarme un poco.
Y no sé qué hacer.
Porque ser transparente me cabrea. Pero ser visible me resulta incómodo.
martes, 29 de septiembre de 2015
miércoles, 23 de septiembre de 2015
Mis dos yos
Ya lo he comentado en alguna entrada anterior, la primera semana de septiembre organizamos una reunión en la oficina. Es decir, una de esas reuniones que hago a veces por el mundo (o sea, a Roma), la montamos nosotros en mi isla. Entre muchas otras cosas, esa semana me sirvió para descubrir una cosa de mí que no sabía: tengo dos yos. Y dos yos muy diferentes y casi contradictorios.
Mi yo laboral es el que me acompaña en esos viajes. Es un yo aparentemente fuerte, decidido, seguro de lo que hace. Es el yo de no callarme en las reuniones ni debajo de las piedras (sólo me he callado en una, en la que me advirtieron que yo no debía hablar, porque formaba de un grupo más grande claramente liderado por alguien que no era yo, claro). Mi yo laboral opina sobre todo, discute sobre todo y toma decisiones sin casi parpadear.
Mi yo personal es con el que convivo cuando estoy en mi isla y en mi entorno. Es un yo bastante más discreto, callado, casi tímido en público, aunque igualmente hablador con la gente más cercana. Es un yo transparente, ese que hace que en reuniones con gente que conozco poco, pase totalmente inadvertida, que la gente no me recuerde, que no sabe qué temas de conversación sacar ante la gente que apenas conoce.
Esa semana, mis dos yos se conocieron y chocaron. Y eso no se ha notado en la reunión, donde estaba mi yo laboral, ni fuera de ella cuando me he socializado con los colegas más cercanos, con los que me une una clara relación de amistad. Se ha notado fuera, pero sólo cuando con esos colegas he frecuentado lugares habituales míos, pero en los que suelo pasar inadvertida, la gente apenas me recuerda y soy sólo una más de un grupo más numeroso de gente. En ese ambiente, en ese momento, en ese lugar, de repente, mi yo laboral le dio cuatro tortas a mi yo personal y se hizo con el mando de mi vida. No fue grave, al contrario, fue divertido, interesante y muy positivo, pero también fue extraño. Mi yo personal empezó a abrazar a mi yo laboral, emocionado. Porque de repente ahí estaba yo, en un ambiente en el que suelo pasar desapercibida, siendo la reina de la pista. Literalmente.
O igual es que había bebido demasiado vino.
En la foto, mis zapatos de baile. Los pobres fueron, en parte, testigos del choque de mis dos yos. Y hasta protagonistas.
Mi yo laboral es el que me acompaña en esos viajes. Es un yo aparentemente fuerte, decidido, seguro de lo que hace. Es el yo de no callarme en las reuniones ni debajo de las piedras (sólo me he callado en una, en la que me advirtieron que yo no debía hablar, porque formaba de un grupo más grande claramente liderado por alguien que no era yo, claro). Mi yo laboral opina sobre todo, discute sobre todo y toma decisiones sin casi parpadear.
Mi yo personal es con el que convivo cuando estoy en mi isla y en mi entorno. Es un yo bastante más discreto, callado, casi tímido en público, aunque igualmente hablador con la gente más cercana. Es un yo transparente, ese que hace que en reuniones con gente que conozco poco, pase totalmente inadvertida, que la gente no me recuerde, que no sabe qué temas de conversación sacar ante la gente que apenas conoce.
Esa semana, mis dos yos se conocieron y chocaron. Y eso no se ha notado en la reunión, donde estaba mi yo laboral, ni fuera de ella cuando me he socializado con los colegas más cercanos, con los que me une una clara relación de amistad. Se ha notado fuera, pero sólo cuando con esos colegas he frecuentado lugares habituales míos, pero en los que suelo pasar inadvertida, la gente apenas me recuerda y soy sólo una más de un grupo más numeroso de gente. En ese ambiente, en ese momento, en ese lugar, de repente, mi yo laboral le dio cuatro tortas a mi yo personal y se hizo con el mando de mi vida. No fue grave, al contrario, fue divertido, interesante y muy positivo, pero también fue extraño. Mi yo personal empezó a abrazar a mi yo laboral, emocionado. Porque de repente ahí estaba yo, en un ambiente en el que suelo pasar desapercibida, siendo la reina de la pista. Literalmente.
O igual es que había bebido demasiado vino.
En la foto, mis zapatos de baile. Los pobres fueron, en parte, testigos del choque de mis dos yos. Y hasta protagonistas.
lunes, 21 de septiembre de 2015
La manta de la vida
“La manta de la vida” es un proyecto que surgió de un grupo de tejedoras decididas a hacer algo por el pueblo sirio. Ellas, como muchos otros, han sentido la frustración de ver lo que pasa en Siria, con una guerra que ya dura demasiado y que únicamente ha parecido tomar relevancia en las últimas semanas, cuando la ola de refugiados sirios ha llegado a Europa. Y formaron un grupo en facebook, un grupo de tejedoras, para tejer mantas que se harán llegar a Siria a través de la Asociación de Apoyo al Pueblo Sirio. Un grupo que ya cuenta con más de tres mil tejedoras y al que me apunté, sin saber muy bien si sería capaz de tejer una manta o no.
No sabía muy bien qué hacer o cómo empezar. Con otro proyecto en marcha en el que me cuesta avanzar y una semana por delante en la que sabía que, si tejía, debía ser algo sencillo, que me resultara fácil, ameno y agradecido, no sabía cómo hacer una manta ni qué lana usar. Al final, el desencadenante vino de un mensaje de Clara de Pearlknitter: ahí tenía el patrón de una manta preciosa, con un punto maravilloso y fácil de hacer. Era justo lo que necesitaba, en el momento preciso en el que lo necesitaba. Y recordé la gran cantidad de lana gris, gruesa y calentita que me sobró del primer jersey que tejí.
Y me puse a ello.
Y en unos días, tuve mi primera manta. De forma casi cuadrada (85 x 76 cm) pero es resultado de la lana que tenía. Y de tejer así a lo loco, como hago yo.
Así que tengo una primera manta ya lista y en proyecto tejer algún trozo más para unirlo a otros trozos de otras tejedoras de la isla. Porque “La manta de la vida” se nutre de mantas individuales, mantas grupales, mantas a ganchillos y mantas a crochet.
Porque quienes tejemos, tenemos un súperpoder. Y sabemos utilizarlo.
Aquí van las fotos de mi manta, instrucciones para participar y mucha, mucha información sobre el tema.
sábado, 19 de septiembre de 2015
"With Every Letter" de Sarah Sundin
Una de las cosas maravillosas de internet es que te permite conocer gente que comparte aficiones contigo y compartir momentos con ello. Lo de hacer cosas conjuntamente es el paso siguiente y, aunque ya había participado en movimientos de tejer en compañía, nunca había participado en una lectura conjunta.
A través de Lady Boheme, descubrí que Isi organizaba una lectura conjunta en inglés, así que me apunté a lo loco, como suelo hacer yo las cosas. Me gusta leer en inglés, pero lo de hacerlo en compañía me pareció una motivación más.
No sabía de qué iba la novela ni lo que me encontraría, pero poco antes de empezarla, descubrí que su autora pertenece a varias asociaciones cristianas de escritores. No tengo nada en contra la religión en especial ni el cristianismo en particular (bueno, igual algunas cosas, pero trato de no prejuzgar nunca a nada ni a nadie sólo por ser etiquetada de esa manera), pero nunca había leído un libro calificado como “cristiano” (al menos desde que dejé el colegio de monjas en el que estudié), así que me esperaba cualquier cosa. Pero me lancé a leerlo con total alegría.
La historia se enmarca en la Segunda Guerra Mundial. Su protagonista es Mellie Blake, una enfermera de vuelo que nunca ha tenido amigos y se ha sentido sola. Casi contra su voluntad, decide comenzar una relación epistolar anónima con un oficial, dentro de un programa para elevar la moral a las tropas. El oficial, Tom MacGilliver, a pesar de ser un hombre aparentemente alegre, oculta su interior un pasado doloroso. Para ambos, el intercambio de cartas será una manera de abrirse a los demás evitando ser heridos por sus propias inseguridades y medios.
No nos engañemos, el libro es una historia de amor. Yo no soy muy fan de las historias de amor y admito que la parte religiosa me ha molestado un poco a ratos, se nota a leguas que es una novela cristiana y hay momentos que es un poco exagerado. Pero cuando conseguí asumir esa parte, he disfrutado la novela más de lo que creí al principio. Al fin y al cabo, las mujeres que trabajaron como enfermeras de vuelo en la guerra fueron unas pioneras, mujeres fuertes que ¡hasta llevaban pantalones!, trabajando en un entorno hostil, a menudo teniendo que enfrentarse a los hombres de su mismo bando. A pesar de su aparente fragilidad e inseguridad, Mellie es una tía fuerte, con un par de ovarios y me ha caído bien. Y Tom me ha parecido un tipo majo, seguro que muy atractivo, con ese toque de inseguridad que le da su pasado tormentoso.
El tema religioso, como digo, marca mucho la historia. Lo de rezar para que Dios les haga decidir mejor su camino, si deben conocerse o no (entre otras cosas), es probablemente lo que más me ha molestado. Pedir a Dios ayuda para tomar una decisión es una excusa muy poco sutil para creer que las decisiones que toma la gente que lo hace son las correctas. Creo que se han hecho muchas maldades en la Historia basadas en la premisa de “si rezo a Dios y hago X, significa que X es lo correcto, porque el Señor me ha iluminado”. Aparte de eso, el componente religioso está ahí, pero la historia más allá de él es mona, a ratos un pelín ñoña, pero mona.
Éste es el primer de tres libros de una trilogía, los otros dos con protagonistas que son secundarias en esta historia. No descarto leerlos en algún momento, como entretenimiento veraniego o para leer en inglés algo que sé que no me agobiará demasiado.
Y el lunes 21, en el blog de Isi, tendréis el enlace de todas las reseñas de los que nos hemos animado a leerlo y opinar sobre el libro. (Actualización: aquí tenéis el enlace a la entrada del blog de Isi).
A través de Lady Boheme, descubrí que Isi organizaba una lectura conjunta en inglés, así que me apunté a lo loco, como suelo hacer yo las cosas. Me gusta leer en inglés, pero lo de hacerlo en compañía me pareció una motivación más.
No sabía de qué iba la novela ni lo que me encontraría, pero poco antes de empezarla, descubrí que su autora pertenece a varias asociaciones cristianas de escritores. No tengo nada en contra la religión en especial ni el cristianismo en particular (bueno, igual algunas cosas, pero trato de no prejuzgar nunca a nada ni a nadie sólo por ser etiquetada de esa manera), pero nunca había leído un libro calificado como “cristiano” (al menos desde que dejé el colegio de monjas en el que estudié), así que me esperaba cualquier cosa. Pero me lancé a leerlo con total alegría.
La historia se enmarca en la Segunda Guerra Mundial. Su protagonista es Mellie Blake, una enfermera de vuelo que nunca ha tenido amigos y se ha sentido sola. Casi contra su voluntad, decide comenzar una relación epistolar anónima con un oficial, dentro de un programa para elevar la moral a las tropas. El oficial, Tom MacGilliver, a pesar de ser un hombre aparentemente alegre, oculta su interior un pasado doloroso. Para ambos, el intercambio de cartas será una manera de abrirse a los demás evitando ser heridos por sus propias inseguridades y medios.
No nos engañemos, el libro es una historia de amor. Yo no soy muy fan de las historias de amor y admito que la parte religiosa me ha molestado un poco a ratos, se nota a leguas que es una novela cristiana y hay momentos que es un poco exagerado. Pero cuando conseguí asumir esa parte, he disfrutado la novela más de lo que creí al principio. Al fin y al cabo, las mujeres que trabajaron como enfermeras de vuelo en la guerra fueron unas pioneras, mujeres fuertes que ¡hasta llevaban pantalones!, trabajando en un entorno hostil, a menudo teniendo que enfrentarse a los hombres de su mismo bando. A pesar de su aparente fragilidad e inseguridad, Mellie es una tía fuerte, con un par de ovarios y me ha caído bien. Y Tom me ha parecido un tipo majo, seguro que muy atractivo, con ese toque de inseguridad que le da su pasado tormentoso.
El tema religioso, como digo, marca mucho la historia. Lo de rezar para que Dios les haga decidir mejor su camino, si deben conocerse o no (entre otras cosas), es probablemente lo que más me ha molestado. Pedir a Dios ayuda para tomar una decisión es una excusa muy poco sutil para creer que las decisiones que toma la gente que lo hace son las correctas. Creo que se han hecho muchas maldades en la Historia basadas en la premisa de “si rezo a Dios y hago X, significa que X es lo correcto, porque el Señor me ha iluminado”. Aparte de eso, el componente religioso está ahí, pero la historia más allá de él es mona, a ratos un pelín ñoña, pero mona.
Éste es el primer de tres libros de una trilogía, los otros dos con protagonistas que son secundarias en esta historia. No descarto leerlos en algún momento, como entretenimiento veraniego o para leer en inglés algo que sé que no me agobiará demasiado.
Y el lunes 21, en el blog de Isi, tendréis el enlace de todas las reseñas de los que nos hemos animado a leerlo y opinar sobre el libro. (Actualización: aquí tenéis el enlace a la entrada del blog de Isi).
miércoles, 16 de septiembre de 2015
Abarcas rojas
El cuatro de Septiembre, pasará a los anales de la historia meteorológica mallorquina por la gran tormenta que cayó en la isla y de la que ya hablé aquí.
Curiosamente, esa mañana, cuando me calcé las abarcas menorquinas rojas que tengo, y que hacía mucho que no me ponía, me acordé de una foto que hice años atrás, en la época de mi exilio cretense, esta foto.
No recordé sólo la foto. Recordé perfectamente la sensación de pies mojados bajo la lluvia, en aquel día de otoño. Recordé que tenía que esquivar los caracoles que habían salido a dar la bienvenida a la lluvia. Recordé también la entrada del blog que hice entonces (otro blog, otro idioma) sobre las extrañas sensaciones que me inspiraba el otoño griego. Revisándola, he encontrado cosas que podrían perfectamente definir estos días, como lo de “Otoño es cuando llevas una semana el paraguas en la mochila y no llueve. O cuando finalmente lo sacas, empieza a llover” u “Otoño es cuando vas caminando y sale agua de la punta de tus abarcas”.
En todo eso pensaba, decía, el día cuatro cuando me ponía los zapatos. Y un segundo pensamiento pasó por mi mente “A ver si hoy no llueve”.
Ja.
Ja, ja.
Llovió y granizó. Y mucho. Y en una escapada que hice hasta el coche para comprobar si el granizo lo había abollado (en ese momento, pareció que no, pero finalmente fue sí), esquivando los charcos y mojándome los pies, hice esta otra foto.
Mucho ha cambiado entre ambas fotos. O muy poco. La tobillera cretense de entonces se ha transformado en una tobillera greco-namibia. Ahora llevo alguna tobillera más. Y las abarcas están más viejas. Pero lo demás… ah, lo demás. Yo creo que no ha cambiado tanto. O al menos, me siento la misma que entonces.
Siete años han pasado entre ambas fotos. Siete.
Ostras, sí que me duran las abarcas.
Curiosamente, esa mañana, cuando me calcé las abarcas menorquinas rojas que tengo, y que hacía mucho que no me ponía, me acordé de una foto que hice años atrás, en la época de mi exilio cretense, esta foto.
No recordé sólo la foto. Recordé perfectamente la sensación de pies mojados bajo la lluvia, en aquel día de otoño. Recordé que tenía que esquivar los caracoles que habían salido a dar la bienvenida a la lluvia. Recordé también la entrada del blog que hice entonces (otro blog, otro idioma) sobre las extrañas sensaciones que me inspiraba el otoño griego. Revisándola, he encontrado cosas que podrían perfectamente definir estos días, como lo de “Otoño es cuando llevas una semana el paraguas en la mochila y no llueve. O cuando finalmente lo sacas, empieza a llover” u “Otoño es cuando vas caminando y sale agua de la punta de tus abarcas”.
En todo eso pensaba, decía, el día cuatro cuando me ponía los zapatos. Y un segundo pensamiento pasó por mi mente “A ver si hoy no llueve”.
Ja.
Ja, ja.
Llovió y granizó. Y mucho. Y en una escapada que hice hasta el coche para comprobar si el granizo lo había abollado (en ese momento, pareció que no, pero finalmente fue sí), esquivando los charcos y mojándome los pies, hice esta otra foto.
Mucho ha cambiado entre ambas fotos. O muy poco. La tobillera cretense de entonces se ha transformado en una tobillera greco-namibia. Ahora llevo alguna tobillera más. Y las abarcas están más viejas. Pero lo demás… ah, lo demás. Yo creo que no ha cambiado tanto. O al menos, me siento la misma que entonces.
Siete años han pasado entre ambas fotos. Siete.
Ostras, sí que me duran las abarcas.
lunes, 14 de septiembre de 2015
Bella Roma
La semana pasada, volví a Roma.
Ahora sí, definitivamente he perdido la cuenta del número de veces que he ido a esa ciudad.
Y aún así, en cada viaje, en cada visita, sigo encontrando cosas nuevas para visitar, lugares a los que volver y detalles sorprendentes que fotografiar.
Qué bella eres, Roma.
Ahora sí, definitivamente he perdido la cuenta del número de veces que he ido a esa ciudad.
Y aún así, en cada viaje, en cada visita, sigo encontrando cosas nuevas para visitar, lugares a los que volver y detalles sorprendentes que fotografiar.
Qué bella eres, Roma.
sábado, 5 de septiembre de 2015
Cuatro de septiembre
Ayer fue el último día de una reunión que me ha dejado sin fuerzas, exhausta, algo cabreada y que no pasará a los anales de mi historia laboral precisamente como una maravillosa reunión. Una semana en la que colegas de oficina me han preguntado “Cuando vas fuera a tanta reunión, ¿siempre es así? ¿Siempre trabajáis tantas horas?”. Pues sí. Muchas horas de trabajo, algunas no especialmente agradables, y que te obligan a seguir trabajando días después (por ejemplo, un sábado a las 8 de la mañana, uf). Una reunión cansada, por tener que organizarla, estar pendiente de todo, desde un enchufe extranjero que hay que sustituir hasta cómo organizar un transporte al aeropuerto en medio de un caos circulatorio.
Debo admitir, y lo admito, que las noches han sido divertidas, con una compañera inesperada de casa, con conversaciones sinceras en algunos de mis lugares favoritos de la ciudad, entre copas de vino y buena comida. Ah, y algún bailoteo de lindy hop y hasta boogie con un colega italiano, convenientemente jaleados por el resto de la tropa. Dios mío, hay vídeos de ese momento. Y están en posesión de mi enemigo declarado número uno. Pero no me importa: lo máximo que puede pasar es que me avergüence de lo mal que bailo. Aunque siempre le puedo echar la culpa a mi pareja de baile, aunque no es el caso.
Ayer, además, me entristeció intensamente una tontería tan tonta que, probablemente, al acabar esta frase, ya habré olvidado. Ay, pues no. Bueno, pero fue una chorrada de esas que, con el cansancio y el cabreo acumulado de toda la semana, se te clava en el corazoncito (o por ahí dentro) de una manera tonta, te pone los ojos rojos y te hace enfurruñar. Pero es tan tonta que al final de este párrafo, ya la habré eliminado de mi mente.
Pues tampoco.
Bueno, seguro que, dentro de un tiempo, cuando relea esto, ni siquiera sabré a qué me refería. Es muy probable. Suele pasar. Yo soy así.
Es igual. El cuatro de Septiembre pasará a los anales de la historia meteorológica mallorquina como el día que cayeron granizos de hasta 5 cm del cielo y se batieron records de lluvia. Porque sí, ayer granizó, llovió, tronó, sopló viento fuerte, hubo inundaciones, árboles caídos, vuelos con retraso, cancelaciones y carreteras colapsadas. Fue un día extraño, complicado, agotador. Fue un día de esos que probablemente sería mejor olvidar. Aunque sé que nunca lo olvidaré, porque mi CocheCapricho ha quedado marcado para siempre (en techo y capó) con unos pequeños cráteres fruto de la granizada matutina.
Snif, snif.
Estas son algunas de las imágenes de un día histórico (e histérico).
Debo admitir, y lo admito, que las noches han sido divertidas, con una compañera inesperada de casa, con conversaciones sinceras en algunos de mis lugares favoritos de la ciudad, entre copas de vino y buena comida. Ah, y algún bailoteo de lindy hop y hasta boogie con un colega italiano, convenientemente jaleados por el resto de la tropa. Dios mío, hay vídeos de ese momento. Y están en posesión de mi enemigo declarado número uno. Pero no me importa: lo máximo que puede pasar es que me avergüence de lo mal que bailo. Aunque siempre le puedo echar la culpa a mi pareja de baile, aunque no es el caso.
Ayer, además, me entristeció intensamente una tontería tan tonta que, probablemente, al acabar esta frase, ya habré olvidado. Ay, pues no. Bueno, pero fue una chorrada de esas que, con el cansancio y el cabreo acumulado de toda la semana, se te clava en el corazoncito (o por ahí dentro) de una manera tonta, te pone los ojos rojos y te hace enfurruñar. Pero es tan tonta que al final de este párrafo, ya la habré eliminado de mi mente.
Pues tampoco.
Bueno, seguro que, dentro de un tiempo, cuando relea esto, ni siquiera sabré a qué me refería. Es muy probable. Suele pasar. Yo soy así.
Es igual. El cuatro de Septiembre pasará a los anales de la historia meteorológica mallorquina como el día que cayeron granizos de hasta 5 cm del cielo y se batieron records de lluvia. Porque sí, ayer granizó, llovió, tronó, sopló viento fuerte, hubo inundaciones, árboles caídos, vuelos con retraso, cancelaciones y carreteras colapsadas. Fue un día extraño, complicado, agotador. Fue un día de esos que probablemente sería mejor olvidar. Aunque sé que nunca lo olvidaré, porque mi CocheCapricho ha quedado marcado para siempre (en techo y capó) con unos pequeños cráteres fruto de la granizada matutina.
Snif, snif.
Estas son algunas de las imágenes de un día histórico (e histérico).
jueves, 3 de septiembre de 2015
En la lonja
Suena el despertador, son las cinco y diez de la mañana. En ese momento, maldigo la idea que tuve de ofrecer una visita a la subasta de pescado a los colegas de varias nacionalidades que esta semana están en una reunión con nosotros. De unos veinte participantes se han apuntado nueve. No está mal, teniendo en cuenta que la subasta empieza a las cinco y pico de la mañana y, en estas reuniones, los días se hacen particularmente largos.
Me levanto y espero que una colega francesa, que por motivos que no vienen a cuento acojo estos días en casa, se duche para ducharme yo. Qué raro es compartir casa.
Pasan unos minutos de las cinco y media cuando salimos de casa. La lonja de pescado está a apenas cinco minutos, pero toca hacer ruta por varios hoteles para recoger a algunos colegas. Un grupo de italianos, que ha alquilado un coche, me ayuda en la recogida.
A las seis en punto nos encontramos todos a la puerta de la lonja. Es sorprendente, a esas horas la ciudad está prácticamente muerta, pero cuando te acercas al puerto, el olor a pescado, el murmullo de conversaciones, la acumulación de camiones frigoríficos y el sonido de los mandos a distancia que se usan en la subasta denotan que ahí, detrás de las paredes naranjas de ese edificio de líneas rectas, se cuece algo.
Nos reciben dos representantes de los pescadores que nos acompañarán en la visita. Hace tiempo que no los veo y siempre es agradable charlar con gente del sector, que nos dan un punto de vista de lo que pasa en el mar más allá de los datos, los modelos matemáticos y las aproximaciones científicas. Entramos en la lonja y, ante nosotros, se descubre todo un mundo de criaturas marinas.
Siempre me sorprende, fascina y alegra una visita a la subasta de pescado. Y la sensación es extrapolable a cualquier lonja del mundo, a cualquier mercado y a cualquier puerto en el que veo desembarcar pescado. Esta vez, además de la fascinación del lugar, observo fascinada la reacción de mis compañeros de visitas: vienen de Italia, de Francia, de Grecia, de Colombia y hasta de Bruselas. Aunque al principio intentamos mantener un poco de orden, al final acabamos todos desperdigados entre las cajas que ya han sido subastadas, colocadas ordenadamente para que los compradores las recojan, cuando acabe la subasta.
La muy apreciada gamba rosada, merluzas, cabrachos, peces planos, muchas rayas y bastantes tiburones, el dorado o llampuga, del que tan sólo hace una semana que empezó la temporada o los galanes o raors, cuyo elevado precio (más de cincuenta euros el kilo) refleja que la temporada empezó sólo un día antes. Peces espada, un dorado macho, con su característica cabeza, de tamaño desmesurado, morenas, peces planos y hasta alguna langosta, ahora que su temporada casi ha acabado ya.
No sé cuánto tiempo pasamos mirando las cajas, comentando las especies, respondiendo a las preguntas que los colegas nos hacen. En un momento dado, nos vamos hacia el fondo de la lonja, a la parte de las cámaras donde se guardan las capturas de la tarde anterior y salimos por la puerta del costado, la que da al mar y a la Catedral, la que tantas veces atravesé en los años en los que pasaba días enteros en el mar, en barcos pesqueros. Uno de los dos palangreros de fondo de la isla está desembarcando su captura: peces espada. Nos acercamos a verlo: aunque su puerto está en el norte de la isla, el mar le ha obligado a cambiar de ruta y acabar hoy aquí. Vemos cómo los enormes peces espadas pasan delante nuestro mientras, al fondo, las primeras luces del amanecer se adivinan en el horizonte.
Un poco después de las siete decidimos que es hora de tomarse un café, nos dirigimos a la cafetería del Club Náutico con vistas a un ambiente muy distinto al que acabamos de ver: yates enormes en los que ni podemos soñar con estar. Nos tomamos el café (yo té) y charlamos de lo que acabamos de ver. En la mesa, se habla castellano, catalán, italiano, griego, francés e inglés.
Poco antes de las ocho, volvemos a los coches y nos dirigimos a la oficina. Estamos cansados y somnolientos, nos espera un largo día por delante. Pero llevamos las retinas cargadas de imágenes que nos acompañarán todo el día.
Me levanto y espero que una colega francesa, que por motivos que no vienen a cuento acojo estos días en casa, se duche para ducharme yo. Qué raro es compartir casa.
Pasan unos minutos de las cinco y media cuando salimos de casa. La lonja de pescado está a apenas cinco minutos, pero toca hacer ruta por varios hoteles para recoger a algunos colegas. Un grupo de italianos, que ha alquilado un coche, me ayuda en la recogida.
A las seis en punto nos encontramos todos a la puerta de la lonja. Es sorprendente, a esas horas la ciudad está prácticamente muerta, pero cuando te acercas al puerto, el olor a pescado, el murmullo de conversaciones, la acumulación de camiones frigoríficos y el sonido de los mandos a distancia que se usan en la subasta denotan que ahí, detrás de las paredes naranjas de ese edificio de líneas rectas, se cuece algo.
Nos reciben dos representantes de los pescadores que nos acompañarán en la visita. Hace tiempo que no los veo y siempre es agradable charlar con gente del sector, que nos dan un punto de vista de lo que pasa en el mar más allá de los datos, los modelos matemáticos y las aproximaciones científicas. Entramos en la lonja y, ante nosotros, se descubre todo un mundo de criaturas marinas.
Siempre me sorprende, fascina y alegra una visita a la subasta de pescado. Y la sensación es extrapolable a cualquier lonja del mundo, a cualquier mercado y a cualquier puerto en el que veo desembarcar pescado. Esta vez, además de la fascinación del lugar, observo fascinada la reacción de mis compañeros de visitas: vienen de Italia, de Francia, de Grecia, de Colombia y hasta de Bruselas. Aunque al principio intentamos mantener un poco de orden, al final acabamos todos desperdigados entre las cajas que ya han sido subastadas, colocadas ordenadamente para que los compradores las recojan, cuando acabe la subasta.
La muy apreciada gamba rosada, merluzas, cabrachos, peces planos, muchas rayas y bastantes tiburones, el dorado o llampuga, del que tan sólo hace una semana que empezó la temporada o los galanes o raors, cuyo elevado precio (más de cincuenta euros el kilo) refleja que la temporada empezó sólo un día antes. Peces espada, un dorado macho, con su característica cabeza, de tamaño desmesurado, morenas, peces planos y hasta alguna langosta, ahora que su temporada casi ha acabado ya.
No sé cuánto tiempo pasamos mirando las cajas, comentando las especies, respondiendo a las preguntas que los colegas nos hacen. En un momento dado, nos vamos hacia el fondo de la lonja, a la parte de las cámaras donde se guardan las capturas de la tarde anterior y salimos por la puerta del costado, la que da al mar y a la Catedral, la que tantas veces atravesé en los años en los que pasaba días enteros en el mar, en barcos pesqueros. Uno de los dos palangreros de fondo de la isla está desembarcando su captura: peces espada. Nos acercamos a verlo: aunque su puerto está en el norte de la isla, el mar le ha obligado a cambiar de ruta y acabar hoy aquí. Vemos cómo los enormes peces espadas pasan delante nuestro mientras, al fondo, las primeras luces del amanecer se adivinan en el horizonte.
Un poco después de las siete decidimos que es hora de tomarse un café, nos dirigimos a la cafetería del Club Náutico con vistas a un ambiente muy distinto al que acabamos de ver: yates enormes en los que ni podemos soñar con estar. Nos tomamos el café (yo té) y charlamos de lo que acabamos de ver. En la mesa, se habla castellano, catalán, italiano, griego, francés e inglés.
Poco antes de las ocho, volvemos a los coches y nos dirigimos a la oficina. Estamos cansados y somnolientos, nos espera un largo día por delante. Pero llevamos las retinas cargadas de imágenes que nos acompañarán todo el día.
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