lunes, 12 de febrero de 2018

Vete a ver la ballena

Fui una niña inquieta y traviesa. Inquieta de no aguantar mucho tiempo sentada y traviesa de subirme a los árboles. Comía mal, muy mal. Con los años, he descubierto que no es que no me gustara comer, ni la mayoría de la comida, pero sentarme a la mesa era perder el tiempo que podría utilizar para hacer otras cosas. Cuando comía, me aburría. Y para entretenerme, a veces mi madre me dejaba levantarme de la mesa, ir a dar una vuelta por la casa y volver para seguir comiendo. “Anda, vete a ver la ballena”, me decía cuando empezaba con el repetitivo “ya no quiero más” que amenizaba día sí y día también nuestras comidas familiares. Así que yo me levantaba, me iba dando saltitos hacia el comedor, me imagino que salía al balcón si era verano o miraba a través de los cristales si era invierno, me entretenía observando cosas y, al cabo de un rato, volvía a la mesa, me sentaba y seguía comiendo más mal que bien.

“Vete a ver la ballena” era la frase mágica que me permitía escaquearme de estar sentada en la mesa y estar un rato a mi bola. “Vete a ver la ballena” es una frase de mi infancia, que siempre ha estado ahí, que nunca me planteé ni qué significaba ni si realmente alguien se creía que yo me iba a ver alguna ballena. Solo eso.

Hasta el otro día.

Porque el otro día, ojeando un diccionario Asturianu-Castellanu que los Reyes Magos le trajeron a mi madre (con cierto retraso), vi por casualidad la expresión en la entrada “ballena”, “Mandar a ver la ballena: expresión cariñosa o escasamente agresiva con que se manda a uno a paseo o se le manda alejarse para no molestar”.

Flipé.

Mi infancia en un diccionario.

Me encantó encontrarla, nos reímos mucho con la entrada que leí una, dos, tres o no sé cuántas veces. Me encanta lo de expresión “escasamente agresiva”, pero tengo que admitir que lo de “se le manda alejarse para no molestar” me ha abierto los ojos para saber lo que pasaba en aquellas comidas familiares: no es que se me permitiera un rato de diversión, de relax, de alejarme de las normas de estar sentada en la mesa comiendo, sino que se libraban de mí, me mandaban de paseo cariñosamente, para dejarles comer tranquilamente, sin mi cansino “no quiero más”. Y, ¿queréis saber la verdad? Tampoco me importa demasiado.

De hecho, creo que debería incorporar la expresión a mi vocabulario.

Vete a ver la ballena.

Si es que es maravillosa.

En la foto, la entrada del diccionario.

viernes, 2 de febrero de 2018

Libros 2017

He sufrido una importante crisis lectora en los últimos tiempos. Apenas he leído, porque no me apetecía, porque no encontraba el momento, porque no me enganchaba a los libros que estaba leyendo. Creo que poco a poco la voy superando y estoy intentando acabar esos libros que dejé a medias en 2017, ya que no dejé de leerlos porque no me gustaran, simplemente no me apetecía leer. No leer y no escribir vinieron de la mano, así que ni siquiera reseñé lo que había leído. Así que voy a hacerlo hoy, en plan resumen.

Compré “Confabulación” de Carlos del Amor en uno de mis viajes de oposiciones a Madrid. Es un libro cortito, que leí rápido. Su protagonista sufre una extraña enfermedad: es capaz de inventar recuerdos de cosas que no ha vivido y es incapaz de distinguir entre lo real y lo inventado. Cuando descubre su enfermedad, pone en duda todo lo que ha vivido, lo que recuerda haber vivido, porque es incapaz de distinguir lo que real o de lo que es inventado y se enfrente a los problemas que inventar recuerdos implica en su vida. Con este libro me ha pasado un poco lo que me pasó con “El bolígrafo de gel verde” de Eloy Moreno: son libros que no estoy segura de si me han gustado o no, porque son historias que no me parecen ni tristes ni alegres, pero que dejan con un regusto extraño que sólo puedo identificar como desasosiego. Sí, es el recuerdo que tengo más claro de este libro, el desasosiego que sentí cuando lo acabé. Y, a pesar del desasosiego, tengo un montón de páginas dobladas con frases para anotar en mi cuaderno. Me gusta mucho Carlos del Amor, sus reportajes que van más allá de la rutina de contar qué ocurre y me gustó mucho “La vida a veces” que leí el año pasado. Me gusta su manera de contar cosas, su poesía en prosa y su sensibilidad. Seguiré leyendo cosas suyas, sí.

Tenía muchas ganas de leer “El Macondo africano” de Javier Brandoli, “la narración de una maravillosa derrota” como dice su contraportada. En él, su autor, periodista, cuenta su vida durante cinco años en el sur del continente africano. Me gustaron muchas cosas de este libro, me encanta cómo refleja lo que es África, su locura y su caos maravillosos. Aunque yo solo he estado en Namibia y de manera puntual, he visto reflejados en este libro mucho de lo que sentí y viví allí. “Y entonces todo desembocó en un maravilloso sinsentido” es una de las frases que más definen todo lo que allí puede ocurrir. Igual que el “buenismo”, “muy extendido en África entre los occidentales que tanto aman esta tierra” y que define como “un racismo de algodón de azúcar […] que se basa en el principio de que un africano es bueno por ser pobre, y sus actos malos son fruto de la herencia recibida de Occidente”. O lo de “Hay formalismos en África que, aunque uno no comparta, debe aceptar para no ofender”. O esa sensación, cuando vives en un lugar y te das cuenta de que tu tiempo allí ha terminado, “mi inocencia se había ido diluyendo en golpes de realismo que me arrastraban lejos del Macondo del que estaba enamorado”. Y otra cosa que deberíamos tener presente siempre: “No olvides un privilegio por el simple hecho de que sea también una rutina”. Después de leerlo, quiero volver a África, claro.

“Firmin” de Sam Savage fue un regalo que me hizo un amigo al que quiero mucho. Firmin es una rata que nace y vive en el sótano de una librería de Boston, en los años 60. Es una rata culta y devoradora de libros, una auténtica filósofa. “Si hay algo para lo que resulte útil una formación literaria, es para dotarlo a uno de un sentido de la catástrofe”. A diferencia de sus hermanos, Firmin vive “más que todos ellos y, a cambio,” muere “mil muertes distintas”. “La vida es breve, pero, aún así, siempre podemos aprender un par de cosas antes de la traca final”. “Siempre creo que todo va a durar para siempre, pero nada dura para siempre”. “Quien no siente el deseo de volver a vivir la vada es porque la ha desperdiciado”. No son reflexiones de una rata cualquiera, no. Es un libro curioso, un poco triste y melancólico, pero que vale la pena.

Durante el año pasado, para celebrar el centenario del nacimiento de Jane Austen, un grupo de tuiteras locas creamos un club de lectura para leernos todas sus novelas y luego quedar virtualmente para hablar de ellas. Lo vamos haciendo a un ritmo un poco loco, pero yo no cejo en mi empeño de cumplir con lo pactado. De momento, me he leído ya “Sentido y sensibilidad” y “Orgullo y prejuicio”, aunque en realidad son relecturas, ya las había leído hace tiempo. Me gustan mucho las dos, me gusta mucho Jane Austen, así que no soy objetiva. Aprovechando el tirón, después vi las adaptaciones cinematográficas más recientes que han hecho de ambas. Eso sí, no he visto la famosa adaptación en serie de la BBC de la segunda, eso es algo que tengo pendiente.

Para acabar, “El cuento de la criada” de Margaret Atwood, tan de moda en los últimos tiempos por la adaptación, también en serie, que se ha hecho hace poco. No he visto la serie, pero cuando descubrí que era una distopía, me lancé a lo loco, soy muy fan de las distopías. Pero como siempre con este tipo de libros, me apasiona el planteamiento, me fascina la idea, pero luego uf, no sé, creo que nunca me convencen los finales. Me gusta el planteamiento, la trama, pero me parece que estas historias se acaban desinflando, como si después de una idea maravillosa inicial fuera imposible encontrar un final adecuado. En cualquier caso, me gustó y tengo ganas de ver la serie, claro, visualmente me parece muy interesante.

Y ahora a acabar los libros que vengo arrastrando desde 2017 y a ver si vuelvo a coger el ritmo lector.