A lo largo de mi vida, he celebrado San Juan de formas tan variadas que, en general, ni siquiera lo he celebrado. A veces me ha pillado en el mar, a veces recién vuelta a tierra, a veces por el mundo. Lo que sí que une todos los sanjuanes de mis últimos años es el hecho de que ningún año soy capaz de recordar lo que hice el año anterior. Es una incapacidad extraña que tengo: recordar fácilmente cómo celebré San Juan el año anterior.
Este año, acababa de llegar del mar. De hecho, el mismo día por la mañana había ido de nuevo hasta el barco. Y sentía una necesidad imperiosa de pasarla con mis amigos. A pesar del cansancio, a pesar de no poder cogerme unos días libres para adaptarme a la vida en tierra, a pesar de las ganas de quedarme en casa sin hacer nada, quería irme con mis amigos, reencontrarme con mi realidad de tierra, para intentar que el proceso de pasar del mar a la normalidad fuera lo más rápido posible. Una extraña necesidad de redescubrir lo que me gusta de la vida en tierra, de reencontrarme con mi gente aquí.
Pero me desvío del tema. La cuestión es que fuimos a la playa, tuvimos velas, algún que otro rito, saltos sobre una minihoguera y baño a medianoche. Fue una noche serena, plácida, corta (porque volvimos después del baño a casa, ya que al día siguiente trabajábamos casi todos) y agradable. Ah, los amigos, qué bueno es volver a ellos.
Y al final de la noche recordé, como en un flash, cómo había pasado el anterior San Juan: en Copenhague.
Quién sabe cómo y dónde lo celebraré el año que viene.
martes, 30 de junio de 2015
lunes, 29 de junio de 2015
En el mar
Hace ya más de una semana que volví del mar. Ah, el momento del retorno, casi la parte más dura de este trabajo. Volver a tierra, volver a la normalidad, volver a una vida que has dejado apartada, casi olvidada, durante quince días en el mar.
A veces creo que hablo demasiado sobre el mar. Pero es mi vida. A veces creo que amo demasiado el mar. Pero es lo que siento.
Ésta ha sido mi quinta campaña en este barco, pero no sabría decir qué lugar ocupa en mi lista de campañas. Creo que la vigésima-sé-qué. O la trigésima-algo.
Qué más da. La cuestión es que, después de tantos años viviendo esto, sigo sintiendo una melancolía absurda a la vuelta, una añoranza por los días de mar. Aunque haya habido momentos malos, aunque haya habido momentos duros.
Esta campaña pasará a mi historia personal por ser la primera (creo) en la que he ido de jefa y en la que no he pensado o dicho en ningún momento lo de “El año que viene no vengo de jefa”. Igual es que me estoy haciendo mayor. Igual es que le estoy cogiendo el tranquillo a esto. Igual es porque eso no lo decido yo.
Ha sido ésta una campaña buena, muy buena. No ha habido grandes desastres, no ha habido momentos horribles, no me he querido tirar por la borda ningún día. Pero (siempre hay un pero), pero eso lo digo ahora estando en tierra: ha ido todo bien, todo ha salido como estaba planeado o, si ha habido fallos, los hemos solucionado sin demasiados problemas. Pero, decía, pero estando a bordo no puedo evitar estar tensa, preocupada, en guardia todos y cada uno de los días de mar, en todos y cada uno de los momentos en que estoy despierta. Dormida, entro en coma, ni siquiera sueño. O casi no sueño. O duermo tan profundamente que no recuerdo los sueños. Pero estoy en tensión, decía, inevitablemente, en guardia, pendiente de si lo que puede fallar, falla, si lo que puede ir mal, va mal, si los problemas que pudieran surgir, surgen.
A veces no pasa. A veces se alinean los astros y las cosas que pueden fallar, no fallan, lo que puede ir mal, no va mal y los problemas que pudieran surgir, no surgen. Y lo que falla, lo que va mal y los problemas que surgen, se arreglan.
No nos engañemos, no hemos estado en un crucero, no hemos estado tomando el sol y bebiendo mojitos. Pero hemos pasado quince días en el mar trabajando y sonriendo. Trabajando y sonriendo.
Y eso me parece maravilloso.
El año pasado me preguntaba qué recordaría de la campaña de entonces. Ahora me pregunto qué recordaré de ésta. Estas son algunas cosas que creo que recordaré: El primer domingo sin cruasán y la perturbación de la fuerza que eso provocó. La bronca pausada del jefe de máquinas cuando rompimos las cintas en el parque de pesca. Las conversaciones en el puente: del sexo al amol, pasando por cualquier tema imaginable. Las charlas por la radio con pescadores amigos. Atisbar pesqueros y clamar “Son flota amiga”. Los buenos días con sonrisas. El trabajo perfectamente coordinado de toda la tripulación: marineros, máquinas, cocina y puente, cómo admiro a toda esta gente, qué fácil hacen nuestro trabajo, qué placer trabajar con ellos. La banda sonora en el puente, desde Abba hasta Háblame del mar marinero, pasando por habaneras, cantadas por el capitán y oficiales. Descubrir a Josh Woodward gracias al primer oficial. Momentos de euforia inexplicables, momentos de tristeza inexplicables. Las reuniones del personal científico, en la sala de descanso. Los días de verano al principio de campaña, los días de temporal hacia la mitad. Los días lentos, silenciosos y pesados de mala mar. Los momentos de risas, charlas y bromas tras un día de mala mar. Las horas y horas que hemos pasando buscando boyas caladas en las zonas de muestreo. Las langostas que mueren en condiciones poco claras. El zafarrancho de limpieza en el puente, los viernes. Los garbanzos con callos. Llegar tarde a comer. Perderme todos los domingos los entrantes, los domingos son días de trabajo complicado. El mar de fondo. Más mal tiempo que hace cambiar los planes. Maó. La noche en Maó, el desayuno en Maó, apurar las horas en tierra bebiendo las cervezas que a bordo se nos prohíben. Cámaras de fotos que hacen de las suyas y nos hacen perder fotos y recuerdos. Barrer algas en cubierta. Trombas de agua (caps de fibló) a diestro y siniestro. Algún delfín. Los caramelos de menta. Despertar una mañana a los pies del Puig Major, justo delante de Sa Calobra. Ese momento de bajón, el penúltimo día en el que necesitaba mil abrazos y opté por la soledad de la proa, tirada allí, viendo unas estrellas increíbles sobre mi cabeza, respirando esa paz y tranquilidad que sólo me da el mar. Las ganas de llorar al ver las gambas rojas y las cigalas hervidas. El primer trago en tierra, aún en mitad de la descarga, con gran parte de la tripulación y algunos científicos. Los atardeceres. Los amaneceres. Los cielos estrellados. Los cielos rasos. Los cielos nublados. El mar en calma. El mar embravecido. El mar jugando al despiste.
El mar. El mar.
Ay, cómo lo echo de menos.
A veces creo que hablo demasiado sobre el mar. Pero es mi vida. A veces creo que amo demasiado el mar. Pero es lo que siento.
Ésta ha sido mi quinta campaña en este barco, pero no sabría decir qué lugar ocupa en mi lista de campañas. Creo que la vigésima-sé-qué. O la trigésima-algo.
Qué más da. La cuestión es que, después de tantos años viviendo esto, sigo sintiendo una melancolía absurda a la vuelta, una añoranza por los días de mar. Aunque haya habido momentos malos, aunque haya habido momentos duros.
Esta campaña pasará a mi historia personal por ser la primera (creo) en la que he ido de jefa y en la que no he pensado o dicho en ningún momento lo de “El año que viene no vengo de jefa”. Igual es que me estoy haciendo mayor. Igual es que le estoy cogiendo el tranquillo a esto. Igual es porque eso no lo decido yo.
Ha sido ésta una campaña buena, muy buena. No ha habido grandes desastres, no ha habido momentos horribles, no me he querido tirar por la borda ningún día. Pero (siempre hay un pero), pero eso lo digo ahora estando en tierra: ha ido todo bien, todo ha salido como estaba planeado o, si ha habido fallos, los hemos solucionado sin demasiados problemas. Pero, decía, pero estando a bordo no puedo evitar estar tensa, preocupada, en guardia todos y cada uno de los días de mar, en todos y cada uno de los momentos en que estoy despierta. Dormida, entro en coma, ni siquiera sueño. O casi no sueño. O duermo tan profundamente que no recuerdo los sueños. Pero estoy en tensión, decía, inevitablemente, en guardia, pendiente de si lo que puede fallar, falla, si lo que puede ir mal, va mal, si los problemas que pudieran surgir, surgen.
A veces no pasa. A veces se alinean los astros y las cosas que pueden fallar, no fallan, lo que puede ir mal, no va mal y los problemas que pudieran surgir, no surgen. Y lo que falla, lo que va mal y los problemas que surgen, se arreglan.
No nos engañemos, no hemos estado en un crucero, no hemos estado tomando el sol y bebiendo mojitos. Pero hemos pasado quince días en el mar trabajando y sonriendo. Trabajando y sonriendo.
Y eso me parece maravilloso.
El año pasado me preguntaba qué recordaría de la campaña de entonces. Ahora me pregunto qué recordaré de ésta. Estas son algunas cosas que creo que recordaré: El primer domingo sin cruasán y la perturbación de la fuerza que eso provocó. La bronca pausada del jefe de máquinas cuando rompimos las cintas en el parque de pesca. Las conversaciones en el puente: del sexo al amol, pasando por cualquier tema imaginable. Las charlas por la radio con pescadores amigos. Atisbar pesqueros y clamar “Son flota amiga”. Los buenos días con sonrisas. El trabajo perfectamente coordinado de toda la tripulación: marineros, máquinas, cocina y puente, cómo admiro a toda esta gente, qué fácil hacen nuestro trabajo, qué placer trabajar con ellos. La banda sonora en el puente, desde Abba hasta Háblame del mar marinero, pasando por habaneras, cantadas por el capitán y oficiales. Descubrir a Josh Woodward gracias al primer oficial. Momentos de euforia inexplicables, momentos de tristeza inexplicables. Las reuniones del personal científico, en la sala de descanso. Los días de verano al principio de campaña, los días de temporal hacia la mitad. Los días lentos, silenciosos y pesados de mala mar. Los momentos de risas, charlas y bromas tras un día de mala mar. Las horas y horas que hemos pasando buscando boyas caladas en las zonas de muestreo. Las langostas que mueren en condiciones poco claras. El zafarrancho de limpieza en el puente, los viernes. Los garbanzos con callos. Llegar tarde a comer. Perderme todos los domingos los entrantes, los domingos son días de trabajo complicado. El mar de fondo. Más mal tiempo que hace cambiar los planes. Maó. La noche en Maó, el desayuno en Maó, apurar las horas en tierra bebiendo las cervezas que a bordo se nos prohíben. Cámaras de fotos que hacen de las suyas y nos hacen perder fotos y recuerdos. Barrer algas en cubierta. Trombas de agua (caps de fibló) a diestro y siniestro. Algún delfín. Los caramelos de menta. Despertar una mañana a los pies del Puig Major, justo delante de Sa Calobra. Ese momento de bajón, el penúltimo día en el que necesitaba mil abrazos y opté por la soledad de la proa, tirada allí, viendo unas estrellas increíbles sobre mi cabeza, respirando esa paz y tranquilidad que sólo me da el mar. Las ganas de llorar al ver las gambas rojas y las cigalas hervidas. El primer trago en tierra, aún en mitad de la descarga, con gran parte de la tripulación y algunos científicos. Los atardeceres. Los amaneceres. Los cielos estrellados. Los cielos rasos. Los cielos nublados. El mar en calma. El mar embravecido. El mar jugando al despiste.
El mar. El mar.
Ay, cómo lo echo de menos.
domingo, 28 de junio de 2015
Cuentas rosas
Un día cualquiera, en el mar. Juraría que era por la tarde, aunque los días de mar son largos y lo de comer a las 12 hace que las tardes sean mucho más largas que las mañanas. Acaba un muestreo y me voy a mi lugar favorito del barco, como hago siempre. Según avanza la maniobra y la red va subiendo por la rampa, me acerco a la zona en la que los marineros trabajan pero me quedo a un lado, por seguridad y para no interrumpir su trabajo. Como pasa a veces, la red que está subiendo lleva enganchado hilo de pescar: el mar está lleno de deshechos y los restos de útiles de pescar (redes, hilos de palangre, anzuelos) son parte habitual de la captura. Un marinero arranca los trozos de hilo perdido que han quedado enganchados y lo lanza a mis pies. Los miro, con curiosidad, en busca de anzuelos, y veo dos pequeñas cuentas de color rosa. Es verlas y saber que las quiero, es verlas y saber que esas cuentas tendrán una nueva vida. Un colega que también va a la cubierta al final de cada muestreo para fotografiar la captura, me comenta que probablemente sean restos de hilo de algún pescador recreativo: los profesionales no suelen adornar sus artes con cuentas de colores. Cojo el hilo y, casi sin pensarlo, actúo: saco la navaja del bolsillo, que lleva conmigo casi trece años surcando los mares, corto el hilo y guardo las dos cuentas rosas en uno de los bolsillos de mis pantalones.
A lo largo del día y al día siguiente, jugueteo de vez en cuando con las cuentas rosas. Me olvido que las tengo ahí y, jugando con ellas, las recuerdo. No quiero perderlas. No quiero que desaparezcan en la lavadora. Sé lo que quiero hacer con ellas. Así, en algún momento, las guardo en algún lugar seguro, no sabría decir dónde, han pasado tan sólo unos días y ya no lo recuerdo. Tal vez fue en la funda de las gafas. Tal vez fue en el estuche con una rana que compré en Ibiza. Tal vez fue en el neceser. En cualquier caso, las guardo a buen recaudo porque cuando vuelvo a tierra, vuelven conmigo.
Cuando, en casa, deshago el equipaje, las encuentro. Las enjuago con agua dulce, aunque dejo algunos restos de animales marinos que ya habían empezado a colonizarla, no me molestan. Las dejo en la cocina, en la encimera durante varios días. Y, de repente, una tarde cualquiera, en tierra, apenas una semana después de dejar el barco, decido que ha llegado el momento de hacer con ellas lo que vi en cuanto las descubrí sobre la cubierta: unos pendientes. Y rescato las herramientas que a veces uso (o mejor, usaba) para hacer pendientes y pulseras y empiezo el proceso de convertir las cuentas venidas del mar en unos pendientes. Es un proceso rápido, mucho, porque desde que las vi tenía muy claro que el rosa contrastaría perfectamente con el blanco. Y que la combinación de cuentas de plástico rosa venidas del mar con piezas blancas hechas de cáscara de huevo de avestruz venidas de Namibia sería perfecta.
Y lo es. O a mí me lo parece.
Me encantan mis pendientes nuevos. En la foto.
A lo largo del día y al día siguiente, jugueteo de vez en cuando con las cuentas rosas. Me olvido que las tengo ahí y, jugando con ellas, las recuerdo. No quiero perderlas. No quiero que desaparezcan en la lavadora. Sé lo que quiero hacer con ellas. Así, en algún momento, las guardo en algún lugar seguro, no sabría decir dónde, han pasado tan sólo unos días y ya no lo recuerdo. Tal vez fue en la funda de las gafas. Tal vez fue en el estuche con una rana que compré en Ibiza. Tal vez fue en el neceser. En cualquier caso, las guardo a buen recaudo porque cuando vuelvo a tierra, vuelven conmigo.
Cuando, en casa, deshago el equipaje, las encuentro. Las enjuago con agua dulce, aunque dejo algunos restos de animales marinos que ya habían empezado a colonizarla, no me molestan. Las dejo en la cocina, en la encimera durante varios días. Y, de repente, una tarde cualquiera, en tierra, apenas una semana después de dejar el barco, decido que ha llegado el momento de hacer con ellas lo que vi en cuanto las descubrí sobre la cubierta: unos pendientes. Y rescato las herramientas que a veces uso (o mejor, usaba) para hacer pendientes y pulseras y empiezo el proceso de convertir las cuentas venidas del mar en unos pendientes. Es un proceso rápido, mucho, porque desde que las vi tenía muy claro que el rosa contrastaría perfectamente con el blanco. Y que la combinación de cuentas de plástico rosa venidas del mar con piezas blancas hechas de cáscara de huevo de avestruz venidas de Namibia sería perfecta.
Y lo es. O a mí me lo parece.
Me encantan mis pendientes nuevos. En la foto.
jueves, 25 de junio de 2015
De esto que... (VIII)
De esto que te pones a desmontar el sistema de riego automático casero que montaste hace unas semanas, porque quieres recuperar el cubo de fregar que hace de depósito de agua, pero sales al balcón y decides que las persianas están demasiado sucias. Así que te pones a limpiar las persianas y, aprovechando el tiempo, dos lavadoras. Un par de horas después, con las persianas relucientes, decides atacar, ahora sí, el sistema de riego automático y barrer y fregar el balcón, aunque no tienes cubo de fregar, claro. Así que coges el teléfono y “Mamá, ¿me dejas tu cubo de fregar?”. Tu madre no puede ocultar su sorpresa por esa petición tan extraña, pero te trae su cubo y su fregona. “¡Pero si ya tengo fregona”, dices. “Por si acaso”, responde ella misteriosamente. ¿Por si acaso qué? Total, que te pones a barrer y fregar y, oh sorpresa, el palo de tu fregona se parte a la mitad. Este era el porsiacaso, claro. Total, que desmontas el sistema de riego y descubres que el cubo está tan lleno de algas y porquería que mejor le hace compañía en la basura al palo roto de fregona. Con el balcón impoluto, empiezas a ordenar las plantas: los fresales que casi no dan fresas, los pimientos que no son la variedad que querías, las zanahorias que sólo crecen en un lado de la maceta y los tomatitos cherry que son más grandes que los tomates de ensalada (EL tomate de ensalada). Pero bueno, miras tus plantas, orgullosa, tan ordenaditas y bien colocadas, y miras el palo roto de fregona y el cubo que ha adquirido un curioso color verde y piensas que, a pesar de todo, la tarde te ha cundido mucho. Y porque no tienes thermomix, que sino también hubieras hecho unas croquetas.
En las fotos, pimientos inesperados, el tomate de ensalada y tomates cherry gigantes.
En las fotos, pimientos inesperados, el tomate de ensalada y tomates cherry gigantes.
lunes, 22 de junio de 2015
Hey hey, I'm ok
Día uno en la oficina tras dos semanas en el mar. Con la maleta deshecha pero el olor a sal todavía en la piel y el azul del mar en mis retinas. Con la melancolía propia del regreso, con la alegría propia de volver a casa.
Miro por la ventana y veo coches, no mar.
Cuando me he despertado, me ha sorprendido no subir al puente antes de desayunar.
He desayunado sola.
Para ir al trabajo, no ha bastado subir y bajar escaleras, he tenido que coger un coche.
Hoy mis retos no son muestreos en el mar, hoy mis restos son datos, informes y papeleos.
Y me viene a la mente esta canción que descubrí en el mar, que me descubrieron en el mar y me encantó.
Y me parece, tan, tan adecuada para un día como hoy, que no puedo evitar compartirla.
Miro por la ventana y veo coches, no mar.
Cuando me he despertado, me ha sorprendido no subir al puente antes de desayunar.
He desayunado sola.
Para ir al trabajo, no ha bastado subir y bajar escaleras, he tenido que coger un coche.
Hoy mis retos no son muestreos en el mar, hoy mis restos son datos, informes y papeleos.
Y me viene a la mente esta canción que descubrí en el mar, que me descubrieron en el mar y me encantó.
Y me parece, tan, tan adecuada para un día como hoy, que no puedo evitar compartirla.
Hey hey, I'm ok
I don't need this anyway, I'm fine
[…]
So I wait for this shallow itch to pass
And I wait, yeah I wait
I don't need this anyway, I'm fine
[…]
So I wait for this shallow itch to pass
And I wait, yeah I wait
viernes, 12 de junio de 2015
Mi lugar favorito
Está situado a popa, en la aleta de babor, junto a una de las puertas de arrastre. Allí voy cuatro o cinco veces al día. Es siempre al final de cada muestreo, cuando ya se han acabado las maniobras que implicarían que estar allí es peligroso o que molesto al trabajo de los marineros. Así, cuando las puertas ya están trincadas, me voy a esa esquina, a ese rinconcito de mi mundo marino y, subida a un escalón con rejilla, tengo una perspectiva de lo que hay más allá del barco, a nuestra popa.
Lo que veo es esto:
Esto es el arte experimental que utilizamos en los muestreos. Es un arte de arrastre, pero de un tamaño muy inferior al comercial, con otras características, adecuado a lo que hacemos: muestrear y no pescar. Si veo venir el arte, con todo su equipamiento y sus sensores, respiro tranquila: un muestreo que parece que ha ido bien, un muestreo más realizado, un muestreo más en el que no ha pasado nada grave ni hemos perdido nada de material.
En mi lugar favorito del barco, tengo además vistas privilegiadas de la red cuando sube, puedo comprobar a simple vista el volumen y, aunque para cuando abren el copo ya vuelvo a estar en la cubierta, me da una primera imagen de lo que viene, de cómo viene.
Me gusta esa esquina, me encanta esa esquina. Me gusta ponerme el casco en el puente, varias cubiertas más arriba, bajar por los tres tramos de escaleras exteriores y dirigirme a mi hueco junto a la puerta, tratando de no molestar. Me gusta sacar la cabeza y comprobar que la red viene en buen estado o si tiene alguna rotura, qué es lo que viene enganchada en los calones, las gaviotas y otras aves que se acercan, miro el cielo, miro el horizonte, miro el mar. Siempre el mar.
Y así van pasando los días, aquí en el mar, yendo a mi rincón favorito, con los dedos cruzados, para que todo siga yendo tan bien como hasta ahora (mala mar y algunos mareos de ayer aparte).
domingo, 7 de junio de 2015
Dia 1
Hoy es domingo. Domingo en el Festival de Primavera es sinónimo de croissants o donuts para desayunar. Pero hoy no ha habido ni croissants ni donuts. Ayer nadie se acordó de descongelarlos. No es un hecho grave, claro que no. La cuestión es que hoy, en el desayuno, no ha habido ni donuts ni croissants. Eso ha provocado una importante perturbación en la Fuerza.
Sí, sí, reíros.
Eso he hecho yo al principio.
Pero según avanzaba el día, he notado más y más la perturbación. En el primer muestreo se ha roto un trozo de esos de la red que parece que nunca se pueden romper. Eso ha retrasado todo el trabajo, de manera que me he perdido los entremeses de la comida del domingo y el postre, porque he llegado tarde a comer. Menos mal que en cocina me cuidan y he podido comer un filete con patatas fritas. En diez minutos. En un par de muestreos, el arte se ha dedicado a planear en vez de ir por el fondo y en el último, no se quería abrir, así que lo hemos tenido que repetir, por lo que el día se ha alargado bastante. Hasta que ha sido de noche concretamente. También he llegado tarde a la cena y no he podido estar sentada en el comedor más de quince minutos. Aún quedaba mucho trabajo por hacer.
Y todo esto ha pasado por culpa de los donuts. O de los croissants. O mejor dicho, de su ausencia. Menos mal que la perturbación de la Fuerza no ha sido muy grande. Y eso que el día ha empezado muy bien: cuando he subido al puente a las 7 de la mañana, el oficial de guardia escuchaba Abba a todo volumen. Y han sonado algunas de mis canciones favoritas.
Pero el poder de los desayunos dulces en domingo es muy fuerte. Tanto que es capaz de alterar la Fuerza.
Mañana es lunes, un lunes normal y corriente. Menos mal. Aunque en el mar, nunca hay nada normal y corriente.
Sí, sí, reíros.
Eso he hecho yo al principio.
Pero según avanzaba el día, he notado más y más la perturbación. En el primer muestreo se ha roto un trozo de esos de la red que parece que nunca se pueden romper. Eso ha retrasado todo el trabajo, de manera que me he perdido los entremeses de la comida del domingo y el postre, porque he llegado tarde a comer. Menos mal que en cocina me cuidan y he podido comer un filete con patatas fritas. En diez minutos. En un par de muestreos, el arte se ha dedicado a planear en vez de ir por el fondo y en el último, no se quería abrir, así que lo hemos tenido que repetir, por lo que el día se ha alargado bastante. Hasta que ha sido de noche concretamente. También he llegado tarde a la cena y no he podido estar sentada en el comedor más de quince minutos. Aún quedaba mucho trabajo por hacer.
Y todo esto ha pasado por culpa de los donuts. O de los croissants. O mejor dicho, de su ausencia. Menos mal que la perturbación de la Fuerza no ha sido muy grande. Y eso que el día ha empezado muy bien: cuando he subido al puente a las 7 de la mañana, el oficial de guardia escuchaba Abba a todo volumen. Y han sonado algunas de mis canciones favoritas.
Pero el poder de los desayunos dulces en domingo es muy fuerte. Tanto que es capaz de alterar la Fuerza.
Mañana es lunes, un lunes normal y corriente. Menos mal. Aunque en el mar, nunca hay nada normal y corriente.
viernes, 5 de junio de 2015
Viernes
Hoy es viernes. La gente es feliz los viernes, con todo un fin de semana entero por delante. Es día de quedar con amigos, descansar en casa o hacer la compra. Es un día normalmente cansado, de todo lo acumulado durante la semana, pero siempre positivo, por todo lo que espera por delante en los próximos dos días.
Hoy es viernes. Pero no es un viernes normal. Es el viernes antes de ir al mar, es el viernes antes del Festival de Primavera. Es el viernes de acabar de preparar cosas, de ultimar detalles, de enfrentarse a los problemas de última hora que siempre aparecen. Es un viernes un poco caótico y hasta absurdo, en el que pasan mil y una cosas, algunas casi imposibles, pero pasan. Es un viernes en el que la gente no entiende que te vayas al mar “mañana”, porque mañana es sábado y no se trabaja en sábado. Nosotros a veces sí. Mañana sí.
Hoy es viernes. Y aquí estoy, con la mochila preparada, las pilas bastantes cargadas y ultimando los detalles antes de salir al mar. Y aquí estoy, comprobando que un barco está saliendo ahora mismo del puerto de Barcelona con destino a esta isla. Y aquí estoy, pensando en que me faltan mil cosas por hacer, pensando que me olvido de mil cosas sin coger, pensando que voy a necesitar todo lo que no me llevo.
Espero que todo salga bien. Pero no lo sé. Nunca se sabe lo que puede pasar en el mar.
Nos vemos.
En la foto, la mochila ya lista para partir. La flor no se viene.
Hoy es viernes. Pero no es un viernes normal. Es el viernes antes de ir al mar, es el viernes antes del Festival de Primavera. Es el viernes de acabar de preparar cosas, de ultimar detalles, de enfrentarse a los problemas de última hora que siempre aparecen. Es un viernes un poco caótico y hasta absurdo, en el que pasan mil y una cosas, algunas casi imposibles, pero pasan. Es un viernes en el que la gente no entiende que te vayas al mar “mañana”, porque mañana es sábado y no se trabaja en sábado. Nosotros a veces sí. Mañana sí.
Hoy es viernes. Y aquí estoy, con la mochila preparada, las pilas bastantes cargadas y ultimando los detalles antes de salir al mar. Y aquí estoy, comprobando que un barco está saliendo ahora mismo del puerto de Barcelona con destino a esta isla. Y aquí estoy, pensando en que me faltan mil cosas por hacer, pensando que me olvido de mil cosas sin coger, pensando que voy a necesitar todo lo que no me llevo.
Espero que todo salga bien. Pero no lo sé. Nunca se sabe lo que puede pasar en el mar.
Nos vemos.
En la foto, la mochila ya lista para partir. La flor no se viene.
martes, 2 de junio de 2015
"Cambio mis tacones por las ruedas de un tractor" de Ree Drummond
Compré esta novela en un día del libro, creo que el del año pasado. Me parecía que sería el típico libro sencillo, simple, un poco superficial y entretenido que, de tanto en tanto, me gusta leer. Luego ya leí que se basaba en una historia real y, lo admito, eso me tiraba un poco para atrás. Nunca dejes que la realidad estropee una buena historia. El caso es que pensaba que el toque real le quitaría frescura y superficialidad al libro, pero bueno, me lo conté de todos modos.
Es, efectivamente, la historia real de Ree Drummond, una bloguera por lo visto muy famosa en Estados Unidos, que no sólo escribe novelas, libros infantiles y libros de cocina, sino que también tiene un programa en la televisión que, más que de cocina, yo creo que es casi un reality show. Esta novela narra la historia de cómo conoció al que después sería su marido. Tras vivir varios años en Los Ángeles, decide cambiar de vida, deja a su novio y, antes de mudarse a Chicago, pasa unos días en su pueblo natal. Allí es donde conoce a un vaquero que le trastoca totalmente su vida.
La historia está bien, es entretenida, tiene momentos graciosos, pero me ha parecido muy superficial y bastante tonta. A ver, no esperaba una gran novela, pero hay algunas cosas que me han dado un poco (bastante) de vergüenza ajena, la verdad. Aparte de ser bastante empalagosa a ratos. Y la última parte se nota que está metida con calzador, para añadir algunos capítulos de cómo es su vida en el campo. Porque ésta no es la historia de una chica de ciudad que se muda al campo, es la historia de una chica de ciudad que se enamora de un chico del campo (con el que, por cierto, no se acuesta hasta que no se casa. ¡Tenía que contarlo!) y de su noviazgo. La última parte del libro, que podría ser la más interesante, es demasiado corta.
Después de leer el libro, he paseado un poco por la web de la autora y es bastante curiosa, con un montón de recetas con buena pinta. Ah, en el libro también vienen unas cuantas.
Lo dicho: entretiene y poco más. No me ha cambiado la vida ni me he desternillado de risa.
Es, efectivamente, la historia real de Ree Drummond, una bloguera por lo visto muy famosa en Estados Unidos, que no sólo escribe novelas, libros infantiles y libros de cocina, sino que también tiene un programa en la televisión que, más que de cocina, yo creo que es casi un reality show. Esta novela narra la historia de cómo conoció al que después sería su marido. Tras vivir varios años en Los Ángeles, decide cambiar de vida, deja a su novio y, antes de mudarse a Chicago, pasa unos días en su pueblo natal. Allí es donde conoce a un vaquero que le trastoca totalmente su vida.
La historia está bien, es entretenida, tiene momentos graciosos, pero me ha parecido muy superficial y bastante tonta. A ver, no esperaba una gran novela, pero hay algunas cosas que me han dado un poco (bastante) de vergüenza ajena, la verdad. Aparte de ser bastante empalagosa a ratos. Y la última parte se nota que está metida con calzador, para añadir algunos capítulos de cómo es su vida en el campo. Porque ésta no es la historia de una chica de ciudad que se muda al campo, es la historia de una chica de ciudad que se enamora de un chico del campo (con el que, por cierto, no se acuesta hasta que no se casa. ¡Tenía que contarlo!) y de su noviazgo. La última parte del libro, que podría ser la más interesante, es demasiado corta.
Después de leer el libro, he paseado un poco por la web de la autora y es bastante curiosa, con un montón de recetas con buena pinta. Ah, en el libro también vienen unas cuantas.
Lo dicho: entretiene y poco más. No me ha cambiado la vida ni me he desternillado de risa.
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