El tiempo pasa rápido y lento a la vez. No me aburro, siempre tengo algo que hacer, pero hay días pesados y densos y luego hay otros que se me escapan entre los dedos. Con las semanas me pasa lo mismo, a veces incluso simultáneamente. Creo que hace ya mucho que salí a dar mi primer paseo, pero solo hace una semana. No he dado muchos más; otro, creo, pero ha sido una semana cargada de cosas. He estrenado mis sábanas de ginkgos. Y un jabón de Alepo que compré en Marsella hace ya mucho tiempo. Estoy intentando hacer masa madre. He pintado mandalas. Mis pequeñas orquídeas están floreciendo. He conducido por primera vez después de muchas, muchas semanas, aunque para ello ha tocado cambiar una batería. Me he cortado el flequillo. Sigo aprendiendo a tejer amigurimis. Y por fin he conseguido comprar tierra para trasplantar mis tomateras, ahora, justo ahora, cuando la mitad de las plantitas no han sobrevivido a dos días al sol sin agua. Eso, lo de olvidarme de regar me recuerda que también ha sido una semana muy intensa, de mucho trabajo. En cualquier caso, esto es solo lo que recuerdo. Seguro que hay un montón de otras cosas que he vivido, que he hecho, que he disfrutado, pero que igual ahora no recuerdo o que recuerdo más lejanas.
Ésta ha sido la semana de la fase 0. Hemos empezado a hacer otras cosas, más cosas. Poco a poco. Seguimos sin saber a dónde vamos, qué pasará o qué significará esto en nuestras vidas. Me sigue fascinando y aterrorizando lo que estamos viviendo a partes iguales. Me sigue alucinando lo que hemos conseguido pero también todo lo que podemos aún perder. Porque esto no ha acabado, ni mucho menos. Y eso es lo que me hace encoger el corazón, que aún estamos empezando y ya hay quien se piensa que estamos de celebraciones.
En la foto, mis pequeñas orquídeas floreciendo con mis ginkgos al fondo.
domingo, 10 de mayo de 2020
lunes, 4 de mayo de 2020
Séptima semana
Ha llegado mayo. Ha llegado el calor. Han llegado los primeros pasos en dirección a eso que llaman “nueva normalidad”, que me suena fatal y que es una manera de evitar decir que nada será igual, al menos por un tiempo. Esta semana he descubierto mi nuevo patrón de sueño: un día duermo bien, un día duermo mal. Aunque no se cumple siempre, claro que no. En cualquier caso, si duermo mal, al día siguiente estoy de mal humor; si duermo bien, me parece que todo es maravilloso. Me estoy acostumbrando a esta rutina, a esta alternancia de días malos y días buenos y no les doy demasiada importancia, ni a los unos ni a los otros. Cada día es nuevo, cada día hay que tomarlo como viene y sacar de él lo que podamos, según las circunstancias.
He descubierto que una vieja mesa de playa, ésa que usábamos hace muchísimos años cuando comíamos debajo de los árboles junto al mar, cabe perfectamente en mi balcón. Está en perfecto estado. La pongo junto a la mesa de cultivo, donde los fresales y el tomillo están desbordados ya, y me siento con una silla de playa a tomar un poco el aire, el sol o el vermut. O con una fitball que tiene el tamaño perfecto, para trabajar al aire libre por la tarde, cuando el sol ya no da en el balcón. Pero mi alergia a la primavera ha podido con mi nuevo descubrimiento y he tenido que eliminar mis ratos de balcón, porque el picor de ojos, de nariz y los estornudos me dan dolor de cabeza y complican mi vida. Así que el tendedero de ropa ha recuperado su posición, aunque con tanto polen acabará dentro de casa, ya veréis.
Sigo sin tener tierra para trasplantar mis tomateras, pero intuyo que pronto la conseguiré. Uno de mis objetivos para el próximo fin de semana: arreglar las plantas. Mis ginkgos siguen echando hojas como si no tuvieran nada más que hacer en su vida, como efectivamente ocurre. De momento no están creciendo más, solo algunas ramas que chocan ya con los cristales de la galería. Y el sábado salí a caminar. Una vez, en mi rango de un quilómetro desde mi lugar de residencia. Vi el mar. Cincuenta días después, vi el mar. Nunca, nunca, nunca en toda mi vida había estado tanto tiempo sin ver el mar. Y ahí sigue.
En la foto, vistas lejanas del mar, en mi paseo del sábado.
He descubierto que una vieja mesa de playa, ésa que usábamos hace muchísimos años cuando comíamos debajo de los árboles junto al mar, cabe perfectamente en mi balcón. Está en perfecto estado. La pongo junto a la mesa de cultivo, donde los fresales y el tomillo están desbordados ya, y me siento con una silla de playa a tomar un poco el aire, el sol o el vermut. O con una fitball que tiene el tamaño perfecto, para trabajar al aire libre por la tarde, cuando el sol ya no da en el balcón. Pero mi alergia a la primavera ha podido con mi nuevo descubrimiento y he tenido que eliminar mis ratos de balcón, porque el picor de ojos, de nariz y los estornudos me dan dolor de cabeza y complican mi vida. Así que el tendedero de ropa ha recuperado su posición, aunque con tanto polen acabará dentro de casa, ya veréis.
Sigo sin tener tierra para trasplantar mis tomateras, pero intuyo que pronto la conseguiré. Uno de mis objetivos para el próximo fin de semana: arreglar las plantas. Mis ginkgos siguen echando hojas como si no tuvieran nada más que hacer en su vida, como efectivamente ocurre. De momento no están creciendo más, solo algunas ramas que chocan ya con los cristales de la galería. Y el sábado salí a caminar. Una vez, en mi rango de un quilómetro desde mi lugar de residencia. Vi el mar. Cincuenta días después, vi el mar. Nunca, nunca, nunca en toda mi vida había estado tanto tiempo sin ver el mar. Y ahí sigue.
En la foto, vistas lejanas del mar, en mi paseo del sábado.
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