domingo, 2 de agosto de 2020

Veranos

Llevo unos días pensando mucho en los veranos eternos de hace unos años. No, no me refiero a los veranos de mi infancia y adolescencia, aquellos veranos que discurrían entre playa y playa y más playa, interrumpida por un mes en el pueblo manchego de mi padre o en algún lugar de la tierra de mi madre, en el norte de España. Aquellos eran veranos interminables. Me refiero a los veranos de hace cinco, seis, ocho años, veranos que parecían eternos, porque tenía la sensación de que los veranos serían siempre así: Algún viaje de trabajo que intentaba disfrutar al máximo y días de vacaciones que pasaba en la isla, disfrutando de sus playas; de noches de amigos, música, bailes y fiesta; de domingos de playa con la familia. Me acuerdo especialmente de las tardes de esos domingos, cuando llegaba a casa con el pelo aún salado del mar y la piel caliente por el sol; cuando bajaba las persianas, cerraba las ventanas y encendía el aire acondicionado y la tele, en cualquier canal que hicieran lo que fuera, y pasaba la tarde dormitando en esas siestas pesadas pero maravillosas de las que te despiertas con legañas en los ojos. Sí, en aquel momento pensaba que aquellos veranos serían eternos, y casi me aburría ante la idea de que durarían para siempre.

Llevo tres años sin esos veranos. Hace dos años, fue un verano de médicos, hospitales, tratamientos y ese nudo en el pecho que sientes cuando sabes que algo está yendo mal, muy mal. El año pasado, fue el primer verano sin mi padre, por lo que hubo que habituarse a volver a su playa favorita sin él, a volver a su restaurante favorito sin él, a volver a nadar en el mar sin él. Era inevitable, y lo sigue siendo, volver a pensar en aquel su último día de playa y su “Bueno, habrá que meterse otra vez, quién sabe cuándo podremos volver”. Y este verano, ¿qué puedo decir de este verano? Lo es todo menos normal. Pandemia, mascarillas, incertidumbre de todo tipo. Incertidumbre mundial, incertidumbre laboral (qué queréis que os diga, esto me inquieta sobremanera) y no quiero ni pensar en mi propia incertidumbre personal, que trato de obviar porque en el fondo, qué más dan mis problemas individuales ya, si todo es un caos.

Sí, pienso mucho en esos veranos que parecían eternos, porque obviamente no lo eran. Y, curiosamente, pienso mucho en mi padre últimamente. Tal vez sea alguna fase del duelo que no tenía controlada, que no sabía que llegaría ahora, casi dos años después de su muerte. Tal vez sea porque le encantaba el verano y esos domingos de playa maravillosos. Tal vez lo tengo presente porque me siento totalmente perdida, no sé qué va a pasar en las próximas semanas, en los próximos meses. Ni idea de lo que va a ser mi vida en los próximos años. Y odio esa incertidumbre, yo que soy mucho de organizar, de planificar, de tener las cosas claras antes de enfrentarme a ellas. Y, en momentos así, me iría estupendo tener una referencia, alguien que me calmara, alguien que me diera seguridad, alguien que me dijera “Tranquila, todo va a salir bien”, aunque fuera mentira. Porque no, no sé si algo va a ir bien y no, no tengo a nadie que me lo diga. Y supongo que, por eso, me siento perdida. Y supongo que, por eso, echo de menos esos veranos en los que todo estaba controlado y que parecían eternos.

En la foto, una puesta de sol cualquiera, en el mar, hace unos días, en este verano extraño.