Hoy es el último día del año. Hoy sí, hoy es día de rememorar lo que han pasado en los últimos 365 días, lo bueno y lo malo. Ya hice mi resumen anual en el blog Catorce cosas y, como podréis ver en los comentarios de esa entrada, después de escribirlas aún pasaron más cosas buenas durante el año. Así que no hace falta revisar nada más, el 2014 ya está revisado. Al menos lo bueno. De lo malo… bah, de lo malo no hay ni que hablar.
Bueno, sí, tengo una cosa pendiente. En el día del libro de este año, por iniciativa de Bichejo, hice un listado de libros que quería leer antes de final de año. Me lancé a lo loco y puse diez. A finales de verano, creía firmemente que lo conseguiría, que los leería todos, pero la vida se complicó y al final no, al final me han quedado dos pendientes de leer: “En el último azul” de Carme Riera (Que empecé hará cosa de un mes, pero no me apetecía mucho, ni me apetece ahora, así que no sé cuándo lo leeré) y “The Chessmen” de Peter May, el tercer libro de la trilogía de Lewis. En mi defensa diré que he cambiado éste último por otro del mismo autor, “Runaway”, un libro que aún no se ha publicado pero del que tengo copia en primicia (como conté aquí) y que ya estoy leyendo. De modo que, no, no he cumplido mis previsiones. Pero casi. Aunque tampoco pasa nada, claro.
A lo que iba, hoy acaba el año. Y no sólo es día de recordar los últimos 365 días, también es día de empezar a planear los próximos 365 días. No soy nada dada a hacer propósitos para el nuevo año. Pero… PERO. Pero me he dado cuenta de que llevo demasiado tiempo dejándome arrastrar por la corriente, dejando que la vida me lleve un poco donde quiere, sin tener objetivos claros, sueños definidos, objetivos realistas. Así que sí, este año he decidido proponerme cosas para 2015. Tal vez no las cumpla todas, pero es bonito tener sueños, esperanzas y cosas que deseas. Y propósitos y retos. Ahí van, cosas que tengo que hacer o mejorar o alcanzar en 2015.
- Hacer más deporte. De verdad. Sé que es un típico de todas las listas del mundo mundial, pero lo necesito. Necesito perder algo de peso o al menos ganar algo de músculo. Seguir con mis clases de Pilates, nadar, tal vez saltar y siempre, siempre, bailar.
- Tener sueños. Sueños reales y cercanos, pero también sueños improbables e imposibles. Desear cosas que igual son difíciles de conseguir, aunque no sea a corto plazo, aunque sea a largo plazo. Como tener una casa con una puerta roja. O suelos de madera.
- Hacer algún viaje de placer. Que sí, que viajo mucho por trabajo y me encanta. Pero necesito algún viaje de placer. Y aunque ya tengo dos cortitos programados para 2015, necesito un viaje que escoja yo, que desee yo, que planee yo. Cuándo, cómo, dónde y con quién yo quiera. Incluso sin nadie.
- Plantearme retos laborales y volver a recuperar la ilusión por mi trabajo. Siempre digo que trabajo en lo que me gusta y que me encanta. Pero me siento estancada, me dejo llevar totalmente por la corriente y no tengo energías para nada. Y necesito recuperarlas. Posibilidades tengo, se han abierto las puertas de algunas colaboraciones interesantes, de ideas para cosas chulas, pero me falta encontrar una chispa, volver a sentir esa emoción de la inquietud, de la búsqueda de conocimiento, del querer saber más y moverme en esa dirección. Y, si no lo encuentro… pues solucionarlo.
- Tomar las riendas de mi vida. En el sentido de hacer de vez en cuando lo que yo quiero, no lo que debo hacer, o lo que esperan que haga, o lo que quieren que haga. Esto incluye hacer alguna tontería. De vez en cuando. Que soy demasiado formal.
- Dormir de manera razonable, sobre todo entre semana. Basta de irme a dormir un día a las diez y media de la noche y otro a la una y pico de la mañana. Basta de engancharme a series hasta altas horas de la mañana y maldecirme a mí misma a la mañana siguiente. Necesito un orden en mi vida y soy yo la única que lo puedo poner. Organizarme la semana, hacer cosas que me gustan después del trabajo, sí, claro, pero no a costa de perder horas de sueño.
- Dejar las patatillas. Dejar los ataques a patatillas a altas horas de la noche, generalmente asociados al punto anterior. De verdad, es muy importante que ponga un poco de orden en mi caos. Creo que mi salud me lo agradecerá.
- Abrirme al universo. Que es el eufemismo de encontrar pareja, ligue o como se llame ahora. Dejarme de tonterías, dejar de asustarme, dejar de tener miedo a que me hagan daño y lanzarme al universo. Que sale bien, estupendo. Que sale mal, pues que me quiten lo bailao. Abrirme al universo de verdad, de la manera que sea, sea como sea.
- Procrastinar menos. Soy la reina de la procrastinación. Y procrastino en todo, tanto en lo que me gusta como en lo que no. He llegado un momento en mi vida en que tengo tantas cosas que me gusta hacer en mi tiempo libre, que me estreso, no sé qué quiero hacer en cada momento y, al final, pierdo más el tiempo pensando que disfrutando de la vida. Necesito ser más efectiva, más productiva, tanto en horario laboral como en horario de ocio. Si tengo diez minutos libres, aprovecharlos en lo que me apetezca en ese momento y no lamentarme de lo que podría hacer si en vez de diez tuviera treinta. No debería ser tan difícil, pero para mí lo es.
Creo que como propósitos de Año Nuevo no están mal. Puede que sean muy generales, pero son lo que necesito. Hay que asumir objetivos, hay que proponerse metas, hay que intentar alcanzarlas. Y, si no lo hacemos, al menos no poder decir que no lo hemos intentado.
Feliz salida y entrada de año. Yo esta vez me quedo en casas, con mis amigos los analgésicos, los antiinflamatorios y los antibióticos. Tampoco es tan malo, no os creáis.
La foto la hice en el mar esta primavera. Me ha parecido adecuada para hoy, aunque no sé muy bien por qué.
miércoles, 31 de diciembre de 2014
martes, 30 de diciembre de 2014
"Las cinco personas que encontrarás en el cielo" de Mitch Albom
Hace tiempo que rondaba este libro por casa. Es un libro cortito, sencillo, aunque he tardado más en leerlo de lo que pensaba porque en los últimos meses he bajado mi ritmo lector de forma considerable. Cuenta la historia de Eddie, un anciano que trabaja en el mantenimiento de un parque de atracciones situado cerca del mar. El día de su cumpleaños, muere en un accidente intentando salvar a una niña en el parque. Y de allí va al cielo, donde se irá encontrando con cinco personas que, en algún momento y aunque él ni tan sólo recuerde, han marcado algo importante en su vida. Gracias a estas personas y a recuerdos de cumpleaños anteriores, repasamos la historia de su vida y de la vida de las personas que le han rodeado, y de cómo todas las historias están, en algún modo, interconectadas.
Ya he dicho que es un libro corto, sencillo de leer, agradable aunque trate de la muerte, aunque en realidad habla de la vida, de nuestras vidas, de cómo unas personas influyen a otras, de cómo todo está interconectado, aunque ni siquiera nos demos cuenta. No es un libro que me haya cambiado la vida ni que me haya entusiasmado, pero sí que me ha gustado bastante. Y lo recomendaría.
Hay una película basada en el libro, pero ahora mismo no me atrae especialmente, la verdad.
Ya he dicho que es un libro corto, sencillo de leer, agradable aunque trate de la muerte, aunque en realidad habla de la vida, de nuestras vidas, de cómo unas personas influyen a otras, de cómo todo está interconectado, aunque ni siquiera nos demos cuenta. No es un libro que me haya cambiado la vida ni que me haya entusiasmado, pero sí que me ha gustado bastante. Y lo recomendaría.
Hay una película basada en el libro, pero ahora mismo no me atrae especialmente, la verdad.
lunes, 29 de diciembre de 2014
Pedazo faringitis
“Pedazo faringitis”.
Ese es el pronóstico que me dio el sábado la doctora de urgencias del centro de salud de mi barrio cuando la fui a ver.
No fue una sorpresa, no. Mi faringe y yo nos conocemos muy bien y ya sabemos que estas cosas pasan. Por eso, ya llevaba dos días automedicándome con analgésicos y antiinflamatorios (niños, no hagáis eso en casa) y la doctora me animó a seguir con ellos y añadirle unos antibióticos (“Si no te doy antibióticos, esto no va a mejorar”), además de una porquería yodada para hacer gárgaras.
Así que aquí estoy, en mis vacaciones, pasando los días entre medicinas químicas y remedios naturales, tratando de hacer más llevaderos unos días duros, en los que el dolor de garganta que he tenido ha sido muy superior al de faringitis previas. O tal vez es que, con la edad, mi umbral de dolor ha bajado y me he vuelto más quejica.
“A ti te quitaron las amígdalas, ¿verdad?”.
Pues sí. Porque soy de esa generación en la que quitar las amígdalas era lo normal. Y así me va, que en mi vida adulta creo que no he tenido ni un solo resfriado normal, que sólo tengo faringitis o amigdalitis (porque, aunque me extirparan las amígdalas, siempre dejaban algunas, al menos las de la lengua. Y de ahí la contradicción de que una persona a la que le han extirpado las amígdalas pueda sufrir amigdalitis).
Y porque no os he hablado de las flemas. Ay, mis flemas. Eso sí que no lo había sufrido de forma tan aguda desde que era niña. No entraré en detalles pero, ¡qué desagradable!
La fiebre está bajo control, pero también bajo vigilancia. “Vigílate la fiebre, no vaya a bajarte la infección al pecho”. Sería una novedad, que la infección fuera más allá de la faringe. Pero yo la vigilo, claro que sí, por si acaso. Que esta batalla aún no está ganada, pero sigo luchando con todas mis fuerzas.
Voy a seguir con unos vahos de eucaliptus.
En la foto, mis amigas las medicinas químicas. Los remedios naturales no han querido salir en la foto.
Ese es el pronóstico que me dio el sábado la doctora de urgencias del centro de salud de mi barrio cuando la fui a ver.
No fue una sorpresa, no. Mi faringe y yo nos conocemos muy bien y ya sabemos que estas cosas pasan. Por eso, ya llevaba dos días automedicándome con analgésicos y antiinflamatorios (niños, no hagáis eso en casa) y la doctora me animó a seguir con ellos y añadirle unos antibióticos (“Si no te doy antibióticos, esto no va a mejorar”), además de una porquería yodada para hacer gárgaras.
Así que aquí estoy, en mis vacaciones, pasando los días entre medicinas químicas y remedios naturales, tratando de hacer más llevaderos unos días duros, en los que el dolor de garganta que he tenido ha sido muy superior al de faringitis previas. O tal vez es que, con la edad, mi umbral de dolor ha bajado y me he vuelto más quejica.
“A ti te quitaron las amígdalas, ¿verdad?”.
Pues sí. Porque soy de esa generación en la que quitar las amígdalas era lo normal. Y así me va, que en mi vida adulta creo que no he tenido ni un solo resfriado normal, que sólo tengo faringitis o amigdalitis (porque, aunque me extirparan las amígdalas, siempre dejaban algunas, al menos las de la lengua. Y de ahí la contradicción de que una persona a la que le han extirpado las amígdalas pueda sufrir amigdalitis).
Y porque no os he hablado de las flemas. Ay, mis flemas. Eso sí que no lo había sufrido de forma tan aguda desde que era niña. No entraré en detalles pero, ¡qué desagradable!
La fiebre está bajo control, pero también bajo vigilancia. “Vigílate la fiebre, no vaya a bajarte la infección al pecho”. Sería una novedad, que la infección fuera más allá de la faringe. Pero yo la vigilo, claro que sí, por si acaso. Que esta batalla aún no está ganada, pero sigo luchando con todas mis fuerzas.
Voy a seguir con unos vahos de eucaliptus.
En la foto, mis amigas las medicinas químicas. Los remedios naturales no han querido salir en la foto.
miércoles, 24 de diciembre de 2014
martes, 23 de diciembre de 2014
El palo
Seguro que habéis oído hablar del palo. Y no, no me refiero a aquel anuncio en el que un niño gritaba de felicidad como un poseso porque le regalaban un sencillo palo. Me refiero a eso que llaman por ahí bastoncitos para hacerse selfies y que tiene ya muchos detractores confesos.
Yo tengo un palo de esos. Lo digo alto y claro: TENGO UN PALO. Y me hace muy feliz.
Lo descubrí en Roma, en mi tarde de paseo por Villa Borghese: los vendían como churros por la plaza del Popolo romana. Y supe que me iba a comprar uno. No fue hasta cinco días después cuando en mi día libre romano, me compré uno junto al Coliseo. Regateando unos cinco milisegundos, conseguí pagar un tercio de lo que me pedía el vendedor. Yo regateando soy malísima, pero el vendedor que me tocó aún peor. La cuestión es que me compré un palo y, esa misma tarde, un mando a distancia que me permite hacer fotos con mi móvil gracias al bluetooth (porque mi móvil no tiene temporizador).
Admito que es un invento perfecto para turistas: montones de parejitas se paseaban por Roma con el móvil en el palo haciéndose fotos tiernas con los más famosos monumentos romanos de fondo. Y sí, admito que lo aproveché para hacerme alguna foto e incluso alguna foto de grupo con mis tres compañeros de excursión. Pero a mí el palo me parecía que era mucho más que eso. De hecho, en un primer momento yo no pensé en los selfies: pensé en la perspectiva que podría dar a las fotos. Así que me paseé por las termas de Caracala y por lugares romanos que ya conocía haciendo fotos desde una altura muy superior a mi metro sesenta y poco. Y, aunque experimenté poco, estoy contenta con el resultado.
Sí, soy de la opinión que el dichoso palo da mucho juego. Sirve tanto para el móvil como para cámaras compactas, aunque aviso a navegantes: enganchad bien la cámara y no hagáis como yo, que a base de hacer el tonto, me la acabé cargando. Pero eso es otra historia muy triste de la que no quiero hablar hoy.
Y para muestra, otro botón: un vídeo que grabé hace unas semanas en una guerra de bandas que tuvo lugar en mi ciudad (le he bajado mucho la calidad, para poder colgarlo sin demasiados problemas). Swing, lindy hop, visto desde las alturas.
La cuestión es que el palo es una maravilla y sirve para mucho más que para los manidos selfies. Que lo de hacerse fotos a uno mismo parece un reciente invento hortera, pero para las que de vez en cuando recorremos mundo solas, en ocasiones es la única manera de llevarte un recuerdo gráfico de tu paso por algunos lugares (y lo digo yo, que de muchos sitios maravillosos no tengo ni una foto de mí misma en ellos).
Lo que decía, el palo es estupendo. Y tan feliz me hace que, como primicia mundial, y sin que sirva de precedente en el blog, voy a colgar una foto mía. Utilizando el palo. O, como me gusta decirlo a mí, pescando fotos.
Yo tengo un palo de esos. Lo digo alto y claro: TENGO UN PALO. Y me hace muy feliz.
Lo descubrí en Roma, en mi tarde de paseo por Villa Borghese: los vendían como churros por la plaza del Popolo romana. Y supe que me iba a comprar uno. No fue hasta cinco días después cuando en mi día libre romano, me compré uno junto al Coliseo. Regateando unos cinco milisegundos, conseguí pagar un tercio de lo que me pedía el vendedor. Yo regateando soy malísima, pero el vendedor que me tocó aún peor. La cuestión es que me compré un palo y, esa misma tarde, un mando a distancia que me permite hacer fotos con mi móvil gracias al bluetooth (porque mi móvil no tiene temporizador).
Admito que es un invento perfecto para turistas: montones de parejitas se paseaban por Roma con el móvil en el palo haciéndose fotos tiernas con los más famosos monumentos romanos de fondo. Y sí, admito que lo aproveché para hacerme alguna foto e incluso alguna foto de grupo con mis tres compañeros de excursión. Pero a mí el palo me parecía que era mucho más que eso. De hecho, en un primer momento yo no pensé en los selfies: pensé en la perspectiva que podría dar a las fotos. Así que me paseé por las termas de Caracala y por lugares romanos que ya conocía haciendo fotos desde una altura muy superior a mi metro sesenta y poco. Y, aunque experimenté poco, estoy contenta con el resultado.
Sí, soy de la opinión que el dichoso palo da mucho juego. Sirve tanto para el móvil como para cámaras compactas, aunque aviso a navegantes: enganchad bien la cámara y no hagáis como yo, que a base de hacer el tonto, me la acabé cargando. Pero eso es otra historia muy triste de la que no quiero hablar hoy.
Y para muestra, otro botón: un vídeo que grabé hace unas semanas en una guerra de bandas que tuvo lugar en mi ciudad (le he bajado mucho la calidad, para poder colgarlo sin demasiados problemas). Swing, lindy hop, visto desde las alturas.
La cuestión es que el palo es una maravilla y sirve para mucho más que para los manidos selfies. Que lo de hacerse fotos a uno mismo parece un reciente invento hortera, pero para las que de vez en cuando recorremos mundo solas, en ocasiones es la única manera de llevarte un recuerdo gráfico de tu paso por algunos lugares (y lo digo yo, que de muchos sitios maravillosos no tengo ni una foto de mí misma en ellos).
Lo que decía, el palo es estupendo. Y tan feliz me hace que, como primicia mundial, y sin que sirva de precedente en el blog, voy a colgar una foto mía. Utilizando el palo. O, como me gusta decirlo a mí, pescando fotos.
jueves, 18 de diciembre de 2014
Peter May superfan
No sólo lo digo yo (que también), sino que lo dicen los de Quercus Books.
Y no sólo eso. También tengo una copia de “Runaway”, el último libro de Peter May que aún no está publicado. Y aún más: tengo una copia de “Runaway” firmada por el mismísimo Peter May. ¡Toma ya!
Todo empezó con un concurso en el que no podía participar, por vivir fuera del Reino Unido. Pero participé. Y me seleccionaron (junto a otras 99 personas, no nos vamos a engañar) como superfan de Peter May. Toma y toma.
Como consecuencia, he recibido cinco copias de una de sus novelas, su libro sobre las islas Hébricas y una copia firmada de su última novela (¿os lo había dicho ya?), que sale a la venta en enero.
¿A que mola?
Sobre las cinco copias del libro, escogí “The Blackhouse” porque (aunque lo tengo ya en español y es, curiosamente, el primer libro del que hablé en este blog, “La isla de los cazadores de pájaros”), me hacía ilusión tenerlo en inglés, para que haga juego con el resto de libros de la trilogía, que sí que compré en inglés (en dos viajes a Namibia, en lo que ya se había convertido en una tradición “Vuelvo a Namibia. A ver si encuentro algún otro libro de Peter May allí”). ¿Qué haré con los otros cuatro? Bueno, en el texto que escribí para el concurso, ya definí quiénes serían sus dueños. Pero, cosas que pasan, he cambiado un poco de idea, y aunque el destino de tres de sus dueños sí que es el previsto, aún estoy acabando de definir lo que hago con uno de ellos. Pero eso ya os lo contaré otro día.
Yo me voy a mirar un poco más mi libro autografiado. (En la foto, aparece un poco retocado mi nombre, para salvaguardar mi intimidad y esas cosas).
Y a ver si mañana me llega otro libro porque yo, que nunca gano nada, también he ganado la porra de Hacienda de Bichejo.
Estoy en racha.
miércoles, 17 de diciembre de 2014
#14cosas
Hoy no hay entrada en el blog, no en este blog, pero sí que colaboro en Catorce cosas contando eso, 14 cosas buenas que han pasado en 2014.
martes, 16 de diciembre de 2014
De nuevo en la Fontana di Trevi
Ya lo dije hace algunos meses: cada vez que vuelva a Roma, volveré a la Fontana di Trevi. Aunque sepa que esté en obras. Y sí, sigue en obras, pero esta vez tuve la oportunidad de pasar por la pasarela que te permite ver la fuente más cerca que nunca.
Este lugar me sigue poniendo los pelos como escarpias.
Con andamios y todo.
Este lugar me sigue poniendo los pelos como escarpias.
Con andamios y todo.
domingo, 14 de diciembre de 2014
Carlos Núñez
Ya he perdido la cuenta de las veces que he visto a Carlos Núñez en directo. Sé que como mínimo han sido tres veces, pero creo que hay por ahí una cuarta. Soy muy fan de Carlos Núñez, lo admito. Y soy muy fan de sus directos, es un músico maravilloso sobre el escenario, domina la gaita de una manera fabulosa y transmite de una manera que ya quisieran muchos. La semana pasada tuve la oportunidad de verlo de nuevo (por tercera, cuarta o no se cuánta vez) y me lo pasé tan, tan, tan bien en su concierto que pasaré por alto la terrible organización y que casi me quedo sin entrar. Pero repito, salí de allí tan feliz que nos vamos a centrar en eso, en la parte buena.
No sé qué más contar del concierto, creo que ya lo he dicho todo.
Bueno, no, Carlos Núñez es genial, pero se rodea de auténticos cracks: Pancho Álvarez a la guitarra y su hermano, Xurxo Núñez a las percusiones. Soy muy fan de Carlos Núñez, sí, pero soy súper, súper fan de Xurxo Núñez. Me ponen los pelos de punta algunas de sus intervenciones. El Bolero de Ravel (que tocaron la semana pasada) o el Gabriel’s Oboe de la banda sonora de “La misión” (que me conformo con escucharla en diferido) son simplemente sublimes.
De verdad.
Como decía, el concierto fue una maravilla. Y, después del concierto, tuvimos la oportunidad de hacernos una foto con él y charlar un poco. Como siempre, vamos, porque siempre acabamos haciendo eso después (o incluso antes) de sus conciertos. En plan súper fans, pero es que yo soy súper fan, ya lo digo.
La foto es terrible, porque es con el móvil (algún día os contaré qué ha pasado con mi cámara de fotos digital compacta, pero no me obliguéis a hablarlo hoy, que aún lloro cuando lo pienso). Y, ya que estamos, un trocito de El Bolero de Ravel (pieles como escarpias, oiga).
viernes, 12 de diciembre de 2014
De esto que... (III)
De esto que es 12 de Diciembre y te planteas que tal vez, sí, tal vez ha llegado el momento de sacar la sombrilla de la playa del coche. Y, aprovechando un viaje para sacar del maletero 25 Kg de tierra (sustrato universal) que vas a usar para sembrar más zanahorias (¡sííí!) y hacer un nuevo intento de plantar guisantes (ya veremos…), vas y sacas la sombrilla del coche. Y, ya que estás, también sacas la bolsa que llevas con una toalla, un biquini y un gorro, por si surge un plan inesperado para ir a la playa estando fuera de casa. Y ahí vas, por mitad de la calle, abrigada como si estuvieras en Canadá, con un saco de 25 Kg de tierra (sustrato universal), la bolsa de playa y la sombrilla. Porque, muy probablemente, no te van a salir planes inesperados para ir a la playa en los próximos meses.
O sí. Vete tú a saber.
O sí. Vete tú a saber.
miércoles, 10 de diciembre de 2014
A la deriva
Hoy me ha sorprendido la noticia de que un buque de investigación español había rescatado en aguas cercanas a Sicilia a casi 200 personas que viajaban en una patera a la deriva. La noticia me ha llamado la atención, no sólo por el hecho en sí, sino también por cómo en algunos medios se trataba: somos los héroes que hemos rescatado a los pobrecitos africanos. Muy distinto de cómo se trata a veces el tema de la inmigración en algunos medios de comunicación: esos africanos malos que vienen a invadir nuestro territorio. Además, me ha llamado la atención que, una vez más, se cometan fallos cuando se mencionan centros de investigación o buques oceanográficos. El barco era el Sarmiento (no Santiago) de Gamboa que pertenece al Consejo (no Centro) Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), uno de los organismos públicos de investigación (OPI) que ha sufrido serios recortes en sus presupuestos en los últimos años. Pero no quería hablar de esto.
Me ha hecho pensar bastante esta noticia. Me ha recordado una conversación que tuve con alguien hace unas semanas, en la que se quejaba de la polémica que había habido en relación al trato que habían recibido un grupo de inmigrantes en Tenerife. Me refiero a esta noticia, cuando los transportaron en la parte de atrás de un camión. En palabras de la persona con la que hablaba (que podría ser perfectamente una tertuliana de TeleAhínco), “¿De qué se quejaban? Deberían dar las gracias, total ellos están acostumbrados a comer con las manos y dormir en el suelo”. Y eso me hizo pensar que sí, que aún hay mucha gente, muchos de nosotros que siguen pensando que nosotros los blanquitos somos mejores o más importantes o más evolucionados que los pobres negritos que pasan hambre. Porque, ¿qué ha pasado con el ébola? ¿Cuántas horas ocupa ahora en la prensa o en los informativos? Y, que yo sepa, sigue habiendo una epidemia grave y sigue muriendo mucha gente cada día. Pero claro, no es en Europa, no son blancos. Pero tampoco era de esto de lo que quería yo hablar hoy.
La noticia de hoy me ha recordado una conversación que tuve con un capitán de otro buque de investigación, hace unos meses. Era mi primera campaña en aguas del sur de España, en el mar de Alborán, y estábamos en mitad de ninguna parte, cerca de la isla que da nombre a esa parte del mar Mediterráneo, un islote a medio camino entre Europa y África, aunque más cerca de ésta. El buque recibió una llamada de una patrullera avisándonos de la posibilidad de que hubiera pateras por la zona y de que les avisáramos si veíamos algo. No vimos nada, aunque al día siguiente (o tal vez fue ese mismo día, no lo recuerdo) rescataron a 70 inmigrantes en dos pateras allí cerca. Ese hecho nos dio pie a varias conversaciones con el capitán sobre cómo actuaría si viera una patera, qué haría, si le podrían obligar a no recoger o a recoger a los inmigrantes, etc, etc. Creo que le avasallamos a preguntas, con la inocencia (y tal vez estupidez) de quien va poco al mar y cualquier evento nuevo es todo un espectáculo. Él nos contestó con calma, con la gravedad que tienen los que han pasado muchas horas en el mar y han visto, muchas, muchas cosas, incluyendo cosas terribles. Y nos dijo claramente que en su barco mandaba él, que un capitán es la máxima autoridad de un barco y que él toma las decisiones que considera oportunas en cada momento, dependiendo de las circunstancias. Ante nuestra insistencia sobre qué haría (repito, con la emoción que sentíamos de algo nuevo y novedoso, con la inocencia estúpida de quien habla de hechos como algo teórico) se puso serio (bueno, nunca dejó de estarlo en toda la conversación) y zanjó el tema con un “Como capitán, si veo una embarcación y considero que sus ocupantes están en peligro, por supuesto que los rescataría y nadie me podría decir absolutamente nada”. Entonces me di cuenta de que lo que para nosotros era algo teórico, una anécdota después de muchos días seguidos de mar en los que lo más emocionante que pasaba es que los domingos había para desayunar donuts, para él eran hechos, hechos reales. Me di cuenta de que se había enfrentado a la realidad que nosotros sólo teorizábamos, que había mirado a los ojos a inmigrantes que intentan llegar a nuestras costas muertos de hambre y de miedo y, de hecho, hizo algún comentario al respecto, sin entrar en detalles y que yo interpreté como un “Esto es un tema serio, dejad de frivolizar”. Y dejamos de frivolizar con el tema respetando un silencio que, seguramente, en su cabeza estaba lleno de imágenes y recuerdos.
He recordado todo esto por esta noticia. Por lo diferente que ve a los inmigrantes una persona que los observa a través de la tele, sentado en el confortable calor de su casa a como los ve alguien que está allí, en mitad del mar y con el frío calado hasta los huesos, tendiéndoles una mano para ayudarles a subir a un barco, dándoles algo de comer, de beber o una manta para abrigarse. Hay gente que ve en esos inmigrantes a los violadores de sus hijas, a los pobres incómodos que piden en los semáforos, a los trabajadores poco exigentes que hacen trabajos cobrando una miseria. Pero no suelen pensar que hay quien ve en esos emigrantes a un padre de familia que se va a ganar dinero para sus hijos, a un hermano que abandona a su familia buscándoles un futuro mejor, a una madre que arriesga su vida y la de sus hijos por asegurarles la comida de mañana.
He escuchado hace un rato las palabras de la capitana del Sarmiento de Gamboa y me ha impresionado por su serenidad, por su clara descripción, por su sinceridad expresando con emoción contenida lo que han vivido. Me quedo con la última frase de sus primeras declaraciones “Al final se han salvado un total de 408 vidas, que es lo importante”. Pero la segunda grabación, ésta, es brutalmente emocionante.
Lo de la foto no es un carguero, es la isla Alborán, en el amanecer del 1 de mayo de este año.
Me ha hecho pensar bastante esta noticia. Me ha recordado una conversación que tuve con alguien hace unas semanas, en la que se quejaba de la polémica que había habido en relación al trato que habían recibido un grupo de inmigrantes en Tenerife. Me refiero a esta noticia, cuando los transportaron en la parte de atrás de un camión. En palabras de la persona con la que hablaba (que podría ser perfectamente una tertuliana de TeleAhínco), “¿De qué se quejaban? Deberían dar las gracias, total ellos están acostumbrados a comer con las manos y dormir en el suelo”. Y eso me hizo pensar que sí, que aún hay mucha gente, muchos de nosotros que siguen pensando que nosotros los blanquitos somos mejores o más importantes o más evolucionados que los pobres negritos que pasan hambre. Porque, ¿qué ha pasado con el ébola? ¿Cuántas horas ocupa ahora en la prensa o en los informativos? Y, que yo sepa, sigue habiendo una epidemia grave y sigue muriendo mucha gente cada día. Pero claro, no es en Europa, no son blancos. Pero tampoco era de esto de lo que quería yo hablar hoy.
La noticia de hoy me ha recordado una conversación que tuve con un capitán de otro buque de investigación, hace unos meses. Era mi primera campaña en aguas del sur de España, en el mar de Alborán, y estábamos en mitad de ninguna parte, cerca de la isla que da nombre a esa parte del mar Mediterráneo, un islote a medio camino entre Europa y África, aunque más cerca de ésta. El buque recibió una llamada de una patrullera avisándonos de la posibilidad de que hubiera pateras por la zona y de que les avisáramos si veíamos algo. No vimos nada, aunque al día siguiente (o tal vez fue ese mismo día, no lo recuerdo) rescataron a 70 inmigrantes en dos pateras allí cerca. Ese hecho nos dio pie a varias conversaciones con el capitán sobre cómo actuaría si viera una patera, qué haría, si le podrían obligar a no recoger o a recoger a los inmigrantes, etc, etc. Creo que le avasallamos a preguntas, con la inocencia (y tal vez estupidez) de quien va poco al mar y cualquier evento nuevo es todo un espectáculo. Él nos contestó con calma, con la gravedad que tienen los que han pasado muchas horas en el mar y han visto, muchas, muchas cosas, incluyendo cosas terribles. Y nos dijo claramente que en su barco mandaba él, que un capitán es la máxima autoridad de un barco y que él toma las decisiones que considera oportunas en cada momento, dependiendo de las circunstancias. Ante nuestra insistencia sobre qué haría (repito, con la emoción que sentíamos de algo nuevo y novedoso, con la inocencia estúpida de quien habla de hechos como algo teórico) se puso serio (bueno, nunca dejó de estarlo en toda la conversación) y zanjó el tema con un “Como capitán, si veo una embarcación y considero que sus ocupantes están en peligro, por supuesto que los rescataría y nadie me podría decir absolutamente nada”. Entonces me di cuenta de que lo que para nosotros era algo teórico, una anécdota después de muchos días seguidos de mar en los que lo más emocionante que pasaba es que los domingos había para desayunar donuts, para él eran hechos, hechos reales. Me di cuenta de que se había enfrentado a la realidad que nosotros sólo teorizábamos, que había mirado a los ojos a inmigrantes que intentan llegar a nuestras costas muertos de hambre y de miedo y, de hecho, hizo algún comentario al respecto, sin entrar en detalles y que yo interpreté como un “Esto es un tema serio, dejad de frivolizar”. Y dejamos de frivolizar con el tema respetando un silencio que, seguramente, en su cabeza estaba lleno de imágenes y recuerdos.
He recordado todo esto por esta noticia. Por lo diferente que ve a los inmigrantes una persona que los observa a través de la tele, sentado en el confortable calor de su casa a como los ve alguien que está allí, en mitad del mar y con el frío calado hasta los huesos, tendiéndoles una mano para ayudarles a subir a un barco, dándoles algo de comer, de beber o una manta para abrigarse. Hay gente que ve en esos inmigrantes a los violadores de sus hijas, a los pobres incómodos que piden en los semáforos, a los trabajadores poco exigentes que hacen trabajos cobrando una miseria. Pero no suelen pensar que hay quien ve en esos emigrantes a un padre de familia que se va a ganar dinero para sus hijos, a un hermano que abandona a su familia buscándoles un futuro mejor, a una madre que arriesga su vida y la de sus hijos por asegurarles la comida de mañana.
He escuchado hace un rato las palabras de la capitana del Sarmiento de Gamboa y me ha impresionado por su serenidad, por su clara descripción, por su sinceridad expresando con emoción contenida lo que han vivido. Me quedo con la última frase de sus primeras declaraciones “Al final se han salvado un total de 408 vidas, que es lo importante”. Pero la segunda grabación, ésta, es brutalmente emocionante.
Lo de la foto no es un carguero, es la isla Alborán, en el amanecer del 1 de mayo de este año.
martes, 9 de diciembre de 2014
Termas de Caracalla
Ya conté el otro día que hace un par de semanas estuve de Roma. El último viaje de trabajo de 2014, cuatro días intensos de reunión rodeados de una tarde pedaleando por el parque de Villa Borghese y de un día entero, enterito de vacaciones en Roma. Fue un día muy completo, 17 km de paseo recorriendo sus calles y pasando por algunos de sus lugares pintorescos. Hicimos lo que no hay que hacer como turista, ver en un día casi todo. Pero en realidad, después de cinco visitas, yo diría que ya no soy turista en Roma. O igual sí.
Y, en realidad, no íbamos a ver todo eso (Piazza del Popolo, Piazza España, Fontana di Trevi, el Coliseo y los Foros, el Trastevere, Campo de Fiori, Piazza Navona, etc, etc), simplemente pasamos por allí de camino a nuestro objetivo turístico del día: las Termas de Caracalla. Sí, tal vez sigo siendo turista en Roma.
Nunca antes había estado allí y, como creo que cualquier cosa en Roma, vale la pena visitar. Las ruinas de estos antiguos baños públicos romanos son impresionantes, su grandeza casi asusta, imaginar cómo serían en su época de grandeza y ver los restos de mosaicos (me encantan los mosaicos) es una experiencia que vale mucho la pena. Debieron ser unos baños increíbles, por una vez he sentido ganas de volver a la época de los romanos y ver cómo era un día entre las paredes de esas termas. Me gustaron mucho, mucho y no me importaría volver. Como también me gustaría ver allí alguna vez algún concierto. Debe ser una experiencia única. A mí se me ponen los pelos de punta viendo y escuchando esto, pero igual es porque “Nessum norma” es la única canción de ópera de la que me sé la letra. Y me encanta.
Y, en realidad, no íbamos a ver todo eso (Piazza del Popolo, Piazza España, Fontana di Trevi, el Coliseo y los Foros, el Trastevere, Campo de Fiori, Piazza Navona, etc, etc), simplemente pasamos por allí de camino a nuestro objetivo turístico del día: las Termas de Caracalla. Sí, tal vez sigo siendo turista en Roma.
Nunca antes había estado allí y, como creo que cualquier cosa en Roma, vale la pena visitar. Las ruinas de estos antiguos baños públicos romanos son impresionantes, su grandeza casi asusta, imaginar cómo serían en su época de grandeza y ver los restos de mosaicos (me encantan los mosaicos) es una experiencia que vale mucho la pena. Debieron ser unos baños increíbles, por una vez he sentido ganas de volver a la época de los romanos y ver cómo era un día entre las paredes de esas termas. Me gustaron mucho, mucho y no me importaría volver. Como también me gustaría ver allí alguna vez algún concierto. Debe ser una experiencia única. A mí se me ponen los pelos de punta viendo y escuchando esto, pero igual es porque “Nessum norma” es la única canción de ópera de la que me sé la letra. Y me encanta.
lunes, 8 de diciembre de 2014
Una batalla cruenta
Vosotros no os habéis dado cuenta, pero se ha producido una batalla cruenta en las macetas de mi balcón. Zanahorias y rabanitos han luchado en los últimos meses entre ellos, luchando por mi amor. Sí, yo estaba rendida de antemano a las zanahorias, esas cositas naranjas taaaan monas que aparecían en mis macetas meses después de sembrar unas cuantas semillas de tamaño milimétrico. Pero (toda batalla tiene un pero inicial), pero aparecieron las semillas de rabanitos, tan redonditas ellas, prometiéndome no amor eterno, pero sí dar sus frutos, también de redonditos y de bonitos colores, en un período mucho más corto de tiempo. Ah, han sido meses duros de lucha por mi amor. La primera batalla acabó en tablas: los rabanitos salieron antes, eran taaaaan monos, redonditos y simpático. Pero (más peros), pero ¡eran picantes! Tolerancia cero hacia lo picante. Así que no sabía qué decidir, no sabía qué hacer. Y se libró una segunda batalla. Esta ha sido más larga, ha durado meses (más que nada porque he estado una temporada larga ignorando mis plantas que, milagrosamente, han sobrevivido a mi indiferencia temporal). Hoy, por fin, hemos visto el resultado de esta batalla. Ha sido éste:
En términos futbolísticos, Rabanitos 0 – Zanahorias 1.
Sí, lo de la primera foto son rabanitos. O deberían serlo. Porque ni son redondos ni tienen por donde morderlos. En cambio las zanahorias, miradlas a ellas, después de semanas sin ni siquiera regarlas y mirad qué bonitos colores siguen teniendo. Y estarán deliciosas.
Así que ya está decidido. No habrá más rabanitos en mis macetas. Zanahorias sí. Y creo que haré un nuevo
intento con guisantes, aunque el primero no fue especialmente espectacular.
Y hablando de batallas, hay otra batalla cruenta en otra de mis macetas: las cochinillas han invadido mi bosque de ginkgos. Y, sinceramente, hay tantas que he decidido esperar a que se le caigan todas las hojas para combatir las que queden en las ramas. De momento, sigo disfrutando del baile de colores que son ahora mismo sus hojas.
En términos futbolísticos, Rabanitos 0 – Zanahorias 1.
Sí, lo de la primera foto son rabanitos. O deberían serlo. Porque ni son redondos ni tienen por donde morderlos. En cambio las zanahorias, miradlas a ellas, después de semanas sin ni siquiera regarlas y mirad qué bonitos colores siguen teniendo. Y estarán deliciosas.
Así que ya está decidido. No habrá más rabanitos en mis macetas. Zanahorias sí. Y creo que haré un nuevo
intento con guisantes, aunque el primero no fue especialmente espectacular.
Y hablando de batallas, hay otra batalla cruenta en otra de mis macetas: las cochinillas han invadido mi bosque de ginkgos. Y, sinceramente, hay tantas que he decidido esperar a que se le caigan todas las hojas para combatir las que queden en las ramas. De momento, sigo disfrutando del baile de colores que son ahora mismo sus hojas.
miércoles, 3 de diciembre de 2014
"Siddharta" de Hermann Hesse
Éste es uno de esos libros de los que has oído hablar siempre y, cuando por casualidad caen en tus manos, no puedes evitar hacerte con ellos. Eso hice yo, sin saber muy bien de qué iba o qué iba a encontrar.
El libro narra la vida de Siddharta, una vida dedicada a la búsqueda de la verdad, de la perfección, de la sabiduría, del sentido de la misma vida. En su búsqueda, pasa por varias etapas muy diferentes entre sí, de una vida acomodada a una vida de meditación, de una vida de lujo y hedonismo a una vida asceta.
Me cuesta un poco escribir sobre este libro, la verdad, porque es un libro sencillo pero a la vez complejo, con un trasfondo filosófico importante, que te hace pensar y reflexionar, del que puedes aprender muchas cosas. A mí me ha gustado mucho, me ha parecido una historia amena e interesante, pero también con una marcada profundidad, sin ser pretenciosamente sesudo. Me ha gustado la manera en la que se plantea la búsqueda del sentido de todo, del conocimiento. Y me ha gustado mucho el trasfondo que a mí me ha dejado: por mucho que te digan, por mucho que te cuenten, por mucho que te expliquen, el sentido de la vida lo debes descubrir tú mismo. El camino que debes seguir lo debes decidir tú y por muchos maestros que busques, por mucha sabiduría que te transmiten, cada uno debe encontrar el sentido de su propia vida, sea éste el que sea. Porque al final, cada vida es única y cada uno debe observar su propia historia, su propia interior para encontrar el sentido de todo esto.
Libro muy recomendable. Creo que todo el mundo lo debería leer al menos una vez en su vida.
El libro narra la vida de Siddharta, una vida dedicada a la búsqueda de la verdad, de la perfección, de la sabiduría, del sentido de la misma vida. En su búsqueda, pasa por varias etapas muy diferentes entre sí, de una vida acomodada a una vida de meditación, de una vida de lujo y hedonismo a una vida asceta.
Me cuesta un poco escribir sobre este libro, la verdad, porque es un libro sencillo pero a la vez complejo, con un trasfondo filosófico importante, que te hace pensar y reflexionar, del que puedes aprender muchas cosas. A mí me ha gustado mucho, me ha parecido una historia amena e interesante, pero también con una marcada profundidad, sin ser pretenciosamente sesudo. Me ha gustado la manera en la que se plantea la búsqueda del sentido de todo, del conocimiento. Y me ha gustado mucho el trasfondo que a mí me ha dejado: por mucho que te digan, por mucho que te cuenten, por mucho que te expliquen, el sentido de la vida lo debes descubrir tú mismo. El camino que debes seguir lo debes decidir tú y por muchos maestros que busques, por mucha sabiduría que te transmiten, cada uno debe encontrar el sentido de su propia vida, sea éste el que sea. Porque al final, cada vida es única y cada uno debe observar su propia historia, su propia interior para encontrar el sentido de todo esto.
Libro muy recomendable. Creo que todo el mundo lo debería leer al menos una vez en su vida.
domingo, 30 de noviembre de 2014
De paseo por Villa Borghese
El domingo pasado llegué a Roma y lo hice con una sensación rara. De felicidad porque si viajo es porque las palabras feas se van diluyendo de mi vida. De tristeza porque esta ciudad, inevitablemente, aún me recuerda cosas que preferiría no recordar. De nerviosismo porque presidir una reunión siempre implica un trabajo y un esfuerzo extra. De alegría porque Roma es siempre, siempre, siempre una ciudad maravillosa.
El domingo pasado llegué a Roma varias horas antes que mis colegas españoles. Y aprovechando que era de día y hacía buen tiempo, salí a dar un paseo, porque en los días de reunión no hay tiempo de nada más que de trabajo y porque necesito crear recuerdos nuevos. Así que me fui al parque de Villa Borghese, donde nunca había estado. Subí las escaleras de la Piazza del Popolo y me encontré con unas vistas espectaculares, con unos jardines impresionantes y con un ambiente envidiable. Alquilé una bici y pasé una hora recorriendo los jardines, pasé por delante de la galería que les da nombre, rodeé el lago y oteé algunas de sus fuentes, hasta que empezó a oscurecer (qué pronto oscurece). Entonces dejé la bici y volví al hotel, a trabajar un rato, feliz por la tarde tranquila y diferente que acababa de pasar. Y por la nueva perspectiva de la ciudad que el paseo me dio.
Me encanta descubrir nuevos lugares en Roma.
miércoles, 26 de noviembre de 2014
De esto que... (II)
De esto que te encuentras en la que probablemente es la ciudad más bonita del mundo y son las siete y media de la tarde y estás encerrada en una habitación negra de un hotel, redactando las recomendaciones y conclusiones de una reunión, después de pasar todo el día en la misma. De esto que lleva todo el día lloviendo y te mueres de rabia por no poder haber ido al Pantenón de Agripa, porque dicen por ahí que es un espectáculo estar en él cuando llueve. De esto que tienes media hora para hacer todo el trabajo o al menos para adelantarlo, porque luego te vas a la cena de grupo, porque no, no y no vas a renunciar a ella por trabajar, porque total, ya has quedado mañana a la hora de comer para tener otra reunión de trabajo y cuando te pones a echar cuentas de las horas que llevas curradas en los últimos dos días flipas un poco, aunque ahora entiendes esa sensación de que llevas en Roma una semana en vez de tres días. De esto que te entran ganas de tirar el ordenador por la ventana e irte por ahí, a pasear por la ciudad, a tomar unas cervezas con los colegas, a sentir la lluvia golpeando tu paraguas y chapoteando en los charcos (eso no, porque no te has traído las botas de aguas, desoyendo el consejo de tu madre que, una vez más, es más precisa con el parte del tiempo que Maldonado) y a poder sentir que sí, efectivamente, estás en la que es probablemente la ciudad más bonita del mundo, aunque de momento no la hayas visto apenas. Pero no lo haces y empiezas a procrastinar un ratillo hasta que te dices a ti misma que no, que las conclusiones van a quedar perfectamente redactadas en un plis, porque sino lo vas a tener que hacer más tarde, después de la cena de grupo, cuando litros de alcohol corran por tus venas (ojalá). Aunque bien pensado, tal vez esas conclusiones quedarán mejor escritas bajo los vapores etílicos de…
¡BASTA!
¡A trabajar!
Al próximo que me diga “¡Qué envidia! ¡Te vas a Roma!” me lo traigo a la reunión. A trabajar. A tiempo completo, con horas extras no pagadas y sin descanso para comer.
Ea.
En la foto, la sede de la reunión. Si esto es bonito, imaginaos el resto de la ciudad. Como hago yo.
¡BASTA!
¡A trabajar!
Al próximo que me diga “¡Qué envidia! ¡Te vas a Roma!” me lo traigo a la reunión. A trabajar. A tiempo completo, con horas extras no pagadas y sin descanso para comer.
Ea.
En la foto, la sede de la reunión. Si esto es bonito, imaginaos el resto de la ciudad. Como hago yo.
jueves, 20 de noviembre de 2014
"Cometas en el cielo" de Khaled Hosseini
Los libros de Khaled Hosseini me han perseguido por medio planeta.
En mi costumbre de visitar librerías en los lugares a los que viajo, siempre me encontraba sus libros. En idiomas que sé leer y en idiomas desconocidos. En lugares destacados de las librerías o en rincones escondidos. Pero siempre estaba ahí, siempre. Y nunca lo compraba. Son los típicos libros que si los veía estando fuera pensaba: (i) que los encontraría en cualquier otro lugar y (ii) que no debería lanzarme a leer en inglés un autor que, aunque muy reconocido, yo no conozco. Así que iba dejando pasar el tiempo, sin llegar a comprarlo nunca.
Y entonces, apareció mi hermana la gafapasta con un regalo en forma de “Cometas en el cielo”. Se lo trajo de un viaje a Barcelona (creo) al que yo no fui. Y me lo leí hace ya algunas semanas. Lo he leído rápido (no como los libros que he leído después, ejem, ejem, que ni acabo ni dejo de leer, ejem, ejem) y con ganas. Me ha gustado mucho, mucho. Es la historia de una amistad entre dos niños de clases sociales muy distintas pero criados juntos, en el Afganistán anterior a la llegada de los talibanes, cómo algunos acontecimientos de aquellos días marcan aquellos días y sus vidas para siempre. Es la historia también del amor paterno-filial y del cariño hacia un país cambiante y no necesariamente hacia mejor.
Después de leer este libro, sé que leeré más del mismo autor. Porque, aunque es una historia bastante dura y triste, con situaciones muy dramáticas, está contada con una gran sensibilidad, sencillez y casi ternura. Y tengo pendiente ver la película basada en esta novela.
Pues ya está. Hicieron bien en perseguirme los libros de Khaled Hosseini por medio planeta. Y me alegro de que, al fin, me hayan encontrado.
En mi costumbre de visitar librerías en los lugares a los que viajo, siempre me encontraba sus libros. En idiomas que sé leer y en idiomas desconocidos. En lugares destacados de las librerías o en rincones escondidos. Pero siempre estaba ahí, siempre. Y nunca lo compraba. Son los típicos libros que si los veía estando fuera pensaba: (i) que los encontraría en cualquier otro lugar y (ii) que no debería lanzarme a leer en inglés un autor que, aunque muy reconocido, yo no conozco. Así que iba dejando pasar el tiempo, sin llegar a comprarlo nunca.
Y entonces, apareció mi hermana la gafapasta con un regalo en forma de “Cometas en el cielo”. Se lo trajo de un viaje a Barcelona (creo) al que yo no fui. Y me lo leí hace ya algunas semanas. Lo he leído rápido (no como los libros que he leído después, ejem, ejem, que ni acabo ni dejo de leer, ejem, ejem) y con ganas. Me ha gustado mucho, mucho. Es la historia de una amistad entre dos niños de clases sociales muy distintas pero criados juntos, en el Afganistán anterior a la llegada de los talibanes, cómo algunos acontecimientos de aquellos días marcan aquellos días y sus vidas para siempre. Es la historia también del amor paterno-filial y del cariño hacia un país cambiante y no necesariamente hacia mejor.
Después de leer este libro, sé que leeré más del mismo autor. Porque, aunque es una historia bastante dura y triste, con situaciones muy dramáticas, está contada con una gran sensibilidad, sencillez y casi ternura. Y tengo pendiente ver la película basada en esta novela.
Pues ya está. Hicieron bien en perseguirme los libros de Khaled Hosseini por medio planeta. Y me alegro de que, al fin, me hayan encontrado.
martes, 18 de noviembre de 2014
La muerte
La muerte no existe. O, al menos, vivimos como así fuera. Morir es algo malo, o eso es lo que se desprende de cualquier noticia relacionada con ella. Claro, sí, morir es malo, te aleja de la vida y de la gente que quieres. Pero es un proceso tan natural como respirar o comer. Todos nacemos, todos morimos. Esta premisa tan sencilla debería ser la base de nuestra vida. Y no. Todos nacemos. Y punto. Nadie, nadie quiere pensar en que todos morimos. Al menos en nuestra sociedad.
El otro día (de payés), después de que se diagnosticara el primer caso de contagio de ébola fuera de África, en nuestro país, se hizo tendencia (trendic topic) la etiqueta (hashtag) #vamosamorirtodos. Efectivamente, vamos a morir todos. Pero eso era incluso antes de ese contagio. Vamos a morir todos, sí, es una realidad apabullante, pero igual de cierta ahora que al principio de los tiempos. Es así. Nacemos, crecemos, nos reproducimos (no todos) y morimos. Como le pasa a cualquier otro ser vivo que habita el planeta Tierra.
Pero, aún así, vivimos de espaldas a la muerte, sin darnos cuenta de que es el paso final de nuestras vidas. Cuando vemos una película, sabemos que va a acabar. Cuando leemos un libro, sabemos que tendrá un fin. Entonces, ¿por qué no somos capaces de asumir el fin de la vida como el proceso natural que, efectivamente, es?
Supongo que nuestro miedo a la muerte viene por el desconocimiento total que tenemos de lo que pasa después. No tenemos ni idea. Desde el vacío más absoluto hasta la fiesta más divertida, pasando por cualquier punto intermedio. Ni idea. Sí, sabemos que nuestros cuerpos se acaban descomponiendo, nuestras células se destruyen y las moléculas que la forman se integran en otras partes de la naturaleza. Pero, ¿hay algo más? ¿Esa misma capacidad que tenemos de plantearnos si hay algo más no debe ser señal de que hay algo más? Igual sí. Igual no. Ni idea. ¿Qué pasa con todo ese conocimiento que adquieres durante la vida? ¿Qué pasa con los sentimientos? ¿Qué pasa con los recuerdos? ¿Se desvanecen? ¿Van a parar a algún sitio?
Ni idea.
Llevo unos meses viendo rondar el fantasma de la muerte cerca de seres que quiero. Y de gente querida de gente que quiero. Algunos han perdido la batalla. Algunos la han ganado. Otros siguen luchando. Porque la vida es, ni más ni menos, una lucha continua contra la muerte. Podemos ganar algunas batallas y, por supuesto, celebrarlas, pero no deberíamos olvidar que la batalla final, la definitiva, la tenemos perdida. Desde el principio.
Y, de banda sonora, “The Kingdom of Death” de Poomse. No puedo pensar en una banda sonora más adecuada para esta entrada.
El otro día (de payés), después de que se diagnosticara el primer caso de contagio de ébola fuera de África, en nuestro país, se hizo tendencia (trendic topic) la etiqueta (hashtag) #vamosamorirtodos. Efectivamente, vamos a morir todos. Pero eso era incluso antes de ese contagio. Vamos a morir todos, sí, es una realidad apabullante, pero igual de cierta ahora que al principio de los tiempos. Es así. Nacemos, crecemos, nos reproducimos (no todos) y morimos. Como le pasa a cualquier otro ser vivo que habita el planeta Tierra.
Pero, aún así, vivimos de espaldas a la muerte, sin darnos cuenta de que es el paso final de nuestras vidas. Cuando vemos una película, sabemos que va a acabar. Cuando leemos un libro, sabemos que tendrá un fin. Entonces, ¿por qué no somos capaces de asumir el fin de la vida como el proceso natural que, efectivamente, es?
Supongo que nuestro miedo a la muerte viene por el desconocimiento total que tenemos de lo que pasa después. No tenemos ni idea. Desde el vacío más absoluto hasta la fiesta más divertida, pasando por cualquier punto intermedio. Ni idea. Sí, sabemos que nuestros cuerpos se acaban descomponiendo, nuestras células se destruyen y las moléculas que la forman se integran en otras partes de la naturaleza. Pero, ¿hay algo más? ¿Esa misma capacidad que tenemos de plantearnos si hay algo más no debe ser señal de que hay algo más? Igual sí. Igual no. Ni idea. ¿Qué pasa con todo ese conocimiento que adquieres durante la vida? ¿Qué pasa con los sentimientos? ¿Qué pasa con los recuerdos? ¿Se desvanecen? ¿Van a parar a algún sitio?
Ni idea.
Llevo unos meses viendo rondar el fantasma de la muerte cerca de seres que quiero. Y de gente querida de gente que quiero. Algunos han perdido la batalla. Algunos la han ganado. Otros siguen luchando. Porque la vida es, ni más ni menos, una lucha continua contra la muerte. Podemos ganar algunas batallas y, por supuesto, celebrarlas, pero no deberíamos olvidar que la batalla final, la definitiva, la tenemos perdida. Desde el principio.
Y, de banda sonora, “The Kingdom of Death” de Poomse. No puedo pensar en una banda sonora más adecuada para esta entrada.
domingo, 16 de noviembre de 2014
martes, 11 de noviembre de 2014
Películas
No había visto hasta ahora “Tú la letra y yo la música” de Marc Lawrence. Comedia romántica (o lo que sea) con Hugh Grant y Drew Barrymore, sobre un cantante de pop cuyo momento de gloria ha pasado que se dedica a componer canciones para otros y una chica que aparece en su vida y compone con él. Nada especial, una película sin pretensiones, para ver en una tarde tonta. No me ha cambiado la vida, pero se deja ver.
De “Y entonces llegó ella” de John Hamburg no puedo decir mucho más, si acaso algo menos. Ben Stiller es un recién casado cuya mujer le pone los cuernos en el viaje de novios y, de vuelta a su vida normal sin esposa, se reencuentra con una vieja amiga, Jennifer Aniston, con la que empieza a verse frecuentemente. Intenta ser algo más que la comedia romántica tradicional al uso, con algún toque rozando el surrealismo (intentando imitar a “Algo pasa con Mary”) pero no me acaba de parecer que funcione.
“Winter’s bone” de Debra Granik no la pillé de casualidad, vi que la hacían en la tele y la quise ver. No sabía ni que existía esta película, pero me pareció interesante, tenía buena pinta y aparece Jennifer Lawrence, que me parece una gran actriz, mucho más allá de la Katniss Everdeen de “Los Juegos del Hambre”. Es la historia de una adolescente en la América profunda que se encarga de cuidar de sus hermanos pequeños y de su madre enferma y de la búsqueda de su padre, que debe aparecer si no quieren quedarse en la calle. Una historia sencilla, dura y algo gris, pero bien contada e interpretada. Y ver a Garret Dillahunt, el alocado abuelo de “Hope” en la serie del mismo nombre, haciendo de sheriff una peli tan seria me ha hecho mucha gracia.
“El secreto de los MacCann” de Tim McCanlies. La pillé empezaba y creía que no iría más allá de un simple divertimento, pero es una gran película. Un jovencito, Haley Joel Osment, se ve obligado a pasar un verano lejos de su madre, en la granja de sus tíos, los estupendos Michael Caine y Robert Duvall, que pronto empiezan a contarle sus maravillosas (y probablemente fantasiosas) aventuras cuando viajaron por África. Película sencilla pero recomendable, muy agradable y entrañable. Y encima sale un ratito Josh Lucas, como el protagonista ya adulto, un tipo muy interesante.
“Unidos por un sueño” de Sebastian Grobler es una película alemana protagonizada por mi adorado Daniel Brühl. Basada en hechos reales, es la historia de un profesor que empieza a trabajar en un internado alemán a finales del siglo XIX, enseñando inglés. Lo que en un principio debían ser unas clases de inglés acaban siendo también clases de fútbol, un deporte que pronto tachan sus superiores de anti-alemán. Es una película maravillosa, con un toque a “El club de los poetas muertos”, estupendamente hecha y redonda. Me gustó mucho, mucho, mucho. Y eso que el fútbol, a mí, plín. Da gusto ver películas tan bien rodadas y que cuentan tantas cosas importantes de manera tan sencilla. Muy recomendable.
Creo que había visto varios trozos de “Sucedió en Manhattan” de Wayne Wang alguna vez. A mí, Jennifer López ni me cae bien ni mal, me deja sumamente indiferente. Pero Ralph Fiennes me encanta mucho, bueno, me encantaba cuando tenía pelo (su hermano también me parece un tipo 10). Así que la vi para disfrutarlo un poco y por poder decir que he visto la película entera. Comedia romántica sin más pretensiones, agradables hasta casi lo infantiloide, pero bueno, lo que me esperaba, no engañan a nadie.
Pillé “Enamorarse” de Ulu Grosbard también empezada, pero como la he visto ya varias veces, tampoco pasa nada. Esta película me encanta siempre, me encanta Meryl Streep (es de esas actrices que me creo todo lo que hace) y me encanta Robert de Niro (ídem). La historia de dos adultos casados que se conocen por casualidad y, casi sin darse cuenta, se enamoran. Es una película preciosa, casi dolorosa. No me canso de verla. Y creo que me estoy haciendo mayor porque Robert de Niro me ha parecido en esta película terriblemente interesante.
“Postdata: te quiero” de Richard LaGravenese también la pillé empezada y también la he visto mil veces, pero no me importa. Me encanta. Mucho. Es la historia de una joven viuda (Hilary Swank) que trata de superar la pérdida de su marido (Gerard Butler, con cierta tendencia a ir sin camiseta, hmmm) mientras recibe cartas enviadas por éste antes de su muerte. Me encanta la película tanto por la historia como por los actores, incluyendo un montón de maravillosos secundarios (Lisa Kudrow, Harry Connick Jr., Gina Gershon, Jeffrey Dean Morgan, Kathy Bates). Y, encima, sale Irlanda. Estupenda.
lunes, 10 de noviembre de 2014
Responsabilidades
En el segundo festival de primavera de este año, pasó una cosa que afectó a terceras personas.
Llamémoslo el incidente de las galletas.
El incidente fui algo así: iba yo de copiloto por mitad del festival de primavera cuando, sin querer, pasamos por encima del stand que tenía las galletas. Yo no conducía el camión (un camión muy, muy grande) y como el stand era muy pequeñito, no lo vi, pero ni el conductor jefe ni su ayudante tampoco vieron el stand. Como consecuencia, nos llevamos por delante el stand, las galletas y hasta el horno. Como consecuencia de nuestros actos una persona se quedó sin poder hacer (y vender) galletas durante un tiempo.
Para solucionar el problema, tuve que hacer un informe sobre el incidente de las galletas. Me ha llevado más tiempo del que debería, por mil y motivos que no vienen al caso, pero la cuestión es que me ha sorprendido la respuesta que ha tenido mi informe. Ya la primera persona que se lo mostré me dijo que me inculpaba demasiado. En el informe, asumía mi responsabilidad por no haber comunicado al conductor que el stand de las galletas podría estar allí. Llevo ya varios años organizando el festival de primavera y sé que, cada año, el stand de las galletas está más o menos en el mismo lugar. Al menos sé que por la zona suele haber stands como el de las galletas, pequeñitos y difíciles de ver. Cada año compruebo que con el camión no pasamos cerca para no tener problemas pero este año me despisté. Eso, unido a que era la primera vez que este camión y su conductor venían al festival hizo que aquello acabara como el rosario de la aurora. Pero yo asumía que había sido culpa mía, porque yo debería haber avisado.
La cuestión es que acabé suavizando el informe, diciendo que era mi culpa, pero no insistiendo tanto. Envié el informe al jefe de todos los festivales (los hay de primavera, de verano y ¡hasta de otoño e inverno!) y le pareció estupendo, excepto lo de que asumiera la responsabilidad. Al final, me dijo algo así que antes de enviarlo a los grandes jefes de la capital del Reino (que a su vez se lo tienen que enviar a otros grandes jefes de la misma capital), lo hiciera más descriptivo, sin asumir la responsabilidad claramente, porque en realidad, en el camión iba más gente que tenía que haber estado pendiente del stand de las galletas.
Yo, que soy muy obediente, hice caso, claro. Y aunque no sé cómo acabará esta historia, esto me ha enseñado una cosa tan real y habitual en este país nuestro como ésta: aquí nadie asume las responsabilidades. Ni el último mono ni el más alto político. Nadie es capaz de entonar un mea culpa y asumir que una decisión tomada ha sido errónea. No sólo eso. Si alguien levanta la mano y dice “Sí, he sido yo”, todo el mundo se sorprende. Y hasta está mal visto. Parece que a nadie le gusta que se encuentren culpables de los fallos y los errores, parece que ofende que alguien acepte que se equivocó, que hizo algo mal y ese error tuvo consecuencias en otras personas. Y me flipa, me flipa mucho, porque lo de tirar balones fuera me parece de cobardes y de incompetentes. Y, por lo visto, de esos los hay por todas partes.
Llamémoslo el incidente de las galletas.
El incidente fui algo así: iba yo de copiloto por mitad del festival de primavera cuando, sin querer, pasamos por encima del stand que tenía las galletas. Yo no conducía el camión (un camión muy, muy grande) y como el stand era muy pequeñito, no lo vi, pero ni el conductor jefe ni su ayudante tampoco vieron el stand. Como consecuencia, nos llevamos por delante el stand, las galletas y hasta el horno. Como consecuencia de nuestros actos una persona se quedó sin poder hacer (y vender) galletas durante un tiempo.
Para solucionar el problema, tuve que hacer un informe sobre el incidente de las galletas. Me ha llevado más tiempo del que debería, por mil y motivos que no vienen al caso, pero la cuestión es que me ha sorprendido la respuesta que ha tenido mi informe. Ya la primera persona que se lo mostré me dijo que me inculpaba demasiado. En el informe, asumía mi responsabilidad por no haber comunicado al conductor que el stand de las galletas podría estar allí. Llevo ya varios años organizando el festival de primavera y sé que, cada año, el stand de las galletas está más o menos en el mismo lugar. Al menos sé que por la zona suele haber stands como el de las galletas, pequeñitos y difíciles de ver. Cada año compruebo que con el camión no pasamos cerca para no tener problemas pero este año me despisté. Eso, unido a que era la primera vez que este camión y su conductor venían al festival hizo que aquello acabara como el rosario de la aurora. Pero yo asumía que había sido culpa mía, porque yo debería haber avisado.
La cuestión es que acabé suavizando el informe, diciendo que era mi culpa, pero no insistiendo tanto. Envié el informe al jefe de todos los festivales (los hay de primavera, de verano y ¡hasta de otoño e inverno!) y le pareció estupendo, excepto lo de que asumiera la responsabilidad. Al final, me dijo algo así que antes de enviarlo a los grandes jefes de la capital del Reino (que a su vez se lo tienen que enviar a otros grandes jefes de la misma capital), lo hiciera más descriptivo, sin asumir la responsabilidad claramente, porque en realidad, en el camión iba más gente que tenía que haber estado pendiente del stand de las galletas.
Yo, que soy muy obediente, hice caso, claro. Y aunque no sé cómo acabará esta historia, esto me ha enseñado una cosa tan real y habitual en este país nuestro como ésta: aquí nadie asume las responsabilidades. Ni el último mono ni el más alto político. Nadie es capaz de entonar un mea culpa y asumir que una decisión tomada ha sido errónea. No sólo eso. Si alguien levanta la mano y dice “Sí, he sido yo”, todo el mundo se sorprende. Y hasta está mal visto. Parece que a nadie le gusta que se encuentren culpables de los fallos y los errores, parece que ofende que alguien acepte que se equivocó, que hizo algo mal y ese error tuvo consecuencias en otras personas. Y me flipa, me flipa mucho, porque lo de tirar balones fuera me parece de cobardes y de incompetentes. Y, por lo visto, de esos los hay por todas partes.
domingo, 2 de noviembre de 2014
Noviembre 2008
Sábado, 1 de noviembre de 2008.
Creta (Grecia).
Sopla viento sur. Las temperaturas son inusualmente altas para la época del año.
Conduzco un pequeño coche rojo. Quedan tres semanas para que abandone Creta y aprovecho que ya ha acabado la temporada veraniega para alquilar un coche durante ese tiempo a un precio razonable. “Es rojo, ¡siempre he querido un coche rojo!”, le había dicho el día anterior al tipo que lleva meses alquilándome un diminuto coche amarillo algunos fines de semana, con el que he recorrido casi toda la isla. “Si me lo llegas a decir antes, te doy uno rojo en vez del amarillo”, me dice.
He salido de casa temprano. De ese diminuto apartamento a unos 15 Km al este de Heraklion rodeado de olivos y con vistas al mar que ha sido mi hogar durante los últimos meses. En el maletero, la toalla de la playa, algo de comida y ropa para pasar dos días fuera. Aún no sé dónde dormiré esa noche.
Me dirijo al oeste. Y luego al sur. Atravieso un túnel escarbado en la roca, de un solo carril y con un semáforo que regula el tráfico. Cruzo pueblos desiertos, casas abandonadas e iglesias blancas y azules. Conduzco durante horas. Y llego a un monasterio junto a aguas cristalinas, Chryssokalitissa. Me paro, aparco y paseo por su silencio.
Sigo hacia el sur, sabiendo que mi destino está próximo. Y, por fin, llego a la playa de aguas cristalinas y arenas rosadas. Elafonissi. He oído hablar tanto de ella… Está nublado, hay algo de viento, pero el viento sur es cálido y en seguida me lanzo al agua. Por supuesto. Soy casi la única visitante de la playa. Ya no hay turistas, ya es temporada baja y estoy conociendo una Creta mucho más sosegada y calmada que la de meses atrás. Paseo, nado, hago fotos y espanto lagartijas que quieren comerse mi comida.
Y sale el sol. Y la playa reluce en todo su esplendor. Sí. Aguas cristalinas. Arenas rosadas. Cielos azules. La infinidad del mar, del cielo. He llegado al fin del mundo, al final de la isla y he parado a contemplarlo.
Por la tarde, sigo mi camino, por esas carreteras cretenses cuyas señales en griego ya hace mucho que entiendo perfectamente. Mi piel, oliendo a crema solar y sal marina, dice que es verano, los árboles de hojas amarillas dicen que es otoño. Más pueblos semidesérticos, más casas abandonadas. Y, de nuevo, esas señales confusas que indican al mismo lugar por dos caminos diferentes. Ah, los cretos me confunden.
Llego al lugar donde pasaré la noche, Palaiochora, un pequeño pueblo en una diminuta península. Al oeste, una playa de arena, sobre la que veo ponerse el sol. Al este, playa de rocas y la inmensidad de las montañas del sur. Alquilo una habitación con vistas al mar y me voy a dormir pronto. Me duele mucho la cabeza.
Por la mañana, reemprendo mi camino de vuelta al norte, más pueblos abandonados, más casas desérticas. Veo letreros en griego y alemán, que no entiendo muy bien qué pintan allí. Aún no he visitado el museo de Chania, así que aún no conozco bien la batalla de Creta y aún no estoy flipada con la historia de esta isla, pero me queda poco para estarlo. Ovejas y cabras se cruzan en mi camino. Llego a otra playa mítica por aquí, Phalasarna, pero está muy nublado y el viento sur no calienta por aquí. La playa está desierta. Me pego un baño y decido aventurarme hacia Gramvousa. Dicen que es un paraíso. Pero el viaje es un auténtico desastre, el camino es totalmente impracticable para mi diminuto vehículo y vuelvo por donde he venido, maldiciendo haber dejado pasar la oportunidad de visitar Balos en verano. Así que cambio de planes y me dirijo a la península de Akrotiri, que está junto a Haniá. Me paro en un monumento que hay, con vistas a la ciudad. Me pego un último baño en Stravros, la famosa playa en la que Anthony Quinn se marca un baile al final de "Zorba el griego". A mi lado, unos militares americanos, supongo que destinados en la cercana base militar, hacen lo mismo. Visito varios monasterios y flipo, flipo con su magia, con su silencio, con su paz, con su belleza desconchada, con un gato que acompaña mi paseo y que, como mínimo, debe ser el espíritu de algún hombre santo. Me hago un par de fotos (entonces aún no se llamaban selfies) y el gato, no sé muy bien cómo, se cuela en todas ellas.
De camino a casa, se me hace de noche, claro. Oscurece ya muy pronto en Creta. Demasiado. Vuelvo con las retinas llenas de imágenes y lugares, con la memoria de la cámara de fotos llena (más de 600 hice ese fin de semana) y con la sensación de que estoy un poquito más enamorada de esta isla.
Me alucina lo rápido que olvido algunas cosas y lo nítidos que son mis recuerdos de otras. Aunque hayan pasado ya seis años.
Las fotos, hechas con la cámara compacta que tenía entonces, una auténtica todo terreno, son algunas de aquellas más de 600.
Creta (Grecia).
Sopla viento sur. Las temperaturas son inusualmente altas para la época del año.
Conduzco un pequeño coche rojo. Quedan tres semanas para que abandone Creta y aprovecho que ya ha acabado la temporada veraniega para alquilar un coche durante ese tiempo a un precio razonable. “Es rojo, ¡siempre he querido un coche rojo!”, le había dicho el día anterior al tipo que lleva meses alquilándome un diminuto coche amarillo algunos fines de semana, con el que he recorrido casi toda la isla. “Si me lo llegas a decir antes, te doy uno rojo en vez del amarillo”, me dice.
He salido de casa temprano. De ese diminuto apartamento a unos 15 Km al este de Heraklion rodeado de olivos y con vistas al mar que ha sido mi hogar durante los últimos meses. En el maletero, la toalla de la playa, algo de comida y ropa para pasar dos días fuera. Aún no sé dónde dormiré esa noche.
Me dirijo al oeste. Y luego al sur. Atravieso un túnel escarbado en la roca, de un solo carril y con un semáforo que regula el tráfico. Cruzo pueblos desiertos, casas abandonadas e iglesias blancas y azules. Conduzco durante horas. Y llego a un monasterio junto a aguas cristalinas, Chryssokalitissa. Me paro, aparco y paseo por su silencio.
Sigo hacia el sur, sabiendo que mi destino está próximo. Y, por fin, llego a la playa de aguas cristalinas y arenas rosadas. Elafonissi. He oído hablar tanto de ella… Está nublado, hay algo de viento, pero el viento sur es cálido y en seguida me lanzo al agua. Por supuesto. Soy casi la única visitante de la playa. Ya no hay turistas, ya es temporada baja y estoy conociendo una Creta mucho más sosegada y calmada que la de meses atrás. Paseo, nado, hago fotos y espanto lagartijas que quieren comerse mi comida.
Y sale el sol. Y la playa reluce en todo su esplendor. Sí. Aguas cristalinas. Arenas rosadas. Cielos azules. La infinidad del mar, del cielo. He llegado al fin del mundo, al final de la isla y he parado a contemplarlo.
Por la tarde, sigo mi camino, por esas carreteras cretenses cuyas señales en griego ya hace mucho que entiendo perfectamente. Mi piel, oliendo a crema solar y sal marina, dice que es verano, los árboles de hojas amarillas dicen que es otoño. Más pueblos semidesérticos, más casas abandonadas. Y, de nuevo, esas señales confusas que indican al mismo lugar por dos caminos diferentes. Ah, los cretos me confunden.
Llego al lugar donde pasaré la noche, Palaiochora, un pequeño pueblo en una diminuta península. Al oeste, una playa de arena, sobre la que veo ponerse el sol. Al este, playa de rocas y la inmensidad de las montañas del sur. Alquilo una habitación con vistas al mar y me voy a dormir pronto. Me duele mucho la cabeza.
Por la mañana, reemprendo mi camino de vuelta al norte, más pueblos abandonados, más casas desérticas. Veo letreros en griego y alemán, que no entiendo muy bien qué pintan allí. Aún no he visitado el museo de Chania, así que aún no conozco bien la batalla de Creta y aún no estoy flipada con la historia de esta isla, pero me queda poco para estarlo. Ovejas y cabras se cruzan en mi camino. Llego a otra playa mítica por aquí, Phalasarna, pero está muy nublado y el viento sur no calienta por aquí. La playa está desierta. Me pego un baño y decido aventurarme hacia Gramvousa. Dicen que es un paraíso. Pero el viaje es un auténtico desastre, el camino es totalmente impracticable para mi diminuto vehículo y vuelvo por donde he venido, maldiciendo haber dejado pasar la oportunidad de visitar Balos en verano. Así que cambio de planes y me dirijo a la península de Akrotiri, que está junto a Haniá. Me paro en un monumento que hay, con vistas a la ciudad. Me pego un último baño en Stravros, la famosa playa en la que Anthony Quinn se marca un baile al final de "Zorba el griego". A mi lado, unos militares americanos, supongo que destinados en la cercana base militar, hacen lo mismo. Visito varios monasterios y flipo, flipo con su magia, con su silencio, con su paz, con su belleza desconchada, con un gato que acompaña mi paseo y que, como mínimo, debe ser el espíritu de algún hombre santo. Me hago un par de fotos (entonces aún no se llamaban selfies) y el gato, no sé muy bien cómo, se cuela en todas ellas.
De camino a casa, se me hace de noche, claro. Oscurece ya muy pronto en Creta. Demasiado. Vuelvo con las retinas llenas de imágenes y lugares, con la memoria de la cámara de fotos llena (más de 600 hice ese fin de semana) y con la sensación de que estoy un poquito más enamorada de esta isla.
Me alucina lo rápido que olvido algunas cosas y lo nítidos que son mis recuerdos de otras. Aunque hayan pasado ya seis años.
Las fotos, hechas con la cámara compacta que tenía entonces, una auténtica todo terreno, son algunas de aquellas más de 600.
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