martes, 31 de diciembre de 2013

13 de 2013


Yo antes, cuando tenía otro blog, cada año me dedicaba a hacer un resumen de los viajes que había hecho ese año, de las noches que había pasado fuera de casa, de los aviones que había cogido y de los países que había visitado. Pero era un poco agobiante, la verdad, y a veces hasta angustioso. En los últimos tiempos, ya ni lo hice. Desde que tengo este blog, sólo ha habido un final de año antes que éste y admito que he tenido que ir a la entrada correspondiente para ver qué había escrito.
 
Éste ha sido un año bastante mierdoso en general, pero si miro atrás, en mi caso, no ha sido tan malo. Qué va. Con la historia de GordiPé de las trece cosas que nos hacen sonreír o ser felices o llenarnos de buen rollo, empecé a pensar a ver si era capaz de encontrar trece cosas de mi año que me provocaran eso. Y flipé. Porque me salían más de trece. Eso sí, tengo que admitir que algunas de ellas las he recordado mirando el blog, porque las había olvidado. Creo que pongo tanto empeño en olvidar algunas cosas malas que, sin querer, algunas buenas desaparecen misteriosamente de mi mente. Es así, esta cabecita mía.

Ahí van algunas de las cosas que me han hecho feliz este año. Trece para ser exactos.

1. Las agujas. Esto debe sonar a marujeo total, pero tejer me hace feliz. Aunque empecé en 2012, ha sido este 2013 en el que me he lanzado más. Gorritos, cuellos, faldas, mantitas. Ahora ya me lanzo a todo. Aunque ahora mismo sufro una pequeña crisis tejedora, ya que estoy a punto de deshacer el que iba a ser mi primer jersey, cuando ya está casi, casi listo. Pero es que es demasiado grande. Y ya que hacemos las cosas, las hacemos bien.
 
2. Una carretera costera en Irlanda del Norte. Porque, a pesar de todo, fue una pasada.

3. Una cerveza y un libro en el Cap de Creus. Uno de mis lugares a los que volvería siempre. Siempre.

4. Namibia. Con todo lo que significa. Siempre me da una pereza mortal ir: demasiadas horas de avión, demasiado trabajo, un lugar tan fascinante como extraño. Pero Namibia tiene algo mágico, especial. Horas y horas de trabajo se compensan viendo lobos marinos, paseando por el desierto, comiendo junto a flamencos, visitando Etosha, comprando telas o presumiendo de mis trencitas namibias. He pasado cinco semanas de este año allí, más una el año pasado. Tras mi isla natal y Creta, es el tercer lugar en tierra firme en el que más tiempo he estado en mi vida. El mar va aparte.

5. El mar. Siempre el mar. He pasado un mes este año, con momentos más o menos buenos. Me quedo con la primera semana en el mar, en un barco que no conocía, una campaña compacta, tranquila, curiosa e irrepetible.
 
6. Una velada con Joseph Fiennes. Uff. Qué momento.

7. Mi coche nuevo. Vale, sí, esto es materialista total, pero comprarme CocheCapricho fue lo que necesitaba en ese momento. Y estoy encantada de haberlo conocido. Muy encantada.

8. Las albonquetas. Por el momento risas que conllevaron. Y todos los momentos de risa tonta y absurda que he pasado con mi familia, con mis amigos; esas cervezas, vinos o copas compartidas. Esas explosiones de risa en momentos absurdos son lo más de lo más. Esas confidencias delante de un vaso de lo que sea son también lo más de lo más. Ver reír a la gente de tu alrededor. Reír con ellos. Estar con la gente que quieres. Compartir con ellos. ¿Hay algo mejor?

9. El lindy hop. Llevo ya meses escuchando swing y viendo bailar lindy hop. Incluso en verano fui a una clase. Pero con tanto ir y venir de aviones, no me he puesto en serio a aprender a bailar. El otro día, fui a otra clase y flipé. Quiero bailar lindy. ¡Ya! ¡Quiero ser una hopper!

10. El monasterio, el cementerio y Venecia. Cómo un viaje de trabajo se convierte además en un viaje con amigos. Volver a Venecia. Visitar un cementerio mágico. Y volver a un monasterio aislado del mundo en el encontrar esa paz que a veces todos necesitamos. Todo fue genial.

11. El casino de Constanza. No me entusiasmó especialmente el viaje a Rumanía, nada, pero cuando vi el casino de Constanza, a la cálida luz del atardecer, emitiendo toda su magia, caí rendida a sus pies. Sin contemplaciones.

12. Asturias y la supervivencia de las plantas. Me gustó volver a Asturias. El rato que pasamos sentados en un banco en Cudillero es de lo mejorcito del año. Sin duda. Pero hubo muchos otros momentos, como el baño en la playa de San Antolín, el mejor del año. Relacionado con este viaje, me quedo con el montaje que hice para que mis plantas sobrevivieran en mi ausencia. Y hablando de plantas… mis plantas… mis ginkgos… verlos crecer es de lo mejorcito de cualquier año. 

13. El espectáculo navideño de luces y música en Bruselas. Mi relación amor-odio con Bruselas tendió inexorablemente hacia el amor cuando vi en la Grand Place un espectáculo de luces y música que me puso los pelos de punta. Qué maravilla.

Como decía, ha habido más de trece momentos buenos este año, muchos más. Y espero que 2014 traiga todavía más. Para mí y para todos.
 

Feliz entrada de año.

viernes, 27 de diciembre de 2013

Huerto en invierno

El invierno es una época poco emocionante en cuanto a plantas. Todo va más despacio, más lento, cuando no ha muerto directamente. Además, con tanto viaje, he tenido el huerto un poco más abandonado de lo habitual. Aún así, hay algunas cosas que han estado sucediendo estos días en mi universo hortícola.

La planta de Navidad. Indispensable en estas fechas. Siempre se me muere, pero de momento sigue viva y (casi tan) vivaz como cuando la traje a casa.



Los guisantes. He decidido plantar guisantes. Compré los planteles hace varias semanas y, por fin, estos días los he trasplantado a sus macetas.



Los mini-cactus. Ya conté aquí cómo murió mi maravilloso cactus. Ahora he re-adoptado unos mini-cactus, hijos de aquél, que en su día regalé a mi hermana la gafapasta (aún le han quedado unos cuantos, ¿eh? No se los he quitado todos).


Los fresales No estoy convencida de que estén del todo saludables. Son hijos del gran fresal que tiré a final del verano (“¿Ahora que se empezaba recuperar lo has tirado?”, me preguntó mi padre) y uno de ellos sobrevivía en un botellín de agua sólo con agua, sin tierra. Ahora, por fin, he trasplantado al pequeño fresal y he metido ambos en un pequeño invernadero, por eso del frío.


Las buganvillas. Quería buganvillas. Desde hace el tiempo. La gente no hace más que repetirme que dan mucha porquería, que no valen la pena, pero quería intentarlo. Trasplanté tres ramas cortadas de la planta de una amiga, a ver si arraigan y crecen.


El ginkgo. Mi niño. Bueno, los ginkgos. Mis niños. Adoro a estos arbolitos. Sigo con fascinación su evolución. Esta época del año es fascinante: pasan en pocas semanas del verde más maravilloso al amarillo más intenso hasta que acaban perdiendo todas las hojas. Ya lo dije una vez: tener en casa un árbol (dos en este caso) de hoja caduca es como tener un gato en casa, me paso el día recogiendo las hojas que pierde. En nada, en unos días, incluso antes de final de año, mis ginkgos serán sólo unos palitos en una maceta con tierra. Hasta la próxima explosión primaveral. Hasta entonces, disfruto de su esplendor dorado.




jueves, 26 de diciembre de 2013

Solsticio de invierno

Mañana del día de Nochebuena.

06:30. Suena el despertador de mi móvil nuevo. Al principio no lo reconozco, ¡suena tan raro! Lo paro. Durante un mini-segundo me planteo realmente lo de levantarme. ¿A las seis y media? ¿En un día que no trabajo? ¿En invierno? ¡Ja! Me doy la vuelta y me acurruco entre las sábanas.

06:40. Pero tal vez debería levantarme. Yo había puesto el despertador por algo guay. Pero igual no vale la pena. Es invierno. Es de noche. Hace frío. Y estoy en la cama súper feliz, súper abrigadita. Pero si no me levanto, igual me arrepiento. Pero si me levanto y luego no vale la pena, igual me enfado por no haberme quedado en la cama.

06:44. Vale, el límite son las siete menos cuarto. Si a y 45 no me levanto, pues ya no me levanto. Pero si quiero ir… pues me tendré que levantar.

06:45. Suena el despertador radio, colocado a una distancia suficientemente lejana como para obligar a levantarme para pararlo. Mierda. Ahora sí que no me podré dormir. No lo entiendo. Cuando suena para ir a trabajar, ni lo oigo. Y hoy sí. ¿Será una señal? Venga, me levanto.

06:46. Fantaseo con la idea de salir a la calle con el pijama debajo de la ropa. Pero tampoco hace tanto frío. Bah, no voy a desayunar, así gano tiempo. Pero tengo hambre. Mucha hambre. Miro por la ventana: hay nubes, pero no está totalmente cubierto. Hay esperanzas.

07:00. Desayuno una tostada de pan con sobrasada y miel. ¿Que nunca lo habéis probado? Es néctar de dioses. Me salto el té, ya me lo tomaré cuando vuelva.

07:10. Me visto. Voy sobre la hora prevista. Cojo la réflex digital. Le ponto el objetivo 55-200 y meto el 18-55 en el bolso. Por si acaso.

07:15. Salgo de casa. Es de noche. No hace tanto frío como creía. Menos mal que me he quitado el pijama.

07:19. Llego a la parada del servicio público de bicis. Hay muchas, muchas bicis. Hm, tal vez haya salido demasiado pronto de casa.

07:23. Llevo a mi destino. Si es que esto de las bicis es la leche. Vale, es muy pronto. Qué digo yo, requetepronto. Llego a la entrada del Museo de Arte Moderno y Contemporáneo, Es Baluard, situado en el recinto amurallado que rodeaba la ciudad. Oh, hay más gente. Menos mal. No he sido la única pringada que se presenta aquí a estas horas. Siguen las nubes.

07:30. La chica de seguridad del Museo aparece puntual a abrir el acceso a las terrazas, acceso abierto de forma excepcional estos días. Y a estas horas. Nos da los buenos días a la poco más de media docena de pringados cargados con cámaras de fotos, trípodes, guantes y bufandas.

07:32. Subo por primera vez a las terrazas de Es Baluard. Nunca había estado. Aún es de noche. Las vistas son preciosas: la Catedral (nuestra Seu), el Castillo de Bellver, toda la ciudad, la bahía. Un enorme crucero espera para entrar en el puerto.

07:45. Esto se va animando. Cada vez hay más gente. La gente va tomando posiciones. Poco a poco, se va haciendo de día. La oscuridad va dejando paso a una claridad tan tenue que apenas es perceptible. Ahora soy totalmente consciente de que he madrugado demasiado. Pero no pasa nada. Voy haciendo pruebas con la cámara, jugando con la luz, apreciando esa claridad tan sutil que va iluminándolo todo.

07:50 (o por ahí). Se apagan las luces de las calles. Cada vez hay más claridad. Y más gente. Pero hay nubes. De todas maneras, hay una pequeña franja despejada en todo el horizonte. Aún hay esperanzas…

07:55. Vale. Ya. Que salga el sol de una vez, que empiezo a tener frío.

08:00. Suenan las campanas de algunas iglesias. La claridad del día es palpable. La Seu, a contraluz, sigue estando oscura. La piedra y el cristal de su rosetón parecen del mismo material, oscuro, gris, apagado.

08:03. Ya nos vemos todos las caras. Quien más quien menos mira de reojo a sus compañeros de excursión matutina, sólo sombras hasta pocos minutos antes. Somos más de cincuenta personas, casi un centenar mirando hacia el este, con legañas en los ojos y esperanzas de que el sol venza a las nubes.

08:06. Un niño a mi lado grita “¡Ya se ve!”. Y tiene razón el enano. De repente, el rosetón se ilumina tenuemente de color rojo. Rojo fuego. No sé si alguien lo dice, si lo pienso yo o si lo he leído en algún sitio: parece que se haya prendido fuego dentro de la Seu. El efecto no es espectacular: las nubes limitan mucho el momento, pero el brillo, la luz, es clara. El sol recién salido atraviesa los dos rosetones de los extremos de la Catedral, a modo de gigantesco caleidoscopio arquitectónico. Astronomía, arquitectura, diseño, y belleza se aúnan en este momento casi mágico.

08:10. “Ya se ha acabado por hoy”, dice alguien. “Podemos ir ya a desayunar”, comenta otro. Pero no nos movemos. No sé si por un respeto a nuestros ancestros capaces de diseñar algo así, por miedo a romper la magia o, simplemente, con la esperanza de ver algo más. El rosetón vuelve a estar muerto, sin luz. Aparece un señor mayor, con auriculares puestos y a paso ligero: “¿Se ha visto algo hoy?”. “Un poco.”, le contesta alguien, “Se ha visto algo, pero sólo un poco”.

La gente empieza a desfilar, nos vamos todos a casa en esta mañana de Nochebuena. Vuelvo a pie, pensando en lo que acabo de ver, en lo que significa, en la belleza de las cosas que parecen simples, pero que en realidad son sumamente complejas. Y llego a la conclusión que acabo de inaugurar una nueva tradición a repetir en cada solsticio de invierno.

Hay bastante información en internet sobre este fenómeno, como en la página de la Societat Balear de Matemàtiques (que son los que han promovido el conocimiento de este efecto y que organiza actividades cada año), documentos científicos, fotos y vídeos, incluyendo la noticia en el Telediario de La 1 o en el programa “Un país en la mochila”.

Vale la pena madrugar para ver algo así. Lo prometo.

En las fotos, sucesión de imágenes de la Seu, antes, durante y después del espectáculo de luz.








lunes, 23 de diciembre de 2013

"El médico" de Noah Gordon

Hacía tiempo que quería leer este libro, no sólo porque había oído hablar mucho de él, sino porque el anterior libro que me había leído de Noah Gordon, “La bodega”, me había gustado mucho. Admito que me daba un poco de pereza leerlo, por sus 700 y pico páginas, no por el hecho de ser largo en sí, sino porque no me imaginaba a mí misma paseándome por aeropuertos del mundo con un libro tan gordo. Solución: leerlo en el libro electrónico. Je.

La novela cuenta la vida de Rob J. Cole, desde su infancia en Londres hasta la edad adulta, contando las vicisitudes de su vida en su proceso de alcanzar su sueño: ser médico. Después de unos primeros años como ayudante de cirujano-barbero, Cole viaja a Ispahán para estudiar medicina, en un viaje lleno de tantas aventuras como las que vivirá también en Persia, epidemias y guerras incluidas.

Me gusta mucho el estilo de Noah Gordon, el planteamiento de sus historias, cómo sus novelas no sólo te entretienen sino que te enseñan: con “La bodega” aprendí mucho del cultivo de la uva y la fabricación del vino; con “El médico” he conocido una parte de la Historia totalmente desconocida para mí, Historia de Persia y de Inglaterra, pero también sobre la vida y las costumbres persas y judías y sobre medicina. No es que sea una novela histórica, pero sí que integra la Historia en la vida de los personajes, o mejor dicho, integra los personajes en la Historia.

“El médico” es el primer libro de una trilogía, así que tendré que leerme los otros dos. Me ha gustado lo suficiente como para seguir leyendo. Ah, y hace unos días descubrí que van a estrenar una película basada en esta novela. Y tiene una pinta estupenda. Habrá que verla.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

De matanzas

Un cerdo murió.

Era lo que tocaba.

Ya lo dicen, eso de que a todo cerdo le llega su sanmartín.

A éste le llego en un sábado frío de finales de noviembre.

Yo aún dormía.

Cuando llegué, ya no tenía cabeza y estaba a punto de ser colgado de sus patas traseras.

Cuando llegué, había 3.5ºC.

Cuando llegué, no llovía.

Luego, a lo largo del día hubo limpieza de intestinos, herramientas cortantes, frito a media mañana, música tradicional, pimentón y pimienta negra, lluvia, frío, pies secándose junto al fuego, agujas e hilo, delicias gastronómicas colgadas esperando a madurar.

También hubo una cena que me perdí, porque tenía que volver a casa, a preparar la maleta para un nuevo viaje (glups).

Nunca me dejaré de sorprender de lo mucho (de lo todo) que se aprovecha de un cerdo.

Qué gran criatura.













jueves, 12 de diciembre de 2013

Raro, raro

Ay, Bruselas, Bruselas.

Curiosa ciudad, ésta.

Una ciudad con edificios en los que el primer piso es el 01 y el segundo piso es el 1.


Igual es que se lo han quitado a otros edificios que no tienen primero. ¡Ni cuarto!


Es tan rara esta ciudad, que hasta hay tostadoras en las mesas de los restaurantes.



Así no me sorprende que en el Parlamente Europeo se tomen decisiones raras. Nosotros, por si acaso, comemos cada día vigilando a los europarlamentarios.


Menos mal que siempre nos quedará el chocolate. De las variedades más curiosas. Hasta de confeti.

Ahora que lo pienso, esta tableta se parece un poco a unas gráficas que hecho hoy, ¿no?

Ay, Bruselas, Bruselas.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Bruselas (Reloaded)

Cuando estuve en octubre en Bruselas, además de unos días de reunión disfruté de unos días de vacaciones. Los viajes de trabajo que se convierten (antes o después) en viajes de placer con amigos son una de esas curiosidades bastante esporádicas de las que hay que disfrutar.

Ahora que he vuelto a Bruselas, me ha parecido buen momento de rescatar algunas fotos de aquellos días, que en su momento no compartí, por pereza o falta de tiempo. Así que aquí estamos, de nuevo en Bruselas, recordando momentos anteriores en Bruselas, pero también en Brujas y en Gante, ciudades a las que hicimos una rápida visita. Fue un viaje de volver a lugares que ya conocía (Le Grand Place, el Manneken Pis y su equivalente femenina, el Atomium, Brujas) y conocer sitios nuevos (como el Parlamentarium, Gante o algunas zonas de Bruselas).

Bruselas en diciembre es tan fría como Bruselas en octubre. Estos días hace sol como entonces (aunque también nos llovió), pero no lo vemos en todo el día: cuando llegamos al edificio de la reunión es aún casi de noche; cuando salimos es ya noche cerrada. Pero Bruselas estos días tiene un curioso encanto navideño del que ya hablaré otro día.

Hoy toca recordar imágenes de un viaje de hace tres meses. Con frío. Con amigos. Con faringitis.

 








 

 

lunes, 9 de diciembre de 2013

La mantita de M.

M. aún no ha nacido, pero le he tejido una mantita. Empecé a tejerla al poco de enterarme de que su madre la esperaba (y fue bastante pronto). Aún así, he tenido que acabarla casi, casi corriendo, porque M. está a punto de venir al mundo, cualquier día de estos. Y quería que, si me pillaba de viaje, la mantita ya estuviera en su casa. M. no lo sabe, pero su mantita ha viajado conmigo varias veces. Y bastante lejos. Ha viajado conmigo a Namibia, donde tejí mucho. Ha viajado conmigo a Marsella, donde tejí poquito. Ha viajado conmigo a Copenhague, donde no tejí nada.

M. es una niña que no sé si será rubia o castaña, con ojos marrones o azules, alta o baja, llorona o tranquila. Pero lo que sé es que va a ser una niña muy, muy querida. Bueno, ya lo es. Y que tendrá una mantita de colorines. Una mantita que ha viajado a Namibia, Francia y Dinamarca. Algún día se lo contaré.

Me ha hecho mucha ilusión tejer este proyecto. Aunque tejer regalos siempre es delicado (¿Le gustará? ¿No le gustará? ¿Quedará bien? ¿Quedará mal? ¿La acabaré a tiempo?), creo que tengo que hacerlo más a menudo. Me gusta sí.

El patrón lo encontré aquí. Lo seguí de la misma manera que sigo las recetas de cocina: tomo lo que me parece y modifico lo que me apetece. No tengo a mano la referencia de la lana, ya editaré la entrada y la actualizaré otro día.

En las fotos, la mantita de M.



domingo, 8 de diciembre de 2013

Mandela

En el aeropuerto de Johannesburgo, hay una figura de Mandela, a tamaño natural. Creo recordar que está hecha de pequeñas cuentas, pero no estoy totalmente segura. Es una figura grande, no sé si él era muy alto o la figura es más grande de lo que él era. La figura lleva una de esas camisas tan coloridas, camisas Madiba las llaman, el nombre de la tribu de Mandela y como le conocían en Sudáfrica. Muy cerca de la figura, hay precisamente una tienda de este tipo de camisas.

He seguido con atención las noticias de la muerte de Mandela, desde que me enteré el jueves por la noche. Ha habido una especie de evolución en la información, al principio todo, absolutamente todo, eran halagos hacia su figura, hacia su labor en la eliminación del apartheid. Luego la cosa se fue diluyendo, con críticas no a él ni a su labor, sino a aquellos que en su día lo condenaron y ahora lo alaban, y con una visión un poco más realista de la situación actual de Sudáfrica: sí, no hay apartheid, pero la situación dista mucho del mundo de igualdad por el que Mandela luchó.

Recuerdo una conversación sobre Mandela, a los pies del faro de Swakopmund, hace apenas de 3 meses. Hablaba con una española afincada allí sobre la visión que tienen los namibios de Mandela. Me sorprendió, lo admito. Me sorprendió porque para ellos Mandela es una figura que los países del primer mundo han ensalzado y adoran, un representante del fin del apartheid, cuando en realidad, Mandelas hubo muchos, gente luchando contra el apartheid hubo mucha y, en realidad, sus Mandelas son diferentes a los nuestros. No es que infravaloran la labor que hizo, sino que la relativizaban en un contexto mucho más amplio, en un contexto que nosotros ni siquiera conocemos. Digamos que los blancos convertimos a Mandela en un héroe, cuando héroes hubo muchos más.

Supongo que también lo del fin del apartheid se ve muy distinto en Sudáfrica o Namibia que cómo lo vemos en Europa. Como decía antes, la sensación que tuve yo en Namibia es que el apartheid no existía sobre el papel, pero sí en la realidad. No conozco Sudáfrica, pero de lo que conozco de Namibia puedo decir que allí la igualdad está muy lejos de ser real. En Swakopmund no hay un solo negocio, ni uno solo, cuyo dueño sea negro. Los blancos son, en general, los ricos. Los negros, los pobres. No verás negros viviendo en los lujosos chalets que hay a orillas del mar, igual que no verás blancos viviendo en Mondesa. No hay colegios exclusivos para blancos y colegios exclusivos para negros, pero no son tantas las escuelas que son interraciales en la práctica. Como tampoco son tantos los restaurantes en los que hay clientes de ambas razas. Cuando estuvimos en Etosha, los únicos visitantes negros del parque (además de nuestro acompañante) eran niños de colegios cercanos, que vimos el último día. La noche que cenamos en el restaurante de Okauko, nuestro amigo negro era el único cliente de color y juraría que el trato hacia él del camarero negro era diferente que hacia nosotras, dos chicas blancas.

La realidad es ésta: aún queda mucho por hacer. Y no nos pensemos que en nuestra cómoda Europa las cosas son mejor. Hace unas semanas, estando en Copenhague, viví una experiencia que me llamó la atención. Estaba haciendo cola en recepción, esperando para pedir un certificado de mi estancia en el hotel (suena tan raro como es), cuando las chicas que había justo delante de mí (unas nórdicas muy rubias) hicieron un gesto tan sutil como racista. Había dos recepcionistas: uno negro y otro blanco y rubio. Ambos estaban atendiendo a otros clientes, a punto de acabar los dos, pero el chico negro acabó antes, apenas unos segundos, pero antes y se dirigió a las chicas sonriendo. Ellas lo ignoraron y miraron al chico rubio, que acababa en ese preciso instante de atender a otro cliente y se dirigieron a él. Así. Sin más. Con total disimulo, o con total descaro. Por despiste o por racismo. No lo sé. Pero la cara que se le quedó al recepcionista negro fue todo un poema. En dos segundos se recompuso y pasó a sonreírme a mí y a atenderme (súper profesionalmente, súper diligentemente, súper educadamente). Me llamó mucho la atención, mucho, mucho y me pareció una situación bastante desagradable.

Y ahora Mandela ha muerto. Su labor fue increíble, sí, pero necesitamos muchos más Mandelas para lograr vivir en una sociedad como con la que él soñaba. Entre las muchas frases suyas que estos días circulan por doquier, hay una que me parece especialmente significativa: “La educación es el arma más poderosa que puedes usar para cambiar el mundo”. Es así. Si esas muchachas rubias hubieran vivido con naturalidad desde pequeñas la realidad interracial del mundo, probablemente su reacción hubiera sido distinta. Si yo desde pequeña hubiera conocido la realidad interracial del mundo (de pequeña, para mí los negros eran sólo cabecitas oscuras en las huchas del Domund), no hubiera necesitado viajar a Namibia para saber cómo se siente un negro en mitad de un mundo blanco, porque es exactamente igual que cómo se siente un blanco en mitad de un mundo negro. Porque sí, al fin y al cabo, todos somos iguales.