Hoy se acaba el año, se acaba 2015.
No puedo quejarme de este año, la verdad. Creo que ha transcurrido razonablemente bien para mí, sin grandes tragedias, ni dramas, ni desastres. Empezó con una faringitis de campeonato, pero la salud me ha respetado bastante. Ahora que me he rendido a la medicina tradicional china, creo que mis defensas están mejorando. O eso quiero pensar. Tampoco puedo quejarme de la salud de los que me rodean; vale, no ha sido todo un camino de rosas, pero hemos ido superando las cosas que han ido apareciendo. Los hospitales cada vez me gustan menos, pero hay cosas con las que no queda más remedio que aprender a convivir.
Ha sido un año bueno, decía. Si no he recontado mal, he viajado once veces por motivos laborales (cinco de ellas a Roma) y dos veces por placer. Creo que ha sido el año (en los últimos tiempos) que en menos países extranjeros he estado: Italia, Francia y Bélgica. Y ya. Me sigue flipando viajar, me encanta viajar, pero también me encanta los períodos que paso sin viajar, disfrutar de mi rutina, de mi vida, de mi gente. Este año el equilibrio ha sido bastante sensato. He descubierto lugares que se me han grabado en la mente, como el cementerio aconfesional de Roma o la cascada en un río de Sant-Laurent-le-Minier. He estado en sitios donde nunca había estado. He estado en Mallorca, Menorca, Ibiza y Formentera. He pasado un mes y pico en el mar. He disfrutado mucho, mucho de estar en el mar.
He leído quince libros, cuatro en inglés. He visto poco cine, muy poco. Me he enganchado a unas cuantas series. Ha sido el año que he escrito menos en este blog, pero aquí sigue, aquí sigo y que esto siga durando. He ido al teatro y a conciertos. Le recogí el micrófono que se le había caído al suelo a Oliver Stone (y me dijo “Thank you, madam”). Me hice una foto con David Ordinas y otra con Abel Folk. Me he vuelto loca bailando swing. Ahora sí, ahora por fin ha llegado ese momento en el que bailo y bailo sin preocuparme si lo hago bien o mal, sólo lo disfruto.
He tejido bastante. Una chaqueta de bebé, tres jerséis, un par de mitones, unos patucos, un cuello, una cesta, una bufanda, una manta y parte de otra. Igual más cosas que no recuerdo. He pasado de tejer sola a tejer acompañada: virtualmente en grupos de facebook y personalmente con un grupo de tejedoras de los jueves. Tejer es mi súperpoder. Ja.
Este año ha sido la primera vez que no he votado en unas elecciones, pero no porque no quisiera, sino porque un viajes inesperado me impidió ir a votar. La segunda vez sí que voté. Y con todas mis ganas.
He visto caer granizos como piedras a finales de verano, que me abollaron el coche. He visto más trombas de aguas sobre el mar que en toda mi vida anterior. He visto tantos cetáceos en libertad que ni me lo podía creer. He plantado guisantes y zanahorias. Me he enamorado, cada día, de mi jardín de gingkos.
He despertado. Con despertar me refiero a que no me siento la ameba que era en años anteriores. Tengo el corazón tranquilo, no me he enamorado, no me han roto el corazón, pero ha estado alegre, está alegre por mil y una chorradas. Y lo siento vivo, vivo como hace mucho que no lo sentía. Creo que esto de la acupuntura me ha dado una energía y vitalidad que necesitaba. O igual es que ya tocaba esto de sentirse así de bien.
No creo que me equivoque al decir que he reído mucho más de lo que he llorado este año. He reído mucho, mucho. He pasado ratos maravillosos con gente que quiero, con amigos, con familia, con colegas. Y eso ha sido lo mejor de este año: estar con la gente que quiero, reírme con ellos, hablar, charlar, cotillear, tomar cañas, vinos, copas o lo que sea, bailar. Y ahí también incluyo a la gente que conozco sólo en esta vida 2.0 que no es que sea una vida paralela a la 1.0, sino que es complementaria. Así que a todos los que habéis formado parte de mi vida, os habéis cruzado en algún momento conmigo durante 2015, gracias por estar ahí, gracias por formar parte de este año que hoy acaba.
En la foto, el faro de Es Cap de Barbaria, donde acaba Formentera.
jueves, 31 de diciembre de 2015
domingo, 27 de diciembre de 2015
Últimamente
Últimamente, cada vez que voy a bailar lindy hop, no hago fotos, sólo bailo, bailo, bailo.
Me gusta esta nueva yo que no puede parar quieta cuando oye música swing. Por eso no puedo escuchar swing mientras trabajo, porque acabo moviendo los pies debajo de la mesa y siguiendo el ritmo con las manos. A veces sí que lo escucho, mientras cocino o estoy por casa e improviso pasos de baile en el pasillo o de camino al balcón a tender ropa. Pero no es sólo eso, aunque no esté escuchando música, de vez en cuando viene a mi mente alguna melodía, alguna letra y mis pies se dejan llevar, tanto si estoy tumbada en la cama como subiendo las escaleras en el trabajo.
No hago fotos, decía, sólo bailo. Ayer no fue menos, así que la que ilustra esta entrada es prácticamente la única foto que hice, mucho (mucho) después de la medianoche, cuando ya nos íbamos, casi los últimos, en esa extraña competición no convocada de ver quién se va más tarde. Salimos a las calles desiertas de un pueblo del centro de la isla, notando el frío, la humedad de la madrugada chocando con nuestros cuerpos aún empapados de sudor del que ha pasado horas bailando.
Qué grande la Glissando Big Band, qué bien alargar la noche con Dj Set Sing Sing Sing.
Esta mañana me pitaban los oídos y seguía oyendo la música en mi cabeza. Aunque, he de deciros, que cuando acabó el concierto pensé “¿Ya? ¿Cómo que ya?”.
El tiempo vuela cuando te lo pasas bien. El tiempo vuela cuando tus pies vuelan con la música.
Hoy necesitaba una siesta pero no he podido dormirme. Y por la tarde he ido al teatro. Estoy cansada de las pocas horas de sueño de la pasado noche pero, ¿sabéis qué? Ahora me iría a bailar. De hecho, escucho swing mientras escribo esto.
¿Qué me pasa, doctor? ¿Es grave?
[Esta entrada llegó primero a instagram, pero allí se quedó corta así que se ha transformado en entrada de blog].
Me gusta esta nueva yo que no puede parar quieta cuando oye música swing. Por eso no puedo escuchar swing mientras trabajo, porque acabo moviendo los pies debajo de la mesa y siguiendo el ritmo con las manos. A veces sí que lo escucho, mientras cocino o estoy por casa e improviso pasos de baile en el pasillo o de camino al balcón a tender ropa. Pero no es sólo eso, aunque no esté escuchando música, de vez en cuando viene a mi mente alguna melodía, alguna letra y mis pies se dejan llevar, tanto si estoy tumbada en la cama como subiendo las escaleras en el trabajo.
No hago fotos, decía, sólo bailo. Ayer no fue menos, así que la que ilustra esta entrada es prácticamente la única foto que hice, mucho (mucho) después de la medianoche, cuando ya nos íbamos, casi los últimos, en esa extraña competición no convocada de ver quién se va más tarde. Salimos a las calles desiertas de un pueblo del centro de la isla, notando el frío, la humedad de la madrugada chocando con nuestros cuerpos aún empapados de sudor del que ha pasado horas bailando.
Qué grande la Glissando Big Band, qué bien alargar la noche con Dj Set Sing Sing Sing.
Esta mañana me pitaban los oídos y seguía oyendo la música en mi cabeza. Aunque, he de deciros, que cuando acabó el concierto pensé “¿Ya? ¿Cómo que ya?”.
El tiempo vuela cuando te lo pasas bien. El tiempo vuela cuando tus pies vuelan con la música.
Hoy necesitaba una siesta pero no he podido dormirme. Y por la tarde he ido al teatro. Estoy cansada de las pocas horas de sueño de la pasado noche pero, ¿sabéis qué? Ahora me iría a bailar. De hecho, escucho swing mientras escribo esto.
¿Qué me pasa, doctor? ¿Es grave?
[Esta entrada llegó primero a instagram, pero allí se quedó corta así que se ha transformado en entrada de blog].
jueves, 24 de diciembre de 2015
domingo, 20 de diciembre de 2015
20D
Domingo, 20 de diciembre de 2015.
Llamo a mis padres a su casa alrededor de las diez de la mañana.
Contesta mi madre.
- ¡Viva la República!
- ¡Jajaja! ¿Habéis ido a votar ya?
- ¡No! Tu padre se está haciendo la tualet.
- Claro, tiene que ir guapo a votar.
Voy a su casa, para intentar planificarme la mañana. Me encuentro a mi padre poniéndose aftershave como si no hubiera mañana.
- ¿Vamos a votar? ¿Ahora? ¿Más tarde? Tengo que freír unas pechugas de pollo…
- Nos vamos ahora, ¡ya! ¡Venga! ¡Vamos!
Qué prisas. Les hablo de mi teoría de que los sobres del senado son de distintos tonos de naranja y se asustan pensando que “van a saber a quién vamos a votar”. “Qué más da.”, digo yo, “Yo he cogido un sobre que no correspondía al partido que voto”. Río con maldad, pero siento que nadie me entiende.
El barrio está animado, mucho para un domingo de invierno a las 10:30 de la mañana, con la niebla aún levantándose. El colegio electoral es un hervidero de gente. Vamos a nuestra mesa electoral (la han cambiado de sitio este año) y hacemos cola. ¡Hacemos cola! Creo que nunca había pasado. Mi madre se intenta colar, como siempre.
- ¡Mamá! ¡No te cueles!
- Es que yo llevo bastón, me tendrían que dejar pasar antes.
- Fíjate: en las mesas electorales todas son mujeres- dije mi padre.
- No, también hay hombres. Mira, ahí y ahí.
- Sí, pero mira, en esa mesa tres mujeres, en ésa otra, tres mujeres, en esa de ahí…
- Mamá, espera aquí, no te cueles. Mira qué niña tan mona.
- Qué graciosa, sí.
- Es vecina nuestra.
- Qué va.
- Que sí, mira sus padres.
- Pero, ¿no era un bebé? ¡Cómo corre!
Nos toca votar. Primero mi madre. Entrega el DNI.
- Puede votar, señora.
- Venga, mamá, di algo. – me arrepiento de haberlo dicho. “Por favor, que no diga lo de viva la república”. Sonríe con cara de pilla, duda un segundo, ay, que lo dice. Antes de que me de tiempo a decir “Di ‘Que la fuerza te acompañe’”, habla ella.
- Yo he venido aquí por la cesta de Navidad.
Risas generalizadas en la mesa electoral (sí, tres mujeres).
- Ay, señora, ya la hemos dado, no nos queda ninguna. Jajaja.
Mi madre se aparta de la mesa y se pone a charlar animadamente con una de las señoras. Mi padre da su DNI, pero la que tiene que buscar su nombre no lo hace porque está hablando con mi madre. Y hay una buena cola.
- Mamá, deja a la señora trabajar.
- Qué va, si no me molesta…
En el otro extremo de la mesa, la otra señora sigue pronunciando el apellido de mi padre, pero la señora ríe con mi madre. La aparto discretamente. Obviamente, no encuentran su apellido, que es también el mío, claro. Nunca lo encuentran.
- Con “U”, va con “U” antes de la “I”. – insisto.
Al final lo encuentra y mientras mi padre vota, entrego mi DNI dando saltitos. Estoy contenta por poder votar. En abril no pude y ahora me hace ilusión.
- ¡Anda, ésta es fácil! ¡Una combinación de los dos apellidos anteriores!
Qué iluminada, la tía. Suele pasar, cuando eres hijo de tus padres.
Voto, murmurando “yo voto, yo voto, yo voto”, porque no se me ocurre nada original que decir. Mierda, no sirvo para jedi.
Nos vamos del colegio.
- Mamá, creía que ibas a decir lo de “Viva la República”.
- Sí, lo iba a decir, casi lo digo, pero he pensado que mejor que no. Qué van a pensar…
Mi padre nos mira escandalizado, niega con la cabeza y dice “Me voy a por el periódico. Y a dar un paseo corto, enseguida vuelvo”. Me sorprende que mi padre haga eso (“paseo corto”), con lo que le gusta caminar y sólo son las 11 de la mañana. Luego me acuerdo de que a las 11:30 juega el Barça y lo dan por la tele. Claro, ahora todo cuadra, hasta las prisas por ir a votar.
- Me voy a casa a freír unas pechugas – le digo a mi madre-, vente si quieres.
- ¿Qué me vas a poner a hacer?
- Nada, mujer, para hacerme compañía.
- Uy, no, tengo mucho que hacer. Tengo que hacer la cama. –salir de casa sin hacer la cama es pecado mortal en el universo de mis padres.
- Vale, como quieras. Si vienes, acuérdate de que el timbre de la puerta no funciona.
La fiesta de la democracia, dicen. Mi vida sí que es una fiesta.
En la foto, los sobres que he recibido durante la campaña electoral. ¿Veis como los naranjas son diferentes?
Llamo a mis padres a su casa alrededor de las diez de la mañana.
Contesta mi madre.
- ¡Viva la República!
- ¡Jajaja! ¿Habéis ido a votar ya?
- ¡No! Tu padre se está haciendo la tualet.
- Claro, tiene que ir guapo a votar.
Voy a su casa, para intentar planificarme la mañana. Me encuentro a mi padre poniéndose aftershave como si no hubiera mañana.
- ¿Vamos a votar? ¿Ahora? ¿Más tarde? Tengo que freír unas pechugas de pollo…
- Nos vamos ahora, ¡ya! ¡Venga! ¡Vamos!
Qué prisas. Les hablo de mi teoría de que los sobres del senado son de distintos tonos de naranja y se asustan pensando que “van a saber a quién vamos a votar”. “Qué más da.”, digo yo, “Yo he cogido un sobre que no correspondía al partido que voto”. Río con maldad, pero siento que nadie me entiende.
El barrio está animado, mucho para un domingo de invierno a las 10:30 de la mañana, con la niebla aún levantándose. El colegio electoral es un hervidero de gente. Vamos a nuestra mesa electoral (la han cambiado de sitio este año) y hacemos cola. ¡Hacemos cola! Creo que nunca había pasado. Mi madre se intenta colar, como siempre.
- ¡Mamá! ¡No te cueles!
- Es que yo llevo bastón, me tendrían que dejar pasar antes.
- Fíjate: en las mesas electorales todas son mujeres- dije mi padre.
- No, también hay hombres. Mira, ahí y ahí.
- Sí, pero mira, en esa mesa tres mujeres, en ésa otra, tres mujeres, en esa de ahí…
- Mamá, espera aquí, no te cueles. Mira qué niña tan mona.
- Qué graciosa, sí.
- Es vecina nuestra.
- Qué va.
- Que sí, mira sus padres.
- Pero, ¿no era un bebé? ¡Cómo corre!
Nos toca votar. Primero mi madre. Entrega el DNI.
- Puede votar, señora.
- Venga, mamá, di algo. – me arrepiento de haberlo dicho. “Por favor, que no diga lo de viva la república”. Sonríe con cara de pilla, duda un segundo, ay, que lo dice. Antes de que me de tiempo a decir “Di ‘Que la fuerza te acompañe’”, habla ella.
- Yo he venido aquí por la cesta de Navidad.
Risas generalizadas en la mesa electoral (sí, tres mujeres).
- Ay, señora, ya la hemos dado, no nos queda ninguna. Jajaja.
Mi madre se aparta de la mesa y se pone a charlar animadamente con una de las señoras. Mi padre da su DNI, pero la que tiene que buscar su nombre no lo hace porque está hablando con mi madre. Y hay una buena cola.
- Mamá, deja a la señora trabajar.
- Qué va, si no me molesta…
En el otro extremo de la mesa, la otra señora sigue pronunciando el apellido de mi padre, pero la señora ríe con mi madre. La aparto discretamente. Obviamente, no encuentran su apellido, que es también el mío, claro. Nunca lo encuentran.
- Con “U”, va con “U” antes de la “I”. – insisto.
Al final lo encuentra y mientras mi padre vota, entrego mi DNI dando saltitos. Estoy contenta por poder votar. En abril no pude y ahora me hace ilusión.
- ¡Anda, ésta es fácil! ¡Una combinación de los dos apellidos anteriores!
Qué iluminada, la tía. Suele pasar, cuando eres hijo de tus padres.
Voto, murmurando “yo voto, yo voto, yo voto”, porque no se me ocurre nada original que decir. Mierda, no sirvo para jedi.
Nos vamos del colegio.
- Mamá, creía que ibas a decir lo de “Viva la República”.
- Sí, lo iba a decir, casi lo digo, pero he pensado que mejor que no. Qué van a pensar…
Mi padre nos mira escandalizado, niega con la cabeza y dice “Me voy a por el periódico. Y a dar un paseo corto, enseguida vuelvo”. Me sorprende que mi padre haga eso (“paseo corto”), con lo que le gusta caminar y sólo son las 11 de la mañana. Luego me acuerdo de que a las 11:30 juega el Barça y lo dan por la tele. Claro, ahora todo cuadra, hasta las prisas por ir a votar.
- Me voy a casa a freír unas pechugas – le digo a mi madre-, vente si quieres.
- ¿Qué me vas a poner a hacer?
- Nada, mujer, para hacerme compañía.
- Uy, no, tengo mucho que hacer. Tengo que hacer la cama. –salir de casa sin hacer la cama es pecado mortal en el universo de mis padres.
- Vale, como quieras. Si vienes, acuérdate de que el timbre de la puerta no funciona.
La fiesta de la democracia, dicen. Mi vida sí que es una fiesta.
En la foto, los sobres que he recibido durante la campaña electoral. ¿Veis como los naranjas son diferentes?
sábado, 19 de diciembre de 2015
En la tierra
Me gusta pensar que, algún día, mis tres ginkgos vivirán en un lugar más adecuado para ellos que una pequeña maceta en la galería de un piso de ciudad.
Me gusta pensar que vivirán en la tierra, que sus raíces crecerán en el sentido de la gravedad hasta donde quieran, que las puntas de sus raíces no encontrarán límites, no chocarán contra las paredes frías de una maceta de plástico.
Me los imagino junto a una casa de puerta roja, que crecerán y crecerán hacia el cielo azul, que sentirán el viento, la lluvia y cualquier inclemencia meteorológica que se presente sin casi inmutarse.
Me los imagino marcando el ritmo de las estaciones. Llenos de sus peculiares hojas verdes en verano, dando una sombra sobria y alargada. Hojas virando al amarillo a principios del otoño, deslumbrando con ese amarillo brillante que tienen a finales del otoño. En silencio, señoriales y desnudos en invierno, con una manta de hojas a sus pies, que me harán refunfuñar porque lo invadirán todo, pero también sonreír por sus peculiares formas. Y en primavera, decenas y decenas de diminutas yemas que se irán formando en las ramas desnudas, poco a poco, como si nada y, de repente, la explosión primaveral, cientos de diminutas hojas naciendo al unísono, bajo un sol tibio.
A veces me siento culpable, teniendo tres árboles en una maceta. Pero luego pienso en los planes que tengo para ellos y creo que, si pudieran, entenderían que esto es sólo temporal, que algún día los plantaré en su lugar definitivo, mucho más amplio, adecuado y coherente a su naturaleza, en la tierra a la que pertenecen.
En las fotos, mis ginkgos, hoy. No puedo dejar de mirarlos.
Me gusta pensar que vivirán en la tierra, que sus raíces crecerán en el sentido de la gravedad hasta donde quieran, que las puntas de sus raíces no encontrarán límites, no chocarán contra las paredes frías de una maceta de plástico.
Me los imagino junto a una casa de puerta roja, que crecerán y crecerán hacia el cielo azul, que sentirán el viento, la lluvia y cualquier inclemencia meteorológica que se presente sin casi inmutarse.
Me los imagino marcando el ritmo de las estaciones. Llenos de sus peculiares hojas verdes en verano, dando una sombra sobria y alargada. Hojas virando al amarillo a principios del otoño, deslumbrando con ese amarillo brillante que tienen a finales del otoño. En silencio, señoriales y desnudos en invierno, con una manta de hojas a sus pies, que me harán refunfuñar porque lo invadirán todo, pero también sonreír por sus peculiares formas. Y en primavera, decenas y decenas de diminutas yemas que se irán formando en las ramas desnudas, poco a poco, como si nada y, de repente, la explosión primaveral, cientos de diminutas hojas naciendo al unísono, bajo un sol tibio.
A veces me siento culpable, teniendo tres árboles en una maceta. Pero luego pienso en los planes que tengo para ellos y creo que, si pudieran, entenderían que esto es sólo temporal, que algún día los plantaré en su lugar definitivo, mucho más amplio, adecuado y coherente a su naturaleza, en la tierra a la que pertenecen.
En las fotos, mis ginkgos, hoy. No puedo dejar de mirarlos.
lunes, 14 de diciembre de 2015
El obispo, la secretaria y el marido de ésta
El obispo de Mallorca folla más que tú. Y lo sabes. |
Yo, que nunca me entero nada ni de lo que pasa en mi entorno ni, mucho menos de lo que ocurre en las altas esferas de mi isla, no había oído a hablar del tema hasta ese momento. Pero como yo muchos otros, vamos. Eso sí, nada nos impedía opinar sobre el tema, nada ni nadie. Y la historia es tan, tan, tan jugosa que ha competido estos días en todas las conversaciones en la isla con lo de las elecciones. Y, no nos engañemos, la historia del obispo, la secretaria y el marido de ésta es mucho más divertida (y morbosa) que la política actual.
He oído de todo sobre esta historia. Unos poniéndose a favor del marido, otros de la esposa, otros del obispo. Hay quien le echa la culpa a ella, hay quien se la echa al marido y hay quien al obispo. Todos opinamos, decimos, discutimos, nos escandalizamos y hasta nos echamos unas risas. Circulan ya memes sobre el tema, como el que ilustra esta entrada (“El obispo folla más que tú, y lo sabes”, nos dice un sonriente Tomeu Penya).
Yo suelo acabar diciendo dos cosas. Primero, que es difícil opinar y juzgar sobre una historia de la que (aunque nos pese) no conocemos apenas nada (ya sabéis, eso de que no debemos juzgar a nadie, porque no sabemos las batallas que está librando esa persona). Y segundo, que me encanta esta historia, mucho. Si pudiera escoger, yo querría que esto fuera una historia de amor maravillosa, muy a lo Pájaro Espino, de amores imposibles y locos. Me encanta cómo hemos ido conociendo la historia, el misterio que la ha rodeado, la historia de los personajes y pensar que, oh, el amor, el amor que mueve el mundo es también el origen de la mayoría de nuestros problemas.
Igual es que, en el fondo, soy una romántica.
miércoles, 9 de diciembre de 2015
"Ubik" de Philip K. Dick
Sentía curiosidad por leer otro libro del autor de “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?”, libro interesante que ya comenté aquí. El universo de este autor es fascinante y bastante perturbador. Y eso es lo que me ha parecido “Ubik”, un libro que mientras leía me parecía extraño e inquietante pero cuyo último capítulo en general y su final en particular me ha encantado. Me dejó buen sabor de boca cuando lo acabé, hace ya unas semanas. Raro pero grato.
La historia se desarrolla en un futuro en el que se pueden mantener a los muertos con un cierto nivel de vida (o, mejor dicho, mantenerlos conectados con los vivos). Personajes con poderes especiales (como la telepatía), espionaje y extraños acontecimientos, lugares y universos paralelos se suceden en una historia que empieza con una emboscada en la luna y que tiene el extraño protagonismo de Ubik, el producto comercial que da nombre a la novela.
Es una historia curiosa y compleja, un poco paranoica. Me cuesta mucho meterme en la mente de este autor, debía tener un coco brillante para parir historias como ésta, crear sus universos tan peculiares y personales. Pero no sé qué tienen sus personajes que se hacen querer. Ya me pasó con el Rick Deckard de “¿Sueñan las ovejas…?” (aunque en ese caso ya tenía en mente al maravilloso Harrison Ford como protagonista de “Blade Runner”) y ahora con Joe Chip. Un tipo curioso este Joe. Una mente fascinante la de Philip K. Dick.
La historia se desarrolla en un futuro en el que se pueden mantener a los muertos con un cierto nivel de vida (o, mejor dicho, mantenerlos conectados con los vivos). Personajes con poderes especiales (como la telepatía), espionaje y extraños acontecimientos, lugares y universos paralelos se suceden en una historia que empieza con una emboscada en la luna y que tiene el extraño protagonismo de Ubik, el producto comercial que da nombre a la novela.
Es una historia curiosa y compleja, un poco paranoica. Me cuesta mucho meterme en la mente de este autor, debía tener un coco brillante para parir historias como ésta, crear sus universos tan peculiares y personales. Pero no sé qué tienen sus personajes que se hacen querer. Ya me pasó con el Rick Deckard de “¿Sueñan las ovejas…?” (aunque en ese caso ya tenía en mente al maravilloso Harrison Ford como protagonista de “Blade Runner”) y ahora con Joe Chip. Un tipo curioso este Joe. Una mente fascinante la de Philip K. Dick.
lunes, 7 de diciembre de 2015
Swing, swing, swing
Creo que ya he hablado por aquí alguna vez de mi afición al lindy hop, un estilo de baile de la música swing. A lo tonto a lo tonto, llevo ya unos dos años bailando lindy y, aunque parece mucho tiempo, falto mucho a clase y me lo tomo como lo que es: una afición. En serio pero sin agobiarme, vamos. Así que igual no soy muy buena, pero me lo paso muy bien, que de eso se trata.
Llevo dos noches seguidas bailando swing. Podrían haber sido tres, pero hoy he decidido recluirme en casa (por la tarde, por la mañana he ido al monte a por setas) y retirarme a mis aposentos pronto; el cuerpo me lo pedía. Pero llevo dos noches bailando swing, decía, y me lo he pasado estupendamente.
Tenía muchas, muchas ganas de este fin de semana de cuatro días y de las muchas oportunidades de bailar que iba a tener. Tenía ganas porque me he pasado las dos semanas previas de viaje (a Roma, como ya conté aquí y a Málaga, aunque de eso no he tenido ni tiempo de hablar ¡y eso que conocí a La Rizos!). Viajar mola, claro, pero a veces te pierdes cosas que te apetecen, cosas que quieres vivir. Y a veces viajar sólo es sinónimo de trabajar y estar lejos de casa. Y aunque han sido viajes buenos y reuniones que han ido muy bien, tenía muchas ganas de este fin de semana de swing, swing y swing. Y eso que no me he apuntado a ninguno de los talleres que ha habido este fin de semana de Jornadas de Cultura Swing. Pero sabía que, volviendo de dos viajes seguidos, necesitaba parar un poco.
Llevo todo el fin de semana con música swing en la cabeza. En cualquier momento, en cualquier lugar. Me descubro a mi misma tarareando canciones que me encanta escuchar, canciones que me gusta bailar. Me descubro a mi misma dando pasos de baile donde y cuando menos me lo espero, casi a escondidas, incluso de camino a casa, a las tantas de la noche, con sueño en los ojos y los pies cansados.
He bailado hasta perder el aliento. He bailado hasta notar las gotas de sudor cayendo por mi espalda y el flequillo mojado pegado a la frente. He bailado con la única intención de bailar, bailar, bailar y disfrutarlo todo el tiempo. He bailado con la música en directo de los chicos de Long Time No Swing y con música enlata. Y he sonreído, he sonreído mucho. Porque una cosa que me provoca este baile es sonreír. Bailo sonriendo. Bailamos sonriendo, debería decir, porque no soy a la única que le ocurre.
Como dice a menudo mi hermana la gafapasta, bailar es soñar con los pies.
No dejemos de soñar.
No dejemos de bailar.
Y, para rematar, un vídeo de la que creo que fue la primera vez que vi a alguien bailando swing, en la peli “Swing Kids”. La vi en el cine hace un millón de años, cuando ni me planteaba que algún día podría acabar bailando algo así. Me encantó. Y eso que mi adorado Kenneth Branagh hace de malo. Y por si alguien se pregunta si yo bailo así: por supuesto, por supuesto que no.
Llevo dos noches seguidas bailando swing. Podrían haber sido tres, pero hoy he decidido recluirme en casa (por la tarde, por la mañana he ido al monte a por setas) y retirarme a mis aposentos pronto; el cuerpo me lo pedía. Pero llevo dos noches bailando swing, decía, y me lo he pasado estupendamente.
Tenía muchas, muchas ganas de este fin de semana de cuatro días y de las muchas oportunidades de bailar que iba a tener. Tenía ganas porque me he pasado las dos semanas previas de viaje (a Roma, como ya conté aquí y a Málaga, aunque de eso no he tenido ni tiempo de hablar ¡y eso que conocí a La Rizos!). Viajar mola, claro, pero a veces te pierdes cosas que te apetecen, cosas que quieres vivir. Y a veces viajar sólo es sinónimo de trabajar y estar lejos de casa. Y aunque han sido viajes buenos y reuniones que han ido muy bien, tenía muchas ganas de este fin de semana de swing, swing y swing. Y eso que no me he apuntado a ninguno de los talleres que ha habido este fin de semana de Jornadas de Cultura Swing. Pero sabía que, volviendo de dos viajes seguidos, necesitaba parar un poco.
Llevo todo el fin de semana con música swing en la cabeza. En cualquier momento, en cualquier lugar. Me descubro a mi misma tarareando canciones que me encanta escuchar, canciones que me gusta bailar. Me descubro a mi misma dando pasos de baile donde y cuando menos me lo espero, casi a escondidas, incluso de camino a casa, a las tantas de la noche, con sueño en los ojos y los pies cansados.
He bailado hasta perder el aliento. He bailado hasta notar las gotas de sudor cayendo por mi espalda y el flequillo mojado pegado a la frente. He bailado con la única intención de bailar, bailar, bailar y disfrutarlo todo el tiempo. He bailado con la música en directo de los chicos de Long Time No Swing y con música enlata. Y he sonreído, he sonreído mucho. Porque una cosa que me provoca este baile es sonreír. Bailo sonriendo. Bailamos sonriendo, debería decir, porque no soy a la única que le ocurre.
Como dice a menudo mi hermana la gafapasta, bailar es soñar con los pies.
No dejemos de soñar.
No dejemos de bailar.
Y, para rematar, un vídeo de la que creo que fue la primera vez que vi a alguien bailando swing, en la peli “Swing Kids”. La vi en el cine hace un millón de años, cuando ni me planteaba que algún día podría acabar bailando algo así. Me encantó. Y eso que mi adorado Kenneth Branagh hace de malo. Y por si alguien se pregunta si yo bailo así: por supuesto, por supuesto que no.
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