Creta (Grecia).
Sopla viento sur. Las temperaturas son inusualmente altas para la época del año.
Conduzco un pequeño coche rojo. Quedan tres semanas para que abandone Creta y aprovecho que ya ha acabado la temporada veraniega para alquilar un coche durante ese tiempo a un precio razonable. “Es rojo, ¡siempre he querido un coche rojo!”, le había dicho el día anterior al tipo que lleva meses alquilándome un diminuto coche amarillo algunos fines de semana, con el que he recorrido casi toda la isla. “Si me lo llegas a decir antes, te doy uno rojo en vez del amarillo”, me dice.
He salido de casa temprano. De ese diminuto apartamento a unos 15 Km al este de Heraklion rodeado de olivos y con vistas al mar que ha sido mi hogar durante los últimos meses. En el maletero, la toalla de la playa, algo de comida y ropa para pasar dos días fuera. Aún no sé dónde dormiré esa noche.
Me dirijo al oeste. Y luego al sur. Atravieso un túnel escarbado en la roca, de un solo carril y con un semáforo que regula el tráfico. Cruzo pueblos desiertos, casas abandonadas e iglesias blancas y azules. Conduzco durante horas. Y llego a un monasterio junto a aguas cristalinas, Chryssokalitissa. Me paro, aparco y paseo por su silencio.
Sigo hacia el sur, sabiendo que mi destino está próximo. Y, por fin, llego a la playa de aguas cristalinas y arenas rosadas. Elafonissi. He oído hablar tanto de ella… Está nublado, hay algo de viento, pero el viento sur es cálido y en seguida me lanzo al agua. Por supuesto. Soy casi la única visitante de la playa. Ya no hay turistas, ya es temporada baja y estoy conociendo una Creta mucho más sosegada y calmada que la de meses atrás. Paseo, nado, hago fotos y espanto lagartijas que quieren comerse mi comida.
Y sale el sol. Y la playa reluce en todo su esplendor. Sí. Aguas cristalinas. Arenas rosadas. Cielos azules. La infinidad del mar, del cielo. He llegado al fin del mundo, al final de la isla y he parado a contemplarlo.
Por la tarde, sigo mi camino, por esas carreteras cretenses cuyas señales en griego ya hace mucho que entiendo perfectamente. Mi piel, oliendo a crema solar y sal marina, dice que es verano, los árboles de hojas amarillas dicen que es otoño. Más pueblos semidesérticos, más casas abandonadas. Y, de nuevo, esas señales confusas que indican al mismo lugar por dos caminos diferentes. Ah, los cretos me confunden.
Llego al lugar donde pasaré la noche, Palaiochora, un pequeño pueblo en una diminuta península. Al oeste, una playa de arena, sobre la que veo ponerse el sol. Al este, playa de rocas y la inmensidad de las montañas del sur. Alquilo una habitación con vistas al mar y me voy a dormir pronto. Me duele mucho la cabeza.
Por la mañana, reemprendo mi camino de vuelta al norte, más pueblos abandonados, más casas desérticas. Veo letreros en griego y alemán, que no entiendo muy bien qué pintan allí. Aún no he visitado el museo de Chania, así que aún no conozco bien la batalla de Creta y aún no estoy flipada con la historia de esta isla, pero me queda poco para estarlo. Ovejas y cabras se cruzan en mi camino. Llego a otra playa mítica por aquí, Phalasarna, pero está muy nublado y el viento sur no calienta por aquí. La playa está desierta. Me pego un baño y decido aventurarme hacia Gramvousa. Dicen que es un paraíso. Pero el viaje es un auténtico desastre, el camino es totalmente impracticable para mi diminuto vehículo y vuelvo por donde he venido, maldiciendo haber dejado pasar la oportunidad de visitar Balos en verano. Así que cambio de planes y me dirijo a la península de Akrotiri, que está junto a Haniá. Me paro en un monumento que hay, con vistas a la ciudad. Me pego un último baño en Stravros, la famosa playa en la que Anthony Quinn se marca un baile al final de "Zorba el griego". A mi lado, unos militares americanos, supongo que destinados en la cercana base militar, hacen lo mismo. Visito varios monasterios y flipo, flipo con su magia, con su silencio, con su paz, con su belleza desconchada, con un gato que acompaña mi paseo y que, como mínimo, debe ser el espíritu de algún hombre santo. Me hago un par de fotos (entonces aún no se llamaban selfies) y el gato, no sé muy bien cómo, se cuela en todas ellas.
De camino a casa, se me hace de noche, claro. Oscurece ya muy pronto en Creta. Demasiado. Vuelvo con las retinas llenas de imágenes y lugares, con la memoria de la cámara de fotos llena (más de 600 hice ese fin de semana) y con la sensación de que estoy un poquito más enamorada de esta isla.
Me alucina lo rápido que olvido algunas cosas y lo nítidos que son mis recuerdos de otras. Aunque hayan pasado ya seis años.
Las fotos, hechas con la cámara compacta que tenía entonces, una auténtica todo terreno, son algunas de aquellas más de 600.
"Mi piel, oliendo a crema solar y sal marina, dice que es verano, los árboles de hojas amarillas dicen que es otoño". Si existe un paraíso, esa es una de sus definiciones más perfectas. Decir que me has dado envidia y nostalgia por cosas que (todavía) no me han pasado es poco.
ResponderEliminarLa foto del retrovisor es pa echarle un marco.
Saludos!!
:-)
EliminarLa foto está un poco quemada, la verdad.
Es que Creta es mucha Creta. :)
ResponderEliminarMuchisísisisimo.
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