Está situado a popa, en la aleta de babor, junto a una de las puertas de arrastre. Allí voy cuatro o cinco veces al día. Es siempre al final de cada muestreo, cuando ya se han acabado las maniobras que implicarían que estar allí es peligroso o que molesto al trabajo de los marineros. Así, cuando las puertas ya están trincadas, me voy a esa esquina, a ese rinconcito de mi mundo marino y, subida a un escalón con rejilla, tengo una perspectiva de lo que hay más allá del barco, a nuestra popa.
Lo que veo es esto:
Esto es el arte experimental que utilizamos en los muestreos. Es un arte de arrastre, pero de un tamaño muy inferior al comercial, con otras características, adecuado a lo que hacemos: muestrear y no pescar. Si veo venir el arte, con todo su equipamiento y sus sensores, respiro tranquila: un muestreo que parece que ha ido bien, un muestreo más realizado, un muestreo más en el que no ha pasado nada grave ni hemos perdido nada de material.
En mi lugar favorito del barco, tengo además vistas privilegiadas de la red cuando sube, puedo comprobar a simple vista el volumen y, aunque para cuando abren el copo ya vuelvo a estar en la cubierta, me da una primera imagen de lo que viene, de cómo viene.
Me gusta esa esquina, me encanta esa esquina. Me gusta ponerme el casco en el puente, varias cubiertas más arriba, bajar por los tres tramos de escaleras exteriores y dirigirme a mi hueco junto a la puerta, tratando de no molestar. Me gusta sacar la cabeza y comprobar que la red viene en buen estado o si tiene alguna rotura, qué es lo que viene enganchada en los calones, las gaviotas y otras aves que se acercan, miro el cielo, miro el horizonte, miro el mar. Siempre el mar.
Y así van pasando los días, aquí en el mar, yendo a mi rincón favorito, con los dedos cruzados, para que todo siga yendo tan bien como hasta ahora (mala mar y algunos mareos de ayer aparte).
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