Es una noche de otoño, víspera de Todos los Santos. Estamos en un pueblecito limítrofe entre la Serranía y la Alcarria y es precisamente esa situación fronteriza la que le da nombre. Hace frío. Las calles están iluminadas por una luz tenue proveniente de decenas de calabazas que, vaciadas con esmero por los niños del pueblo durante todo el día, iluminan ahora desde el otro lado de las ventanas de las casas. No, no estamos ya en el siglo XXI celebrando una fiesta yanqui importada, estamos a principios de los años 50 y, en este pueblo, ya hace mucho tiempo que se vacían calabazas para utilizarlas como faroles, aunque sus habitantes nunca han oído hablar de Halloween.
Un grupo de chiquillos corretea por las calles, deben tener unos diez años. Deberían estar ya en la cama, pero es la víspera de Todos los Santos y hoy puede pasar de todo. Hasta trasnochar. Se dirigen a los límites del pueblo, hacia el norte, entre risas nerviosas, tiritando de frío bajo sus jerséis y mantas, tiritando por el respeto, por el miedo que impone una noche como ésa. Van hacia el norte, saliendo del pueblo. Atraviesan la carretera, prácticamente a oscuras. Y allí se paran, en el borde del camino que asciende al cementerio.
Durante un instante, están todos callados. Nadie dice nada, nadie se atreve a dar el primer paso. Hasta que uno de los chicos, uno de nariz respingona, le da un codazo al compañero que tiene más cerca. “Venga, tú primero”. El resto empieza a jalearle. Se ha acabado el silencio, se ha acabado el esperar, toca pasar a la acción. Alguien le entrega un martillo y un clavo. “Venga, tú puedes”.
El chico, el más pequeño del grupo, da un par de pasos en dirección al cementerio. Camina apenas dos metros, en la oscuridad casi total de aquella noche sin luna. Y vuelve corriendo junto al grupo, soportando las risas de sus compañeros. Le entrega el martillo y el clavo al primer muchacho que se encuentra, un chico rubio con pecas. El chico emprende el mismo camino cuesta arriba y se aleja algo más. Pero vuelve también enseguida. Así, uno tras otro, los chicos intentan cumplir el reto que cada año se imponen a ellos mismos: llegar a la puerta del cementerio y clavar un clavo en su puerta. Lo intentan dos, tres, cuatro. Cuando ya sólo quedan tres chavales por probar, es el turno de un chaval gordito, tapado con una manta bajo la que no ha parado de temblar. Coge el martillo y el clavo, decidido a llegar a lo alto del camino, a la puerta del cementerio.
Sus compañeros le jalean, le lanzan gritos de ánimo. Llega un momento en que apenas los oye, pero sabe que no están muy lejos, el camino no es demasiado largo. El corazón le palpita ahora tan fuerte que el resto de sonidos le parecen lejanos e irreales. Pero su agudo oído le permite distinguir ruidos a ambos lados del camino, ruidos extraños, ruidos que no conoce, que no distingue, que no sabe qué son. Pero los ignora. Debe seguir, debe seguir.
En la penumbra de la noche distingue las sombras del cementerio. Ahí está, a sólo unos metros. Se coloca frente a la puerta y toca, con manos frías, la madera de ésta. Ya está, ha llegado. Se gira un momento y ve, a lo lejos, el pueblo apenas iluminado por las velas, desprendiendo una luz fantasmal que le aterra más que tranquiliza. Pero ya ha llegado, así que ahora tiene que hacerlo. Con manos temblorosas, apoya el clavo en la puerta e intenta clavarlo con el martillo. Falla una, dos veces. Casi se machaca un dedo, pero lo intenta una tercera vez. El sonido metálico del martillo contra el clavo le estremece. Siente cómo la madera cede, dejando paso al clavo. Otro martillazo, otro. Tres bastan. Es hora de volver. Sonríe para sí y se da la vuelta, dispuesto a volver, victorioso, con sus amigos.
Pero en ese momento, nota alguien tirando de su manta. Pega un grito e intenta zafarse del ente desconocido que intenta agarrarlo. Tira de nuevo de la manta y nota como aquel ser extraño la sigue agarrando. Así que, con un nuevo grito, sale corriendo colina abajo, abandonando su manta. Cuando llega junto a sus amigos, éstos le reciben con gritos de alegría, de ánimo, de sorpresa, de admiración. Pero él no se para siquiera, sigue corriendo, atravesando la carretera sin mirar, camino del pueblo, gritando: “¡Fantasmas, fantasmas!”. El resto del grupo, sin saber de quién o, peor aún, de qué huye el muchacho, le siguen, gritando como él. No paran ni para despedirse, ni para reunirse, ni para hablar de lo que ha pasado; cada uno corre hacia su casa, sin mirar atrás.
Al día siguiente, se encuentran todos en la iglesia, a la hora de la misa. No se miran, están todos cabizbajos, muchos de ellos no han podido dormir del miedo, del terror al pensar que han despertado alguna fuerza maligna que irá a por ellos. Por todos ellos. A la salida de la iglesia, el valiente vencedor del reto mira hacia el norte, hacia la calle que sale del pueblo en dirección al cementerio. Y se dirige a él, despacio.
- Eh. – le grita el chico de nariz respingona. - ¿Dónde vas?
- Tengo que recuperar la manta.- contesta, sin casi mirarle.- Mi madre me dio ayer una paliza por perderla.
Y se dirige, arrastrando los pies, hacia la iglesia. El chico de nariz respingona ni siquiera se ofrece a acompañarle.
Así que sale del pueblo, despacio y atraviesa la carretera. El cementerio está ahí, muy cerca, mucho más cerca de lo que parecía la noche anterior. Sube poco a poco por el camino, mirando el día sorprendentemente soleado que ha amanecido, los campos que rodean el pueblo, la colina en el otro extremo donde, años después construirán una torre que se acabará conociendo como El Cristo. Suspira, resignado. Tiene que enfrentarse al fantasma, al monstruo que le robó la manta la noche anterior. Sigue su camino y le parece atisbar la manta, allí, junto a la entrada del cementerio. Tal vez el monstruo se asustó tanto como él, tal vez huyó como él, dejando en su camino la vieja manta.
Ahí están, la puerta y la manta. La coge y tira de ella. Pero algo la retiene. Tira un poco más fuerte y se da cuenta de que lo que la retiene, lo que la retuvo anoche es el clavo que él mismo clavó en la puerta. El clavo que clavó en la puerta atravesando en su camino su propia manta. Frunce el ceño, entre enfadado y aliviado. Saca el clavo, después de varios intentos y usando las dos manos y lo tira al suelo. Dobla la manta y se la coloca bajo el brazo. Cuando ya se dirige de vuelta al pueblo, triste pero calmado, vuelve sobre sus pasos, lo recoge del suelo y vuelve a clavarlo en el hueco que ha dejado en la madera. Será un patoso, pero también fue un valiente llegando hasta allí y quiere que el clavo sea testigo de su triunfo.
Cuando por fin entra en el pueblo, con la manta bajo el brazo, sus amigos están todos reunidos delante de la iglesia. Se acercan hasta él corriendo y le preguntan por la manta y por el fantasma. Hasta que alguien se atreve a preguntar:
- Pero… ¿llegaste a la puerta del cementerio o no? ¿Clavaste el clavo?
- Compruébalo tú mismo. – sonríe él. Y se aleja hacia su casa, sonriendo.
En la foto, un atardecer de finales de octubre, en otro lugar, en otro tiempo.
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