Hay una carretera de sal, en mitad de tierras áridas y desérticas, que recorre los algo más de 100 Km que separan la ciudad de Swakopmund de Cabo Cross. Es una carretera no demasiado ancha, sin marcas viales y poco transitada. Sí, es una carretera solitaria, que te da idea de la grandeza y amplitud de este continente, que envuelta en la niebla es aún más solitaria y melancólica. Aunque no se parece en nada a otra carretera por la que estuve hace un par de meses, me resultó inevitable relacionarlas, compararlas, pensar en aquella carretera, en aquellos días que casi me parecen tan irreales como lejanos. Cien quilómetros de carretera de sal rodeada de paisaje desértico te dan para pensar mucho, aunque compartas coche con otras tres personas, te permiten pensar y recordar cuando, en realidad, intentas olvidar. Es increíble como algunas cosas te persiguen aunque estés a miles de quilómetros de tu vida. Aunque ¿no son estos días en el continente negro también mi vida? Es igual. Es increíble como algunas cosas te persiguen aunque estés a miles de quilómetros de tu casa.
Entre Swakopmund y Cabo Cross, hay un pueblo extraño, de casas de colores chillones que llaman la atención entre la niebla. A simple vista, parece un pueblo fantasma, sin gente, como casi todo por aquí. Pero el color vivo de las casas, su perfecto mantenimiento te hace pensar que hay vida aquí, en este pueblo, Hentiesbaai o Henties Bay. Y sí, por lo visto es una importante colonia turística, sobre todo para gente aficionada a pescar con caña o a pasear en todoterreno.
Ya llegando a Cabo Cross, junto a la carretera de sal hay multitud de pequeños puestos en los que se vende (a modo de autoservicio) cristales de sal. Qué bonitos son, qué delicados, qué increíbles. Un toque de color blanco, rosado en la monotonía del desierto de tonos apagados.
Y de vuelta de ver leones marinos, una parada en la Costa de los Esqueletos y un barco semi-hundido, encallado, lleno cormoranes. Y en la lejanía, sombras de gente junto a grandes vehículos portando grandes cañas. La Costa de los Esqueletos. Costa dura, inhóspita. Su nombre viene… pues no sé. En algunos sitios pone que se debe a los esqueletos de barcos encallados. En otros a que los antiguos marinos abandonaban carcasas de ballenas y sus esqueletos adornaban su costa arenosa. En cualquier caso, un lugar impresionante. Sobre todo con niebla, viento y olas espectaculares.
Hoy, penúltima noche en Namibia, estoy cansada y no tengo ganas de nada. Ayer se me rompió mi tobillera cretense, y la mitad de sus piezas quedaron esparcidas bajo una pasarela de madera, perdidas para siempre aquí, en la costa namibia. Aunque conseguí recuperar la mitad y ya planeo hacer algo con ellas, mi tobillera cretense ha desaparecido, como en su día pasó con mi anillo vigués. Las dos únicas chorradas, los dos únicos abalorios por los que sentía un cariño especial. Rotos, perdidos, desaparecidos. Pero ayer también volví a la librería en la que hace unos días no encontré nada y, nada más entrar, encontré el segundo libro de la trilogía de Lewis, de Peter May. El primero, “La isla de los cazadores de pájaros” (“The Blackhouse” en inglés) me entusiasmó. Ansío leerme este segundo. Aunque no sé si será demasiado inglés. Y fui al cine. Pero eso ya lo contaré otro día.
Carreteras. Tobilleras rotas. Días de sol y niebla. Ah, África. Maldita melancolía.
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