lunes, 31 de diciembre de 2018

2018

Tanto en 2016 como en 2017, me pasé el año rellenando papelitos de colores con cosas bonitas que vivía para luego, el último día del año, leer su contenido y recordar todo lo bonito que me había dado ese año. Este 2018 empecé a hacerlo, pero paré en febrero. No tenía un motivo concreto por el que dejar de hacerlo pero, visto a posteriori, tal vez ya intuía que este no sería un buen año, que sería uno de esos años con más que olvidar que de recordar, como así ha sido.

Es imposible que todo vaya bien siempre. Es imposible ser felices todo el rato y no encontrarte con cosas malas, negativas o tristes en nuestra vida. Supongo que la gracia es encontrar el equilibrio, no tanto saber ver la parte positiva de las cosas que nos duelen, sino disfrutar de lo bueno aún más de lo que lo malo nos hace sufrir. Por eso, aunque he llorado un montón en los últimos meses, acabo el año tranquila y casi diría que feliz, con un montón de ilusiones puestas en 2019, con la intención de resituarme en mi vida, de seguir disfrutando de las pequeñas cosas, de la gente bonita que está a mi alrededor, de recuperar la energía (personal y laboral) que en los últimos tiempos se me ha escapado, en gran parte, por la tristeza.

Lárgate ya, 2018. Admito que ha habido algún momento bueno, probablemente muchos más de los que recuerdo ahora mismo, pero necesito que te largues de una vez.

sábado, 22 de diciembre de 2018

El cielo de mi padre

El cielo de mi padre tiene una playa enorme, de arenas finas y blancas y aguas cristalinas. En la playa, luce un sol cálido que no quema y sopla una brisa suave y agradable que, sin embargo, no levanta olas, por lo que el mar está en calma. Mi padre pasa largas horas paseando por la orilla de la playa, mojándose los pies, o nadando en las aguas limpias y transparentes, con una gorra de visera cochambrosa de tanto usarla. A veces se sienta en una silla bajo la sombrilla, contemplando la playa y el mar, en primera línea porque, en su cielo, siempre hay sitio para clavar la sombrilla y colocar la silla en primera línea de playa. A veces, el cielo se nubla y mi padre contempla los relámpagos que se ven en el horizonte y escucha los truenos que se oyen en la lejanía con una sonrisa en los labios.

En su cielo, mi padre tiene una casa de planta baja y orientación sur, con un taller en el que guarda ordenadamente un montón de herramientas que usa frecuentemente, porque en su cielo, siempre hay algo que reparar, alguna bombilla que colgar, algún cuadro que colgar, alguna pared que pintar o alguna estantería nueva que montar. No son grandes obras, son cosas pequeñas que va haciendo poco a poco, para mejorar su casa (y seguro que la de algún que otro vecino). En su casa, tiene una tele grande en el salón, en la que siempre dan documentales de naturaleza o partidos de fútbol, que ve frecuentemente. En su cielo, el Barça gana todos los partidos y se corona campeón de todas las competiciones. La casa tiene una cocina grande y se dedica a cocinar cosas ricas, sin preocuparse de colesteroles, ni de azúcar, ni de ninguna de esas cosas que nos preocupan en la tierra. Cocina para él y para los visitantes que recibe: sus padres, su hermano pequeño, amigos de la infancia y juventud que llegaron a sus propios cielos antes que él. Hace paellas, come lechona frecuentemente y desayuna un bocata con un vaso de vino. Lo genial es que la hora del desayuno o de la comida o de la cena no está ahora relacionada con la ingesta de pastillas, porque en su cielo, mi padre no tiene ni el colesterol, ni la tensión, ni el azúcar altos; no tiene que tomar anticoagulantes, porque allí no existen las cardiopatías; no tiene problemas de retención de orina porque su vejiga está intacta y funciona estupendamente bien, sin ningún tumor jodiéndole el funcionamiento y la vida. Ni siquiera tiene que ponerse los audífonos porque oye perfectamente. Por supuesto.

Fuera de casa, en su cielo, mi padre tiene un huerto enorme. Bueno, no enorme, lo suficientemente grande para cuidarlo y cultivarlo él, sin esfuerzo. En su huerto, tiene sembradas un montón de cosas. Tomates, pimientos, fresas, berenjenas, plantas aromáticas y algún que otro árbol, como limoneros, naranjos, una higuera y un granado. Las plantas no enferman y dan unas frutas y verduras deliciosas que recoge siempre en su punto de maduración exacto. La casa tiene un porche en el que se sienta tranquilamente al anochecer, a contemplar el huerto, escuchar alguna tormenta lejana (sí, sí, son habituales las tormentas en su cielo) mientras se toma una cerveza y espera, mirando siempre el camino que llega del mundo de los vivos a su cielo. Porque en su cielo, mi padre está esperando a que llegue el amor de su vida, mi madre. Y me sabe mal tener que decirlo, pero vas a tener que esperar bastante, papi, porque tú te has ido demasiado pronto pero voy a retener aquí a mamá, con nosotras, todo el tiempo que pueda. Egoístamente. Total, al final os reencontraréis, nos reencontraremos todos. Eso es inevitable.

Mi padre, que ya lleva más de dos meses en su cielo, hoy hubiera cumplido 78 años y lo hemos celebrado comiendo y bebiendo, como mejor sabemos, como lo hubiéramos hecho si siguiera aquí.

Ay, papi, cómo te echo de menos.

En la foto, mis padres hace unos cuantos años, en una playa que se parece mucho a la de su cielo.

domingo, 9 de diciembre de 2018

Una noche inesperada


 El martes pasé una noche inesperada en Ibiza.

Volvía de Madrid a Palma y el avión se tuvo que desviar por la niebla que cubría mi ciudad y su aeropuerto. Pero aterrizamos felizmente (como bien dijo el piloto) en Ibiza. Y claro, aparecieron un montón de expertos en aeronáutica que dudaron de la decisión del piloto, de su capacidad y que pretendían arreglar el mundo con sus opiniones declamadas en voz (demasiado) alta. “Otros vuelos están aterrizando”, era la conclusión sabia de muchos. Sí, pero por lo que fuera, el nuestro no.

En realidad “por lo que fuera” era algún tema técnico del avión. El nuestro era pequeño y no tenía capacidad de aterrizar con niebla. Eso nos dijeron. Y yo, al contrario que muchos de los otros pasajeros, no soy experta en aeronáutica, así que si me dicen que nos desvían a Ibiza porque no podemos aterrizar en Palma por niebla, me hecho unas risas con el jefe, me reacomodo en mi asiento y espero a que aterricemos viendo capítulos de “Pequeñas mentirosas”.

Luego la cosa se complicó, porque querían llevarnos con otro avión más grande, pero al final no pudo ser, así que cinco horas después de aterrizar en Ibiza, por fin pudimos ir a un hotel.

De Ibiza no vi nada. Bueno, sí, Dalt Vila, los edificios que forman el casco antiguo amurallado, iluminado de noche, pero nada más. Al llegar al hotel, caí agotada en la cama, no podía más. Al día siguiente, a las siete y rodeados de nuevo de niebla, volvíamos al aeropuerto para viajar, esta vez sí, y aún teniendo que esperar algunas horas más, a nuestro destino final.

Esa noche inesperada en Ibiza me recordó la noche inesperada en Estambul de hace un año.

Hace un año viajé a orillas del mar Negro, a Batumi, una ciudad curiosísima de Georgia. La ciudad en sí bien se merecería su propia entrada, que nunca hice, pero la vuelta de ese viaje se merecería casi un libro. La cuestión es que viajar entre Batumi y mi isla era complicado, así que el viaje tenía dos etapas: Batumi-Estambul-Roma, noche en Roma y Roma-Madrid-Palma. Con la emoción de que al día siguiente viajaba a otra reunión a Barcelona que a su vez enlazaba con otra reunión en Málaga.

Nadie dijo que los viajes de trabajo fueran fáciles.

Aquel viaje de vuelta se convirtió, vuelo cancelado mediante, en una noche extra en Batumi (en una habitación de hotel más grande que mi casa. Qué digo yo, casi diría que el doble que mi casa) y en una noche inesperada en Estambul. Porque al final, lo más sencillo fue enlazar dos semanas de viaje, sin pasar por casa, antes de caer rendida por agotamiento justo en navidades (como, por otra parte, viene siendo habitual en mí). Así que me pasé dos semanas con una maleta de mano como único equipaje (salvada por el servicio de lavandería del hotel de Barcelona). Eso también se merecería una entrada propia.

Pero yo hablaba de noches inesperadas.

Lo más loco de la noche inesperada en Estambul es que, al llegar a su aeropuerto, me separé de mis compañeros de viaje (que sí llegaron a su destino final ese mismo día, bueno, más o menos), pero en la cola de los pasaportes, alguien me saludó efusivamente. “¿A quién conozco yo en Estambul?”, pensé. Pues conocía a una chica georgiana que había sufrido el mismo vuelo cancelado que yo y que volaba también a Barcelona al día siguiente (pero en un vuelo distinto al mío). Así que nos juntamos, nos hicimos amigas, nos fuimos juntas al hotel y decidimos irnos a pasear por Estambul, con una frase común “Yo, esto no lo haría sola, pero ya que estamos las dos…”.

Así que mi noche en Estambul fue más productiva que mi noche el Ibiza: Al menos paseamos por la ciudad (que recordaba sorprendentemente bien, aunque solo había estado una vez antes, hace siete u ocho años), compramos un par de cosas (incluido un bolso precioso), cenamos y nos tomamos un té. Y nos volvimos más felices que unas perdices al hotel.

La vuelta al aeropuerto al día siguiente también fue toda una odisea, pero bueno, bien está lo que bien acaba.

Y cuando la vida te regala una noche inesperada en Estambul, en Ibiza, o donde sea, hay que disfrutarla. Aunque disfrutarla signifique meterte en el hotel a dormir a pierna suelta.

Quién sabe cuándo volveré a Estambul.

Quién sabe cuándo volveré a Ibiza.

Las fotos, una de la mañana de niebla en Ibiza, la otra de la noche en Estambul.