jueves, 12 de julio de 2018

"Mansfield Park" de Jane Austen

Creo que “Mansfield Park” es el único libro de Jane Austen que no me había leído aún, así que con la excusa de las tuiteras austenida, tocó leerlo. Vaya por delante que la planificación no está saliendo según lo planeado (a estas alturas, ya deberíamos haberlos leídos todos), pero oye, la cuestión es leer.

Creo también que “Mansfield Park” es el libro que menos me ha gustado de Jane Austen. No sé si es que me ha pillado en una época un poco desenganchada de la lectura, que iba predispuesta a odiar a Fanny Price por la influencia de Lady MG o que simplemente no me ha enganchado como esperaba. El principio se me hizo largo, pesado y confuso (me tuve que hacer un esquema de personajes, no sabía quién era quién); vamos, se me atragantó un poco. Pero llegó un día que decidí que no podía ser, que tenía que acabarlo, y poco a poco fui avanzando en la historia hasta conseguirlo.

La novela cuenta la historia de Fanny Price, una jovencita de origen humilde que se va a vivir con sus tíos económicamente mejor situados, Sir Thomas y Lady Bertram. Allí crece con sus cuatro primos, dos chicos y dos chicas. Se enamora perdida y secretamente de su primo Edmund y tiene que lidiar con el enamoramiento de éste hacia Mary Crawford y del hermano de esta, Henry, hacia ella. Henry previamente se ha dedicado a tontear con las primas de Fanny, Maria y Julia, aunque la primera está comprometida al señor Rushworth. El cuarto primo, Tom, es un pájaro de cuidado que se dedica a dilapidar la fortuna familiar. Hay otros secundarios por ahí, pero creo que ya es bastante complicado el tema.

La verdad es que vista así, la historia es divertida. Cierto que Fanny es un poco pava, sobre todo al principio y cierto que al principio se me hizo todo muy cuesta arriba y complicado, pero me alegro de haberla acabado de leer, vale la pena.

Nada más acabarla, vi la película, dirigida por Patricia Rozema y ¡madre mía! Igual estaba muy influenciada por la novela (pues claro), pero solo le encuentro “peros”. Para empezar, los actores me parecen mayores que los personajes a los que interpretan, pero mucho, sobre todo ellas, y eso hace que no me los crea. No los veo como jovencitos, sino como adultos hechos y derechos haciendo de jovencitos. La ambientación me ha confundido un poco o igual es que yo no entendí la novela: creía que los tíos eran ricos y me imaginaba una casa no sé, no Downton Abbey, pero sí algo más elegante. Que el aspecto abandonado y decadente de Mansfield Park en la película es fascinante, pero ese no es el Mansfield Park que describe el libro (o yo lo entendí todo mal). Tiene momentos que me parecen pedantes, cuando los personajes se quedan mirando al infinito mientras una voz en off (la de Fanny, porque esa es otra diferencia, en la película es Fanny la que cuenta la historia) nos cuenta cosas. Y los cambios de los personajes y la trama. Yo no he visto los personajes de la novela reflejados en la película. Sí, la película cuenta una historia con unos personajes, pero no es la historia que en la novela ni son los mismos personajes. Han borrado de un plumazo a William, el hermano de Fanny, que, a partir de un momento dado, es parte importante de la trama. Le dan mucha importancia desde el principio a Susan, una de las hermanas de Fanny que en el libró solo aparece hacia el final. Y convierte Lord Bertram, un tipo serio pero sensato en la novela, en un explotador y abusador de esclavos, en una trama que no existe en la novela y que no entiendo qué pinta ahí. O igual estaba y yo no entendí nada, de verdad. Lo único divertido ha sido descubrir a un jovencito Lord Grantham de “Downton Abbey” (Robert Crawley) haciendo del señor Rushworth.

Ahora toca “Emma”. He intentado empezar a leerlo estos días, pero creo que voy a esperar al otoño para leerlo, no me pega hacerlo en verano, no sé por qué.

domingo, 8 de julio de 2018

Dos semanas

He estado dos semanas sin cerrar puertas con llave, sin pensar en cogerlas al salir de casa. He estado dos semanas sin decidir qué cocinar y sin preocuparme de hacer la compra, en las que mi mayor decisión culinaria ha sido qué como hoy de lo que ofrecen. He estado dos semanas sin apenas decidir qué me ponía, con una selección de ropa tan limitada como adecuada a las circunstancias. He estado dos semanas sin llevar falda, ni ropa bonita. He estado dos semanas pendiente del parte meteorológico, de los vientos y de las olas, preocupada porque no siempre (o mejor dicho, casi nunca) acertaba. He estado dos semanas cubriendo con una bolsa de basura un portillo en mi camarote, porque amanece muy pronto y siempre se colaba un rayo de luz por una rendija que dejaba el estor. He estado dos semanas encendiendo el ordenador a las siete de la mañana, buscando boyas y comprobando dónde estaba pescando la flota antes de desayunar, a eso de las siete y veinte. He estado dos semanas poniéndome el casco, las botas de seguridad, y el chaleco salvavidas entre dos y cinco veces al día, antes de bajar a popa, a mi rincón favorito del barco, para ver cómo se recuperaba el arte muestreador, comprobar que no se había dañado y echar un primer vistazo a la captura. He estado dos semanas intentando rascarme la cabeza con el casco puesto y solo conseguirlo la única vez que olvidé ponérmelo. He estado dos semanas sin distinguir martes de sábado. Bueno, sí, distinguía los fines de semana porque no recibía casi correos electrónicos. Y porque los domingos había cruasán o donuts. Algún día de esas dos semanas, he flipado con el cielo estrellado. Y con una tortuga marina. Y con delfines. Y con la tormenta que nos despidió saliendo de puerto la primera noche. He estado dos semanas con un molesto tic bajo el ojo derecho, en la ojera; bueno, no las dos semanas pero sí de manera continua los primeros días y mucho más esporádica los últimos. He estado dos semanas compartiendo trabajo, comidas y horas de ocio con las mismas cuarenta personas. Y no nos hemos peleado, aunque con algunos sí nos hemos abrazado. He estado dos semanas sin conducir un coche, sin wifi, sin Netflix, sin leer por ocio, sin tejer, sin bailar swing. He estado dos semanas buscando compañeros para poner lavadoras, robando horas al sueño para charlar un rato con viejos y nuevos colegas y amigos, repartiendo galletas, chocolate y patatillas. He estado dos semanas planificando y replanificando, organizando y reorganizando, pensando en lo que estaba haciendo en ese momento, lo que íbamos a hacer en un rato, lo que íbamos hacer al día siguiente y, a veces, incluso lo que íbamos a hacer dos días después. He estado dos semanas flipando con la riqueza de nuestros hábitats, con la diversidad de especies; flipando por seguir flipando después de tantos y tantos años dedicándome a esto. He estado dos semanas intentando no volverme supersticiosa, como siempre me vuelve el mar, y apenas conseguirlo (“hoy me pongo otra vez estos pendientes porque ayer todo fue bien”; “no apuntes el número de los muestreos de mañana antes de hacerlos porque da mala suerte”; “ay, no he apuntado aquí la fecha cuando siempre lo hago, a ver si va a pasar algo”). He estado dos semanas con toda mi vida concentrada en un barco en mitad del mar, aislada de tierra firme, solo entrando a puerto una vez, en Maó (Menorca), para disfrutar de otra noche loca y memorable y de unas primeras horas de la mañana en las que estaba sorprendentemente lúcida. He estado dos semanas currando a destajo, riéndome por tonterías, poniéndome firme cuando tocaba y rezando a los dioses marinos para que fueran benévolos con nosotros.

He estado dos semanas en el mar.

Y ha sido maravilloso.

Ya hace dos semanas de esas dos semanas.

Las fotos son de esos días.