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lunes, 23 de enero de 2017

Por qué me gusta hablar de lucha

Nos estamos volviendo tontos.

Muere una tía joven, con mogollón de años de vida teórica por delante y nos enzarzamos en discusiones de por qué su tío le desea un buen viaje si es ateo (“¿viaje a dónde? Si no crees en un Cielo”) o por qué se habla de lucha contra una enfermedad, cuando no es una lucha, sino que es eso, una maldita enfermedad la que ha acabado con ella.

Llamadlo como queráis.

Como leí el otro día, dejad que la gente coma lo que quiera y se folle a quien quiera.

A mí me gusta hablar de lucha, de batalla. Ya escribí sobre eso hace dos años, en tiempos más oscuros. Y me (auto)cito textualmente (redoble de tambores, por favor): “La vida es, ni más ni menos, una lucha continua contra la muerte. Podemos ganar algunas batallas y, por supuesto, celebrarlas, pero no deberíamos olvidar que la batalla final, la definitiva, la tenemos perdida. Desde el principio”.

Desde un punto de vista estrictamente biológico, la vida siempre, siempre se intenta abrir paso. En todas las situaciones, en todo momento, el objetivo del ser vivo (cualquier ser vivo, desde un virus hasta una secuoya) es sobrevivir y, a ser posible, procrear para perpetuar la especie y los genes propios. Por eso crecen hierbecillas entre las aceras de las ciudades, por eso los leones matan a las cebras para poder alimentar a sus crías, por eso las cebras intentan proteger a sus crías de los leones, por eso hasta en época de guerra los humanos se siguen enamorando y teniendo niños. La vida (al menos como la conocemos en este planeta) lucha continuamente por mantenerse con vida, por no morir.

Esa misma característica propia de la vida (sobrevivir, mantenerse con vida) es la responsable del cáncer. El cáncer no es una enfermedad única, el cáncer no es un bicho, no es un virus, ni una bacteria, no. Un cáncer es un crecimiento incontrolado de nuestras células del cuerpo. Las células cancerígenas, en primera instancia, son células normales, de nuestro cuerpo, que tratan de sobrevivir. Una célula normal se forma (a partir de otras células, pero no entraremos en detalla), crece y, cuando le llega el momento, cuando se hace vieja y deja de cumplir su función, muere. Una célula cancerígena se olvida de morir. Algo en ella, no sé sabe qué, algún mecanismo más o menos desconocido (cada vez se sabe más, cada vez se conoce más) se estropea y hace que crezca y crezca sin parar, que se divida en nuevas células que son como ella, que también se han olvidado de morir. A veces crecen tanto, que acaban cambiando de sitio en el cuerpo, no caben donde están, su micromundo es demasiado pequeño y viajan por el torrente sanguíneo a otra parte del cuerpo. Esa es la metástasis.

Todos sufrimos incontables “cánceres” a lo largo de nuestra vida. Todos. E incontables. Yo cuando me enteré de esto en la universidad, flipé. Pero es así y nuestro cuerpo está preparado para eso, tenemos un sistema inmunológico que es la defensa (ejem, ya estamos con la terminología militar) natural del cuerpo contra las cosas que no van bien (como el virus de la gripe o esas células locas que se han olvidado de morir). El cuerpo combate (ya estamos con las guerras) y destruye organismos infecciosos (o cualquier cosa que detecte como “esto no debería estar aquí”). Así, en la gran mayoría de los casos, nuestro sistema inmune detecta esas células inmortales y acaba con ellas. Pero en algunos casos, no. ¿Por qué a veces sí, a veces no? Como siempre, se sigue estudiando.

Cuando esas células inmortales siguen creciendo sin que el cuerpo acabe con ellas (porque no sabe cómo hacerlo, porque no tiene fuerzas para hacerlo o porque no las detecta como malas) hablamos de un cáncer. De nuevo aquí, la vida intenta abrirse paso y por eso los humanos han desarrollado tratamientos para eliminar esas células inmortales. Hablamos de quimioterapia, hablamos de radioterapia, hablamos de inmunoterapia. El objetivo es matar, matar, matar. Como cualquier historia de supervivencia natural, la muerte de unos (en este caso, unas células inmortales) es la vida de otros (en este caso, un humano).

La cuestión es que estas terapias no siempre funcionan igual, no dan los mismos resultados en todos los pacientes. ¿Por qué? Ni idea. Aquí es cuando los puretas del buenrollismo hablarán de la actitud, de ser positivo, de blablablá. En fin, dejémonos de cursiladas y no nos olvidemos del sistema inmunológico: el cuerpo está intentando eliminar también esas células malignas. Es decir, el sistema inmunológico del cuerpo está luchando, o intentando luchar contra eso que no debería estar allí. De hecho, hay terapias anticáncer que lo que hacen es incrementar la actividad del sistema inmunológico para conseguir que sea el cuerpo el que elimine del todo esas células inmortales, la inmunoterapia (por ejemplo, la terapia del bacilo de Calmette-Guérin, BCG).

Así que mi conclusión es que me gusta hablar de “lucha” y de “batalla” no porque me imagine a una persona con cáncer dándose de hostias con el mundo, ni porque si un enfermo sonríe crea que se va a curar, ni que porque alguien vaya con un pañuelito rosa tenga más posibilidades de curación que alguien a quien le repugna el rosa. Me gusta hablar de lucha y de batalla porque pienso en sus glóbulos blancos atacando a esas células inmortales, que a su vez son atacadas por sustancias químicas o radiaciones que han llegado sorprendentemente desde el exterior. Me imagino a los glóbulos blancos ahí, luchando encarnizadamente contra esas células que se han vuelto malas (¡antes eran amigas!) y sorprenderse al ver llegar refuerzos (esas sustancias químicas extrañas, esas radiaciones) en plan película de guerra (“¡¡llegan los refuerzos!!”). A veces, entre las células del sistema inmune y los refuerzos permiten eliminar las células malignas. A veces, ni con refuerzos se acaba con ellas y se pierde la batalla.

Por eso me gusta hablar de lucha y de batalla. Porque mi formación biológica me hace pensar a nivel celular, me hace conocer qué pasa (y si no lo sé, me pongo a buscarlo para enterarme) y me hace creer que nuestro sistema de defensa está ahí para eso, para defender, para luchar, para ganar batallas.

O es que capítulos como este de “Erase una vez la vida” me marcaron demasiado.

Pero igual no me tenéis que hacer caso porque yo estoy muy para allá. Qué sabré yo. Hasta hablé de “batalla cruenta” a una tontería que pasó en las macetas de mi casa.

Así que venga, no os enfadéis. Abrazad a la persona que tengáis más cerca (y os apetezca abrazar), decid lo mucho que queréis a quien queréis mucho y disfrutad de la vida. Que esto es muy cortito y aquí hemos venido a ser felices.

Y acabo con música, claro que sí, con esta canción que tanto, tanto, tanto me hace vibrar.

sábado, 5 de marzo de 2016

Prostaglandinas

Las prostaglandinas son esas grándisimas hi.. de p… que hacen que muchas mujeres pasemos unos días horribles cada mes. Son unas moléculas con muy mala leche que hacen que nuestros úteros se contraigan a lo loco todos los meses, para eliminar el endometrio, un revestimiento que se forma cada mes en nuestro útero porsiaca (por si acaso un óvulo fecundado se posa en él. Vamos, por si acaso te quedas embarazada). Luego también hay otras moléculas, claro, como los leucotrienos, pero a estos los conozco menos. Por eso yo centro todo mi odio en las prostaglandinas.

Las prostaglandinas provocan contracciones sin dolor, poco dolorosas, bastante dolorosas o muy dolorosas (tachar a conveniencia). Parece que cuantas más prostaglandinas genera tu cuerpo, más dolorosas son tus reglas. Ah, había olvidado comentarlo: la regla es precisamente la eliminación de ese endometrio descartado cada mes por nuestros cuerpos femeninos. En fin, yo creo que soy una máquina fabricando prostaglandinas. Encima, las prostaglandinas afectan a otra musculatura lisa del cuerpo, como la del tracto intestinal (es decir, por donde circulan las caquitas). Eso hace que, como efecto adyacente, haya mujeres que sufran diarreas o estreñimiento. Como veis, producir muchas prostaglandinas implica una fiesta continua.

Como decía, debo fabricar prostaglandinas a lo loco, porque mis reglas son dolorosas. Mucho. Lo han sido siempre, siempre, desde el primer día de regla (eso que llaman menarquía), por lo que siempre he descartado (bueno, mi yo científica y los médicos) que mis amenorreas (o sea, reglas dolorosas) tengan un origen distinto al “natural”. Vamos, que no son señal de nada grave. Que no sean nada grave no significa que no sean molestas. Yo me pasé casi 8 años de mi vida pasando prácticamente tres días al mes en la cama, de la que salía cada rato por culpa de los vómitos y la diarrea, con unos dolores abdominales, lumbares y en las piernas que no me los calmaba nada, pero nada (vamos, ninguna droga legal).

¿Qué pasó después?, os preguntaréis. Decidí eliminar la producción de prostaglandinas de mi vida. Bueno, no lo decidí yo, fue por prescripción médica. Y así me pasé casi veinte maravillosos años de mi vida sin prostaglandinas. Claro, esto tiene sus consecuencias: me pasé veinte años sin ovular, arriesgando mi vida con la multitud de posibles efectos secundarios que las píldoras anticonceptivas tienen. Pero, ¿qué queréis que os diga? No quito esos casi veinte años de felicidad menstrual por nada. ¿Qué ha pasado ahora con mi vida para haber recuperado las prostaglandinas? Pues que una se hace mayor, le detectan una posible hipertensión que, aunque finalmente descartada, te da que pensar.

¿Y si me pega algo por mi deseo de vivir sin el dolor de las prostaglandinas? ¿Y si mis ovarios se han quedado tontos de tanta hormona? ¿Y si hay alternativas más saludables para mi cuerpo? Y empecé a investigar (para algo soy científica), a leer, a preguntar sobre los posibles remedios naturales o no tan agresivos. Tengo que decir que hace muchos, muchos años, ya pregunté sobre métodos alternativos a la química, pero me comentaron que la medicina tradicional china se centra en aspectos físicos, mientras que la medicina occidental se basa en aspectos químicos. Mi problema era (y es) químico, así que la mejor solución era química.

La cuestión es que me lancé metafóricamente a la piscina, abracé las terapias alternativas, la medicina tradicional china, y dejé la química a un lado. De eso ha pasado prácticamente un año. ¿Resultado? Los primeros meses aún fui feliz. Pero cuando las toneladas de hormonas que debían quedar por mi cuerpo empezaron a desaparecer, regresó la fiesta. Tengo las protaglandinas a tope. Unos meses más y otros menos, pero se lo pasan pipa, cada mes, provocándome contracciones que ni la acupuntura, ni los remedios naturales, ni seguir los consejos de abuela (“no tienes que coger frío ni al abdomen ni a las lumbares”) solucionan totalmente. Que sí, que al menos no he vuelto a vomitar, pero tengo unos nuevos mejores amigos químicos: los antiinflamatorios no esteroideos (AINE).

Y os preguntaréis, ah, pillines, ¿por qué los AINEs quitan el dolor menstrual si no tienes nada inflamado? Porque parece ser que los antiinflamatorios limitan la formación de prostaglandinas. Eso es bueno (¡yupi!), porque las contracciones duelen menos, pero es malo (¡oh!), porque las prostaglandinas también mantienen la integridad de la mucosa gástrica, vamos que protegen el estómago de las cosas agresivas. Por eso dicen que no conviene tomar los antiinflamatorios sin nada en el estómago y por eso sigo pensando que genero prostaglandinas por un tubo: porque me puedo tomar un antiinflamatorio a pelo, sin nada en el estómago sin que éste se resienta. Tengo el súperpoder de producir millones de prostaglandinas.

La cuestión es que ahora me estoy planteando seriamente si pasar de las hormonas a los antiinflamatorios fue buena idea. Total, ambas cosas son sustancias químicas producidas para generarme felicidad (es decir, quitarme el dolor) y las dos son igual de malas (o no, debería investigar más) o buenas para mi cuerpo. Y en eso estoy, pensando que me conviene más. Tengo fases, momentos, según la época del mes, según el mes. El mes pasado, uf, el mes pasado hubiera matado por eliminar las prostaglandinas de mi cuerpo. Este mes, bah, este mes parece que lo voy llevando algo mejor. Cada mes es una nueva aventura menstrual.

Qué emocionante es mi vida, oye.

En la foto, un letrero que vi el otro día por Bruselas. No tiene nada que ver con esta entrada, pero es maravilloso.

miércoles, 7 de octubre de 2015

Por qué me llevo los gorros de ducha de los hoteles

Sí, lo hago.

Yo me llevo los gorros de ducha de los hoteles.

No soy cleptómana de gorros ni aficionada a llevarme el resto de cachivaches que me encuentro en el baño de los hoteles a los que voy cuando viajo, pero los gorros de baño sí que me los llevo.

Empecé hace ya tiempo, cuando el Festival de Primavera era en el buque abuelo de la flota científica española por un motivo muy práctico: allí, las alcachofas de las duchas eran fijas y cuando te querías duchar un día sin lavarte el pelo, si lo hacías sin gorro de ducha, te convalidaban primero de contorsionismo. Así, los gorros de ducha de los hoteles eran mi salvación. No porque sea una rata y no quisiera comprármelos, sino porque nunca me acordaba de comprármelos pero cuando iba a un hotel y veía uno, me lo llevaba a casa. “Para el próximo festival de primavera”, pensaba.

Ahora hemos cambiado de barco y ya no los necesito para eso. La alcachofa no es fija. Pero tenía una cierta acumulación de gorros de ducha en casa (no exageremos, igual 3 ó 4) y no sabía muy bien qué hacer con ellos. Hasta que un día descubrí por internet un uso muy conveniente: guardar los zapatos cuando viajas. Sí, exactamente así:


Es maravilloso. El invento del siglo. Va estupendamente, porque colocas los zapatos perfectamente y no tienes que pelearte con las bolsas del súper que ocupan mucho más y al final siempre molestan.

No contenta con eso, recientemente he descubierto otro gran uso para los gorros de ducha: tapar platos y fuentes con alimentos, antes de meterlos en la nevera. Así:



Fascinante, maravilloso. Increíblemente práctico en su simpleza y practicidad.

Eso sí, yo recomiendo no utilizar el mismo gorro para ambos usos, pero ahí cada uno con sus cosas.

Como decimos por aquí, idó res [*].

                                  [*]

domingo, 15 de febrero de 2015

De cigalas, langostas, bogavantes y nombres científicos

Hacía tiempo que quería deleitaros con esta lección magistral, en concreto desde las Navidades, pero ha ido pasando el tiempo y no me he puesto a escribirla hasta ahora. No importa el momento, esta lección magistral es de utilidad a lo largo del año.

Hoy vamos a aprender las diferencias entre cigala, langosta y bogavante.

¿Qué tienen en común? Son crustáceos. En concreto, crustáceos decápodos, esto es tienen diez patas. Aunque las patas no son exactamente lo que vosotros creéis que son las patas, pero bueno, eso es otra cosa, ya hablaremos otro día de la morfología de los crustáceos.

La cigala (nombre científico Nephrops norvegicus, nombre en inglés Norway lobster) es esto:


Hasta aquí bien, ¿no?

La langosta ya no es tan fácil, hay varias especies de langosta. Pero nos centraremos en la más abundante en mis islas, Palinurus elephas, llamada en inglés spiny lobster. Aquí la llamamos langosta roja. Sería ésta:


Y, finalmente, el bogavante. También hay varias especies, pero nos centraremos en el que hay por nuestras aguas europeas, Homarus gammarus, llamado en inglés European lobster o common lobster.


A mí no me parece muy difícil distinguirlos. Vale, yo tengo un doctorado en decápodos crustáceos peeeeero creo que a simple vista podríamos distinguir una cigala, una langosta y un bogavante, ¿no? Yo juraría que sí. Pero no. Lo he visto a menudo en series de televisión y películas: aparece un ejemplar de alguna de estas tres especies y se le llama indistintamente con cualquiera de los tres nombres. Por ejemplo, en “Buscando a Nemo”, cuando el padre de Nemo y Dori se encuentran a un banco de peces juguetones a los que les encanta hacer formas, aparece esto:


Y lo identifican, en la versión española, como “langosta”. Cada vez que lo veo, se me ponen los pelos de punta. No es una langosta, es un bogavante. Y no es el único caso, es un error habitual en las traducciones. De hecho, si escribís en google “langosta roja”, aparecen imágenes de varias especies. ¿Por qué esta confusión? Me imagino que no sólo por la similitud de estos bichos, sino por sus nombres en inglés: Norway lobster, spiny lobster, common lobster. Todos ellos tienen en común una palabra: lobster. Langosta. De ahí que sea un fallo habitual el llamarlos erróneamente, pero no debería conducir a identificarlos erróneamente. De hecho, en la versión original, en “Buscando a Nemo” hablan del genérico “lobster”.

Y por cosas como ésta, niños y niñas, es por lo que Linneo creó la nomenclatura científica.

Segunda lección magistral del día.

Los nombres vulgares de las especies cambian no sólo por países, sino por regiones y hasta por pueblos. Eso hace que una misma especie se llame de diferentes maneras según dónde estés o que un mismo nombre se utilice para diversas especies. Lineo ideó un sistema de nomenclatura universal: cada especie tiene un nombre, común para todos los lugares y para todos los idiomas. Un nombre científico siempre está formado por dos palabras, la primera es el nombre que corresponde al género y la segunda a la especie (un mismo género puede componerse de varias especies, pero la combinación género-especie es siempre únicas). El nombre científico es en latín, se escribe en cursiva (o subrayado cuando es a mano) y la primera letra del género es en mayúscula (todo lo demás en minúscula). Por ejemplo, Merluccius merluccius, que es el nombre científico de una especie concreta de merluza. Luego la cosa se complica, con la identificación de especies, con la presencia de subespecies, con la inclusión del nombre de la primera persona que describió la especie de distintas formas según si el nombre ha cambiado o no, etc, etc. Pero en esencia, lo importante es que los científicos tenemos un sistema que impide confusiones habituales en el uso común de los nombres de las especies.

Así, cuando me voy a una reunión a contar alguna historia de la cigala, si digo Nephrops norvegicus todo el mundo me entiende, hable el idioma que hable y esté en el país que esté. Obviamente, es una nomenclatura de imposible aplicación en nuestro día a día, pero sin duda de gran utilidad. Pero eso no significa que no haya que tener cierto rigor a la hora de nombrar las especies que nos rodean (o que nos comemos).

miércoles, 21 de enero de 2015

Decoración navideña

Seguro que os habéis preguntando alguna vez cuándo es el momento adecuado de quitar la decoración navideña, el árbol y el belén. En la plaza de San Pedro, en el Vaticano, a 21 de Enero sigue brillando el árbol y sonando música alrededor de su belén de figuras de tamaño real.

Así que si aún tenéis en casa toda la parafernalia navideña, no os preocupéis: en casa del mandamás en esto del catolicismo, aún no han subido los adornos al altillo del armario.

Y él de esto de las Navidades sabe un rato. Digo yo.

La foto es de hace un par de horas. Necesito un trípode.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Hablar sin saber

Somos expertos en hablar sin saber. Somos expertos en dar opiniones definitivas de temas de los que sólo hemos leído los titulares. Somos expertos en dar lecciones magistrales después de ver un documental sobre algo de lo que antes ni sabíamos su existencia.

No es una novedad, no es algo nuevo, ni siquiera es algo a lo que una servidora escape. No en vano yo misma tengo una categoría en este blog llamada “lecciones magistrales”. En mi defensa diré que mis lecciones magistrales surfean entre consejos que a mí me hubiera gustado que me dieran a entradas netamente irónicas, rozando incluso lo absurdo.


En cualquier caso, nuestro día a día está lleno de expertos en hablar sin saber. Esa difusión del desconocimiento es la que provoca terrores colectivos y epidemias de ignorancia. Hoy mismo, hace un rato, en las noticias en una cadena de televisión nacional estaban hablando de una contaminación en el agua en Cádiz. La presentadora, ella muy ufana, comentaba que estaban a la espera de los resultados de los análisis y ha dicho algo así como que el problema sólo se daría por solucionado cuando los resultados de los análisis fueran “positivos”.

Madredelamorhermoso.

Pobres los de Cádiz, porque si les dicen que pueden beber agua cuando los resultados son positivos, se van a intoxicar.

Que yo sepa (y que me corrija la autoridad competente si estoy equivocada), si una analítica en busca de bacterias coliformes (como era el caso) es positiva, significa que hay presencia de las susodichas bacterias en el agua. Es decir, que “positivo” no significa que sea guay, bueno y estupendo, significa que efectivamente SÍ hay bacterias en el agua. En cambio, un resultado negativo no es que sea algo malo o triste, es que NO hay bacterias en el agua. Es lo mismo que, por ejemplo, un test de embarazo: positivo es que sí hay embarazo, negativo que no lo hay, cuando las connotaciones personales (“Uy, ¡qué bien!” y “Uy, ¡qué mal!”) son totalmente subjetivas y no tienen por qué coincidir con las anteriores.

Y ahora me imagino al político de turno ansioso por salir en la tele, acercándose a un posible afectado de ébola, diciéndole “Enhorabuena, me ha dicho que sus resultados son positivos, ¡qué bien!”. Y salir de allí todo sonriente, para ir a gastarse cuatro veces el salario mínimo en un balneario de relax, como gastos de representación, claro.

martes, 7 de octubre de 2014

La zona de confort

La zona de confort es algo así como estar a gusto con todo en nuestra vida y no pensar en cambiar nada de ella. La zona de confort por lo visto es un lugar horrible y aburrido, en el que no pasa nada. O al menos eso es lo que parecen decir cientos y cientos de fotos bonitas con frases profundas que circulan por ahí. Tipo estas:





No sólo eso, por lo visto, la zona de confort es un lugar gris y tenebroso y si quieres ser feliz y llegar a la zona mágica tienes que salir de ahí. O al menos eso parece.



O sea, la magia está más allá de donde tú vives.

Y un pimiento.

A ver, no pongo en duda la validez psicológica del término pero tengo la sensación de que lo de la zona de confort se nos ha ido de las manos. Parece que si no viajas con mochila a alguna selva, si no dejas tu trabajo para montar un negocio de forrado de botones o si no te separas de tu pareja e intentas ligarte a George Clooney, eres un desgraciado.

Y, qué queréis que os diga, lo de salir de la zona de confort está sobrevalorado.

Que sí, que no hay que acomodarse, que hay que aprender y que sólo si arriesgas conseguirás más pero, ¿por qué queremos más? O mejor dicho, ¿queremos todos realmente más? La vida es un continuo cambio y hay que adaptarse a nuestra realidad diaria para que encima haya que dejarlo todo para luchar por tus sueños. ¿Luchar por tus sueños? Ahora parece que todos debemos tener sueños exóticos, novedosos, apasionantes, apabullantes y vidas llenas de aventuras sofisticadas, fantasías sólo realizables si abandonamos nuestra realidad y que, cuando por fin consigues cierta estabilidad (laboral, social, familiar, o de cualquier tipo) hay que dejarlo de lado y pedir más. Siempre más y más y más.

¿No sería mejor, simplemente, parar un momento y disfrutarlo? ¿Al menos un poquito?

No me malinterpretéis, yo soy la primera que soy feliz cogiendo un avión y llegando a una ciudad desconocida, me encanta aprender y creo que hay que luchar por los sueños pero también me gusta pararme y disfrutar de cosas tan simples y sencillas como ver una serie desde mi sofá y tejer un poco, pasar un día en la playa o tomarme una caña con los amigos. No sé, creo que hay un equilibrio entre disfrutar de lo que se tiene y luchar por cosas nuevas. Está claro que vivir amargado con tu día a día, simplemente acomodado por la cotidianeidad es sinónimo de infelicidad, pero estar en continuo cambio, estar siempre avanzando, no disfrutar ni un minuto de lo que has conseguido para ir a por lo siguiente también es frustrante.

Repito, seguramente el concepto psicológico detrás de toda la parafernalia que circula por ahí es bueno, pero ¿”la vida comienza al final de tu zona de confort”?

WTF!?

En la zona de confort se está bien. Y sí, supongo que hay un riesgo de estancarse, claro, pero creo que la vida ya te obliga a salir de la zona de confort continuamente, lo quieras o no y a veces, es necesario disfrutar de la zona de confort. Lo dicho, ni tanto ni tan calvo, equilibrio.

Además, cuando sales de tu zona de confort en el fondo lo que haces es ampliar tu zona de confort, así que hasta ese sueño que has conseguido se transforma en polvo gris. Y tienes que volver a salir de tu zona de confort, sin tiempo para disfrutar de tus recién adquiridos méritos (o sueños cumplidos) y empezar de cero Porque, por lo visto “la vida comienza al final de tu zona de confort”.

Uf, a mí me estresa un poco. Porque para mí, mi vida es parte de mi zona de confort. Y, sí, claro, más allá hay cosas que voy descubriendo (voluntaria e involuntariamente) de manera continua. Pero también me gusta disfrutar de lo que conozco.

O igual es que, a menudo, cuando he salido de mi zona de confort, cuando he arriesgado, cuando he luchado por lo que soñaba, me he dado unas hostias impresionantes y por eso prefiero refugiarme en mi zona de confort, por pura cobardía o por propia comodidad. Porque de vez en cuando, apetece refugiarse en lo conocido antes de volver a arriesgar.

Todo esto viene porque estos días (o semanas o meses) hay obras por mi barrio y cada día tengo que buscar una nueva ruta para llegar al aparcamiento. O sea, mi zona de confort en este caso sería mi ruta habitual (aunque en realidad tengo 2, 3 y hasta 4 rutas más o menos habituales) y ya he pasado por la zona de aprendizaje (conducir por calles vecinas por las que casi nunca pasaba, entrar por mi calle en dirección prohibida) y hasta por la zona de pánico (saltarme algún ceda el paso con el consiguiente riesgo). Estoy impaciente en llegar a la zona mágica de esta historia aunque ni se me pasa por la cabeza qué maravillas mágicas van a traer a mi vida el salir de mi zona de confort automovilística.

Y aquí un video sobre la zona de confort que en su día me gustó mucho. Hoy no me he atrevido a volver a verlo, porque igual después de verlo borro esta entrada. Así que me arriesgaré y la publico.

martes, 26 de agosto de 2014

La declaración

Hago la declaración de la renta desde… no sé, desde que la tengo que hacer. No soy muy fan de hacerla, siempre me estresa, siempre creo que me toman el pelo y que en el borrador no me desgravan lo que toca (y así es). Me ardieron las entrañas cuando descubrí que tenía que declarar lo que cobré simultáneamente aquí y en Grecia los meses que viví allí pero, oh sorpresa, no podía desgravar simultáneamente una hipoteca y un alquiler. “Tienes una hipoteca y ya te desgrava. El alquiler no te puede desgravar”. “Claro, claro. Pero es que pasé unos meses viviendo fuera y ¡en algún sitio tenía que dormir! Entonces, si no me desgrava el alquiler griego tampoco tengo que declarar lo que gané allí, ¿no?”. Risas enlatadas.

La cuestión es que este año se me fue la pinza con la declaración de la renta. No es que no la hiciera, la hice, pero lo fui dejando y dejando… y la hice el penúltimo día. Bueno, el último.

¿Sabéis eso que dicen de que puedes confirmar el borrador hasta el “30 de junio”?

Mentira.

Hay una letra pequeña que pone por ahí algo así como “Con resultado a ingresar con domiciliación en cuenta hasta el 25 de junio”.

¡Eso no lo dicen en los anuncios!

Yo la descubrí el 29 de junio. Y mi declaración era a ingresar. Y quería domiciliarizarla en cuenta.

No hay dolor, no hay dolor.

Horas sudando la gota gorda, sufriendo, pensando que ¡no podría hacer la declaración! Que acabaría como Bárcenas o Matas u otros políticos, con mis huesos en la cárcel. “Señoría”, me imaginaba a mí misma diciendo en un juicio rápido, “fueron unos meses muy intensos. Estuve en el mar muchos días, en viajes de trabajo, pasó el tiempo y lo dejé todo para el último día”.

Lección 1: No dejar las cosas para el último día.

Al final, surfeando por la web de la agencia tributaria, haciendasomostodos, encontré una solución: podía presentar la declaración si pedía un aplazamiento del pago.

¿Aplazamiento del pago?

Ay, madremía, ¡menos mal! Sólo qué… ¿Qué pensarán los de haciendasomostodos cuando vean que solicito un aplazamiento del pago teniendo suficiente dinero para hacer el pago? Es igual. Botón“Aceptar”.

Pero…

Pero no me funcionaba bien el rollo ese del certificado electrónico. Infierno. Estrés. Eso me pasa por no actualizar el certificado cuando toca y no instalarlo convenientemente en el ordenador cuando toca. Día 30 por la mañana lloriqueándole al informático del curro para intentar arreglarlo.

Lección 2: Actualizar las cosas esas electrónicas cuando toca. Nunca sabes cuándo (ni con qué urgencia) las vas a necesitar.

Finalmente, el 30 de junio a las 09:26 –ahí, viviendo al límite-, corregí mi borrador de la declaración (sí, había un fallo, 30 euros me quería timar haciendasomostodos) y pedí un aplazamiento de pago… ¡para el 5 de julio!

Las deudas hay que pagarlas cuanto antes, mejor.

Y pasaron los días.

Y las semanas.

Y sufría en silencio, porque no sabía nada y no se lo había contado a nadie. ¿Por qué? Porque a cualquiera que se lo dijera me diría “Mira que eres tonta, ¡dejarlo todo para el último día!”.

Y me fui a Roma. A trabajar. Y me tomé unos días libres por allí de paseo. Y hasta fui a Florencia. Y volví.

Y al cabo de unos días (23 de julio, exactamente) dije “Uy, voy a abrir el buzón, para vaciarlo de propaganda”. Y allí, escondido entre propagandas de sushi y pizza a domicilio, había una notificación de correos. “Uy, una notificación de correos. Uy, de una comunicación de haciendasomostodos. ¡Ah! Lo de la renta. Uy, llegó al día siguiente de que me fuera y uy, ¡ya ha caducado!”. Crisis total y otra lección aprendida.

Lección 3: Sacar el correo del buzón cada día.

Llamé a la oficina de correos y me confirmaron que la comunicación ya no estaba allí, pero que no me preocupara, que me la volverían a mandar. “¿Seguro?”. “Sí, es el trámite habitual”. “¿Seguro, seguro?”. "Que sí".

Y pasaron los días.

Y las semanas.

Y hoy, sí, precisamente hoy, 26 de Agosto, me llega una carta de haciendasomostodos. De esas largas que no entiendes nada y te vas al final, a ver si pillas algo. No he entendido nada. Pero he visto la fecha de la carta (5 de Agosto) y luego he leído las palabras “15 días naturales” y he empezado a transpirar copiosamente. Luego me he calmado (un poco), lo he leído bien y he entendido algo así como que podía recoger la comunicación por internet con certificado electrónicoblablabla.

Dos horas batallando con el mardito certificado electrónico, la mardita sede electrónica de haciendasomostodos y la madreque… Cerrar, abrir, cerrar, abrir, instalar nosequé, activar nosequé.

Pero al fin he conseguido mi comunicado de 8 páginas.

Ocho páginas.

Casi dos meses después y con los nervios que he pasado pensando que iba a acabar en la cárcel, ¿me escriben 8 páginas? ¿No podrían resumir?

Bueno, lo que he entendido de las 8 páginas es que me conceden el aplazamiento de mi deuda “al haberse apreciado la existencia de dificultades transitorias económico-financieras y teniendo en cuenta sus posibilidades de generación de recursos”. En realidad, yo no quería un aplazamiento. Yo sólo quería pagar. Pero bueno, tengo la deuda aplazada hasta el 22 de septiembre. Creo entender que me lo cargarán en cuenta, pero voy a leerlo otra vez por si acaso, no sea cosa que al final, sí, realmente acabe en la cárcel.

Y me van a cobrar 3,46 € de intereses.

Por tonta.

lunes, 3 de febrero de 2014

El pijama

Es la gran duda en los viajes de invierno: ¿qué pijama me llevo? ¿El fino? ¿El intermedio? ¿El grueso? Es difícil acertar: el día que decides llevar el grueso, acabas durmiendo en pelotas por el calor que hace. El día que decides llevar el fino, tienes que ponerte encima ropa de calle por el frío que hace.

Años de viajes durante los meses de invierno me han ayudado a tomar esta difícil decisión previa a cualquier viaje invernal. Porque es muy transcendente tomar esta decisión correctamente. Pasar frío de noche es lo peor.

¿Cómo escoger el pijama?

Depende no tanto de la temperatura externa como del tipo de hotel que visites y del país.

Si vas a un hotel tirado de precio, a cualquier país en invierno, no hay duda: el pijama grueso. Lo más probable es que no haya calefacción, o no funcione, o no esté suficientemente aislado. Lo más probable es que vayas a pasar frío. Así que pijama grueso y calcetines gordos.

Si vas a un hotel normal, a un país del sur de Europa, llévate el intermedio. En el sur de Europa “no hace frío”, así que en general los hoteles (como las casas) no son una maravilla de aislamiento y los sistemas de calefacción tienden a ser regulares.

Si vas a un hotel normal, a un país del norte de Europa, llévate el fino. En los países del norte hace frío, pero los edificios están bien aislados y los sistemas de calefacción suelen ser muy efectivos, así que lo más probable es que haga calorcito en los hoteles.

Para viajes fuera de Europa, consultar en otro lado. No tengo suficiente experiencia como para poder emitir una lección magistral.

Y yo, como no seguí mis propias indicaciones, me traje a un viaje en invierno en el Mediterráneo el pijama fino. ¿Y qué pasó? Pues que los primeros días pasé frío. El hotel es bueno, tiene calefacción, pero cuando llegamos, la habitación estaba muy fría (debía hacer bastante tiempo que no tenía inquilinos). El sistema de calefacción es por aire y, cuando sales de la habitación, se apaga. Así que pasaron algunos días hasta que la habitación cogió una temperatura media aceptable. También ha ayudado que la temperatura externa ha aumentado. Y que llevamos aquí más de una semana. Ahora sí que se está bien en la habitación con el pijama fino.

Ah, todo esto sólo sirve si duermes sólo. Si duermes acompañado… bueno, eso ya depende de las perspectivas que tengas de que tu compañero de cama te de calor, claro.

martes, 26 de noviembre de 2013

Una lección

La secuencia inicial de la película “Qué les pasa a los hombres” debería ser de visionado obligatorio para todas las mujeres del mundo.

Una lección magistral.

La mejor de todas.

Es ésta.

viernes, 23 de agosto de 2013

La supervivencia de las plantas

Una de las cosas que me preocupaba de irme una semana a orillas del Cantábrico a coger aire eran mis plantas. En mis frecuentes viajes laborales, mis padres (bueno, mi padre-MacGyver) se encargan de ellas, pero esta vez el viaje era familiar, me iba con ellos, así que había un pequeño problema que resolver. Como las tomateras ya estaban en las últimas, simplemente decidí acabar con ellas (recolectando antes los 3 tomatitos casi verdes que quedaban). Pero aún así, había muchas plantas que regar y no podía obligar a mi hermana la gafapasta (que vive a 40 Km) a pasar cada día.

Después de una pequeña búsqueda por internet, decidí probar con un sistema de riego automático casero. Así, coloqué un cubo de agua encima de unos estantes metálicos de Ikea (sobre los que normalmente reposan todas mis macetas, para evitar que el suelo del balcón se humedezca en exceso) y, alrededor del cubo, las plantas que necesitan riego diario (ni los cactus ni el aloe). Compré en la mercería del barrio, en la que me surto de lanas para tejer, de hilo grueso 100% algodón, lo humedecí e introduje un hilo en la tierra de cada maceta. Para evitar que los hilos se movieran, agujereé una botella de agua mineral por la parte inferior e introduje ahí los hilos. El montaje quedó talmente así:



También preparé un segundo set de riego automático casero en la galería, para regar los Ginkgo biloba, los baby-ginkgos (algún día hablaré de mi proyecto “Pon un ginkgo en tu vida”) y alguna otra planta que tengo en la galería. Como había acabado el hilo grueso, cogí uno que había comprado hace tiempo, también 100% algodón, y le di varias vueltas, para aumentar su grosor. El segundo montaje quedó así:




Y funcionó.

Sí, el sistema de riego automático casero funcionó.

Eso sí, es mejorable, pero funcionó.

Mi hermana-gafapasta pasó a controlar el tema a mitad de semana y rellenó el agua del montaje número 1. También detectó un exceso de agua en el montaje número 2. El montaje número 1 fue un verdadero éxito: eso sí, hay que regular bien la cantidad de agua que las plantas necesitan. En mi caso, el cubo de agua no duraría más de 4 días, ayer por la tarde lo encontré casi vacío. Pero con todas las plantas vivas. El montaje número 2 tuvo dos problemas: por un lado, dejé sin base dos macetas con agujeros, por eso había agua por todo. El segundo problema es que los baby-ginkgos absorbieron demasiada agua y las macetas sin agujeros (es decir, los culos de botellas de agua vacías) estaban encharcadas. He trasplantado los baby-ginkgos a tierras más secas, pero no creo que sobrevivan.

En cualquier caso, estoy contenta de cómo ha funcionado todo. Mis plantas pueden sobrevivir sin mi continua presencia. Y hoy he cosechado algunos frutos: un pimiento y varias mini-zanahorias. Vale, las zanahorias son diminutas, lo admito, pero eso ha sido un error mío al intentar reutilizar tierra ya usada, sin abonarla antes. No volverá a pasar.


domingo, 11 de agosto de 2013

Leche-yogur

Hoy nuestra lección magistral va de cocina.

Porque, ¿a quién no le ha pasado que se ha puesto a hacer un bizcocho y se ha quedado sin leche?

Bueno, no sé si es algo habitual en los demás, a mí me pasa siempre. Básicamente porque no tomo leche, así que nunca tengo leche en casa.

Hay varias maneras de solucionar este inconveniente. Una es comprar leche, cosa absurda si no bebes leche. Otra es irte con el medidor de líquidos a casa de amigos/padres/vecinos y robarles 200 cc de leche. Ésta ha sido mi solución más habitual. Pero no podemos depender siempre de la caridad de amigos/padres/vecinos. La tercera (y magistral) solución es sustituir la leche por un yogur, convenientemente diluido en agua, y utilizar la cantidad de esta leche-yogur que pone la receta. Tan sencillo (o complejo) como esto. El más difícil todavía es si en casa sólo tienes yogures de soja (me he pasado a los yogures de soja, caseros, para más señas). No pasa nada, se puede actuar exactamente igual. Y queda muy rico. Y bonito, ved sino la foto.

Otra cosa sería si no tienes yogures en casa… Pero eso ya escapa a esta lección magistral. Cuando se me ocurra algo, volveré con más lecciones magistrales culinarias.

miércoles, 15 de mayo de 2013

Alergia a la primavera


La alergia. Nuestra gran enemiga.

Hay muchos tipos de alergia. Alergia a alimentos. Alergia al sol. Alergia a la injusticia. Alergia al polen.

Yo tengo alergia a la primavera. La alergia de más actualidad. La última moda.

Vale, sí, es alergia al polen (“Hola, me llamo Nisi y soy alérgica al polen”), pero alergia a la primavera es más poético.

Tengo alergia desde hace pocos años. En un viaje laboral por tierras catalanas acabé en una farmacia contándole mi vida al farmacéutico: “Me pican los ojos, la nariz, la comisura de los labios y estornudo”. “Acabas de describir los síntomas de la alergia igual que un libro”, me dijo él. Y así empezó todo.

Fui una vez a un alergólogo, un señor que parecía sacado de una peli rusa chunga, en una consulta de peli rusa chunga. Me hizo unas pruebas raras, me dijo que tenía alergia al polen de olivo (poca) y al de gramíneas (mucha). Me recetó unos antihistamínicos, un espray nasal y un colirio para los ojos. Y me hizo este dibujo:



Y me dijo: “Estos son los niveles de polen según te alejas o acercas de la costa: cuanto más cerca de la costa, menos polen; cuanto más lejos, más polen”. Me recomendó evitar el campo en primavera y no viajar a lugares con muchas gramíneas u olivos en época de floración. Me explicó lo que era el polen y me sacó un libro que yo tenía de mi época universitaria para explicarme lo que eran las gramíneas, aunque yo ya lo sabía. Hasta me explicó el número de poros que tienen los granos de polen de gramíneas.

Al principio, pasé un poco de sus consejos y me dediqué a las drogas: antihistamínicos. Pero me daban sueño y cada vez me gusta menos tomar medicamentos. Así que con los años he ido perfeccionando mi técnica de evitar los antihistamínicos. Y el polen. ¿Cómo? Muy sencillo. ¿Qué hace un alérgico al marisco? ¿Se hincha a marisco y a antihistamínicos? No. Evita el marisco. Pues yo hago lo mismo: evito el polen. ¿Cómo?

Punto 1. Conocimiento.
Saber a qué plantas tienes alergia y cuándo florecen. Es sencillo: basta echar un vistazo a páginas web como ésta o ésta para conocer los niveles de polen. Cuando vas de viaje, intentar averiguar si tus plantas enemigas están en época de floración allá donde vas (recuerdo mi primer congreso internacional, en Inglaterra, en pleno Julio, y yo estornudando sin parar porque allí las gramíneas inglesas ¡florecen más tarde!). Si vas a exponerte a tu polen enemigo, estar preparado: llevar antihistamínicos encima. Recordemos, aquí el enemigo es el polen, no los antihistamínicos.

Punto 2. Actuación.
Evitar el polen. Así de simple. Ventilar la casa sólo a primera hora de la mañana o de la tarde (la concentración de polen por la noche es casi inexistente). No abrir las ventanas del coche. Secar las sábanas con secadora y no al aire libre (y los jerseys e ¡¡importante!! el pijama. La otra noche cometí un fallo de principiante y me pasé la noche con picores). Evitar excursiones al campo, paellas en la finca de los amigos y cervecitas en la terraza a las 12 de la mañana. Sí, es una putada. Pero aquí hay que aunar el Punto 1 con el Punto 2: si tienes una paella con los colegas en el campo, llévate los antihistamínicos y suero en monodosis para los ojos: tranquilizará la conjuntivitis.

Punto 3. Concienciar.
Esto es lo peor. Yo ya hace años que perdí la esperanza de que en el despacho no abran la ventana en primavera. Recuerdo la época que abrían la ventana cuando yo salía del despacho y, cuando volvía a entrar, la volvían a cerrar. Eso no sirve para nada. Pero la gente no lo entiende. Cuando voy a casa de mis padres y me pongo a estornudar, siempre piensan que estoy resfriada, cuando ya les he dicho que es porque abren las ventanas toda la mañana. Y rechazar una invitación con amigos a la feria del pueblo de tu hermana gafapasta en pleno mes de mayo no les suele sentar bien y te avasallan a preguntas de qué te pasa. La gente no entiende que abrir una ventana, estar lejos de la costa o ir de excursión a la montaña en esta época es un suplicio: implica (i) picores constantes en las comisuras de los labios, conjuntivitis en los ojos y estornudos continuos o (ii) drogarme a base de antihistamínicos, que me dan sueño y me hacen sentirme una drogadicta.

Yo hace tiempo que decidí no concienciar: no le pido a nadie que cierre una ventana, porque sé que es difícil de entender. Pero sí que mantengo mi paraíso: mi casa. Las ventajas de vivir sola. Sí que tengo la ventana del baño abierta todo el día, y también la galería y la cocina, pero mi salón y mi cuarto son templos sagrados: sólo ventilo a primera hora de la mañana o por la tarde noche. Y durante el día, cerrados. La gente no lo nota, pero yo noto en seguida, al entrar en una habitación si ha tenido las ventanas abiertas o no. Y, creedme, la diferencia es abismal.

Y aquí se acaban mis lecciones magistrales sobre la alergia a la primavera. Id y aplicadlas (sobre todo tú, Hombre Revenido, sí, tú). Seréis más felices.

La foto, el domingo pasado en la playa. Por prescripción médica.