miércoles, 20 de julio de 2016

Cruzando el canal

Llego al puerto casi hora y media antes de la hora de partida, como indica la tarjeta de embarque. Me duele la cabeza, no he dormido demasiado bien y hace mucho calor. El termómetro del coche ha marcado más de 36º en el centro de la isla, de camino aquí. Conozco el puerto, hace menos de cuatro meses que hice la misma ruta, aunque con otro barco. Aparco en la zona habilitada para los turismos que tienen que embarcar y voy a la terminal marítima, al baño. Un grupo de estudiantes con mochilas se despiden alborotados de sus familiares. Me descubro a mí misma deseando que no hagan demasiado ruido en el barco, pero enseguida me doy cuenta de que viajan en el de otra compañía. Es verano y aunque el número de navieras que operan entre islas es limitado, tienen una variedad de horarios más amplia que fuera de temporada y a precios más que competitivos.

Vuelvo al parking. Un trabajador de la naviera con chaleco fosforito me pide las tarjetas de embarque y el documento de identidad. “Empezamos a y media.”, me dice, “Mejor ponte a la sombra”. Le hago caso y me siento en el asfalto, a la sombra. Tardo un momento en darme cuenta de que debería preocuparme más por la temperatura de las muestras que llevo en una nevera en el maletero del coche que por mí misma, pero me convenzo de que con las placas frías que le he puesto aguantarán bien. Además, quedan sólo quince minutos para embarcar. Así que me acomodo y saco mis agujas: a ver si acabo de una vez el delantero de un jersey a rallas de algodón que ya tengo ganas de estrenar. A mí lado, varios señores menorquines comentan entre ellos de dónde son y si conocen a tal y cuál persona de sus respectivos pueblos. Y sí, claro, les conocen. Menorca es una isla pequeña.

Cuando se acerca de nuevo el tipo de la naviera, le sueltan una broma “¿Qué? ¿Embarcamos ya? A este paso la chica va a acabar el jersey”. Nos reímos todos y les digo que sí, que por favor tarde un poquito más en dejarnos embarcar, que estoy a cuatro vueltas de acabarlo. El de la naviera dice que hasta que no sea la hora no podemos subir, “luego los de la Guardia Civil nos riñen”. Así que esperamos religiosamente, yo tejiendo y los señores con su conversación. Al final, nos invita a ir a los coches cuando pasan unos minutos de y media. “Pobre chica, ¡no ha acabado el jersey!”. Maldigo. Estoy a una docena de puntos de cerrar la espalda y tengo que dejar una vuelta a medias, sin acabar, hasta que llegue a bordo.

Es la primera vez que subo en ese barco y me sorprende lo pequeño que es el garaje. Más trabajadores con chalecos fosforitos indican a los conductores cómo maniobrar para dejar los coches aparcados adecuadamente. El que va delante de mí tarda una barbaridad, o eso me parece. Cuando me toca, pienso que igual el tipo que me indica está pensando “Vaya, una mujer”, pero si lo piensa, no da señales de nada, me da un par de indicaciones (odio que me den instrucciones para aparcar, que lo sepáis, pero disimulo) y cuando apago el motor se acerca al coche. “Freno de mano y…”, “Dejo una marcha, ¿no?”, decimos a la vez.

Sigo las indicaciones hasta el salón de las butacas, recorro el barco que, efectivamente, es pequeño. ¿Me siento a babor o a estribor? No sé por qué, siempre me siento a estribor y luego me arrepiento. Recordádmelo para la próxima vez. Obviamente, me siento a estribor, en unas butacas que tienen delante una mesa. Saco el ordenador y lo enciendo. Tengo el patrón de las mangas del jersey en él y quiero mirarlo ahora que estoy a punto de acabar el delantero. Uno de los señores con los que he bromeado en tierra se me acerca y charlamos un rato. “Eres de Mallorca, ¿verdad?”. Y él de Menorca. Los acentos nos delatan. “Ya puedes acabar el jersey, ¿eh?”. Reímos.

El barco está prácticamente vacío. No se llenará demasiado, pero aún subirán los pasajeros que viajan sin coche. Hay sitio de sobra para viajar amplia y cómodamente. Acabo el delantero del jersey, estudio cómo hacer las mangas y me dio cuenta de que he dejado hilo de otro color en el maletero del coche. Vaya. Las mangas tendrán que esperar.

El rugido de los motores indica que vamos a partir. Mientras maniobramos, un pesquero entra a puerto. Me sorprende y miro el reloj, es un poco pronto para que vuelva. Salimos del puerto y el barco enseguida coge velocidad. Menos mal que hay buena mar. Desde mi asiento de estribor, me levanto para atisbar por las ventanas de babor otros dos pesqueros. Flota amiga. Le mando un mensaje a uno de los patrones, pero nos quedamos sin cobertura antes de que el mensaje salga. Recuerdo la conversación que tuve ayer con él sobre la súbita (y misteriosa) desaparición de la gamba roja en la pesquera más importante de Mallorca para esta especie en esta época del año. Y sigo dándole vueltas al tema. ¿Qué ha pasado con la gamba? Las muestras que llevo en el maletero las capturó ayer ese patrón con su barca. Sonrío por lo viajeras que han salido esas muestras.

Decido que es hora de hacer algo productivo y me pongo a revisar el trabajo de fin de grado de un estudiante. Pero estoy en el mar y cuando estoy en el mar estoy feliz y me cuesta concentrarme. Aún estamos muy cerca de Mallorca. Vamos adelantando a otro barco que está haciendo nuestra misma ruta. Los niños que llevo al lado me recuerdan a otros niños que no conozco pero de los que me han hablado mucho. La señora de delante duerme recostada sobre la ventana. En la tele emiten algo con pinta de antiguo y subtitulado (no llevo las gafas puestas, no puedo decir más). Miro el mar. Hay algunos borreguitos, nada grave, pero a la velocidad que vamos se nota el balanceo. Me río pensando en las biodraminas que mi madre me ha ofrecido no una, ni dos, sino hasta tres veces. “Que yo soy una loba de mar”, le he contestado tantas veces como me ha ofrecido.

Una loba de mar que se marea a veces, pero eso no se lo digáis a nadie.

La foto es de esta tarde, cruzando el canal.

domingo, 17 de julio de 2016

Dos libros

Últimamente no escribo mucho por aquí. No es que no tenga nada que contar, no es por falta de ganas, sino… bueno, sí, es por falta de ganas, por cansancio acumulado, por preferir estar tirada en el sofá con el encefalograma plano después de varios meses física, pero sobre todo mentalmente, agotadores. Y ahora no voy a prometer nada, no vengo aquí a decir que a partir de ahora escribiré más, no: escribiré lo que me apetezca, cuando y como me apetezca.

Por algo este es mi blog.

Pero es cierto que este fin de semana creo que he recargado las pilas que tenía bajas. Miento. Este fin de semana no me ha quedado más remedio que hacer un descanso intensivo porque mi cuerpo ha dicho basta. Soy muy de la idea de que hay que escuchar al cuerpo y yo, la verdad, en los últimos meses no es que no le haya hecho caso: simplemente, llevaba un ritmo tal que no había espacio en mi vida para tomarme un respiro. No lo necesitaba, no lo quería. Pero conozco mi cuerpo y sé que cuando quiere parar, me obliga a parar. Esta vez ha sido en forma de un ataque indiscriminado de prostaglandinas, esas cabronas, que me han obligado a pasarme tres días en estado casi vegetativo, preocupándome sólo de sobrevivir.

En todos estos meses anteriores de locura, he dejado de hacer muchas cosas que me gusta hacer como leer, tejer y hasta cuidar de mis plantas. Poco a poco voy recuperando todas esas rutinas (ya va siendo hora) y dándome cuenta de que, oye, algo sí que he leído en los últimos tiempos.

Leí “La vida a veces” de Carlos del Amor porque me parecía que un libro de relatos cortos se adaptaba perfectamente a mi vida loca. Son relatos muy variados. Como me suele pasar con este tipo de libros, algunos me han encantado, otros me han gustado y otros no me han aportado nada especialmente. Carlos del Amor es un periodista con una sensibilidad muy especial, como reflejan muy bien estas historias, algunas son pura poesía, otras son tan sinceras que me han resultado hasta aterradoras. Me gustó mucho y dejo aquí dos frases de las que he marcado:

“Es curioso: la vida parece algo muy largo, creemos que nunca llega mañana y al abrir los ojos descubrimos que mañana ya es ayer” (Cara a cara).

“Se abrazaron como si un abrazo fuera a hacer que el peligro terminara antes, como si la desgracia fuera imposible teniendo al otro cerca” (Lucas).

“El curioso mundo de Calpurnia Tate” de Jacqueline Kelly, es la continuación de “La evolución de Calpurnia Tate”, un libro (en teoría literatura juvenil) que en su día me encantó. Éste me ha encantado igualmente. Calpurnia es un personaje maravilloso, una jovencita que vive en un pueblo de Texas, a principios del siglo XX, con claras inquietudes científicas y feministas, curiosa, cabezona y observadora. Su especial relación con su abuelo, su amor por la naturaleza y cómo se enfrenta a la sociedad en la que le ha tocado vivir hacen de sus libros historias agradables, amenas y muy entretenidas. Soy muy fan de estos libros, aunque sean para adolescentes. Espero que siga habiendo más, porque me encanta ver cómo crece el personaje y disfrutar de sus aventuras y desventuras. Algunas frases que he marcado:

(Hablando de un oso hormiguero:) “Me pareció en conjunto una criatura poco agraciada, pero el abuelito había dicho una vez que aplicar la definición humana de belleza a un animal que había logrado sobrevivir millones de años era anticientífico y estúpido”.

“He de confesar que los hongos no eran precisamente mi tema favorito, pero como él siempre me recordaba, todas las formas de vida estaban entrelazadas y no debíamos descuidar ninguna”.

“El abuelo me decía siempre que la vida estaba llena de ocasiones para aprender y que uno debía tratar de captar todo lo que pudiera de un experto en un campo concreto, daba igual cual fuese”.

“Y durante ese momento, pasé de ser una semiciudadana a una ciudadana con todas las de la ley: no, me convertí en un solado; o mejor, en un ejército entero que impartía justicia y venganza por todas las demás semiciudadanas del mundo”.

Qué grande es Calpurnia.

viernes, 8 de julio de 2016

Francia ha cambiado

No es que conozca yo mucho Francia, no es que sea yo muy experta en temas franceses, pero Francia ha cambiado.

Me di cuenta el lunes, cuando en el primer peaje francés, justo después de la autopista, me paró un policía. Me preguntó de todo: de dónde venía, adónde iba, si era por trabajo, en qué trabajaba…

Me di cuenta el martes, cuando entrando en el centro de investigación en el que he estado trabajando esta semana, descubrí una garita que habían colocado junto a la barrera de entrada, en el parking. Un guarda de seguridad me paró, a grito de “madame”. De nuevo las preguntas, quién era, a quién iba a ver.

La primera vez que estuve aquí, en el sur de Francia fue en 2006. Desde entonces, he vuelto casi, casi cada año así que, aunque he perdido ya la cuenta, calculo que he venido a Sète unas 7 u 8 veces. En aquellos primeros viajes, venía con el jefe y nos alojábamos en un hotel maravilloso, con un patio cubierto central y una decoración exquisita, en el centro de la ciudad, a la orilla de uno de sus canales. Con el paso del tiempo, el precio del hotel fue subiendo pero nuestras dietas de alojamiento no. Así que últimamente ya nos alojamos en los hoteles de la Corniche, la zona más turística, más baratos y menos bonitos.

Aquí en Sète probé por primera vez la comida griega, en un diminuto restaurante que hace ya bastantes años que no existe. Y también aquí probé por primera vez (y única hasta hace poco menos de un mes) el atún rojo, en una barbacoa que montaron los colegas italianos en la casa que habían alquilado durante una reunión. En este tiempo, mi colega francesa con la que trabajo desde 2006 (y ahora ya es mi amiga) ha tenido dos niños, ha construido una piscina en su casa con vistas al Golfo de León y ha sufrido un robo mientras las dos estábamos de reunión en mi isla griega favorita.

Recuerdo beber pastis, un anís típico francés con mi jefe, en una terraza acristalada, bajo una lluvia torrencial. Recuerdo las cervezas con colegas franceses y españoles, en una terracita una tarde de verano.
Recuerdo intentar mantener una conversación sobre “El Rey León” en mi francés chapucero con el hijo pequeño de mi colega francesa. Recuerdo una visita a la lonja de pescado que me encantó. Recuerdo los fuegos artificiales que me sorprendieron el día de mi llegada aquí el año pasado.

A pesar de todo, a pesar de haber estado aquí tantas veces, aún he hecho cosas nuevas. Con la excusa de venir en coche (tras cruzar el charco hasta Barcelona) siempre, siempre he ido del hotel al centro de investigación con él, a pesar de estar a una distancia muy razonable a pie (20 minutos). Pues este año he ido a pie casi cada día (hoy no, porque había llovido y amenazada lluvia y, desoyendo los consejos maternales, no venía preparada para eso).

Nunca había llegado hasta el faro de piedra, coronado con una plancha metálica roja, que se encuentra en la entrada del puerto. Lo he fotografiado innumerables veces, pero hasta esta semana no me acerqué a él.

Nunca había ido caminando desde la Corniche al centro de la ciudad, por un estupendo y agradable paseo que te permite estar en media hora en los canales. Por fin, esta vez lo he hecho.

Nunca había estado en la gran plaza que hay en el centro de la ciudad, ni en los jardines inclinados con árboles enormes y varios lagos con nenúfares que hay a los pies de la colina.

Decía al principio que Francia ha cambiado. Supongo que yo también. Aunque por motivos distintos.
En el comedor del centro de investigación, en una pizarra donde cuelgan anuncios y hasta un calendario con los cumpleaños de los científicos que por aquí pululan, un “Je suis Charlie!” escrito con rotulador y medio borroso recuerda en silencio lo que es imposible olvidar. Pegada con celo en la pared, junto a las máquinas de café, está esta portada del Charlie Hebbo.

Francia ha cambiado, sí.

Piensas eso, con esa ola de tristeza general que parece que lo inunda todo, de incomodidad, de que las cosas no están yendo bien, y luego van los franceses y marcan ayer dos goles. Que no es que sea yo muy de fútbol ni nada, pero sentada anoche con dos colegas en la terraza de una de ellas, en lo alto de la colina, contemplando el mar, oyendo las cigarras y respirando la tranquilidad de la noche, los gritos de alegría que llegaban hasta nosotras, los pitidos, los silbidos y ese jolgorio que provocan las victorias futbolísiticas, se agradece. Sí, se agradece. Porque ver a los hijos de mi colega contándonos felices los goles marcados mientras nosotras apuramos las últimas gotas de vino es una maravilla. Porque, al fin y al cabo, estamos vivos. Y aunque las cosas cambien, aunque las cosas vayan a peor, siempre vamos a tener un motivo por el que alegrarlos, por el que seguir viviendo, por el que luchar, por el que seguir disfrutando de esta vida que, día a día, es un regalo.

Las fotos, de estos días.

Y mañana, a casa.











domingo, 3 de julio de 2016

En tierra

Vuelvo al blog después de casi un mes… Un mes en el que me he pasado quince días en el mar, interrumpidos brevemente por un viaje relámpago a Madrid. Estar en tierra, después de quince días de mar, es siempre raro. Y, como siempre después de un Festival de Primavera, la melancolía es directamente proporcional a la felicidad que has vivido en el mar.

Y yo, en este Festival de Primavera, he sido muy feliz.

A pesar de todo.

Por eso supongo que me está costando más de habitual volver a la normalidad. O igual no. Igual siempre me cuesta mucho, pero recordamos con mayor claridad las cosas más recientes.

Las dos semanas en el mar fueron días de mucho trabajo, de muchas preocupaciones, de algunos quebraderos de cabeza. Pero de muchas cosas buenas también. Y, una vez más (y perdonadme si me repito) me quedo con una cosa: la gente. La maravillosa gente que me ha rodeado estos días.

“Rodéate de gente bonita”, me dijo alguien, no hace mucho.

He tenido la suerte de estar rodeada de gente muy bonita estos días. Cuarenta y dos personas bonitas que han conseguido que este festival sea un éxito. Y no hablo sólo de objetivos científicos cubiertos.

Resumir estas dos semanas es siempre difícil, siempre. Pero yo lo sigo intentando. Y, sabiendo que seguramente he olvidado ya algunas cosas, me quedo con todo esto:

La primera reunión con el personal científico, aún antes de salir al mar, yo con las pilas bajas pero riendo por culpa de varios miembros de la tripulación que me hacían bromas a través de los portillos. Llevar un día en el mar y sentirme como si llevara una semana. El espectáculo de delfines en proa. Los abrazos de recibimiento. Los cuatro cafés que me tomé. Cuatro, señores. Cuatro veces más que en todo el año pasado. Romper dos artes en cinco días, hacer cuentas y comprobar que, a ese ritmo, no acabábamos el festival. Hacer una pulsera como regalo de cumpleaños. Las fiestas privadas en mi camarote. Las conversaciones interminables a horas intempestivas. Celebrar dos cumpleaños a bordo. Desembarcar en zodiac para un viaje relámpago a Madrid, con todo el barco despidiéndome. Estar en Menorca media hora, sólo media hora, el tiempo que tardé en bajar del avión y llegar al puerto para subirme al barco, donde ya esperaba el práctico. Salir del puerto de Maó disimulando las lágrimas de rabia e impotencia en los ojos (fue un sueño bonito mientras duró), mientras a tu alrededor reina ese silencio extraño del día después de pasar una noche en tierra. El cigarro que casi me fumo y que, al final, se transformó en caramelo de menta. Ah, los caramelos de menta, también llamados caramelos del amor. “¿Quieres kiwis? ¿Y kakis? ¿No andarás en la droja?” y todas las coletillas del monólogo de Carlos Blanco repetidas hasta el infinito y con las que nos reímos una y otra vez, una y otra vez. Guiris que me persiguen por el barco para que haga más muestreos de los suyos. El hilo de colores para hacer pulseras. Las historias de mar que me cuenta la tripulación y que me dejan con la boca abierta. Olvidarme de bajar la persiana del portillo y despertarme por culpa de la luz al amanecer, repetidamente. Caer en la cama, rendida y entrar en coma, directamente, en un sueño tan profundo y tranquilo como nunca lo tengo en tierra. Las lecciones para aprender a unir cabos haciendo gazas y nudos culs de porc. Y los deberes. Bajar a la cubierta de trabajo de los científicos y verlos currando como locos y riendo sin parar. Descubrir que las ralladas mentales que a veces provoca el mar son más comunes de lo esperado. Conversaciones por radio con pescadores amigos. El atardecer en proa, frente a la costa norte mallorquina, con el mar en calma y todo el equipo científico por allí, disfrutando del momento. Las capturas inesperadas: un atún rojo y un ánfora casi intacta. El torneo de futbolín, de los más concurridos que recuerdo. Recorrer el barco repartiendo chocolatinas. El bocata Oliver. Barcos que navegan haciendo eses a horas intempestivas, bajo la luz de la luna llena. Esquivar boyas. El insignificante accidente laboral, que me ha dejado una marca en la rodilla que, intuyo, me durará todo el verano. La cena en popa, con todo el mundo. El negrito, ese gran desconocido, ay, qué delicia de pescado. Mi rincón favorito del barco. Las vistas espectaculares de estas islas maravillosas. Conversaciones políglotas en el comedor: castellano, catalán, gallego, inglés, alemán. Se habla de todo en este barco. Los atardeceres en el mar. Los días de buen tiempo. Los días de mal tiempo. Levantarte cada día pensando que no quieres estar en ningún otro lugar. Sólo en el mar.

Ay, el mar, siempre el mar.

Las fotos son de esos quince días de mar. Y el vídeo, como bonus track, el espectáculo siempre sorprendente, maravilloso y mágico de delfines jugando en la proa.