Tengo la sensación de que el amanecer me ha perseguido durante varias horas. Es lo que tiene viajar hacia el oeste a primera hora de la mañana. Aunque lo correcto sería decir noroeste. Tengo que apresurarme para bajar del avión: entre que me he despistado leyendo y que el chaval que está sentado en mi fila sigue dormido, bajo del avión casi la última. Acabamos de aterrizar en el aeropuerto de Frankfurt, un aeropuerto de los que yo califico como “no me gusta”. Son casi las nueve de la mañana según mi reloj, casi las ocho en realidad aquí. Y ya llevo casi cinco horas despierta.
Miro en las pantallas por si aparece mi vuelo, pero es una tontería, quedan más de cinco horas para que salga. Luego recuerdo que llevo ya la tarjeta de embarque y compruebo que sí, efectivamente, ya aparece en él mi puerta de embarque. Por una vez, no tengo que cambiar de letra, ni recorrer esos largos pasillos subterráneos que tan poco me gustan de este aeropuerto. Llego al control de pasaportes y pierdo de vista al búlgaro interesante con un tic en un ojo con el que he compartido vuelo. Me dirijo a la zona en la que es un control automático, donde mantengo una absurda conversación sobre la necesidad (o no) de llevar pasaporte si me estoy moviendo por Europa. Al final, acepto que si quiero pasar por la máquina, tengo que sacar el pasaporte que llevo en la mochila. La máquina lo escanea, me deja pasar pero una pantalla me detiene para hacerme una foto. Sonrío absurdamente, tanto por la gracia que me hace que me hagan una foto en el aeropuerto como porque, en las fotos, me veo mejor sonriendo.
Cambio la hora del reloj y empiezo a pensar en qué hacer en las cinco horas que me quedan. Podría salir del aeropuerto e ir hasta la ciudad, pero ya lo hice una vez. Estuvo bien, pero entre el sueño y las cuatro horas de ayer en coche (en parte conducido por el chófer que se dormía, en parte por la colega italiana que se percató del tema y exigió conducir ella) no me apetece demasiado moverme de aquí. Y la pereza que me da volver a pasar el control de seguridad. Paseo por alguna tienda, buscando las salchichas que más tarde compraré para llevar a casa y descubro una tienda en la que venden Lamys.
Camino durante un buen rato, primero por la zona de las tiendas, luego en sentido contrario a mi puerta de embarque y decido que tal vez debería cambiar mi calificación de este aeropuerto. Hoy un “me gusta” me parce más adecuado. Observo a mi alrededor, la gente, las tiendas, los lugares, tratando de decidir qué quiero hacer. Creo reconocer una cafetería en la que una vez compré algo. Debería encontrar un lugar para cambiar la moneda búlgara que aún llevo en el bolsillo. He gastado poquísimo en este viaje. Es lo que tiene pasarte el día encerrada en un hotel trabajando, durmiendo, comiendo y hasta nadando. Cambio de sentido y voy hacia la zona de mi puerta de embarque y la paso de largo. Recuerdo que una vez me crucé con Ángela Molina en un aeropuerto alemán, juraría que en éste. Al cabo de un rato reconozco la zona en la que me crucé con ella: sí, era este aeropuerto.
Descubro una zona prometedora: asientos de esos en los que puedes estirar las piernas y enchufes. Pero quiero un asiento junto a la ventana y junto a los enchufes… anda, hay uno. Me siento, enchufo el móvil, enciendo el portátil y busco wifi gratis. Ahora hay wifi gratis por todo, incluso en la tienda-gasolinera en la que nos paramos anoche, a medio camino entre Burgas y Sofía, cuando pedimos al conductor que parara porque no queríamos seguir arriesgándonos a que se durmiera al volante. El sol ya está alto, a ratos aparece entre las nubes, todo un lujo después de una semana casi sin verlo.
Aún no tengo muy claro en qué voy a matar las horas que me quedan. Podría dormir. Podría leer. Podría actualizar mi currículo para las opos. Podría estudiar para las opos. Podría revisar un artículo que tengo a medio revisar. Podría ponerme al día leyendo blogs que hace semanas que no leo. Podría, simplemente, observar a la gente. Pero de momento no quiero hacer nada de eso, sólo dejar pasar el tiempo, las horas, en este paréntesis que es hoy mi vida, que es siempre el día del viaje, de la vuelta, acabando de digerir lo vivido en la última semana, los viajes de las dos últimas semanas; preparándome para volver a la normalidad a partir de mañana. Estoy en el descanso de un partido, esa es la sensación que tengo. En un impasse. Ayer no importa, mañana tampoco. Así que escribo, porque eso es lo que me apetece hacer en este momento intermedio.
En un rato me levantaré, caminaré otro rato, pasearé por las tiendas, pensaré en historias que podrían estar pasando en este aeropuerto que hoy me ha resultado sorprendentemente inspirador. Tomaré algo en alguna cafetería, leeré un rato, cambiaré las levas búlgaras que aún llevo encima y buscaré otro rincón donde sentarme un rato antes de comer algo y subir al avión que me llevará a casa.
Pero ahora sólo estoy aquí, sentada, mirando por la ventana, cargando el móvil y escribiendo.
En la foto, el amanecer persiguiéndome poco antes de aterrizar en el aeropuerto de Frankfurt.
domingo, 20 de noviembre de 2016
martes, 1 de noviembre de 2016
OT
No tenía ninguna intención de escribir sobre “Operación Triunfo”, ninguna. De hecho, ésta iba a ser la semana de los viajes en el blog pero claro, el blog es mío y hago con él lo que quiero. Y aquí estoy, tumbada en el sofá pensando en el fenómeno OT sin poder evitarlo. Ayer me tragué el concierto entero y esta tarde he llorado como una magdalena viendo la tercera parte del documental del encuentro, que aún no había visto. (Aunque, como he dicho en Twitter, no era yo, eran mi ciclo menstrual).
Lo más curioso de todo es que nunca fui una gran fan de OT. Sí que vi la primera edición y me sé el nombre de todos los concursantes, pero no recuerdo haber comprado ningún disco en su día. No recuerdo qué escuchaba en aquella época, era cinéfila y fan de las bandas sonoras cinematográficas, aunque el pop siempre me ha gustado. Y así y todo, he vivido todo el reencuentro con gran ilusión y alegría y vibré como la que más con el momentazo Chenoa-Bisbal en “Escondidos”. ¿Qué me lleva, qué nos ha llevado a muchos a seguir este reencuentro con la emoción que lo hemos seguido?
Obviamente, hay una parte de gente que fueron fans en su día y hoy les gusta recordar todo aquello que vivieron. Pero puede que otros que no fuimos fans pero sí que lo vivimos, nos sintamos identificados por varios motivos. El primero es la edad: estoy en la franja de edad de los concursantes y he crecido y madurado con ellos. De hecho, yo misma empecé a trabajar en lo que sigo trabajando sólo unos meses antes de que ellos entraran en la academia. En estos quince años, ellos han evolucionado en su carrera musical como yo en mi carrera científica. Supongo que por eso me ha gustado verlos, ver cómo les ha tratado la vida, qué ha sido de sus vidas, vividas en paralelo a la mía: desde sus inicios a esa serenidad y hasta madurez que sientes cuando ya llevas quince años currando en el mismo campo.
Una cosa que creo interesante de todo esto es que todos los participantes, los dieciséis, han acabado bien. No es únicamente que todos vivan de la música (en ámbitos muy diferentes, lo que me ha parecido interesante para mostrar que se puede vivir de la música sin ser número uno de Los 40 Principales), sino que todos han llevado una vida “sana”. No ha habido escándalos, ninguno se ha desquiciado, ni desmadrado, ni han acabado siendo los juguetes rotos que todos pronosticaban. Y eso, a mí, me parece difícil, muy difícil. Que de los dieciséis a ninguno se le haya ido la cabeza (metiéndose en drogas o historias chungas de ese tipo) me parece todo un mérito, teniendo en cuenta que tenían todas las papeletas para acabar desquiciados, con la locura que les vino encima, así, sin más. Que lo más escandaloso que haya pasado con ellos en los últimos años sea que Juan Camus no quería ir al concierto o la (supuesta) cobra de Bisbal a Chenoa, me parece estupendo. Es decir, de algo hay que hablar (sobre todo en Twitter) y si al final se habla de estas tonterías, es porque no había ningún tema más grave del que hablar.
Y luego está la historia Bisbal-Chenoa, claro. Que hubo otras relaciones más o menos confirmadas en la academia, pero cómo se ha volcado la gente con esta historia es fascinante. Sí, es una chorrada, claro que lo es, pero qué queréis que os diga, en estos tiempos difíciles y grises, que medio país esté pendiente de si ha habido intento de beso o no, me parece divertidísimo. Obviamente, mucha gente estará indignada (igual que otros se indignan por lo de Halloween), pero cada uno es libre de perder su tiempo libre en lo que quiera (mientras no dañe a nadie). Y además, este divertimento es totalmente compatible con otros divertimentos llamémosles más intelectuales.
No sería en su día muy fan de OT pero sí lo soy de la pareja Bisbal-Chenoa, de lo que fueron, representan, son y, por supuesto de su actuación de anoche en el concierto. Que, por cierto, sí, hubo muchos que desafinaron, el vestuario era horrible y algunos peinados esperpénticos pero, por si no os habíais dado cuenta, la calidad del concierto era lo de menos. Ayer se trataba de recordar, de reunir, de rememorar y de emocionar. Pero yo hablaba de Bisbal y Chenoa. ¿Qué voy a decir que no se haya dicho ya? Mi padre, que no es nada fan de estas cosas, se tragó el concierto enterito (y no haciendo sudokus, como suele hacer cuando algo en la tele no le interesa) y hoy me ha dicho que Chenoa es “muy elegante, tanto dentro como fuera del escenario. Y qué voz tiene Rosa”. Y mi madre, la que predice lluvias en el desierto namibio y sol en el invierno irlandés, me ha dicho que Chenoa y Bisbal acabarán juntos “Igual no ahora, en un tiempo. Incluso él igual tiene hijos con alguna otra antes”. Y yo, con esto, ya estoy tranquila.
Y sí, lo de anoche fue una cobra. Creedme, soy bióloga. Y entiendo de bichos.
Pero si no lo fue… bueno, qué más da, qué felices nos hicieron.
Lo más curioso de todo es que nunca fui una gran fan de OT. Sí que vi la primera edición y me sé el nombre de todos los concursantes, pero no recuerdo haber comprado ningún disco en su día. No recuerdo qué escuchaba en aquella época, era cinéfila y fan de las bandas sonoras cinematográficas, aunque el pop siempre me ha gustado. Y así y todo, he vivido todo el reencuentro con gran ilusión y alegría y vibré como la que más con el momentazo Chenoa-Bisbal en “Escondidos”. ¿Qué me lleva, qué nos ha llevado a muchos a seguir este reencuentro con la emoción que lo hemos seguido?
Obviamente, hay una parte de gente que fueron fans en su día y hoy les gusta recordar todo aquello que vivieron. Pero puede que otros que no fuimos fans pero sí que lo vivimos, nos sintamos identificados por varios motivos. El primero es la edad: estoy en la franja de edad de los concursantes y he crecido y madurado con ellos. De hecho, yo misma empecé a trabajar en lo que sigo trabajando sólo unos meses antes de que ellos entraran en la academia. En estos quince años, ellos han evolucionado en su carrera musical como yo en mi carrera científica. Supongo que por eso me ha gustado verlos, ver cómo les ha tratado la vida, qué ha sido de sus vidas, vividas en paralelo a la mía: desde sus inicios a esa serenidad y hasta madurez que sientes cuando ya llevas quince años currando en el mismo campo.
Una cosa que creo interesante de todo esto es que todos los participantes, los dieciséis, han acabado bien. No es únicamente que todos vivan de la música (en ámbitos muy diferentes, lo que me ha parecido interesante para mostrar que se puede vivir de la música sin ser número uno de Los 40 Principales), sino que todos han llevado una vida “sana”. No ha habido escándalos, ninguno se ha desquiciado, ni desmadrado, ni han acabado siendo los juguetes rotos que todos pronosticaban. Y eso, a mí, me parece difícil, muy difícil. Que de los dieciséis a ninguno se le haya ido la cabeza (metiéndose en drogas o historias chungas de ese tipo) me parece todo un mérito, teniendo en cuenta que tenían todas las papeletas para acabar desquiciados, con la locura que les vino encima, así, sin más. Que lo más escandaloso que haya pasado con ellos en los últimos años sea que Juan Camus no quería ir al concierto o la (supuesta) cobra de Bisbal a Chenoa, me parece estupendo. Es decir, de algo hay que hablar (sobre todo en Twitter) y si al final se habla de estas tonterías, es porque no había ningún tema más grave del que hablar.
Y luego está la historia Bisbal-Chenoa, claro. Que hubo otras relaciones más o menos confirmadas en la academia, pero cómo se ha volcado la gente con esta historia es fascinante. Sí, es una chorrada, claro que lo es, pero qué queréis que os diga, en estos tiempos difíciles y grises, que medio país esté pendiente de si ha habido intento de beso o no, me parece divertidísimo. Obviamente, mucha gente estará indignada (igual que otros se indignan por lo de Halloween), pero cada uno es libre de perder su tiempo libre en lo que quiera (mientras no dañe a nadie). Y además, este divertimento es totalmente compatible con otros divertimentos llamémosles más intelectuales.
No sería en su día muy fan de OT pero sí lo soy de la pareja Bisbal-Chenoa, de lo que fueron, representan, son y, por supuesto de su actuación de anoche en el concierto. Que, por cierto, sí, hubo muchos que desafinaron, el vestuario era horrible y algunos peinados esperpénticos pero, por si no os habíais dado cuenta, la calidad del concierto era lo de menos. Ayer se trataba de recordar, de reunir, de rememorar y de emocionar. Pero yo hablaba de Bisbal y Chenoa. ¿Qué voy a decir que no se haya dicho ya? Mi padre, que no es nada fan de estas cosas, se tragó el concierto enterito (y no haciendo sudokus, como suele hacer cuando algo en la tele no le interesa) y hoy me ha dicho que Chenoa es “muy elegante, tanto dentro como fuera del escenario. Y qué voz tiene Rosa”. Y mi madre, la que predice lluvias en el desierto namibio y sol en el invierno irlandés, me ha dicho que Chenoa y Bisbal acabarán juntos “Igual no ahora, en un tiempo. Incluso él igual tiene hijos con alguna otra antes”. Y yo, con esto, ya estoy tranquila.
Y sí, lo de anoche fue una cobra. Creedme, soy bióloga. Y entiendo de bichos.
Pero si no lo fue… bueno, qué más da, qué felices nos hicieron.
viernes, 28 de octubre de 2016
“Caperucita en Manhattan” de Carmen Martín GAite
Recuerdo que, en mi adolescencia, los cursos que iban por detrás tuvieron que leer este libro. En su día les envidié: sonaba más interesante que los que nos hacían leer aunque, la verdad, ni recuerdo cuáles eran. Yo que leía por placer, me molestaba tener que leer por obligación libros que no me interesaban, o que me interesaban poco. La cuestión es que, desde entonces, había sentido curiosidad por leer este libro. Y lo leí la semana pasada, en formato electrónico, porque el libro que me llevé en papel a Ponza lo acabé en dos días y necesitaba lectura a la vuelta. Y éste era uno de esos libros que llevo en el ebook “por si acaso algún día me quedo sin lectura en papel”. Chica previsora.
Así como los dos libros anteriores que leí me gustaron mucho, éste no me ha gustado demasiado. Vale que es literatura juvenil, pero me ha resultado no sé si pueril, pero sí, a ratos, incómodo. Me encanta la relación que la niña tiene con su abuela, sus padres son personajes bien novelescos, pero cuando empieza la historia con Miss Lunatic y el señor Woolf, la cosa se desmadra un poco. A mí eso de que una niña de 10 años se vaya tranquilamente con una vagabunda o monte en la limusina de un ricachón desconocido me ha puesto los pelos de punta. Pero bueno, es una historia fantástica, una actualización un poco loca del cuento de Caperucita Roja, pero que me ha defraudado un poco, la verdad. Tal vez es porque “Entre visillos” me entusiasmó en su día. Esperaba más. U otra cosa.
Así como los dos libros anteriores que leí me gustaron mucho, éste no me ha gustado demasiado. Vale que es literatura juvenil, pero me ha resultado no sé si pueril, pero sí, a ratos, incómodo. Me encanta la relación que la niña tiene con su abuela, sus padres son personajes bien novelescos, pero cuando empieza la historia con Miss Lunatic y el señor Woolf, la cosa se desmadra un poco. A mí eso de que una niña de 10 años se vaya tranquilamente con una vagabunda o monte en la limusina de un ricachón desconocido me ha puesto los pelos de punta. Pero bueno, es una historia fantástica, una actualización un poco loca del cuento de Caperucita Roja, pero que me ha defraudado un poco, la verdad. Tal vez es porque “Entre visillos” me entusiasmó en su día. Esperaba más. U otra cosa.
jueves, 27 de octubre de 2016
“The Age of Miracles” de Karen Thompson Walker
Este libro me ha salido viajero. Lo compré en Namibia, en mi librería favorita de Swakopomund, en alguno de mis viajes, aunque no recuerdo en cuál. Y me lo llevé en mi largo viaje a Ponza. De hecho, me lo leí casi entero en el viaje de ida y, si no lo acabé ese día, fue porque me encontré a unos cuantos colegas en la última etapa del viaje, la travesía de casi tres horas en barco.
“The Age of Miracles” está contado desde el punto de vista de Julia, una niña de once años que no sólo debe enfrentarse a los retos de la adolescencia, sino a un fenómeno que alterará su vida y la de la humanidad entera: la desaceleración de la Tierra. La rotación de la Tierra se ralentiza, lo que hace que los días y las noches sean cada vez más largos. La novela cuenta cómo afecta esta situación a Julia, a su familia, a la humanidad y al planeta entero.
Me ha encantado este libro. La historia me parece fascinante, ciencia-ficción sin aspavientos ni situaciones inverosímiles, intentando responder preguntas sobre cómo actuaríamos los humanos, como colectivo, en un caso así y, de manera individual; cómo una situación de ese calibre afectaría nuestro día a día, nuestras relaciones, nuestros trabajos, nuestros objetivos. Qué haríamos como especie ante una situación así, pero con el punto de vista de Julia que asiste, confusa, al desmoronamiento de todo lo que parecía normal en una vida, la suya, que no diferiría en casi nada a la de cualquiera de nosotros, a su edad, en un país desarrollado.
Es un libro muy recomendable, con un tono general algo pesimista, pero con toques de optimismo que creo que están intrínsecos en nuestra naturaleza: la necesidad de sobrevivir, de adaptarse a un mundo cambiante, para poder seguir adelante. Al fin y al cabo, ese es nuestro objetivo, tanto a nivel personal (con nuestras inquietudes, esperanzas y deseos) como a nivel de especie (con esa necesidad innata que tienen todas las especies por sobrevivir, por adaptarse a las nuevas circunstancias). Me ha resultado fascinante.
“The Age of Miracles” está contado desde el punto de vista de Julia, una niña de once años que no sólo debe enfrentarse a los retos de la adolescencia, sino a un fenómeno que alterará su vida y la de la humanidad entera: la desaceleración de la Tierra. La rotación de la Tierra se ralentiza, lo que hace que los días y las noches sean cada vez más largos. La novela cuenta cómo afecta esta situación a Julia, a su familia, a la humanidad y al planeta entero.
Me ha encantado este libro. La historia me parece fascinante, ciencia-ficción sin aspavientos ni situaciones inverosímiles, intentando responder preguntas sobre cómo actuaríamos los humanos, como colectivo, en un caso así y, de manera individual; cómo una situación de ese calibre afectaría nuestro día a día, nuestras relaciones, nuestros trabajos, nuestros objetivos. Qué haríamos como especie ante una situación así, pero con el punto de vista de Julia que asiste, confusa, al desmoronamiento de todo lo que parecía normal en una vida, la suya, que no diferiría en casi nada a la de cualquiera de nosotros, a su edad, en un país desarrollado.
Es un libro muy recomendable, con un tono general algo pesimista, pero con toques de optimismo que creo que están intrínsecos en nuestra naturaleza: la necesidad de sobrevivir, de adaptarse a un mundo cambiante, para poder seguir adelante. Al fin y al cabo, ese es nuestro objetivo, tanto a nivel personal (con nuestras inquietudes, esperanzas y deseos) como a nivel de especie (con esa necesidad innata que tienen todas las especies por sobrevivir, por adaptarse a las nuevas circunstancias). Me ha resultado fascinante.
miércoles, 26 de octubre de 2016
“El afinador de pianos” de Daniel Mason
No recuerdo cuándo ni por qué me compré este libro. Supongo que me llamó la atención la portada y la historia, la de un afinador de pianos inglés que, durante la época victoriana, es requerido por el ejército británico para viajar a Birmania a afinar el piano de un comandante médico. Luego descubrí que su autor es de mi quinta, médico y biólogo, así que aún me sentí más atraída por el libro.
Este libro es maravilloso. No haría falta que dijera más. Es un libro bello, de esos que parecen poesía aunque leas prosa. Puro lirismo. La historia de Edgar Drake, el afinador, los preparativos del viaje, el viaje en sí, su encuentro con el médico, Anthony Carroll y sus días en Birmania están contados con una delicadeza y una elegancia que me atraparon en cuanto empecé a leerlo. El libro destila amor y admiración por una civilización lejana, para mí hoy en día, pero aún más para su protagonista, pero también por la música.
Hacia el final del libro hay un capítulo maravilloso, una carta que escribe Drake a su esposa, que resume a la perfección lo que sientes y vives cuando viajas a un lugar extraño, la sensación contradictoria de querer quedarte allí para siempre pero también de querer partir para volver a tu hogar. Cómo ves lo que tienes alrededor, cómo lo absorbes para no olvidarlo nunca. La euforia de descubrir cosas maravillosas y el extraño vacío que, aún así, sientes. La manera de que los lugares nuevos te cambian por dentro, lo que te hacen sentir, esa extraña mezcla de dolor y alegría que tienes ante la perspectiva de abandonarlos. El libro es maravilloso, pero aunque no lo fuera, sólo por leer este capítulo, vale la pena.
Este libro es maravilloso. No haría falta que dijera más. Es un libro bello, de esos que parecen poesía aunque leas prosa. Puro lirismo. La historia de Edgar Drake, el afinador, los preparativos del viaje, el viaje en sí, su encuentro con el médico, Anthony Carroll y sus días en Birmania están contados con una delicadeza y una elegancia que me atraparon en cuanto empecé a leerlo. El libro destila amor y admiración por una civilización lejana, para mí hoy en día, pero aún más para su protagonista, pero también por la música.
Hacia el final del libro hay un capítulo maravilloso, una carta que escribe Drake a su esposa, que resume a la perfección lo que sientes y vives cuando viajas a un lugar extraño, la sensación contradictoria de querer quedarte allí para siempre pero también de querer partir para volver a tu hogar. Cómo ves lo que tienes alrededor, cómo lo absorbes para no olvidarlo nunca. La euforia de descubrir cosas maravillosas y el extraño vacío que, aún así, sientes. La manera de que los lugares nuevos te cambian por dentro, lo que te hacen sentir, esa extraña mezcla de dolor y alegría que tienes ante la perspectiva de abandonarlos. El libro es maravilloso, pero aunque no lo fuera, sólo por leer este capítulo, vale la pena.
lunes, 24 de octubre de 2016
“Tengo los óvulos contados” de Raquel Sánchez Silva
Se me acumulan las entradas de cosas que quiero contar y no cuento, así que he decidido inventarme dos semanas temáticas para ponerme al día de dos temas de los que quiero compartir bastantes cosas: libros y viajes. Esta semana será la semana temática de los libros; la que viene, de viajes.
Admito que leí este libro por recomendación de unas amigas. Raquel Sánchez Silva no me cae especialmente bien (más bien al contrario, me parece un poco petarda), pero como el tema del libro es un tema recurrente en nuestras conversaciones, acabó saliendo en una de ellas y me lo recomendaron. En el prólogo, la periodista deja bien claro que su intención era escribir algo sobre el tema, pero no una novela, sino como ensayo, basado en todo lo que había investigado y descubierto cuando, después de los 35, se planteó qué posibilidades tenía de ser madre Sin embargo, sus editores la convencieron de que lo transformara en novela. Para mí ahí está el error principal: como novela, es muy floja y no aporta nada; pero como recopilación de historias sobre la fecundidad femenina en general y sobre la reproducción asistida en particular, vale mucho la pena. Y es esa parte lo que destaco de este libro: la información que aporta sobre un tema del que apenas se habla. Y lo hace en forma de historias tan variopintas como posibles, desde la chica soltera no muy agraciada que quiere que la fecunden con esperma de un nórdico buenorro de ojos azules hasta la casada que acude con su madre porque no se queda embarazada “y no puede ser, porque todas en nuestra familia somos muy fértiles”.
Es un libro que explica claramente qué se puede hacer y qué no, tanto médicamente como legalmente, qué posibilidades reales existen y cuáles son sólo fantasías y que la maternidad es una opción, no una obligación. En ese aspecto, me ha gustado. Insisto, creo que hay mucha falta de información sobre estos temas. Bueno, falta de información no, porque por poco que brujulees por internet, puedes encontrarlo todo, pero sí que es verdad que es un tema del que se habla poco. “¿Te planteas ser madre alguna vez?” es una pregunta que nos deberíamos hacer todas alrededor de los treinta y no alrededor de los cuarenta, como suele pasar hoy en día.
Admito que leí este libro por recomendación de unas amigas. Raquel Sánchez Silva no me cae especialmente bien (más bien al contrario, me parece un poco petarda), pero como el tema del libro es un tema recurrente en nuestras conversaciones, acabó saliendo en una de ellas y me lo recomendaron. En el prólogo, la periodista deja bien claro que su intención era escribir algo sobre el tema, pero no una novela, sino como ensayo, basado en todo lo que había investigado y descubierto cuando, después de los 35, se planteó qué posibilidades tenía de ser madre Sin embargo, sus editores la convencieron de que lo transformara en novela. Para mí ahí está el error principal: como novela, es muy floja y no aporta nada; pero como recopilación de historias sobre la fecundidad femenina en general y sobre la reproducción asistida en particular, vale mucho la pena. Y es esa parte lo que destaco de este libro: la información que aporta sobre un tema del que apenas se habla. Y lo hace en forma de historias tan variopintas como posibles, desde la chica soltera no muy agraciada que quiere que la fecunden con esperma de un nórdico buenorro de ojos azules hasta la casada que acude con su madre porque no se queda embarazada “y no puede ser, porque todas en nuestra familia somos muy fértiles”.
Es un libro que explica claramente qué se puede hacer y qué no, tanto médicamente como legalmente, qué posibilidades reales existen y cuáles son sólo fantasías y que la maternidad es una opción, no una obligación. En ese aspecto, me ha gustado. Insisto, creo que hay mucha falta de información sobre estos temas. Bueno, falta de información no, porque por poco que brujulees por internet, puedes encontrarlo todo, pero sí que es verdad que es un tema del que se habla poco. “¿Te planteas ser madre alguna vez?” es una pregunta que nos deberíamos hacer todas alrededor de los treinta y no alrededor de los cuarenta, como suele pasar hoy en día.
domingo, 16 de octubre de 2016
Bajo la luna
Es una noche cálida de otoño, sábado. Diecisiete personas vuelven de una copiosa cena en un restaurante que estaba cerrado, pero que han abierto para ellos. Ya casi no hay turistas en otoño en esta pequeña isla mediterránea. Diecisiete personas en la mesa es mal augurio en Italia, así que el dueño del restaurante deja un juego extra de copas en una de las cabeceras, para engañar a la mala suerte.
La vuelta es ligera y amena, casi dos quilómetros de camino entre charlas y risas en varios idiomas, el vino ha corrido alegre durante la noche y ya llevan demasiados días fuera de casa, demasiados días de trabajo. La perspectiva de seguir trabajando al día siguiente, domingo, hace que disfruten más de esas pocas horas de ocio. Caminan por la carretera, rodeada de casas de manera continua, evitando los pocos coches que de vez en cuando aparecen. Cuando ya se acercan al hotel, pasan por un núcleo más concurrido donde algunos jóvenes y no tan jóvenes pasan la noche del fin de semana apenas iluminados por la luz de los móviles. “Imagínate un invierno aquí”, dice alguien.
Al llegar al hotel, algunos levantan las manos. Quien más quien menos la levanta: cuando se recuenta el quórum para algo, suele ser para algo bueno, así que casi todo el mundo se apunta. No hay mucho que hacer en esta isla y cualquier plan es bienvenido. La discusión se centra en si levantar la mano para ir a dormir o para ir a nadar. Es casi medianoche, llegar a la zona más civilizada de la isla, el puerto, es inalcanzable a pie, así que esas son las dos únicas alternativas.
“En cinco minutos, todos aquí para nadar”. “Todos” al final son nueve personas que se dirigen entre risas por la carretera hasta la estrecha cuesta que baja a las piscinas naturales. Una señora que ha salido a pasear su perro les mira con sorpresa e incredulidad. La luna, casi llena, ilumina alegremente la noche. Pero la ruta de bajada discurre por un camino estrecho, entre casas y árboles, así que la luz de los móviles guía el camino por los tramos más oscuros.
Al llegar junto al mar, el espectáculo es maravilloso: el mar, en calma; las rocas volcánicas, cálidas bajo los pies desnudos; la temperatura, suave; la luna, llena y brillante, ilumina con una tenue luz azulada todo el paisaje. Es impresionante. Los bañistas empiezan a quitarse la ropa, entre risas y gritos. De los nueve aventureros, seis se quedan en bañador, mientras los otros tres prometen que se ocuparán de recontarlos y comprobar que nadie se ahoga. Más gritos, más risas y saltos desde las rocas. Chop. Chop. Chop. Chop. Chop. Chop. Seis cuerpos chocan contra la superficie del agua, a intervalos irregulares, con gritos y risas como banda sonora. El agua está fresca, no fría, ideal en ese improvisado baño nocturno, y los bañistas chapotean alegres a la luz de la luna. Más risas, más gritos, más alegría sonora que debe estar oyéndose a lo largo y ancho de esta pequeña isla.
Salir del mar es otra aventura. Algunos de los bañistas conocen el camino por las rocas, porque ya han nadado allí esa misma tarde, pero no cuentan con la migración nocturna de los erizos, que ahora ocupan casi totalmente su camino de salida. No deja de resultar irónico, porque todos ellos se dedican a estudiar criaturas marinas. Al final salen, despacio, uno a uno, ayudados por las gafas de bucear que alguien ha llevado y por los que les van precediendo. Los que han quedado en tierra hacen el recuento comprobando, entre risas, que no ha habido bajas entre los nadadores nocturnos.
El camino de vuelta es igual de alegre, bajo la luz de la luna. La subida les deja sin aliento, pero no les quita la alegría y la sensación gratificante de que han vivido un momento maravilloso. Se despiden entrando al hotel, consultando el reloj y contando las horas que van a poder dormir. Al día siguiente es domingo, pero aún así toca trabajar. Se dan las buenas noches en varios idiomas, sonriendo, en el pasillo silencioso del hotel y prometiendo repetir la experiencia la noche siguiente.
Fuera, la luna sigue brillando.
En la foto, el lugar del baño nocturno, a la luz del día, a media tarde, cuando ya hubo un primer baño improvisado.
La vuelta es ligera y amena, casi dos quilómetros de camino entre charlas y risas en varios idiomas, el vino ha corrido alegre durante la noche y ya llevan demasiados días fuera de casa, demasiados días de trabajo. La perspectiva de seguir trabajando al día siguiente, domingo, hace que disfruten más de esas pocas horas de ocio. Caminan por la carretera, rodeada de casas de manera continua, evitando los pocos coches que de vez en cuando aparecen. Cuando ya se acercan al hotel, pasan por un núcleo más concurrido donde algunos jóvenes y no tan jóvenes pasan la noche del fin de semana apenas iluminados por la luz de los móviles. “Imagínate un invierno aquí”, dice alguien.
Al llegar al hotel, algunos levantan las manos. Quien más quien menos la levanta: cuando se recuenta el quórum para algo, suele ser para algo bueno, así que casi todo el mundo se apunta. No hay mucho que hacer en esta isla y cualquier plan es bienvenido. La discusión se centra en si levantar la mano para ir a dormir o para ir a nadar. Es casi medianoche, llegar a la zona más civilizada de la isla, el puerto, es inalcanzable a pie, así que esas son las dos únicas alternativas.
“En cinco minutos, todos aquí para nadar”. “Todos” al final son nueve personas que se dirigen entre risas por la carretera hasta la estrecha cuesta que baja a las piscinas naturales. Una señora que ha salido a pasear su perro les mira con sorpresa e incredulidad. La luna, casi llena, ilumina alegremente la noche. Pero la ruta de bajada discurre por un camino estrecho, entre casas y árboles, así que la luz de los móviles guía el camino por los tramos más oscuros.
Al llegar junto al mar, el espectáculo es maravilloso: el mar, en calma; las rocas volcánicas, cálidas bajo los pies desnudos; la temperatura, suave; la luna, llena y brillante, ilumina con una tenue luz azulada todo el paisaje. Es impresionante. Los bañistas empiezan a quitarse la ropa, entre risas y gritos. De los nueve aventureros, seis se quedan en bañador, mientras los otros tres prometen que se ocuparán de recontarlos y comprobar que nadie se ahoga. Más gritos, más risas y saltos desde las rocas. Chop. Chop. Chop. Chop. Chop. Chop. Seis cuerpos chocan contra la superficie del agua, a intervalos irregulares, con gritos y risas como banda sonora. El agua está fresca, no fría, ideal en ese improvisado baño nocturno, y los bañistas chapotean alegres a la luz de la luna. Más risas, más gritos, más alegría sonora que debe estar oyéndose a lo largo y ancho de esta pequeña isla.
Salir del mar es otra aventura. Algunos de los bañistas conocen el camino por las rocas, porque ya han nadado allí esa misma tarde, pero no cuentan con la migración nocturna de los erizos, que ahora ocupan casi totalmente su camino de salida. No deja de resultar irónico, porque todos ellos se dedican a estudiar criaturas marinas. Al final salen, despacio, uno a uno, ayudados por las gafas de bucear que alguien ha llevado y por los que les van precediendo. Los que han quedado en tierra hacen el recuento comprobando, entre risas, que no ha habido bajas entre los nadadores nocturnos.
El camino de vuelta es igual de alegre, bajo la luz de la luna. La subida les deja sin aliento, pero no les quita la alegría y la sensación gratificante de que han vivido un momento maravilloso. Se despiden entrando al hotel, consultando el reloj y contando las horas que van a poder dormir. Al día siguiente es domingo, pero aún así toca trabajar. Se dan las buenas noches en varios idiomas, sonriendo, en el pasillo silencioso del hotel y prometiendo repetir la experiencia la noche siguiente.
Fuera, la luna sigue brillando.
En la foto, el lugar del baño nocturno, a la luz del día, a media tarde, cuando ya hubo un primer baño improvisado.
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