Tengo la sensación de que el amanecer me ha perseguido durante varias horas. Es lo que tiene viajar hacia el oeste a primera hora de la mañana. Aunque lo correcto sería decir noroeste. Tengo que apresurarme para bajar del avión: entre que me he despistado leyendo y que el chaval que está sentado en mi fila sigue dormido, bajo del avión casi la última. Acabamos de aterrizar en el aeropuerto de Frankfurt, un aeropuerto de los que yo califico como “no me gusta”. Son casi las nueve de la mañana según mi reloj, casi las ocho en realidad aquí. Y ya llevo casi cinco horas despierta.
Miro en las pantallas por si aparece mi vuelo, pero es una tontería, quedan más de cinco horas para que salga. Luego recuerdo que llevo ya la tarjeta de embarque y compruebo que sí, efectivamente, ya aparece en él mi puerta de embarque. Por una vez, no tengo que cambiar de letra, ni recorrer esos largos pasillos subterráneos que tan poco me gustan de este aeropuerto. Llego al control de pasaportes y pierdo de vista al búlgaro interesante con un tic en un ojo con el que he compartido vuelo. Me dirijo a la zona en la que es un control automático, donde mantengo una absurda conversación sobre la necesidad (o no) de llevar pasaporte si me estoy moviendo por Europa. Al final, acepto que si quiero pasar por la máquina, tengo que sacar el pasaporte que llevo en la mochila. La máquina lo escanea, me deja pasar pero una pantalla me detiene para hacerme una foto. Sonrío absurdamente, tanto por la gracia que me hace que me hagan una foto en el aeropuerto como porque, en las fotos, me veo mejor sonriendo.
Cambio la hora del reloj y empiezo a pensar en qué hacer en las cinco horas que me quedan. Podría salir del aeropuerto e ir hasta la ciudad, pero ya lo hice una vez. Estuvo bien, pero entre el sueño y las cuatro horas de ayer en coche (en parte conducido por el chófer que se dormía, en parte por la colega italiana que se percató del tema y exigió conducir ella) no me apetece demasiado moverme de aquí. Y la pereza que me da volver a pasar el control de seguridad. Paseo por alguna tienda, buscando las salchichas que más tarde compraré para llevar a casa y descubro una tienda en la que venden Lamys.
Camino durante un buen rato, primero por la zona de las tiendas, luego en sentido contrario a mi puerta de embarque y decido que tal vez debería cambiar mi calificación de este aeropuerto. Hoy un “me gusta” me parce más adecuado. Observo a mi alrededor, la gente, las tiendas, los lugares, tratando de decidir qué quiero hacer. Creo reconocer una cafetería en la que una vez compré algo. Debería encontrar un lugar para cambiar la moneda búlgara que aún llevo en el bolsillo. He gastado poquísimo en este viaje. Es lo que tiene pasarte el día encerrada en un hotel trabajando, durmiendo, comiendo y hasta nadando. Cambio de sentido y voy hacia la zona de mi puerta de embarque y la paso de largo. Recuerdo que una vez me crucé con Ángela Molina en un aeropuerto alemán, juraría que en éste. Al cabo de un rato reconozco la zona en la que me crucé con ella: sí, era este aeropuerto.
Descubro una zona prometedora: asientos de esos en los que puedes estirar las piernas y enchufes. Pero quiero un asiento junto a la ventana y junto a los enchufes… anda, hay uno. Me siento, enchufo el móvil, enciendo el portátil y busco wifi gratis. Ahora hay wifi gratis por todo, incluso en la tienda-gasolinera en la que nos paramos anoche, a medio camino entre Burgas y Sofía, cuando pedimos al conductor que parara porque no queríamos seguir arriesgándonos a que se durmiera al volante. El sol ya está alto, a ratos aparece entre las nubes, todo un lujo después de una semana casi sin verlo.
Aún no tengo muy claro en qué voy a matar las horas que me quedan. Podría dormir. Podría leer. Podría actualizar mi currículo para las opos. Podría estudiar para las opos. Podría revisar un artículo que tengo a medio revisar. Podría ponerme al día leyendo blogs que hace semanas que no leo. Podría, simplemente, observar a la gente. Pero de momento no quiero hacer nada de eso, sólo dejar pasar el tiempo, las horas, en este paréntesis que es hoy mi vida, que es siempre el día del viaje, de la vuelta, acabando de digerir lo vivido en la última semana, los viajes de las dos últimas semanas; preparándome para volver a la normalidad a partir de mañana. Estoy en el descanso de un partido, esa es la sensación que tengo. En un impasse. Ayer no importa, mañana tampoco. Así que escribo, porque eso es lo que me apetece hacer en este momento intermedio.
En un rato me levantaré, caminaré otro rato, pasearé por las tiendas, pensaré en historias que podrían estar pasando en este aeropuerto que hoy me ha resultado sorprendentemente inspirador. Tomaré algo en alguna cafetería, leeré un rato, cambiaré las levas búlgaras que aún llevo encima y buscaré otro rincón donde sentarme un rato antes de comer algo y subir al avión que me llevará a casa.
Pero ahora sólo estoy aquí, sentada, mirando por la ventana, cargando el móvil y escribiendo.
En la foto, el amanecer persiguiéndome poco antes de aterrizar en el aeropuerto de Frankfurt.
Hay que aprovechar esos "descansos entre partidos", esos momentos en los que se puede no hacer nada sin sensación de culpabilidad. A veces hay que, simplemente, no hacer nada para poder desconectar, descansar el cerebro y estar a tope el resto del tiempo.
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo. Es maravilloso hacer eso de vez en cuando y muy necesario.
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