miércoles, 25 de febrero de 2015

Trevi

El otro día estuve en la Piazza di Trevi, donde está la fuente del mismo nombre. He estado allí ya dos veces este año. Y sólo estamos en Febrero. Fue una promesa estúpida que me hice a mí misma hace un año: cada vez que fuera a Roma, iría a la Fontana. Desde que me prometí aquello, he ido ya cuatro veces.

La Fontana di Trevi es mi lugar favorito de Roma, ya lo conté aquí. Incluso estando en obras como ha estado las últimas veces que la he visitado. Esta última vez, bajo la lluvia, haciendo algunas fotos (como si no tuviera ya suficientes fotos…) y tras tirar una moneda para asegurar que regresaré, pensé en esa absurda promesa mía, en esa absurda insistencia. ¿Por qué voy, por qué tengo que ir, por qué quiero ir? Y me sorprendí de mi propia obstinación en volver y volver allí, habiendo aún lugares de Roma que no conozco (SIEMPRE hay lugares de Roma por descubrir). Me di cuenta que volver a lugares conocidos (y queridos como ése) me impedía descubrir lugares nuevos.

Y entonces lo comprendí.

La Fontana di Trevi es sólo una metáfora.

Hasta que no me aleje de ella, hasta que no me separe de ella, no podré abrir mi mente y conocer otros lugares que, seguramente, son igual de impresionantes. O más. La Fontana está ahí, es bellísima, verla me hace feliz, verla me hace querer volver, incluso cuando me está diciendo a gritos que no vaya, con todos esos andamios que la tapan. Pero yo, cabezona, sigo yendo, una y otra vez. “Hasta aquí”, pensé el otro día. Y allí estaba yo, delante de la Fontana, despidiéndome de ella, dejándola ir, dejándome ir yo. Preguntándome por qué diablos no puedo superar esa adicción. Y decidida a superarla.

Después de echarle un último vistazo y salir por una calle lateral en plan heroína lánguida y trágica, pensé “Menuda estupidez. Mi Fontana es mía (o mejor, mi adicción a la Fontana es mía) y hago con ella lo que quiero. Volveré”. Y me quedé un poco más tranquila.

Pero mientras mi mente racional y cabezona me decía que tengo todo el derecho del mundo a volver a la Fontana cuando quiera, mi corazón sabía que estaré un tiempo sin verla. Aunque sea por obligación. Porque esto de viajar a Roma hasta la extenuación ha sido una racha que, creo, casi ya se acabado.

Y porque tal vez, realmente, de verdad, debería dejar de ir a la Fontana.

O no.

No sé si me explico.

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