El tiempo pasa rápido y lento a la vez. No me aburro, siempre tengo algo que hacer, pero hay días pesados y densos y luego hay otros que se me escapan entre los dedos. Con las semanas me pasa lo mismo, a veces incluso simultáneamente. Creo que hace ya mucho que salí a dar mi primer paseo, pero solo hace una semana. No he dado muchos más; otro, creo, pero ha sido una semana cargada de cosas. He estrenado mis sábanas de ginkgos. Y un jabón de Alepo que compré en Marsella hace ya mucho tiempo. Estoy intentando hacer masa madre. He pintado mandalas. Mis pequeñas orquídeas están floreciendo. He conducido por primera vez después de muchas, muchas semanas, aunque para ello ha tocado cambiar una batería. Me he cortado el flequillo. Sigo aprendiendo a tejer amigurimis. Y por fin he conseguido comprar tierra para trasplantar mis tomateras, ahora, justo ahora, cuando la mitad de las plantitas no han sobrevivido a dos días al sol sin agua. Eso, lo de olvidarme de regar me recuerda que también ha sido una semana muy intensa, de mucho trabajo. En cualquier caso, esto es solo lo que recuerdo. Seguro que hay un montón de otras cosas que he vivido, que he hecho, que he disfrutado, pero que igual ahora no recuerdo o que recuerdo más lejanas.
Ésta ha sido la semana de la fase 0. Hemos empezado a hacer otras cosas, más cosas. Poco a poco. Seguimos sin saber a dónde vamos, qué pasará o qué significará esto en nuestras vidas. Me sigue fascinando y aterrorizando lo que estamos viviendo a partes iguales. Me sigue alucinando lo que hemos conseguido pero también todo lo que podemos aún perder. Porque esto no ha acabado, ni mucho menos. Y eso es lo que me hace encoger el corazón, que aún estamos empezando y ya hay quien se piensa que estamos de celebraciones.
En la foto, mis pequeñas orquídeas floreciendo con mis ginkgos al fondo.
domingo, 10 de mayo de 2020
lunes, 4 de mayo de 2020
Séptima semana
Ha llegado mayo. Ha llegado el calor. Han llegado los primeros pasos en dirección a eso que llaman “nueva normalidad”, que me suena fatal y que es una manera de evitar decir que nada será igual, al menos por un tiempo. Esta semana he descubierto mi nuevo patrón de sueño: un día duermo bien, un día duermo mal. Aunque no se cumple siempre, claro que no. En cualquier caso, si duermo mal, al día siguiente estoy de mal humor; si duermo bien, me parece que todo es maravilloso. Me estoy acostumbrando a esta rutina, a esta alternancia de días malos y días buenos y no les doy demasiada importancia, ni a los unos ni a los otros. Cada día es nuevo, cada día hay que tomarlo como viene y sacar de él lo que podamos, según las circunstancias.
He descubierto que una vieja mesa de playa, ésa que usábamos hace muchísimos años cuando comíamos debajo de los árboles junto al mar, cabe perfectamente en mi balcón. Está en perfecto estado. La pongo junto a la mesa de cultivo, donde los fresales y el tomillo están desbordados ya, y me siento con una silla de playa a tomar un poco el aire, el sol o el vermut. O con una fitball que tiene el tamaño perfecto, para trabajar al aire libre por la tarde, cuando el sol ya no da en el balcón. Pero mi alergia a la primavera ha podido con mi nuevo descubrimiento y he tenido que eliminar mis ratos de balcón, porque el picor de ojos, de nariz y los estornudos me dan dolor de cabeza y complican mi vida. Así que el tendedero de ropa ha recuperado su posición, aunque con tanto polen acabará dentro de casa, ya veréis.
Sigo sin tener tierra para trasplantar mis tomateras, pero intuyo que pronto la conseguiré. Uno de mis objetivos para el próximo fin de semana: arreglar las plantas. Mis ginkgos siguen echando hojas como si no tuvieran nada más que hacer en su vida, como efectivamente ocurre. De momento no están creciendo más, solo algunas ramas que chocan ya con los cristales de la galería. Y el sábado salí a caminar. Una vez, en mi rango de un quilómetro desde mi lugar de residencia. Vi el mar. Cincuenta días después, vi el mar. Nunca, nunca, nunca en toda mi vida había estado tanto tiempo sin ver el mar. Y ahí sigue.
En la foto, vistas lejanas del mar, en mi paseo del sábado.
He descubierto que una vieja mesa de playa, ésa que usábamos hace muchísimos años cuando comíamos debajo de los árboles junto al mar, cabe perfectamente en mi balcón. Está en perfecto estado. La pongo junto a la mesa de cultivo, donde los fresales y el tomillo están desbordados ya, y me siento con una silla de playa a tomar un poco el aire, el sol o el vermut. O con una fitball que tiene el tamaño perfecto, para trabajar al aire libre por la tarde, cuando el sol ya no da en el balcón. Pero mi alergia a la primavera ha podido con mi nuevo descubrimiento y he tenido que eliminar mis ratos de balcón, porque el picor de ojos, de nariz y los estornudos me dan dolor de cabeza y complican mi vida. Así que el tendedero de ropa ha recuperado su posición, aunque con tanto polen acabará dentro de casa, ya veréis.
Sigo sin tener tierra para trasplantar mis tomateras, pero intuyo que pronto la conseguiré. Uno de mis objetivos para el próximo fin de semana: arreglar las plantas. Mis ginkgos siguen echando hojas como si no tuvieran nada más que hacer en su vida, como efectivamente ocurre. De momento no están creciendo más, solo algunas ramas que chocan ya con los cristales de la galería. Y el sábado salí a caminar. Una vez, en mi rango de un quilómetro desde mi lugar de residencia. Vi el mar. Cincuenta días después, vi el mar. Nunca, nunca, nunca en toda mi vida había estado tanto tiempo sin ver el mar. Y ahí sigue.
En la foto, vistas lejanas del mar, en mi paseo del sábado.
martes, 28 de abril de 2020
Sexta semana
Echo de menos cosas muy concretas, como conducir mi coche o mojar mis pies en el mar, y cosas mucho más abstractas, como viajar o abrazar. Echo de menos mil y una cosas, cada día, en casi todo momento. Echo de menos cosas que ni sabía que tenía, como la tranquilidad de volver de la compra y meter en el armario las cosas sin tener que desinfectarlas. Y echo de menos cosas que no he vivido, pero que sé que me he perdido en estas semanas que llevamos confinados, risas, cenas, viajes. Y de todas las cosas que echo de menos, creo que son estas últimas las más dolorosas. Volveré a conducir, a mojar los pies en el mar, a viajar y a abrazar Volveré a meter en el armario la compra sin tener que desinfectarla. Y claro que volverá a haber risas, cenas y viajes, pero esas risas, cenas y viajes que no hemos vivido, no las vamos a recuperar. Sentir añoranza por lo que no has tenido, por lo que no has vivido es una melancolía absurda pero qué menos que permitirnos cierta melancolía en mitad de una pandemia.
Y aún así… Aún así, a pesar de eso, a pesar de esa melancolía, sigue habiendo un montón de cosas maravillosas estos días. Recibir un libro sorpresa por el Día del Libro. Hacer videollamadas con amigos. Comprobar que todo el mundo sigue bien de salud. Caminar bajo el sol de camino al supermercado, sintiendo la brisa primaveral en la cara. Intercambiar sonrisas y saludos desde los balcones a la hora del aplauso. Conversaciones que se alargan y se alargan. Dormir (casi) ocho horas seguidas y sentir que te puedes comer el mundo. No sé, hay un montón de cosas que hacen que los días vayan pasando y que, a pesar de todo, sigamos adelante. Solo hay que fijarse un poco en que están ahí.
En la foto, el libro sorpresa que recibí de Rata Corner por el Día del Libro.
Y aún así… Aún así, a pesar de eso, a pesar de esa melancolía, sigue habiendo un montón de cosas maravillosas estos días. Recibir un libro sorpresa por el Día del Libro. Hacer videollamadas con amigos. Comprobar que todo el mundo sigue bien de salud. Caminar bajo el sol de camino al supermercado, sintiendo la brisa primaveral en la cara. Intercambiar sonrisas y saludos desde los balcones a la hora del aplauso. Conversaciones que se alargan y se alargan. Dormir (casi) ocho horas seguidas y sentir que te puedes comer el mundo. No sé, hay un montón de cosas que hacen que los días vayan pasando y que, a pesar de todo, sigamos adelante. Solo hay que fijarse un poco en que están ahí.
En la foto, el libro sorpresa que recibí de Rata Corner por el Día del Libro.
lunes, 20 de abril de 2020
Quinta semana
El silencio. El silencio fue lo primero que me sorprendió (o tal vez asustó) del inicio del confinamiento. El silencio frío y constante, en mitad de la ciudad, en un barrio bullicioso como es el mío. Y el silencio me sigue sorprendiendo ahora, cinco semanas después. La mayor parte del día reina el silencio de una hora temprana de un domingo invernal. Es agradable, pero un poco terrorífico también. Los románticos dicen que se oyen más los pájaros. Sí, se oyen. Pero lo que yo más oigo es el silencio. No es siempre así, a ratos se oyen cosas, diría que cada vez más. Algún coche que pasa, vecinos que hablan de balcón a balcón, niños gritando mientras juegan dentro de sus casas. Esos son sonidos de normalidad, que me hacen pensar que el mundo sigue siendo como hace dos meses, aunque en realidad no lo sea.
El sábado, cerca de la medianoche, salí al balcón. Estaba lloviendo pero la temperatura era agradable. Estaba pasando el camión de la basura y me quedé a ver cómo recorría toda la calle y acababa desapareciendo girando al final de la misma, allí donde hace tiempo se levantaba un campo de fútbol que ya no existe. Me quedé un rato mirando las ventanas de las casas iluminadas u oscuras, escuchando el sonido de la lluvia, que sonaba más fuerte que nunca, aunque en realidad caía suavemente. Vi a un par de chavales, que no creo que estuvieran paseando el perro ni tirando la basura, por la calle, mirando alrededor, con esa pinta de saber que están haciendo algo malo, y escabulléndose de nadie. Fue sumamente relajante ese ratito escuchando el ruido de la lluvia por encima del silencio.
Me encantan los aplausos de las ocho. Me encanta esa rutina de salir al balcón y aplaudir con todas mis fuerzas, ver a los vecinos en sus balcones, saludarnos los que nos conocemos y los que no nos conocíamos hasta ahora. Me encanta como todos nos asomamos más, si cabe, a nuestras ventanas y balcones el día que pasa la policía, o los bomberos, o alguna ambulancia justo a esa hora, despacito, haciendo sonar sus sirenas, enciendo sus luces. Cuando eso pasa, los aplausos suenan más fuerte y todos sonreímos más. Porque a mí salir a aplaudir me hace sonreír.
Ha sido una semana rara. He estado desorientada, no me ha cundido nada y no me refiero solo al trabajo. Hay días buenos, hay días malos y es absurdo ahondar en la sensación continua de incertidumbre porque nada bueno vamos a sacar de eso. Así que hay que centrarse en el día a día, en cada hora, en cada momento. Es lo único que tenemos.
En la foto, uno de los bichitos que me acompañan en las horas de trabajo de este confinamiento.
El sábado, cerca de la medianoche, salí al balcón. Estaba lloviendo pero la temperatura era agradable. Estaba pasando el camión de la basura y me quedé a ver cómo recorría toda la calle y acababa desapareciendo girando al final de la misma, allí donde hace tiempo se levantaba un campo de fútbol que ya no existe. Me quedé un rato mirando las ventanas de las casas iluminadas u oscuras, escuchando el sonido de la lluvia, que sonaba más fuerte que nunca, aunque en realidad caía suavemente. Vi a un par de chavales, que no creo que estuvieran paseando el perro ni tirando la basura, por la calle, mirando alrededor, con esa pinta de saber que están haciendo algo malo, y escabulléndose de nadie. Fue sumamente relajante ese ratito escuchando el ruido de la lluvia por encima del silencio.
Me encantan los aplausos de las ocho. Me encanta esa rutina de salir al balcón y aplaudir con todas mis fuerzas, ver a los vecinos en sus balcones, saludarnos los que nos conocemos y los que no nos conocíamos hasta ahora. Me encanta como todos nos asomamos más, si cabe, a nuestras ventanas y balcones el día que pasa la policía, o los bomberos, o alguna ambulancia justo a esa hora, despacito, haciendo sonar sus sirenas, enciendo sus luces. Cuando eso pasa, los aplausos suenan más fuerte y todos sonreímos más. Porque a mí salir a aplaudir me hace sonreír.
Ha sido una semana rara. He estado desorientada, no me ha cundido nada y no me refiero solo al trabajo. Hay días buenos, hay días malos y es absurdo ahondar en la sensación continua de incertidumbre porque nada bueno vamos a sacar de eso. Así que hay que centrarse en el día a día, en cada hora, en cada momento. Es lo único que tenemos.
En la foto, uno de los bichitos que me acompañan en las horas de trabajo de este confinamiento.
lunes, 13 de abril de 2020
Cuarta semana
Cuando vuelvo a casa después de pasar un tiempo en el mar, siento que la barandilla de mi balcón no es tan diferente a la borda de un barco. De ella hacia dentro hay una vida, un día a día, una rutina diferente a la que hay de ella hacia fuera. Y la vida que vives en ese momento es la que está de borda o de barandilla adentro. Lo que hay hacia fuera, el mar o el vecindario, no es tuyo, no te pertenece, no forma parte de ti aunque te regale vistas bonitas o aplausos solidarios. Salgo al balcón y, más allá de la barandilla, veo un paisaje distinto al del interior, veo un mundo diferente, desconocido, que observo con anhelo, con emoción, que me envuelve y al que sé que volveré. Como el mar.
No es tan lejano este confinamiento al estar encerrado en un barco, al menos en algunas cosas. En otras, no tiene nada que ver.
Llevo cuatro semanas sin ver el mar, aunque lo sé cercano y se hace especialmente presente por las tardes, a las ocho, cuando las sirenas de los barcos del puerto acompañan a los aplausos de mi calle. Creo que nunca había pasado tanto tiempo sin ver el mar. Solo, tal vez, en mis vacaciones infantiles veraniegas, los años que pasábamos el mes de agosto en el pueblo de mi padre, allí, entre la Serranía y la Alcarria castellano-manchegas. Pero entonces sabía el día exacto que volvería a ver el mar, a subir a un barco para volver a mi isla. Ahora mismo, no sé cuándo lo veré, cuándo volveré.
Ya lo dije el otro día, echo de menos algunas cosas. El mar es una de ellas, por supuesto.
Esta semana ha sido la más extraña del confinamiento, al menos de momento. Una Semana Santa encerrados en casa no es nada habitual, aunque yo creo que no hubiera pasado estos días festivos de manera muy diferente a como los he pasado. Tranquila, en casa. Mi vorágine suele estar fuera de los días festivos, me refiero en condiciones de no confinamiento. Y ha sido extraña, decía, porque he tenido algún día de euforia, energía y emoción máxima y, a continuación, el batacazo, la caída, la tristeza infinita, el corazón encogido, las ganas de llorar sin parar. Traté de sobrepasar ese día oscuro y extraño a base de tener las manos ocupadas, ya que la mente hacía lo que quería, así que cociné, cociné y cociné. No sé si sirvió de mucho, aunque ahora tengo el congelador lleno, pero el día pasó, sobreviví y, al día siguiente, ya me encontraba bien otra vez, más o menos bien. Porque, no lo olvidé entonces y ahora tampoco quiero olvidarlo, esto también pasará.
Hay quien dice que de esta crisis saldremos mejores. Yo no lo creo. Lo que sí creo es que estos días está saliendo la verdadera naturaleza de las personas. La bondad de los buenos, la vileza de los malos. Tal vez, cuando volvamos a la vida y dejemos atrás esta hibernación confinada, volvamos todos a equipararnos, a parecer semejantes, pero entonces ya conoceremos la verdadera naturaleza de los que nos rodean y en nuestra mano estará rodearnos de los que creemos afines a nosotros o de aquellos que nos hacen felices, o que nos entienden, o que estuvieron ahí cuando los necesitamos. Los demás solo serán sombras sin rostro que pasarán a nuestro lado, estarán presentes pero les haremos el caso estrictamente necesario.
En la foto, mis pequeñas tomateras, creciendo confinadas. Ojalá poder ir pronto a comprar tierra y trasplantarlas a macetas más amplias.
No es tan lejano este confinamiento al estar encerrado en un barco, al menos en algunas cosas. En otras, no tiene nada que ver.
Llevo cuatro semanas sin ver el mar, aunque lo sé cercano y se hace especialmente presente por las tardes, a las ocho, cuando las sirenas de los barcos del puerto acompañan a los aplausos de mi calle. Creo que nunca había pasado tanto tiempo sin ver el mar. Solo, tal vez, en mis vacaciones infantiles veraniegas, los años que pasábamos el mes de agosto en el pueblo de mi padre, allí, entre la Serranía y la Alcarria castellano-manchegas. Pero entonces sabía el día exacto que volvería a ver el mar, a subir a un barco para volver a mi isla. Ahora mismo, no sé cuándo lo veré, cuándo volveré.
Ya lo dije el otro día, echo de menos algunas cosas. El mar es una de ellas, por supuesto.
Esta semana ha sido la más extraña del confinamiento, al menos de momento. Una Semana Santa encerrados en casa no es nada habitual, aunque yo creo que no hubiera pasado estos días festivos de manera muy diferente a como los he pasado. Tranquila, en casa. Mi vorágine suele estar fuera de los días festivos, me refiero en condiciones de no confinamiento. Y ha sido extraña, decía, porque he tenido algún día de euforia, energía y emoción máxima y, a continuación, el batacazo, la caída, la tristeza infinita, el corazón encogido, las ganas de llorar sin parar. Traté de sobrepasar ese día oscuro y extraño a base de tener las manos ocupadas, ya que la mente hacía lo que quería, así que cociné, cociné y cociné. No sé si sirvió de mucho, aunque ahora tengo el congelador lleno, pero el día pasó, sobreviví y, al día siguiente, ya me encontraba bien otra vez, más o menos bien. Porque, no lo olvidé entonces y ahora tampoco quiero olvidarlo, esto también pasará.
Hay quien dice que de esta crisis saldremos mejores. Yo no lo creo. Lo que sí creo es que estos días está saliendo la verdadera naturaleza de las personas. La bondad de los buenos, la vileza de los malos. Tal vez, cuando volvamos a la vida y dejemos atrás esta hibernación confinada, volvamos todos a equipararnos, a parecer semejantes, pero entonces ya conoceremos la verdadera naturaleza de los que nos rodean y en nuestra mano estará rodearnos de los que creemos afines a nosotros o de aquellos que nos hacen felices, o que nos entienden, o que estuvieron ahí cuando los necesitamos. Los demás solo serán sombras sin rostro que pasarán a nuestro lado, estarán presentes pero les haremos el caso estrictamente necesario.
En la foto, mis pequeñas tomateras, creciendo confinadas. Ojalá poder ir pronto a comprar tierra y trasplantarlas a macetas más amplias.
domingo, 5 de abril de 2020
Tercera semana
Hay días que pasan rápido y otros más lentos. Hay días buenos, de risas y charlas y otros no tan buenos, de cansancio y tristeza. Hay días en que veo el final de esto a la vuelta de la esquina y otros en los que creo que esto no acabará nunca. Hay días en que ansío volver a mi vida anterior y otros en los que me siento ya tan acostumbrada a esto que no sé si lo quiero cambiar.
Este confinamiento saca lo mejor y lo peor de cada uno y nos muestra lo mejor y lo peor de los demás. Nos está sirviendo para conocernos, para conocer a los demás, para valorar lo que teníamos y para valorar lo que, a pesar de todo, seguimos teniendo.
Hay muchas cosas que me gustan de este confinamiento. Organizarme los días laborales sin constantes interrupciones, pasar el día rodeada de mis cosas, volver a hacerle caso a mis plantas, observar como día a día, las ramas de mis ginkgos se llenan de hojas, salir a las ocho al balcón a aplaudir, sonreír a los vecinos que aplauden, organizar comidas y cenas, hacer reír a mi madre por tonterías, pasar horas charlando con amigos por videollamadas. Hay muchas cosas que no me gustan de este confinamiento. Bueno, igual no tantas, sí algunas. La que más, lo que pasa ahí fuera, saber que hay gente sufriendo y muriendo. Las demás, no son tan graves; el dolor de espalda porque no he hecho ejercicio esta semana, la incertidumbre sobre qué pasará en el futuro (en tantos aspectos diferentes), algún día en el que estoy más enfurruñada, el ver las calles casi desiertas cuando salgo (poco) a comprar y el echar de menos.
Echo de menos lugares, echo de menos vivencias, echo de menos gente. Estos días pienso en algunas cosas que hice en las semanas y meses anteriores al confinamiento y que viví sin prestarles atención, sin darles importancia, sin saber que sería la última vez que las hacía en mucho tiempo. Si lo hubiera sabido, hubiera reído un rato más en aquella conversación, me hubiera tomado otro vino, hubiera estado un rato más contemplando aquel monumento, hubiera apretado un poco más en aquel abrazo. Y, en el fondo, eso tampoco es malo, eso de ser consciente de la futilidad de los momentos que hemos vivido nos hará valorar, o al menos a mí me hará valorar esos momentos bonitos que viviremos en el futuro. Esas risas, esas cenas, esos paseos, esas copas, esos abrazos, esos besos, esas charlas, esa vida. Habremos perdido muchas de esas cosas durante estas semanas, pero las que vivamos a partir de ahora, las sentiremos con doble intensidad.
En las fotos, fresas creciendo en mi huerto urbano. Ni confirmo ni desmiento que si no fuera por este confinamiento, probablemente las plantas estarían ya más que secas.
Este confinamiento saca lo mejor y lo peor de cada uno y nos muestra lo mejor y lo peor de los demás. Nos está sirviendo para conocernos, para conocer a los demás, para valorar lo que teníamos y para valorar lo que, a pesar de todo, seguimos teniendo.
Hay muchas cosas que me gustan de este confinamiento. Organizarme los días laborales sin constantes interrupciones, pasar el día rodeada de mis cosas, volver a hacerle caso a mis plantas, observar como día a día, las ramas de mis ginkgos se llenan de hojas, salir a las ocho al balcón a aplaudir, sonreír a los vecinos que aplauden, organizar comidas y cenas, hacer reír a mi madre por tonterías, pasar horas charlando con amigos por videollamadas. Hay muchas cosas que no me gustan de este confinamiento. Bueno, igual no tantas, sí algunas. La que más, lo que pasa ahí fuera, saber que hay gente sufriendo y muriendo. Las demás, no son tan graves; el dolor de espalda porque no he hecho ejercicio esta semana, la incertidumbre sobre qué pasará en el futuro (en tantos aspectos diferentes), algún día en el que estoy más enfurruñada, el ver las calles casi desiertas cuando salgo (poco) a comprar y el echar de menos.
Echo de menos lugares, echo de menos vivencias, echo de menos gente. Estos días pienso en algunas cosas que hice en las semanas y meses anteriores al confinamiento y que viví sin prestarles atención, sin darles importancia, sin saber que sería la última vez que las hacía en mucho tiempo. Si lo hubiera sabido, hubiera reído un rato más en aquella conversación, me hubiera tomado otro vino, hubiera estado un rato más contemplando aquel monumento, hubiera apretado un poco más en aquel abrazo. Y, en el fondo, eso tampoco es malo, eso de ser consciente de la futilidad de los momentos que hemos vivido nos hará valorar, o al menos a mí me hará valorar esos momentos bonitos que viviremos en el futuro. Esas risas, esas cenas, esos paseos, esas copas, esos abrazos, esos besos, esas charlas, esa vida. Habremos perdido muchas de esas cosas durante estas semanas, pero las que vivamos a partir de ahora, las sentiremos con doble intensidad.
En las fotos, fresas creciendo en mi huerto urbano. Ni confirmo ni desmiento que si no fuera por este confinamiento, probablemente las plantas estarían ya más que secas.
lunes, 30 de marzo de 2020
Segunda semana
Los días avanzan, fluidos, unos más que otros, claro.
Y, de repente, ya es lunes de la tercera semana de confinamiento.
Mi segunda semana creo que ha sido más productiva que la primera, al menos esa es la sensación que he tenido. También en esa segunda semana he pasado el día, bueno, la noche en la que peor he dormido desde que dejamos de salir a la calle, pero también la que mejor he dormido. Estos días he pensado mucho en lugares que me gustan, en los que he estado, sobre todo al ver imágenes de esos lugares totalmente vacíos. Calles y monumentos de ciudades que conozco, que me gustan. He sentido muchas ganas de volver a Roma. Y también a Madrid. Pero no así, en general, sino a lugares concretos, en muchos, como la Fontana di Trevi, claro, el Teatro Marcello, el barrio judío roma o el parque de la Quinta de la Fuente del Berro, donde en su impresionante ginkgo deben estar ya naciendo las hojas nuevas, así, como salen en los ginkgos, a puñados. Me han entrado ganas de volver a sitios que conozco y de ir a sitios que no conozco. He visto mis maletas vacías, esperando viajes que nunca se han hecho, esperando viajes que sí que se harán. Salí dos días a tirar la basura y nada más. Al balcón, todos los días, por lo menos a aplaudir. Hizo frío, llovió, pero el domingo amaneció soleado y aproveché un rato el sol del balcón; me dediqué a cocinar, a ver directos de gente que me gusta y me quedó un domingo precioso. Y encima, a las ocho ahora es de día, así que además de aplaudir, los vecinos nos mirábamos sonriendo, descubriéndonos, porque en la oscuridad de los días anteriores, solo podíamos intuirnos unos a otros. Pero esta segunda semana también llegó ese día en el que me pregunté si realmente íbamos a superar esto; primero como sociedad, después como especie. Le dediqué menos de diez minutos a esos pensamientos, creo que incluso menos de cinco. El fin de nuestra civilización, de nuestra sociedad tal y como la conocemos pasó al fin de nuestra especie. Me dio vértigo pensar en la poca importancia que tenemos como especie, ser consciente de que, si desapareciéramos, tampoco pasaría nada. Luego me reí de mi misma, sabiendo que no vamos a desaparecer pero bueno, aunque así fuera, ¿qué más da? Mientras estemos aquí, vamos a disfrutar lo que tenemos que, aunque a ratos no nos lo parezca, siguen siendo un montón de cosas.
Cuidaos, cuidad y quedaos en casa. Esto también pasará.
En la foto, aunque se ve regular, el arcoíris gigante que adorna las ventanas de una casa en mi barrio. Está hecha con el teleobjetivo de mi réflex al máximo, porque está bastante lejos.
Y, de repente, ya es lunes de la tercera semana de confinamiento.
Mi segunda semana creo que ha sido más productiva que la primera, al menos esa es la sensación que he tenido. También en esa segunda semana he pasado el día, bueno, la noche en la que peor he dormido desde que dejamos de salir a la calle, pero también la que mejor he dormido. Estos días he pensado mucho en lugares que me gustan, en los que he estado, sobre todo al ver imágenes de esos lugares totalmente vacíos. Calles y monumentos de ciudades que conozco, que me gustan. He sentido muchas ganas de volver a Roma. Y también a Madrid. Pero no así, en general, sino a lugares concretos, en muchos, como la Fontana di Trevi, claro, el Teatro Marcello, el barrio judío roma o el parque de la Quinta de la Fuente del Berro, donde en su impresionante ginkgo deben estar ya naciendo las hojas nuevas, así, como salen en los ginkgos, a puñados. Me han entrado ganas de volver a sitios que conozco y de ir a sitios que no conozco. He visto mis maletas vacías, esperando viajes que nunca se han hecho, esperando viajes que sí que se harán. Salí dos días a tirar la basura y nada más. Al balcón, todos los días, por lo menos a aplaudir. Hizo frío, llovió, pero el domingo amaneció soleado y aproveché un rato el sol del balcón; me dediqué a cocinar, a ver directos de gente que me gusta y me quedó un domingo precioso. Y encima, a las ocho ahora es de día, así que además de aplaudir, los vecinos nos mirábamos sonriendo, descubriéndonos, porque en la oscuridad de los días anteriores, solo podíamos intuirnos unos a otros. Pero esta segunda semana también llegó ese día en el que me pregunté si realmente íbamos a superar esto; primero como sociedad, después como especie. Le dediqué menos de diez minutos a esos pensamientos, creo que incluso menos de cinco. El fin de nuestra civilización, de nuestra sociedad tal y como la conocemos pasó al fin de nuestra especie. Me dio vértigo pensar en la poca importancia que tenemos como especie, ser consciente de que, si desapareciéramos, tampoco pasaría nada. Luego me reí de mi misma, sabiendo que no vamos a desaparecer pero bueno, aunque así fuera, ¿qué más da? Mientras estemos aquí, vamos a disfrutar lo que tenemos que, aunque a ratos no nos lo parezca, siguen siendo un montón de cosas.
Cuidaos, cuidad y quedaos en casa. Esto también pasará.
En la foto, aunque se ve regular, el arcoíris gigante que adorna las ventanas de una casa en mi barrio. Está hecha con el teleobjetivo de mi réflex al máximo, porque está bastante lejos.
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