Ya lo conté el otro día, estuve en Roma de viaje relámpago. Apenas 48 horas y, aún así, encontré tiempo para cenar en mi restaurante preferido, comprar en mi papelería favorita y para salir de mi zona de confort romana para visitar varias cosas nuevas (incluyendo un cementerio, pero también un museo y una iglesia). Tal vez, sólo tal vez, alguien se preguntará si he vuelto a Piazza di Trevi.
Podría decir que no, que he cumplido mi promesa y no fui a visitar mi adorada Fontana.
Mentiría.
Y, para mi sorpresa, luce así de bella, sin muchos de los andamios que la cubren desde hace meses.
En mi defensa, diré que veníamos de cenar y que algo de alcohol corría por mis venas. Así que decidimos volver al hotel haciendo un rodeo. Un rodeo de hora y media. Recorriendo algunos de los puntos claves (y que ya me conozco de memoria) de Roma. Y comiendo helado. Una maravilla.
Así que sí, lo admito, he vuelto a la Fontana de Trevi.
Pues claro.
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