lunes, 10 de febrero de 2014

Siempre es igual

Siempre es igual, cuando viajo.

Los días antes del viaje son alegres, emocionantes. Dónde voy. Cómo es el sitio. Qué podré ver si consigo tener algo de tiempo libre. Surfeo por la red averiguando cómo es el hotel al que voy, cómo voy a ir del aeropuerto al hotel y del hotel al lugar de la reunión, qué hay cerca, qué puedo ver, qué cuentan los viajeros que han estado por allí. Miro la previsión del tiempo, decido si hace falta chubasquero, paraguas y/o botas de agua.

El día antes del viaje es el infierno. Odio hacer la maleta. Me agobio, me estreso. Se me ocurren un millón de cosas mejores que hacer que hacer la maleta. Primero hago una lista o cojo una lista de viajes anteriores: es la manera de no olvidarme nada. Selecciono la ropa en función del tipo de reunión y del tiempo que hace en el lugar al que viajo. Siempre sigo el mismo orden para hacer la maleta: primero, ropa y zapatos; luego, los productos de higiene y, al final, todo lo demás: el papeleo, los cables para cargar cámaras y móvil y lo que será mi ocio esos días: libros y música. Mientras hago la maleta y una vez está hecha, el mismo pensamiento: no quiero ir. Quiero quedarme. No quiero alejarme de mi vida y de mi rutina. Cuanto más hace que no viajo, ese “no” es mayor. Cuanto más largo es el viaje, ese “no” es mayor. Y tengo la sensación de que cuanto mayor me hago, ese “no” también es mayor.

Y llega el día del viaje. Si madrugo, lloriqueo recreándome en el “no, no, no”. Y luego llego al aeropuerto. Ah, el aeropuerto. Me encantan los aeropuertos. El verano de estudiante en el que trabajé en uno, lo disfruté tanto, ¡tanto! Llego al aeropuerto y ya noto el cosquilleo del viaje. Y, de repente, el “no” se transforma en “sí”. Qué digo en “sí”, en “¡¡SÍ!!”. Y ahí es cuando empiezo a disfrutarlo, por fin recuerdo por qué me gusta tanto esto de viajar: el ambiente temporal del aeropuerto, gente yendo y viniendo, nombres de lugares exóticos en las pantallas.

Luego llego a mi destino y lo disfruto mucho, sí, en general mucho. Hay reuniones buenos, malas y regulares. Depende de lo que sean, de dónde sean y de con quién sean. Pero siempre, siempre, lo mejor viene al acabar de reunión: cuando desconectas del día, sales con los colegas (y a veces ya amigos), tomas algo, o paseas, o vas de compras, o simplemente te metes en tu habitación y te tumbas a leer un rato. En mitad del viaje, a veces hay algún momento de debilidad, sobre todo si el viaje es muy largo. De repente recuerdas que deberías estar en el cumpleaños de alguien, cenando en algún sitio que te gusta con amigos, comiendo por ahí con tu familia o tirada en el sofá de tu casa. Pero no. Estás en un lugar que igual es bonito o que es horrible, con gente que puede que te caiga bien, o puede que no, haciendo un trabajo que en ese momento te encanta o lo odias. Pero al cabo de un rato te das cuenta de que eres una privilegiada y esos momentos de melancolía es el peaje que tienes que pagar por conocer lugares que, de otra manera, tal vez nunca conocerías.

Y llega el día de hacer la maleta de vuelta. ¡Qué rápido ha pasado! Y qué fácil se hace la maleta al volver. Bueno, no siempre. Depende de lo que hayan cundido las compras de los últimos días, si es que las ha habido. Yo estoy mejorando mucho en el tema maletas: cada vez llevo menos cosas, mejor aprovechadas. Cada vez llevo menos quilos a la ida, porque nunca sabes qué querrás meter dentro a la vuelta. Y ahí está, la maleta hecha y contando las horas para volver a casa, a tu zona de confort. Aunque, sin darte cuenta, en esos días acabas de ampliar tu zona de confort. Porque sabes que, si alguna vez vuelves al sitio en el que estás, ya no sentirás esa inquietud que sientes cuando vas a un lugar nuevo, no. Ya tendrás una seguridad, tal vez ficticia, pero muy agradable.

Yo disfruto mucho del viaje, mucho. Incluso de las largas horas de espera en los aeropuertos. Siempre intento hacer lo que me apetece hacer: leo, duermo, reviso cosas del trabajo, paseo por tiendas que me gustan. Intento tomarme el (o los) día(s) de viaje como un paréntesis de relax, un tiempo que tienes que pasar allí sí o sí. Así que lo disfruto. Suelo leer mucho cuando voy de viaje. Y me encanta.

Por fin en tierra. Aterrizar en mi isla es un regalo para la vista. Oh, ¡qué bonita es! Está mal que yo lo diga, pero ¡es tan bonita! En realidad, lo maravilloso es la sensación de volver a casa: aquí estoy, de vuelta. Y ya en el aeropuerto de destino, saliendo del avión o esperando la maleta, no puedo evitar volver a sentir la chispa de emoción de viajar. Intento pensar si ya sé cuándo y dónde será mi próximo viaje. Y empiezo a fantasear con ello. Por dónde volaré, qué llevaré, a quién veré, cómo irá, qué podré ver. Y empiezo a contar las semanas o los días que faltan para volver a sentir esta vorágine de sentimientos tan contradictorios como reales. Positivos y negativos, buenos y malos. Pero nunca, nunca indiferentes.

Siempre es igual, cuando viajo.

En la foto, la subida a la fortaleza de Kotor, en Montenegro, el viernes pasado. Viajar es igual que subir allí: duro, difícil, con ganas de tirar la toalla por al camino, pero tan emocionante, bonito y satisfactorio como llegar a la cima y contemplar el paisaje.

6 comentarios:

  1. Y lo más mejor de todo es cuando viajas, y al final de la reunión/congreso/curso o lo que sea turisteas con los amiguetes, y tu más mejor hermana, claro. He dicho.

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  2. De todas la cosas positivas que tiene viajar, creo que una de las más importantes es la que comentas de ampliar y enriquecer tu zona de confort.

    Por cierto, compartimos la fascinación por los aeropuertos.

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    1. Los aeropuertos tienen algo muy especial, sí. No sé si es la temporalidad de la gente que pasa por allí o que son el origen y el final de muchas cosas. Sí, son fascinantes.

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  3. Ay, qué texto tan chulo, ¡y qué identificada me siento con el no! Con la diferencia de que yo lo hago un poco porque quiero, no hay ningún motivo más (no hay reuniones, vaya), y por eso da un poco más de miedo... porque lo que voy a hacer allí es ocio puro y duro, pero seguro que al final es genial.

    ¡¡Besos!!

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    1. Al final, no importa tanto el motivo del viaje como lo que se siente, lo que nos revuelve por dentro. Así que ánimo, ¡a disfrutarlo!

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