lunes, 6 de enero de 2014

Tejiendo

He estado varios días de vacaciones. Qué digo varios días, dos semanas. (Ya veréis qué risas mañana cuando suene el despertador antes de las 7). Y en este tiempo me he tirado de cabeza a las agujas, a tejer con una posesa. Pero no he avanzado en ninguno de los proyectos que tenía en mente, no, qué va, me he embarcado en pequeños nuevos proyectos como regalos. Desde que me atreví con la mantita de M., ya me lanzo a tejer para regalar. Así, estos días he tejido:

Unos calientapiernas blancos.




Una bufanda gris.

Y un cuello granate.


Y todos han sido regalos, o para Navidad o para hoy, día de Reyes. Espero que sus nuevos dueños los disfruten.

Feliz día de Reyes. Que os hayan traído todo lo que queríais. Y que os traigan salud, algo de dinerito y mucho amor.

domingo, 5 de enero de 2014

Reyes Magos



Esta noche vienen los Reyes Magos.

Y por mi casa van a pasar, seguro.

¿Cómo lo sé? Porque llevan varios días subiendo por el balcón.

Ja.

jueves, 2 de enero de 2014

Life of Pi

Estuve a punto de comprarme “Life of Pi” de Yann Martel hace casi un año, estando en Dublín. Tuve el libro en las manos un par de veces (y creo que hasta en un par de librerías) pero al final me decidí por otros por un motivo muy simple: creía más fácil encontrar “Life of Pi” por aquí que alguno de los otros libros que sí que finalmente me compré. Y acerté, sí.

Tenía ganas de leer este libro desde que conocí su existencia a través de la película que rodó Ang Lee. Aunque no la había visto, sabía que visualmente era espectacular y suponía que una historia que atrajera a Ang Lee como para hacer una película debía ser interesante. Así que cuando vi la novela en el listado de libros que podíamos leer durante el primer trimestre en mis clases de inglés, la puse entre las tres que más me apetecía leer. Y al final, la leí. Aunque el profesor me dejaba su copia, me gusta tener mis propios libros y al final lo compré. Y, como ya preveía, no me costó demasiado encontrarla, eso sí, con la portada de la película, pero bueno, qué se le va a hacer.

Cuidado, que hay algún SPOILER a partir de aquí. Aunque creo que no voy a contar nada que no aparece en el tráiler de la película.

El libro me ha fascinado. Está estructurado en tres partes. La primera narra la curiosa infancia del protagonista, Pi Patel, en la India, rodeado de animales ya que su padre es dueño de un zoo. También sus flirteos con tres religiones diferentes y las sorpresas que ello provoca. Me ha encantado esta parte, se nota que el autor es un apasionado de la naturaleza y de los animales, sus descripciones y su respeto y amor hacia ellos es palpable. Y toda la parte de la religión me ha parecido muy chula también. Yo que no soy una persona religiosa, me ha encantado ver la aproximación que hace un jovencito Pi a la religión, sus reflexiones sobre Dios y las religiones. La segunda parte narra la odisea del joven Pi en mitad del océano, tras naufragar el barco que les llevaba a él y a su familia a Canadá, en busca de una nueva vida. Esta parte me ha sorprendido, creía que podría ser más pesada y aburrida, pero no. Sí que hubo momentos que me parecieron muy duros, desagradables, pero están llevados con una elegancia narrativa para mí insuperable. Aunque admito que hubo un punto que pensé “Ya, basta. Basta de sufrir en mitad del mar, por favor”. La tercera parte, la más corta, es la que redondea la historia, una vez Pi llega a tierra. Ya lo he dicho, es ésta una novela fascinante. Por la historia que cuenta, por el amor que desprende hacia la naturaleza y por las reflexiones que provoca.

Cómo no, tras leer la novela tenía que ver la película de Ang Lee basada en ella. También me gustó mucho, mucho. Visualmente es absolutamente embriagadora. Narrativamente es elegante. Su ritmo es trepidante. Refleja muy bien mucho de la novela (no todo, es imposible, siempre) pero con una peculiaridad: extrae la parte más luminosa de la misma, provocando la reflexión basada en los acontecimientos, en los sentimientos y no en la crudeza visual. Es decir, es una adaptación casi infantil, porque aunque trata temas duros y crueles, no muestra el horror, la sangre y las escenas desagradables que sí aparecen en la novela. Cuando la veía, estaba convencida de que no aparecería en la película el encuentro de Pi con otro naufrago en mitad del océano, una secuencia terrorífica. También los primeros momentos en el bote (con animales comiéndose entre ellos) huye de la sangre y de la violencia gratuita. Incluso las escenas en la isla de algas carnívoras son mucho más idílicas y suaves que la crudeza que sí se describe en la novela. Y es de agradecer. Leer cosas sobre sangre y vísceras aunque no es agradable, no llega a ser repugnante, cosa que sí puede pasar cuando algunas escenas se plasman en el lenguaje cinematográfico. Esta misma novela en manos de otro director podría haber sido un film cruento, violento, sanguinario, rozando lo gore. En cambio, en manos de Ang Lee es una delicia visual. Mantiene el espíritu de la novela, su fondo, pero apoyándose en escenas visualmente muy atractivas. Maravillosa.

miércoles, 1 de enero de 2014

1 de enero de 2014

El año nuevo es como un árbol de hoja caduca en pleno invierno, un Ginkgo biloba, por ejemplo. Así, a simple vista, es una cosa seca, esmirriada, sosa, pero en su interior guarda toda su sabia, toda su energía, que irá mostrando tal vez poco a poco, a lo largo del año, tal vez de golpe, en algún momento en concreto.

Un año nuevo es como un árbol de hoja caduca en pleno invierno, sabes que lo que traerá, lo que vendrá es más o menos similar al año anterior… o no. Porque puede sorprenderte, para bien o para mal: nuevas hojas, nuevas ramas, nuevas sorpresas, nuevos problemas. Cosas agradables o desagradables.

Un año nuevo es como un árbol de hoja caduca en pleno invierno, aparentemente muerto y vacío por fuera, absolutamente vivo por dentro, preparado para estallar en toda su vitalidad a partir de ahora, en cualquier momento.

En la foto, mis ginkgos (casi) sin hojas, hoy, primer día de 2014.

Feliz día. Feliz año.

martes, 31 de diciembre de 2013

13 de 2013


Yo antes, cuando tenía otro blog, cada año me dedicaba a hacer un resumen de los viajes que había hecho ese año, de las noches que había pasado fuera de casa, de los aviones que había cogido y de los países que había visitado. Pero era un poco agobiante, la verdad, y a veces hasta angustioso. En los últimos tiempos, ya ni lo hice. Desde que tengo este blog, sólo ha habido un final de año antes que éste y admito que he tenido que ir a la entrada correspondiente para ver qué había escrito.
 
Éste ha sido un año bastante mierdoso en general, pero si miro atrás, en mi caso, no ha sido tan malo. Qué va. Con la historia de GordiPé de las trece cosas que nos hacen sonreír o ser felices o llenarnos de buen rollo, empecé a pensar a ver si era capaz de encontrar trece cosas de mi año que me provocaran eso. Y flipé. Porque me salían más de trece. Eso sí, tengo que admitir que algunas de ellas las he recordado mirando el blog, porque las había olvidado. Creo que pongo tanto empeño en olvidar algunas cosas malas que, sin querer, algunas buenas desaparecen misteriosamente de mi mente. Es así, esta cabecita mía.

Ahí van algunas de las cosas que me han hecho feliz este año. Trece para ser exactos.

1. Las agujas. Esto debe sonar a marujeo total, pero tejer me hace feliz. Aunque empecé en 2012, ha sido este 2013 en el que me he lanzado más. Gorritos, cuellos, faldas, mantitas. Ahora ya me lanzo a todo. Aunque ahora mismo sufro una pequeña crisis tejedora, ya que estoy a punto de deshacer el que iba a ser mi primer jersey, cuando ya está casi, casi listo. Pero es que es demasiado grande. Y ya que hacemos las cosas, las hacemos bien.
 
2. Una carretera costera en Irlanda del Norte. Porque, a pesar de todo, fue una pasada.

3. Una cerveza y un libro en el Cap de Creus. Uno de mis lugares a los que volvería siempre. Siempre.

4. Namibia. Con todo lo que significa. Siempre me da una pereza mortal ir: demasiadas horas de avión, demasiado trabajo, un lugar tan fascinante como extraño. Pero Namibia tiene algo mágico, especial. Horas y horas de trabajo se compensan viendo lobos marinos, paseando por el desierto, comiendo junto a flamencos, visitando Etosha, comprando telas o presumiendo de mis trencitas namibias. He pasado cinco semanas de este año allí, más una el año pasado. Tras mi isla natal y Creta, es el tercer lugar en tierra firme en el que más tiempo he estado en mi vida. El mar va aparte.

5. El mar. Siempre el mar. He pasado un mes este año, con momentos más o menos buenos. Me quedo con la primera semana en el mar, en un barco que no conocía, una campaña compacta, tranquila, curiosa e irrepetible.
 
6. Una velada con Joseph Fiennes. Uff. Qué momento.

7. Mi coche nuevo. Vale, sí, esto es materialista total, pero comprarme CocheCapricho fue lo que necesitaba en ese momento. Y estoy encantada de haberlo conocido. Muy encantada.

8. Las albonquetas. Por el momento risas que conllevaron. Y todos los momentos de risa tonta y absurda que he pasado con mi familia, con mis amigos; esas cervezas, vinos o copas compartidas. Esas explosiones de risa en momentos absurdos son lo más de lo más. Esas confidencias delante de un vaso de lo que sea son también lo más de lo más. Ver reír a la gente de tu alrededor. Reír con ellos. Estar con la gente que quieres. Compartir con ellos. ¿Hay algo mejor?

9. El lindy hop. Llevo ya meses escuchando swing y viendo bailar lindy hop. Incluso en verano fui a una clase. Pero con tanto ir y venir de aviones, no me he puesto en serio a aprender a bailar. El otro día, fui a otra clase y flipé. Quiero bailar lindy. ¡Ya! ¡Quiero ser una hopper!

10. El monasterio, el cementerio y Venecia. Cómo un viaje de trabajo se convierte además en un viaje con amigos. Volver a Venecia. Visitar un cementerio mágico. Y volver a un monasterio aislado del mundo en el encontrar esa paz que a veces todos necesitamos. Todo fue genial.

11. El casino de Constanza. No me entusiasmó especialmente el viaje a Rumanía, nada, pero cuando vi el casino de Constanza, a la cálida luz del atardecer, emitiendo toda su magia, caí rendida a sus pies. Sin contemplaciones.

12. Asturias y la supervivencia de las plantas. Me gustó volver a Asturias. El rato que pasamos sentados en un banco en Cudillero es de lo mejorcito del año. Sin duda. Pero hubo muchos otros momentos, como el baño en la playa de San Antolín, el mejor del año. Relacionado con este viaje, me quedo con el montaje que hice para que mis plantas sobrevivieran en mi ausencia. Y hablando de plantas… mis plantas… mis ginkgos… verlos crecer es de lo mejorcito de cualquier año. 

13. El espectáculo navideño de luces y música en Bruselas. Mi relación amor-odio con Bruselas tendió inexorablemente hacia el amor cuando vi en la Grand Place un espectáculo de luces y música que me puso los pelos de punta. Qué maravilla.

Como decía, ha habido más de trece momentos buenos este año, muchos más. Y espero que 2014 traiga todavía más. Para mí y para todos.
 

Feliz entrada de año.

viernes, 27 de diciembre de 2013

Huerto en invierno

El invierno es una época poco emocionante en cuanto a plantas. Todo va más despacio, más lento, cuando no ha muerto directamente. Además, con tanto viaje, he tenido el huerto un poco más abandonado de lo habitual. Aún así, hay algunas cosas que han estado sucediendo estos días en mi universo hortícola.

La planta de Navidad. Indispensable en estas fechas. Siempre se me muere, pero de momento sigue viva y (casi tan) vivaz como cuando la traje a casa.



Los guisantes. He decidido plantar guisantes. Compré los planteles hace varias semanas y, por fin, estos días los he trasplantado a sus macetas.



Los mini-cactus. Ya conté aquí cómo murió mi maravilloso cactus. Ahora he re-adoptado unos mini-cactus, hijos de aquél, que en su día regalé a mi hermana la gafapasta (aún le han quedado unos cuantos, ¿eh? No se los he quitado todos).


Los fresales No estoy convencida de que estén del todo saludables. Son hijos del gran fresal que tiré a final del verano (“¿Ahora que se empezaba recuperar lo has tirado?”, me preguntó mi padre) y uno de ellos sobrevivía en un botellín de agua sólo con agua, sin tierra. Ahora, por fin, he trasplantado al pequeño fresal y he metido ambos en un pequeño invernadero, por eso del frío.


Las buganvillas. Quería buganvillas. Desde hace el tiempo. La gente no hace más que repetirme que dan mucha porquería, que no valen la pena, pero quería intentarlo. Trasplanté tres ramas cortadas de la planta de una amiga, a ver si arraigan y crecen.


El ginkgo. Mi niño. Bueno, los ginkgos. Mis niños. Adoro a estos arbolitos. Sigo con fascinación su evolución. Esta época del año es fascinante: pasan en pocas semanas del verde más maravilloso al amarillo más intenso hasta que acaban perdiendo todas las hojas. Ya lo dije una vez: tener en casa un árbol (dos en este caso) de hoja caduca es como tener un gato en casa, me paso el día recogiendo las hojas que pierde. En nada, en unos días, incluso antes de final de año, mis ginkgos serán sólo unos palitos en una maceta con tierra. Hasta la próxima explosión primaveral. Hasta entonces, disfruto de su esplendor dorado.




jueves, 26 de diciembre de 2013

Solsticio de invierno

Mañana del día de Nochebuena.

06:30. Suena el despertador de mi móvil nuevo. Al principio no lo reconozco, ¡suena tan raro! Lo paro. Durante un mini-segundo me planteo realmente lo de levantarme. ¿A las seis y media? ¿En un día que no trabajo? ¿En invierno? ¡Ja! Me doy la vuelta y me acurruco entre las sábanas.

06:40. Pero tal vez debería levantarme. Yo había puesto el despertador por algo guay. Pero igual no vale la pena. Es invierno. Es de noche. Hace frío. Y estoy en la cama súper feliz, súper abrigadita. Pero si no me levanto, igual me arrepiento. Pero si me levanto y luego no vale la pena, igual me enfado por no haberme quedado en la cama.

06:44. Vale, el límite son las siete menos cuarto. Si a y 45 no me levanto, pues ya no me levanto. Pero si quiero ir… pues me tendré que levantar.

06:45. Suena el despertador radio, colocado a una distancia suficientemente lejana como para obligar a levantarme para pararlo. Mierda. Ahora sí que no me podré dormir. No lo entiendo. Cuando suena para ir a trabajar, ni lo oigo. Y hoy sí. ¿Será una señal? Venga, me levanto.

06:46. Fantaseo con la idea de salir a la calle con el pijama debajo de la ropa. Pero tampoco hace tanto frío. Bah, no voy a desayunar, así gano tiempo. Pero tengo hambre. Mucha hambre. Miro por la ventana: hay nubes, pero no está totalmente cubierto. Hay esperanzas.

07:00. Desayuno una tostada de pan con sobrasada y miel. ¿Que nunca lo habéis probado? Es néctar de dioses. Me salto el té, ya me lo tomaré cuando vuelva.

07:10. Me visto. Voy sobre la hora prevista. Cojo la réflex digital. Le ponto el objetivo 55-200 y meto el 18-55 en el bolso. Por si acaso.

07:15. Salgo de casa. Es de noche. No hace tanto frío como creía. Menos mal que me he quitado el pijama.

07:19. Llego a la parada del servicio público de bicis. Hay muchas, muchas bicis. Hm, tal vez haya salido demasiado pronto de casa.

07:23. Llevo a mi destino. Si es que esto de las bicis es la leche. Vale, es muy pronto. Qué digo yo, requetepronto. Llego a la entrada del Museo de Arte Moderno y Contemporáneo, Es Baluard, situado en el recinto amurallado que rodeaba la ciudad. Oh, hay más gente. Menos mal. No he sido la única pringada que se presenta aquí a estas horas. Siguen las nubes.

07:30. La chica de seguridad del Museo aparece puntual a abrir el acceso a las terrazas, acceso abierto de forma excepcional estos días. Y a estas horas. Nos da los buenos días a la poco más de media docena de pringados cargados con cámaras de fotos, trípodes, guantes y bufandas.

07:32. Subo por primera vez a las terrazas de Es Baluard. Nunca había estado. Aún es de noche. Las vistas son preciosas: la Catedral (nuestra Seu), el Castillo de Bellver, toda la ciudad, la bahía. Un enorme crucero espera para entrar en el puerto.

07:45. Esto se va animando. Cada vez hay más gente. La gente va tomando posiciones. Poco a poco, se va haciendo de día. La oscuridad va dejando paso a una claridad tan tenue que apenas es perceptible. Ahora soy totalmente consciente de que he madrugado demasiado. Pero no pasa nada. Voy haciendo pruebas con la cámara, jugando con la luz, apreciando esa claridad tan sutil que va iluminándolo todo.

07:50 (o por ahí). Se apagan las luces de las calles. Cada vez hay más claridad. Y más gente. Pero hay nubes. De todas maneras, hay una pequeña franja despejada en todo el horizonte. Aún hay esperanzas…

07:55. Vale. Ya. Que salga el sol de una vez, que empiezo a tener frío.

08:00. Suenan las campanas de algunas iglesias. La claridad del día es palpable. La Seu, a contraluz, sigue estando oscura. La piedra y el cristal de su rosetón parecen del mismo material, oscuro, gris, apagado.

08:03. Ya nos vemos todos las caras. Quien más quien menos mira de reojo a sus compañeros de excursión matutina, sólo sombras hasta pocos minutos antes. Somos más de cincuenta personas, casi un centenar mirando hacia el este, con legañas en los ojos y esperanzas de que el sol venza a las nubes.

08:06. Un niño a mi lado grita “¡Ya se ve!”. Y tiene razón el enano. De repente, el rosetón se ilumina tenuemente de color rojo. Rojo fuego. No sé si alguien lo dice, si lo pienso yo o si lo he leído en algún sitio: parece que se haya prendido fuego dentro de la Seu. El efecto no es espectacular: las nubes limitan mucho el momento, pero el brillo, la luz, es clara. El sol recién salido atraviesa los dos rosetones de los extremos de la Catedral, a modo de gigantesco caleidoscopio arquitectónico. Astronomía, arquitectura, diseño, y belleza se aúnan en este momento casi mágico.

08:10. “Ya se ha acabado por hoy”, dice alguien. “Podemos ir ya a desayunar”, comenta otro. Pero no nos movemos. No sé si por un respeto a nuestros ancestros capaces de diseñar algo así, por miedo a romper la magia o, simplemente, con la esperanza de ver algo más. El rosetón vuelve a estar muerto, sin luz. Aparece un señor mayor, con auriculares puestos y a paso ligero: “¿Se ha visto algo hoy?”. “Un poco.”, le contesta alguien, “Se ha visto algo, pero sólo un poco”.

La gente empieza a desfilar, nos vamos todos a casa en esta mañana de Nochebuena. Vuelvo a pie, pensando en lo que acabo de ver, en lo que significa, en la belleza de las cosas que parecen simples, pero que en realidad son sumamente complejas. Y llego a la conclusión que acabo de inaugurar una nueva tradición a repetir en cada solsticio de invierno.

Hay bastante información en internet sobre este fenómeno, como en la página de la Societat Balear de Matemàtiques (que son los que han promovido el conocimiento de este efecto y que organiza actividades cada año), documentos científicos, fotos y vídeos, incluyendo la noticia en el Telediario de La 1 o en el programa “Un país en la mochila”.

Vale la pena madrugar para ver algo así. Lo prometo.

En las fotos, sucesión de imágenes de la Seu, antes, durante y después del espectáculo de luz.