Salimos de cenar con el tiempo casi justo para coger el último metro. Estamos alojados al final de una de las líneas de la ciudad, en las afueras, en un hotel con aspecto monacal que nos hace recordar otros lugares y nos hace olvidar que estamos en Roma. Somos un grupo grande, más de veinte, y tal vez por eso la cena se ha retrasado tanto, más de una hora han tardado en servirnos el primer plato, pasta carbonara y pasta caccio peppe. En cualquier caso, la espera ha valido la pena; la comida es deliciosa, el vino corre alegre y las conversaciones, en varios idiomas, se solapan con las risas. “En este curso hay teclados con distintos alfabetos”. Uno de los profes, haciendo fotos a esos teclados, nos hace notar lo diverso que es este grupo: los hay en cirílico, en griego y en árabe.
Vamos hacia la estación de metro que está en frente de una pirámide, que a su vez forma parte de un cementerio acatólico que me fascina. Delante de la estación, un grupo grande de jóvenes beben y bailan al son de una música que no sabemos bien de dónde sale. Unos cuantos nos ponemos a bailar y nos miramos entre nosotros. “Vamos a algún lado, ¿no?”. Sonreímos y entramos en la estación. Hacemos cola para comprar los billetes y el primer grupo, más numeroso, se dirige hacia el andén que va en dirección a nuestro hotel. El otro, los bailongos, nos vamos al otro andén. Al llegar abajo, un tren está saliendo de la estación, pero sabemos que aún podemos coger otro. Cuando se va, nuestros compañeros que están enfrente nos miran sorprendidos. Nos reímos sobre quién está en el andén correcto y quién en el equivocado, alguno cambia de andén y a algún otro no somos capaces de convencerlo para cambiar. En el andén de los que vuelven, el profesor (argentino) y su mujer (estadounidense) se marcan unos pasos de tango, a los que respondemos con vítores desde nuestro lado.
Nuestro tren llega antes, nos subimos y nos despedimos de nuestros compañeros con sonrisas. Somos ocho, cuatro italianos, dos griegos, una francesa y una española. Parece un chiste. Hablamos sobre dónde ir y, curiosamente, el que decide dónde parar y hacia dónde ir es un griego. Paramos en Cavour y seguimos la dirección que nos marca el griego, hacia una plaza llena de bares y gente; al final de la calle, el Coliseo. Entramos a comprar una bebida a toda prisa: quedan sólo unos minutos para la medianoche y, a esa hora, dejarán de vender alcohol. Nos ponen las copas en vasos de plásticos y empezamos nuestra ruta por la ciudad, casi vacía, en una noche de otoño sorprendentemente cálida.
Nos quedamos embobamos en los foros imperiales. Contemplamos el inmenso monumento a Vittorio Emmanuel II bajo la luz de la luna llena. Cruzamos Piazza Venezia perseguidos por una comercial que nos quiere invitar a chupitos gratis en un local cercano. Y callejeamos por las calles hasta llegar a la Fontana di Trevi. Es todo un regalo volver allí, de manera inesperada, con tan poca gente y con mis monedas pendientes aún de lanzar (no puedo arriesgarme a no volver a Roma). No sé cuánto tiempo pasamos allí, mucho. Contemplamos la fuente cada uno por su cuenta, silenciosamente. Comentamos lo maravilloso del lugar. Nos hacemos fotos borrosas para recordar el momento y seguimos nuestra ruta.
Acabamos en Piazza di Spagna de madrugada. Nos sentamos en la escalinata, casi vacía, junto a la casa en la que vivieron Keats, Byron y Shelley, a contemplar la ciudad silenciosa y las pocas personas que por allí se encuentran. Dos chicos llegan con unas bicicletas con ruedas de colores y suena música italiana desde un altavoz que llevan en las bicis. Se paran y se ponen a ligar con unas turistas americanas. A nuestros pies, junto a la fuente de la barcaza, se acaba de producir una propuesta de matrimonio y la pareja, emocionada, no para de abrazarse y besarse. Contemplamos atónitos la escena y somos incapaces de irnos de allí. Decidimos que nos iremos cuando dejen de besarse. Pero pasan minutos y minutos y ellos siguen allí, besándose como si no hubiera mañana.
Cuando por fin empezamos la ardua tarea de conseguir dos taxis, se separan y se meten en la fuente para beber agua, algo que ya hemos visto hacer a otras personas y que nos parece a todos terrible. Por fin conseguimos que nos manden dos taxis, nos dirigimos a la columna que hay enfrente de la embajada española y vemos como una pareja de turistas nos roba, delante de nuestros ojos, uno de los taxis que acaban de llegar. El primer turno se va en el taxi que queda (dos italianos, dos griegos) y el resto volvemos a llamar por otro taxi. La vuelta no es menos interesante, con un taxista parlanchín, con música a todo volumen, bailando lo que no hemos bailado en toda la noche y recorriendo el largo camino pensando todos que sí, por fin, después de varios días por aquí, hemos estado en Roma.
Roma es maravillosa.
En la foto, la fuente de la barcaza en la Piazza di Spagna, con las bicis de colores y el futuro matrimonio dándose el lote sin descanso.
viernes, 6 de octubre de 2017
jueves, 7 de septiembre de 2017
De esto que... (XIII)
De esto que te levantas un día y dices “Pues esta tarde hoy voy a la peluquería”. Que no os creáis, para mí es una decisión muy importante porque ODIO que me toquen el pelo y/o la cabeza. Que sí, que hay quien se atreve a tocármelo pero se arriesga a un grito o un tortazo. Total, que digo, me voy a la pelu que ya casi no veo con este flequillo que me tapa los orificios nasales. Y ya que estoy, pues me pongo unos reflejitos que molan y hace mucho que no me pongo y tengo ganas y tengo canas. Y llego a la pelu y ya noto que pasa algo, el peluquero todo misterioso hablando en susurros con una clienta y con una mala cara que vamos. Aparte de las bermudas blancas demasiado ajustadas y el pelo de mentira que se ha puesto y que me despista un montón (era calvo). En fin, cuando me toca le digo, “Tienes mala cara” y se me pone a llorar. “¡Me divorcio!”, me dice, en plan Escarlata O’Hara. Y yo diciendo ponme unos reflejitos y un cortecito y qué ha pasado y cuéntame que la última vez ya tenías problemas con tu marido. Y me empieza a contar que si los amigos, que si el tío cubano de su marido cubano (y veintipico años más joven) que es un maricón, pero maricón, maricón, maricón malo, malo y que si el Grindr (que por lo visto es el Tinder gay) y que si no sé con cuántos tíos me ha puesto los cuernos mi marido. Cuando ya me he puesto un poco al día de la situación, con el decolorante en el pelo (bueno, en cuatro mechones) y hartos de oír pasar camiones de bomberos, el peluquero va y dice “Ahora vengo, voy a ver qué pasa” y me deja ahí, ola en la peluquería, con el decolorante en la cabeza que yo creía que iba a ser Daenerys o Khaleesi o como se llame la tía esa tan mona del pelo blanco de Juego de Tronos, toda preocupada. Y vuelve (“Nada, un incendio en un piso”. ¿NADA? ¿PERDONA?) y se queda fuera fumando y mirando fotos en el Grindr o mensajes o no sé qué. Y entra y yo “¿Esto no está? Me veo el pelo blanco…” y él “Casi, casi, mira el tío con el que estaba hablando mi marido estos días” y jolín, qué guapo, el tío, ¿ahora qué digo? Y ya me empieza a contar que le mandaba fotos a amigos comunes para ligárselos. “Si te enseño una foto… ¿no te importa?”. Y yo “¿No?”. “Venga, te la enseño”. Y yo “Me hago a la idea…”. Y él “Pues te la enseño, sale en bolas y todo empalmado” y yo “ME HAGO A LA IDEA, GRACIAS” y señalando la cabeza porque de verdad que se me iba a quedar el pelo blanco. Que no es por no ver a un tío macizo en bolas, pero a ver, que hay una crisis matrimonial aquí, eso es un desnudo gratuito y YO SEGUÍA CON EL DECOLORANTE EN LA CABEZA. Total que al final me quita el decolorante, el gorro ese terrible que ay qué daño, me lava el pelo y se pone a cortármelo, entre lágrimas y deseos de que le pase algo muy malo al futuro exmarido, o al menos algo un poco malo, que a mí eso me da muy mal rollo y le digo “corta por aquí y despuntado y tú ya sabes” (que llevo veinte años viniendo aquí, hombreya). Y él “pero ¿por aquí igualado, por aquí despuntado, por aquí irregular, por aquí cómo?” y yo “Y qué más da, corta lo que te apetezca, total, tengo un mechón amarillo limón en la frente y tú te vas a divorciar y se está quemando un piso aquí al lado…”. Y se pone a cortar y a contarme que el marido sigue en casa, que no se quiere ir, que lo trata como a una chacha, que cuando por las tardes le decía que quería descansar porque luego por la noche trabaja bailando en hoteles en realidad se iba por ahí a tirarse a otros, que quiere que sigan trabajando juntos en la peluquería y que él así no puede. Y yo, claro, claro, creo que me equivocado al decirle que me cortara tanto. Qué digo, creo que me he equivocado al venir hoy aquí, que hay una crisis muy gorda y a éste le tiembla el pulso de lo mal que lo está pasando. Y me enseña el brazo todo picado “Mira, mira, por su culpa” y yo “Mierda, ahora se mete droga por culpa del cubano infiel” y él “Ayer, toda la tarde en el hospital de un ataque de ansiedad”. Menos mal. Que no, que me sabe fatal, pero menos mal que no se estaba chutando drogas (¿se dice chutarse droga?). Y entra un amigo del peluquero al que le dice “He hecho trozos” y el otro “¿Mande? Ah, que has cortado” (atención a la gracia: hacer trozos= cortar, FLI-PO, aunque igual tiene más gracia en idioma isleño, que sonaba así: “He fet trossos!”, “Eh? Batualmont, que has tallat!”). Y en eso que el amigo se va y llama otro amigo con el que por lo visto estuvo de juerga hasta casi el amanecer el día antes (mucho hospital, mucha ansiedad, pero menuda juerga te corriste, pillín) y coge el peluquero con mi pelo a medio cortar y me dice “Ahora vuelvo, que voy a por este amigo que no sabe llegar”. ¿PERDONA? Y ahí ya lo vi: ahora coge, le pasa algo y estoy sola en la peluquería con medio pelo cortado. Tanta tensión me va a matar. Pero no, vuelve, me acaba de cortar, el amigo dice que qué pasa en esta ciudad que las chicas van todas con el pelo corto (¿A ti quién te ha preguntado?), me seca el pelo, se confirma que el mechón amarillo limón no tiene arreglo, pago, le doy ánimos con el divorcio o lo que sea y me largo por patas.
Al final, que odie que me toquen el pelo es lo de menos.
En el vídeo, yo, cuando me tocan el pelo.
Al final, que odie que me toquen el pelo es lo de menos.
En el vídeo, yo, cuando me tocan el pelo.
martes, 29 de agosto de 2017
Ginkgos urbanos
Es bastante conocida mi afición por los Ginkgos biloba. O no, pero bueno, me encantan los ginkgos, me encantan. Hasta tengo ginkgos en casa, cuya historia ya conté aquí. Una de las cosas que me encantan es encontrarme ginkgos por las ciudades que visito. Porque, aunque no lo parezca, los ginkgos suelen formar parte de la flora urbana y no sólo aparecen en parques, como vi en Milán, sino que te los puedes encontrar en mitad de la ciudad, como he visto en Bruselas, San Sebastián o Roma.
En uno de los múltiples viajes opositores de este año a Madrid, paseando con Lady Boheme por la Quinta de la Fuente del Berro (un parque maravilloso, por cierto, desde que se ve el pirulí), descubrimos en el plano que indica los árboles que hay en el recinto, que había un ginkgo. Y allí nos dirigimos en busca de un ginkgo que, para mi sorpresa, descubrí que era el ginkgo más grande de todos los ginkgos que he visto en mi vida. Y he visto unos cuantos, de verdad. El árbol está en la zona sur del recinto y es realmente impresionante en altura y extensión. Es un árbol maravilloso al que no dudé en abrazarme (ejem, ejem, así soy, queredme) y al que me gustaría ir a ver a finales de algún otoño, cuando su inmensa copa esté totalmente amarilla, justo antes de que caigan sus hojas. A ver si lo consigo ver así alguna vez; de momento, me conformo con esto. Las fotos, por cierto, no hacen justicia de su inmensidad.
Esa misma noche y pensando en qué hacer al día siguiente, antes de coger el avión de vuelta a casa, me puse a investigar sobre ginkgos en Madrid. Y mira que tenéis ginkgos en vuestra ciudad, madrileños [*]. Dispuesta a hacer una ruta de ginkgos, me organicé la vida y empecé la jornada recorriendo la calle del Príncipe de Vergara, donde hay sembrado muchísimos ginkgos jovencitos en la mediana de la calle. Tras una parada técnica para desayunar cereales de colores con nubecitas y minioreos (un vicio confesable que he adquirido durante estos viajes), seguí mi ruta hacia el Parque del Oeste. Otro parque maravilloso. Allí encontré el ginkgo que iba buscando y después, paseando encontré unos cuantos más. Ginkgos y ginkgos. Me hice con algunas semillas que estoy intentando hacer germinar (sin resultado, al menos de momento) y descubrí otro sitio que me encantó: la rosaleda. Y ya de paso, acabé en el Templo de Debob.
Y ya que estamos, como bonus track de esta entrada de ginkgos, aprovecho para mencionar el ginkgo joven y pequeñito que encontré en el Parque Genovés de Cádiz, en un viaje de este verano del que ya hablaré otro día.
[*] Aquí podéis encontrar un listado de gingkos urbanos en nuestro país. No están todos los que son, pero supongo que sí que son todos los que están.
En uno de los múltiples viajes opositores de este año a Madrid, paseando con Lady Boheme por la Quinta de la Fuente del Berro (un parque maravilloso, por cierto, desde que se ve el pirulí), descubrimos en el plano que indica los árboles que hay en el recinto, que había un ginkgo. Y allí nos dirigimos en busca de un ginkgo que, para mi sorpresa, descubrí que era el ginkgo más grande de todos los ginkgos que he visto en mi vida. Y he visto unos cuantos, de verdad. El árbol está en la zona sur del recinto y es realmente impresionante en altura y extensión. Es un árbol maravilloso al que no dudé en abrazarme (ejem, ejem, así soy, queredme) y al que me gustaría ir a ver a finales de algún otoño, cuando su inmensa copa esté totalmente amarilla, justo antes de que caigan sus hojas. A ver si lo consigo ver así alguna vez; de momento, me conformo con esto. Las fotos, por cierto, no hacen justicia de su inmensidad.
Esa misma noche y pensando en qué hacer al día siguiente, antes de coger el avión de vuelta a casa, me puse a investigar sobre ginkgos en Madrid. Y mira que tenéis ginkgos en vuestra ciudad, madrileños [*]. Dispuesta a hacer una ruta de ginkgos, me organicé la vida y empecé la jornada recorriendo la calle del Príncipe de Vergara, donde hay sembrado muchísimos ginkgos jovencitos en la mediana de la calle. Tras una parada técnica para desayunar cereales de colores con nubecitas y minioreos (un vicio confesable que he adquirido durante estos viajes), seguí mi ruta hacia el Parque del Oeste. Otro parque maravilloso. Allí encontré el ginkgo que iba buscando y después, paseando encontré unos cuantos más. Ginkgos y ginkgos. Me hice con algunas semillas que estoy intentando hacer germinar (sin resultado, al menos de momento) y descubrí otro sitio que me encantó: la rosaleda. Y ya de paso, acabé en el Templo de Debob.
Y ya que estamos, como bonus track de esta entrada de ginkgos, aprovecho para mencionar el ginkgo joven y pequeñito que encontré en el Parque Genovés de Cádiz, en un viaje de este verano del que ya hablaré otro día.
[*] Aquí podéis encontrar un listado de gingkos urbanos en nuestro país. No están todos los que son, pero supongo que sí que son todos los que están.
lunes, 28 de agosto de 2017
“Th1rteen R3asons Why” de Jay Asher
Este mes sólo he actualizado el blog una vez. Y no me parece bien. No ha sido por nada especial, pura vaguería estival. Así que voy a ver si voy poniéndome las pilas, porque tengo muchas entradas pendientes de publicar que no quiero que queden condenadas al olvido de la carpeta de borradores.
Empezaremos por los libros. Llevo cuatro meses sin escribir ninguna reseña de libros y no es porque no haya leído nada, justo al contrario: he leído más en estos cuatro meses que en los primeros cuatro del año, pero por unos motivos o por otros, no he escrito sobre ellos. No escribir sobre “Th1rteen R3asons Why” fue, al principio, deliberado: quería esperar a ver la serie basada en el libro antes de comentarlo, pero aún no la he acabado, así que me lanzo a escribir sobre el libro y sobre la serie ya escribiré. O no. Creo que la historia de “Por trece razones” ya es sobradamente conocida: una adolescente norteamericana se suicida y graba en cintas de casete los motivos que le han llevado a ello, dirigidas a las trece personas que han influido en su decisión. El libro me gustó mucho, aunque trata un tema duro y difícil, me resultó interesante y me parece adecuado que haya libros que traten sobre este tema. En realidad no es un libro sólo sobre el suicidio, es sobre la difícil etapa de la adolescencia, sus problemas (aparentemente insignificantes para muchos adultos), las relaciones que se establecen y lo mucho que pueden llegar a afectar las cosas que ocurren. Según lo leía, pensaba “uff, tampoco es para tanto”, pero claro, yo soy una adulta, no una adolescente insegura (que es lo que somos todos de adolescentes), así que intenté recordar lo que vivía y sentía yo de adolescente. Y sí, cuando eres adolescente TODO es para tanto, todo se vive de una manera muy diferente a cuando eres adulto y no siempre encuentras el apoyo y la comprensión de esos adultos que teóricamente, deberían ayudarte, porque han pasado por lo que tú has pasado y han sobrevivido.
Es un libro que creo que está muy bien leer siendo adulto, para recordar lo que era ser adolescente y acercarte a ellos. Y creo que también está bien leerlo de adolescente porque seguro que en algún momento te sientes identificado con alguno de los personajes y eso siempre ayuda.
Sobre la serie… Bueno, sólo he visto la mitad de los capítulos, no debería opinar mucho pero opinaré. La serie me gusta, pero no es el libro. Se basa en el libro pero es muy diferente. En el libro, Clay, el protagonista, escucha todas las cintas en una noche, sin poder enfrentarse en ningún momento a los protagonistas de las cintas. La serie se basa en gran parte precisamente en eso: en sus encuentros cara a cara con los que aparecen en las cintas, en cómo son sus reacciones y sus comportamientos tras la muerte de Hannah. El libro es la historia de Hannah y el por qué de su suicidio. La serie se está liando un poco y está yendo más allá de eso. Aunque aún no he llegado al final, ya me he enterado que hasta la muerte de Hannah es diferente. Y que está prevista una segunda parte de la serie. En fin, que la serie está bien, pero creo que la han convertido más en una historia de misterio e intriga que en una historia de los problemas de los adolescentes. Supongo que la acabaré de ver, pero son historias distintas.
Pues vaya, al final sí que he hablado sobre la serie. Es que lo tenía que decir.
Empezaremos por los libros. Llevo cuatro meses sin escribir ninguna reseña de libros y no es porque no haya leído nada, justo al contrario: he leído más en estos cuatro meses que en los primeros cuatro del año, pero por unos motivos o por otros, no he escrito sobre ellos. No escribir sobre “Th1rteen R3asons Why” fue, al principio, deliberado: quería esperar a ver la serie basada en el libro antes de comentarlo, pero aún no la he acabado, así que me lanzo a escribir sobre el libro y sobre la serie ya escribiré. O no. Creo que la historia de “Por trece razones” ya es sobradamente conocida: una adolescente norteamericana se suicida y graba en cintas de casete los motivos que le han llevado a ello, dirigidas a las trece personas que han influido en su decisión. El libro me gustó mucho, aunque trata un tema duro y difícil, me resultó interesante y me parece adecuado que haya libros que traten sobre este tema. En realidad no es un libro sólo sobre el suicidio, es sobre la difícil etapa de la adolescencia, sus problemas (aparentemente insignificantes para muchos adultos), las relaciones que se establecen y lo mucho que pueden llegar a afectar las cosas que ocurren. Según lo leía, pensaba “uff, tampoco es para tanto”, pero claro, yo soy una adulta, no una adolescente insegura (que es lo que somos todos de adolescentes), así que intenté recordar lo que vivía y sentía yo de adolescente. Y sí, cuando eres adolescente TODO es para tanto, todo se vive de una manera muy diferente a cuando eres adulto y no siempre encuentras el apoyo y la comprensión de esos adultos que teóricamente, deberían ayudarte, porque han pasado por lo que tú has pasado y han sobrevivido.
Es un libro que creo que está muy bien leer siendo adulto, para recordar lo que era ser adolescente y acercarte a ellos. Y creo que también está bien leerlo de adolescente porque seguro que en algún momento te sientes identificado con alguno de los personajes y eso siempre ayuda.
Sobre la serie… Bueno, sólo he visto la mitad de los capítulos, no debería opinar mucho pero opinaré. La serie me gusta, pero no es el libro. Se basa en el libro pero es muy diferente. En el libro, Clay, el protagonista, escucha todas las cintas en una noche, sin poder enfrentarse en ningún momento a los protagonistas de las cintas. La serie se basa en gran parte precisamente en eso: en sus encuentros cara a cara con los que aparecen en las cintas, en cómo son sus reacciones y sus comportamientos tras la muerte de Hannah. El libro es la historia de Hannah y el por qué de su suicidio. La serie se está liando un poco y está yendo más allá de eso. Aunque aún no he llegado al final, ya me he enterado que hasta la muerte de Hannah es diferente. Y que está prevista una segunda parte de la serie. En fin, que la serie está bien, pero creo que la han convertido más en una historia de misterio e intriga que en una historia de los problemas de los adolescentes. Supongo que la acabaré de ver, pero son historias distintas.
Pues vaya, al final sí que he hablado sobre la serie. Es que lo tenía que decir.
jueves, 10 de agosto de 2017
Anoche oí llover
Ayer por la tarde iba a prepararme para ir a bailar junto al mar (con bastantes pocas ganas, debo decirlo) cuando me sorprendió una extraña luz que se colaba por las rendijas de las persianas. Salí al balcón para comprobar que el atardecer brillaba con una luz especial, esa luz única que precede a una tormenta. “A ver si encima va a llover”, pensé. Y aunque mis pocas ganas de moverme de casa se juntaron con esa perspectiva, decidí salir igualmente por un motivo claro: la luz era espectacular y donde iba, allí junto al mar, podría serlo más aún.
De camino, con el coche, iba disfrutando de la luz variable de ese atardecer maravilloso, de esas nubes extrañas, coloridas y variables. Iba pensando en llegar rápido a mi destino para disfrutarlo, sin caer en la cuenta, todavía, de que no había cogido ninguna cámara decente para hacer fotos. Sólo llevaba el móvil.
Cuando llegué junto al mar, ya pude contemplar eso que esperaba, ese espectáculo de luz increíble que precede a la tormenta. Y me pasé mi buen rato ahí, disfrutando de las luces y sombras, intentando reflejar con la cámara del móvil una luz que, obviamente, no se refleja en todo su esplendor. Por el este, ya era de noche; por el sur, la negrura de la tormenta; por el oeste, el sol aún brillando, ya poniéndose.
Aún hechizada por el espectáculo de luz, me dirigí a mi destino final, caminé hacia la música y el baile. Y charlé y bailé y reí y charlé y bailé y reí y vuelta a empezar. En algún momento de la noche vi a lo lejos, hacia el sur, unos relámpagos tan nítidos como espectaculares. Ahí seguía la tormenta, aún lejos, pero ahí seguía.
Muchas canciones y un llonguet de trampó con sardinas después, volví a casa. El viento golpeaba los estores de la galería, así que me levanté a cerrar las ventanas: total, no hacía nada de calor, nada que ver con las últimas semanas en las que ni abriendo todas las ventanas de la casa se conseguía refrescarla. Me dormí rápido. Y me desperté dos veces, con el sonido de la lluvia. Ah, qué gusto el sonido de la lluvia. No oí truenos ni vi relámpagos, pero sé que los hubo.
Esta mañana me he despertado con la tranquilidad de no haber puesto el despertado. Era pronto, tampoco demasiado, pero me he quedado un rato en la cama, disfrutando de la necesidad de taparme con las sábanas, hacía fresquito. Tenía un vago recuerdo de haber oído llover por la noche, pero no estaba segura de si era realidad o sólo un sueño. Y ha empezado a llover, de nuevo. Y ahí he seguido, con los ojos cerrados, sabiendo que sí, en efecto, anoche oí llover. Y en esos momentos volvía a hacerlo. Y me he quedado disfrutando de esa lluvia no por esperada menos sorprendente y bien recibida.
Ah, el sonido de la lluvia en verano. Ah, el olor de la lluvia en verano. Qué pequeño gran placer.
Las fotos, de anoche, con el móvil.
De camino, con el coche, iba disfrutando de la luz variable de ese atardecer maravilloso, de esas nubes extrañas, coloridas y variables. Iba pensando en llegar rápido a mi destino para disfrutarlo, sin caer en la cuenta, todavía, de que no había cogido ninguna cámara decente para hacer fotos. Sólo llevaba el móvil.
Cuando llegué junto al mar, ya pude contemplar eso que esperaba, ese espectáculo de luz increíble que precede a la tormenta. Y me pasé mi buen rato ahí, disfrutando de las luces y sombras, intentando reflejar con la cámara del móvil una luz que, obviamente, no se refleja en todo su esplendor. Por el este, ya era de noche; por el sur, la negrura de la tormenta; por el oeste, el sol aún brillando, ya poniéndose.
Aún hechizada por el espectáculo de luz, me dirigí a mi destino final, caminé hacia la música y el baile. Y charlé y bailé y reí y charlé y bailé y reí y vuelta a empezar. En algún momento de la noche vi a lo lejos, hacia el sur, unos relámpagos tan nítidos como espectaculares. Ahí seguía la tormenta, aún lejos, pero ahí seguía.
Muchas canciones y un llonguet de trampó con sardinas después, volví a casa. El viento golpeaba los estores de la galería, así que me levanté a cerrar las ventanas: total, no hacía nada de calor, nada que ver con las últimas semanas en las que ni abriendo todas las ventanas de la casa se conseguía refrescarla. Me dormí rápido. Y me desperté dos veces, con el sonido de la lluvia. Ah, qué gusto el sonido de la lluvia. No oí truenos ni vi relámpagos, pero sé que los hubo.
Esta mañana me he despertado con la tranquilidad de no haber puesto el despertado. Era pronto, tampoco demasiado, pero me he quedado un rato en la cama, disfrutando de la necesidad de taparme con las sábanas, hacía fresquito. Tenía un vago recuerdo de haber oído llover por la noche, pero no estaba segura de si era realidad o sólo un sueño. Y ha empezado a llover, de nuevo. Y ahí he seguido, con los ojos cerrados, sabiendo que sí, en efecto, anoche oí llover. Y en esos momentos volvía a hacerlo. Y me he quedado disfrutando de esa lluvia no por esperada menos sorprendente y bien recibida.
Ah, el sonido de la lluvia en verano. Ah, el olor de la lluvia en verano. Qué pequeño gran placer.
Las fotos, de anoche, con el móvil.
domingo, 23 de julio de 2017
Dos semanas en el mar
Hace más de un mes que volví a tierra después de dos semanas en el mar. Así que ya va siendo hora de resumir el Festival de Primavera de este año. Como siempre, es difícil recapitular todo lo que se vive, se trabaja y se siente en este tiempo. Como siempre, necesito dejar constancia de lo que recuerdo porque con el tiempo, los recuerdos del mar se difuminan, hasta acabar confundiendo unos festivales con otros, hasta acabar olvidando cosas bonitas y especiales. Lo malo ya lo he olvidado, también como siempre. Este año he hecho pocas fotos o, al menos, menos que otras veces. Pero no es algo exclusivo del mar: llevo bastante tiempo haciendo pocas fotos.
Este año, se me han pasado las dos semanas de mar rápido, muy rápido. Tal vez porque vayan a ser las dos únicas semanas que pase este año en el mar y tenía muchas ganas de que llegaran. Tal vez porque después de unos meses duros, esas semanas fueron el punto y aparte, el parar para seguir. El paréntesis marítimo que trato de resumir aquí.
El incidente de las birras en mi maleta nueva, algo de lo que no volveremos a hablar nunca. Otro casi incidente que al final ni lo fue del que mejor tampoco hablamos. Barrer algas en popa (he barrido más esa cubierta que mi propia casa). El tiburón que liberamos vivo. La banda sonora del puente. Nino Bravo. Coldplay. Abba. Guns N’Roses. Mike Oldfield. Buscar boyas en el horizonte cantando “Knockin’ on Heaven’s Doors”. Si suena Abba, en el puente se baila. La alarma de incendios saltando por error a horas intempestivas. Dos días. “Recóllense tapóns para a axuda a Cristiano Ronaldo”. Trabajar descalzos en el puente. La felicidad de sentir la fuerza del viento de Tramontana en la cara, mientras navegamos a 10 nudos proa al viento, al sur de Menorca. Los egipcios pidiendo una brújula para orientarse para rezar. Recordar a media mañana el trozo de tarta de chocolate de cumpleaños que guardaste en la nevera el día de antes. Los donuts o cruasanes de los domingos. Bocata de salchichón con mantequilla para desayunar. Garbanzos con callos a las 12 del mediodía. La hora del café y del té en el puente, por la tarde, con galletitas o chocolate. Un amanecer de mar en calma, en la costa Norte, con la luna sobre Dragonera. La luz del amanecer que me despertaba los primeros días. Y el apaño con bolsas de basura y cinta americana para solucionarlo. La luna al atardecer sobre Cabrera. La luna roja en una noche profusamente estrellada sobre Menorca. El cielo infinito estrellado. Estrellas fugaces. Ver el mar desde el camarote, ver tierra desde el camarote. El atardecer más espectacular de todos aunque, en realidad todos y cada uno de ellos lo son, todos y cada uno a su manera. Zafarrancho de limpieza semanal. Las conversaciones plurilingües y multiculturales en el puente. Llegar a la semifinal del Jran Torneo de Furbolín (“¡¡equipo rosa!!”). El lance ‘extranviotico’, en palabras del capitán. Cinco langostas en una pesca, cinco. La noche en Maó. Maó da resaca. Llegar al barco con las primeras luces del amanecer. En Maó. Y en Palma. Mi recién descubierto amor por el ibuprofeno. Las conversaciones locas después de una noche en tierra (“Aquello que te conté ayer”, “No me lo contaste”, “¿No? A ver si no te acuerdas”, “Puede ser”). Salir del puerto de Maó con una sensación tan, tan diferente de la del año pasado cuando salimos de allí. Entonces lloré de rabia y frustración por no haber aprobado unas oposiciones. Esta vez, sonreía. La divulgación científica: tele y radio, un festival muy mediático éste. Mi zapatilla croc que salió volando por la banda y acabó en el mar, imposible de recuperar, en pleno Canal de Menorca. Ahí, contribuyendo involuntariamente a la contaminación marina por plásticos, en martes y 13. Gestionar trabajo, gestionar personas, observar quién gestiona personas de manera alucinante y tratar de imitarle. La vuelta a tierra. Las visitas al barco. La recepción por el décimo aniversario, todos guapos. Los discursos de científicos en los que se aclara lo que no debería hacer falta aclarar porque es obvio: los festivales no los hacen los barcos, los hacen las personas, la gente que trabaja en ellos, los tripulantes, los científicos. Todos, cada uno a su manera, hacen de este trabajo algo muy especial. Porque la gente bonita que me rodeó esos días ha hecho posible que todo saliera bien, que todo se hiciera como estaba previsto, que todo el mundo (o eso espero) acabara con un buen recuerdo de los días de mar. Porque, no me canso de decirlo, la gente, al final eso es lo importante, siempre la gente. La gente con la que compartes horas de trabajo, de ocio, de risas, de bromas, de discusiones, de cabreos, de frustraciones. Porque todo eso está ahí siempre, condensado en pocos metros cuadrados, en pocos días.
Y también la gente que está en tierra, con la que mantienes contacto esporádico desde el barco, a la que echas más o menos de menos, que te dice: “Sólo te quedan tantos días para volver, ¡qué bien!”. Y tú piensas qué sí, que qué bien volver a tierra pero, pero… Porque en tierra soy muy feliz, claro que sí. Pero en el mar, ay, en el mar también. El mar es mágico e increíble y lo que se vive en él, lo bueno y lo malo, a veces es difícil de describir e incluso de recordar con nitidez. A veces es difícil de explicar a la gente que está en tierra, casi imposible. Por eso a veces es suficiente estar ahí, vivirlo, sentirlo y recordarlo.
Las fotos son de esos días, un poco locas, escogidas casi al azar y sin un criterio claro.
Este año, se me han pasado las dos semanas de mar rápido, muy rápido. Tal vez porque vayan a ser las dos únicas semanas que pase este año en el mar y tenía muchas ganas de que llegaran. Tal vez porque después de unos meses duros, esas semanas fueron el punto y aparte, el parar para seguir. El paréntesis marítimo que trato de resumir aquí.
El incidente de las birras en mi maleta nueva, algo de lo que no volveremos a hablar nunca. Otro casi incidente que al final ni lo fue del que mejor tampoco hablamos. Barrer algas en popa (he barrido más esa cubierta que mi propia casa). El tiburón que liberamos vivo. La banda sonora del puente. Nino Bravo. Coldplay. Abba. Guns N’Roses. Mike Oldfield. Buscar boyas en el horizonte cantando “Knockin’ on Heaven’s Doors”. Si suena Abba, en el puente se baila. La alarma de incendios saltando por error a horas intempestivas. Dos días. “Recóllense tapóns para a axuda a Cristiano Ronaldo”. Trabajar descalzos en el puente. La felicidad de sentir la fuerza del viento de Tramontana en la cara, mientras navegamos a 10 nudos proa al viento, al sur de Menorca. Los egipcios pidiendo una brújula para orientarse para rezar. Recordar a media mañana el trozo de tarta de chocolate de cumpleaños que guardaste en la nevera el día de antes. Los donuts o cruasanes de los domingos. Bocata de salchichón con mantequilla para desayunar. Garbanzos con callos a las 12 del mediodía. La hora del café y del té en el puente, por la tarde, con galletitas o chocolate. Un amanecer de mar en calma, en la costa Norte, con la luna sobre Dragonera. La luz del amanecer que me despertaba los primeros días. Y el apaño con bolsas de basura y cinta americana para solucionarlo. La luna al atardecer sobre Cabrera. La luna roja en una noche profusamente estrellada sobre Menorca. El cielo infinito estrellado. Estrellas fugaces. Ver el mar desde el camarote, ver tierra desde el camarote. El atardecer más espectacular de todos aunque, en realidad todos y cada uno de ellos lo son, todos y cada uno a su manera. Zafarrancho de limpieza semanal. Las conversaciones plurilingües y multiculturales en el puente. Llegar a la semifinal del Jran Torneo de Furbolín (“¡¡equipo rosa!!”). El lance ‘extranviotico’, en palabras del capitán. Cinco langostas en una pesca, cinco. La noche en Maó. Maó da resaca. Llegar al barco con las primeras luces del amanecer. En Maó. Y en Palma. Mi recién descubierto amor por el ibuprofeno. Las conversaciones locas después de una noche en tierra (“Aquello que te conté ayer”, “No me lo contaste”, “¿No? A ver si no te acuerdas”, “Puede ser”). Salir del puerto de Maó con una sensación tan, tan diferente de la del año pasado cuando salimos de allí. Entonces lloré de rabia y frustración por no haber aprobado unas oposiciones. Esta vez, sonreía. La divulgación científica: tele y radio, un festival muy mediático éste. Mi zapatilla croc que salió volando por la banda y acabó en el mar, imposible de recuperar, en pleno Canal de Menorca. Ahí, contribuyendo involuntariamente a la contaminación marina por plásticos, en martes y 13. Gestionar trabajo, gestionar personas, observar quién gestiona personas de manera alucinante y tratar de imitarle. La vuelta a tierra. Las visitas al barco. La recepción por el décimo aniversario, todos guapos. Los discursos de científicos en los que se aclara lo que no debería hacer falta aclarar porque es obvio: los festivales no los hacen los barcos, los hacen las personas, la gente que trabaja en ellos, los tripulantes, los científicos. Todos, cada uno a su manera, hacen de este trabajo algo muy especial. Porque la gente bonita que me rodeó esos días ha hecho posible que todo saliera bien, que todo se hiciera como estaba previsto, que todo el mundo (o eso espero) acabara con un buen recuerdo de los días de mar. Porque, no me canso de decirlo, la gente, al final eso es lo importante, siempre la gente. La gente con la que compartes horas de trabajo, de ocio, de risas, de bromas, de discusiones, de cabreos, de frustraciones. Porque todo eso está ahí siempre, condensado en pocos metros cuadrados, en pocos días.
Y también la gente que está en tierra, con la que mantienes contacto esporádico desde el barco, a la que echas más o menos de menos, que te dice: “Sólo te quedan tantos días para volver, ¡qué bien!”. Y tú piensas qué sí, que qué bien volver a tierra pero, pero… Porque en tierra soy muy feliz, claro que sí. Pero en el mar, ay, en el mar también. El mar es mágico e increíble y lo que se vive en él, lo bueno y lo malo, a veces es difícil de describir e incluso de recordar con nitidez. A veces es difícil de explicar a la gente que está en tierra, casi imposible. Por eso a veces es suficiente estar ahí, vivirlo, sentirlo y recordarlo.
Las fotos son de esos días, un poco locas, escogidas casi al azar y sin un criterio claro.
lunes, 17 de julio de 2017
Cuadros
Hacía tiempo que no añadía ninguna novedad decorativa a mi casa y, de hecho, tenía pendiente un regalo desde hace dos navidades que debía ser un cuadro que no era capaz de encontrar. No es que lo hubiera buscado muy intensamente, pero sí que cada varios meses recorría algunas tiendas de cuadros y miraba las novedades que tenían. En este tiempo, sí que había encontrado algunos cuadros que me gustaban pero los había descartado porque no pegaban con la decoración del comedor (su destino era el hueco encima del sofá naranja, frente a la pared verde) o porque eran demasiado grandes.
Por fin, hace ya un par de meses vi uno que sí me parecía adecuado, no sólo por los colores, sino también por la temática. Adivinad qué sale en el cuadro. Sí, peces. A ver, no es que fuera obligatoria la temática marina, pero sí que me apetecía, no lo voy a negar. Y aquí está, el cuadro que por fin tengo sobre el sofá.
Aprovechando las circunstancias, acabé comprando también dos cuadros pequeños para colgar en el recibidor, que también seguía muy vacío (decorativamente hablando). En realidad, allí tenía ganas de colgar alguna foto hecha por mí, incluso tenía alguna seleccionada, pero lo he ido dejando y acabé escogiendo estos dos cuadros, esta vez no marinos, pero sí de temática natural. Y rojos. Por supuesto.
Y para rematar el impulso decorativo que tenía ya dormido, un amigo me regaló tres pequeños cuadros de temática oriental que no tenía dónde ponerlos. Con mis anteriores adquisiciones, ya quedaban menos partes de la casa sin decoración en sus paredes, pero el pasillo seguía estando un poco vacío, así que ahí los coloqué, aunque para ello acabamos haciendo un agujero que atravesó el armario empotrado de mi cuarto. Los inconvenientes de hacer de ser manitas de medio pelo.
Con todo esto, ahora mi casa luce más bonita y alegre.Vamos, creo yo.
Por fin, hace ya un par de meses vi uno que sí me parecía adecuado, no sólo por los colores, sino también por la temática. Adivinad qué sale en el cuadro. Sí, peces. A ver, no es que fuera obligatoria la temática marina, pero sí que me apetecía, no lo voy a negar. Y aquí está, el cuadro que por fin tengo sobre el sofá.
Aprovechando las circunstancias, acabé comprando también dos cuadros pequeños para colgar en el recibidor, que también seguía muy vacío (decorativamente hablando). En realidad, allí tenía ganas de colgar alguna foto hecha por mí, incluso tenía alguna seleccionada, pero lo he ido dejando y acabé escogiendo estos dos cuadros, esta vez no marinos, pero sí de temática natural. Y rojos. Por supuesto.
Y para rematar el impulso decorativo que tenía ya dormido, un amigo me regaló tres pequeños cuadros de temática oriental que no tenía dónde ponerlos. Con mis anteriores adquisiciones, ya quedaban menos partes de la casa sin decoración en sus paredes, pero el pasillo seguía estando un poco vacío, así que ahí los coloqué, aunque para ello acabamos haciendo un agujero que atravesó el armario empotrado de mi cuarto. Los inconvenientes de hacer de ser manitas de medio pelo.
Con todo esto, ahora mi casa luce más bonita y alegre.Vamos, creo yo.
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