Salimos de cenar con el tiempo casi justo para coger el último metro. Estamos alojados al final de una de las líneas de la ciudad, en las afueras, en un hotel con aspecto monacal que nos hace recordar otros lugares y nos hace olvidar que estamos en Roma. Somos un grupo grande, más de veinte, y tal vez por eso la cena se ha retrasado tanto, más de una hora han tardado en servirnos el primer plato, pasta carbonara y pasta caccio peppe. En cualquier caso, la espera ha valido la pena; la comida es deliciosa, el vino corre alegre y las conversaciones, en varios idiomas, se solapan con las risas. “En este curso hay teclados con distintos alfabetos”. Uno de los profes, haciendo fotos a esos teclados, nos hace notar lo diverso que es este grupo: los hay en cirílico, en griego y en árabe.
Vamos hacia la estación de metro que está en frente de una pirámide, que a su vez forma parte de un cementerio acatólico que me fascina. Delante de la estación, un grupo grande de jóvenes beben y bailan al son de una música que no sabemos bien de dónde sale. Unos cuantos nos ponemos a bailar y nos miramos entre nosotros. “Vamos a algún lado, ¿no?”. Sonreímos y entramos en la estación. Hacemos cola para comprar los billetes y el primer grupo, más numeroso, se dirige hacia el andén que va en dirección a nuestro hotel. El otro, los bailongos, nos vamos al otro andén. Al llegar abajo, un tren está saliendo de la estación, pero sabemos que aún podemos coger otro. Cuando se va, nuestros compañeros que están enfrente nos miran sorprendidos. Nos reímos sobre quién está en el andén correcto y quién en el equivocado, alguno cambia de andén y a algún otro no somos capaces de convencerlo para cambiar. En el andén de los que vuelven, el profesor (argentino) y su mujer (estadounidense) se marcan unos pasos de tango, a los que respondemos con vítores desde nuestro lado.
Nuestro tren llega antes, nos subimos y nos despedimos de nuestros compañeros con sonrisas. Somos ocho, cuatro italianos, dos griegos, una francesa y una española. Parece un chiste. Hablamos sobre dónde ir y, curiosamente, el que decide dónde parar y hacia dónde ir es un griego. Paramos en Cavour y seguimos la dirección que nos marca el griego, hacia una plaza llena de bares y gente; al final de la calle, el Coliseo. Entramos a comprar una bebida a toda prisa: quedan sólo unos minutos para la medianoche y, a esa hora, dejarán de vender alcohol. Nos ponen las copas en vasos de plásticos y empezamos nuestra ruta por la ciudad, casi vacía, en una noche de otoño sorprendentemente cálida.
Nos quedamos embobamos en los foros imperiales. Contemplamos el inmenso monumento a Vittorio Emmanuel II bajo la luz de la luna llena. Cruzamos Piazza Venezia perseguidos por una comercial que nos quiere invitar a chupitos gratis en un local cercano. Y callejeamos por las calles hasta llegar a la Fontana di Trevi. Es todo un regalo volver allí, de manera inesperada, con tan poca gente y con mis monedas pendientes aún de lanzar (no puedo arriesgarme a no volver a Roma). No sé cuánto tiempo pasamos allí, mucho. Contemplamos la fuente cada uno por su cuenta, silenciosamente. Comentamos lo maravilloso del lugar. Nos hacemos fotos borrosas para recordar el momento y seguimos nuestra ruta.
Acabamos en Piazza di Spagna de madrugada. Nos sentamos en la escalinata, casi vacía, junto a la casa en la que vivieron Keats, Byron y Shelley, a contemplar la ciudad silenciosa y las pocas personas que por allí se encuentran. Dos chicos llegan con unas bicicletas con ruedas de colores y suena música italiana desde un altavoz que llevan en las bicis. Se paran y se ponen a ligar con unas turistas americanas. A nuestros pies, junto a la fuente de la barcaza, se acaba de producir una propuesta de matrimonio y la pareja, emocionada, no para de abrazarse y besarse. Contemplamos atónitos la escena y somos incapaces de irnos de allí. Decidimos que nos iremos cuando dejen de besarse. Pero pasan minutos y minutos y ellos siguen allí, besándose como si no hubiera mañana.
Cuando por fin empezamos la ardua tarea de conseguir dos taxis, se separan y se meten en la fuente para beber agua, algo que ya hemos visto hacer a otras personas y que nos parece a todos terrible. Por fin conseguimos que nos manden dos taxis, nos dirigimos a la columna que hay enfrente de la embajada española y vemos como una pareja de turistas nos roba, delante de nuestros ojos, uno de los taxis que acaban de llegar. El primer turno se va en el taxi que queda (dos italianos, dos griegos) y el resto volvemos a llamar por otro taxi. La vuelta no es menos interesante, con un taxista parlanchín, con música a todo volumen, bailando lo que no hemos bailado en toda la noche y recorriendo el largo camino pensando todos que sí, por fin, después de varios días por aquí, hemos estado en Roma.
Roma es maravillosa.
En la foto, la fuente de la barcaza en la Piazza di Spagna, con las bicis de colores y el futuro matrimonio dándose el lote sin descanso.
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