domingo, 11 de diciembre de 2016

Roma

Es aterrizar en Roma y sonreír. Voy caminando hacia la cinta de los equipajes con una sonrisa en los labios, mirando las fotos gigantescas de los lugares emblemáticos de Roma que hay por todas partes, preguntándome a cuántos de ellos podré ir en los días que voy a estar en la ciudad. Estoy tan feliz con volver a Roma que he ignorado sistemáticamente todas las señales que indicaban que mi maleta igual no llegaría conmigo (¿una conexión de menos de una hora? ¡Adelante!). Pero cuando la cinta sigue danto vueltas y vueltas y ya no salen más maletas, me enfrento a la realidad: mi maleta no ha llegado, al día siguiente empieza la reunión y no tengo ropa limpia que ponerme. No pasa nada, estoy en Roma y eso me hace feliz. Y sé que hay dos vuelos más esa noche desde el aeropuerto en el que he hecho escala.

Hago la reclamación ya un poco preocupada. Cuántas historias he oído de gente que nunca recupera su equipaje. Me empiezo a poner nerviosa pero ahí sigo, con esa media sonrisa que no puedo evitar poner en esa ciudad. “El equipaje llegará esta noche o mañana por la mañana”, me dice el tipo que notifica mi reclamación. Me pongo aún más nerviosa cuando me pide no ya mi dirección en Roma, sino también mi dirección en mi ciudad. Y más aún cuando veo, en el papel que me han dado, un teléfono al que llamar si tengo dudas y un segundo teléfono al que llamar si en cinco días no llega la maleta. Cinco días. Acerco mi nariz al jersey que llevo y compruebo, aliviada que no huele mal. El pequeño neceser que llevo en la mochila (cepillo y pasta de dientes, desodorante) será mi gran aliado.

Salgo del aeropuerto y me dirijo a la parada del autobús. Ya me sé el camino. Me pongo un abrigo por primera vez en meses, y no me sobra. Hago el viaje leyendo un libro que he empezado esa misma mañana “The Girl on the Train” y mirando de vez en cuando a través de la ventana la lluviosa tarde. Pienso en mi paraguas y en mis botas de agua que he recordado meter en la maleta a última hora esa mañana. Ay, mi maleta. ¿Llegará?

En un momento dado, ya en la ciudad, miro por la ventana y pienso “Anda, ya estamos llegando”. Reconozco las calles, los edificios, el barrio. Roma forma ya parte de mi zona de confort. De camino al hotel, aprovechando que no llevo maleta, me paro en un supermercado a comprar agua y algo de fruta. Empieza a chispear. Paso por delante de un cine en el que hacen la película basada en el libro que estoy leyendo, “La ragazza dei treno”. En el hotel, le cuento a la recepcionista lo de mi maleta y no me tranquiliza nada cuando me dice “Bueno, llegará en un par de días”. Igual no sabe que, en mi isla, “un par” significan “más de dos”.

Me gusta ese hotel, a ratos. Creo que es la tercera vez que voy, o la cuarta. Es un hotel moderno y cómodo, pero oscuro. Y cuando digo oscuro me refiero a negro: ése es el color de la decoración de las habitaciones. Pero esta vez tengo suerte, tengo una habitación gris, mucho más luminosa que en las que he estado nunca. Y más grande. Tengo una mesa decente para trabajar, aunque este año, por primera vez en bastante tiempo, no tendré que trabajar hasta horas intempestivas durante la semana. Otra vez, pero en otras circunstancias, puedo volver a decir eso de “ya no soy silla”.

Me quito los zapatos, me tumbo en la cama y me pongo en contacto con algunos colegas que ya han llegado a Roma y están en la calle de al lado. Pienso en lo que podría hacer esa tarde en Roma, pero ya es noche cerrada y tengo ganas de cenar, aunque aún no son las siete. Empieza a llover. Bueno, a diluviar. Truenos, rayos y agua a raudales. Al final, la tormenta pasa y me acerco al hotel de la calle de al lado, donde se alojan esos colegas, trabajamos un rato y decidimos que las siete y media es una hora estupenda para cenar.

Acabamos en un restaurante que amamos y odiamos a partes iguales. La comida a veces es deliciosa y a veces no. La señora que lo lleva decide, como siempre, lo que vamos a comer cada uno. Cenamos razonablemente bien, pero estamos todos cansados del viaje y preocupados por la semana que nos espera. Nos retiramos prontísimo y sigo echando de menos mi maleta. Mi pijama. Mis cosas. Me voy a la cama con el cuerpo frío, deseando que la semana mejore.

El resto de la semana es tan loca que no cabe en un post. Ni en éste ni en ningún otro. Pero implica un corte de electricidad, un cambio del lugar de la reunión, una cena deliciosa en mi restaurante romano favorito en la mejor compañía posible, mucho trabajo, muchas risas, llamadas inesperadas a horas intempestivas, tres visitas a la Fontana di Trevi, encuentros inesperados con gente que no sabía que vivía en esta ciudad y esa sensación maravillosa de estar entre amigos, aunque estés trabajando.

Roma, te quiero con todos y cada uno de los poros de mi piel. Es así, para qué ocultarlo.

En la foto, la cinta de equipajes vacía, en la que mi maleta no apareció.

Ah, sí, mi maleta llegó la tarde-noche del día siguiente.

(Esta entrada la escribí hace ya un mes, pero nunca la llegué a publicar. Hoy la he encontrado por casualidad y aquí está, publicada, por fin).

martes, 29 de noviembre de 2016

Viajes

Hace unas semanas, escribí por aquí que haría una semana temática dedicada a mis últimos viajes. No lo hice, je. Y ahora tengo tantos viajes a mis espaldas que no me bastaría una semana para hablar de ellos.

He pensando muy seriamente por qué no hablo de viajes últimamente en el blog. Y es por algo muy sencillo: me da pereza ponerme a escoger las fotos que quiero compartir. Creo que mi relación con la fotografía a lo largo de los años ha cambiado, sobre todo desde que tengo instagram y comparto las cosas gráficas casi inmediatamente. Así que volver luego a revisar las fotos y escoger unas cuantas para poner aquí me da pereza. Nunca encuentro el momento, la verdad.

Así que he decidido darle un giro a este problema (absurdo del primer mundo) y hacer un resumen de mis viajes desde el verano para ponerme al día. Y para evitar obsesionarme con un “debería hablar de esto en el blog pero me da pereza ponerme a mirar fotos así que paso de actualizar el blog”. Así que hoy y ahora voy a resumir con una única foto y pocas palabras mis viajes en los últimos meses.

En Septiembre estuve en Galicia, de vacaciones. Me gustó más de lo que recordaba que me gustaba. Paseamos, comimos muy bien, bebimos mejor, reímos y me metí en el Atlántico. Estuve en sitios que ya había estado y recordaba bien, en otros que había estado pero no recordaba, en otros que no conocía pero quería conocer y en otros que ni siquiera sabía que existían.


Después estuve en Kiel (Alemania), en un congreso. Estando allí, me enamoré de una funda nórdica (que me acabé comprando por internet en versión edredón), estuve en una recepción con Alberto de Mónaco (aunque esta vez no lo vi), vi focas urbanas y me compré una Lamy nueva.


Y también estuve en el País Vasco, en Irún, Pasaia, Hondarribia y San Sebastián. Trabajamos mucho (y bien), comimos mucho (y bien), bebimos mucho (y bien) y nos reímos mucho (y bien). Pisé la alfombra roja del Festival de San Sebastián y estuve simultáneamente en la misma ciudad que uno de mis hombres favoritos del mundo, Ewan McGregor. Ah, el Aquarium de San Sebastián es maravilloso. ¡Y hay ginkgos en sus calles!


En Octubre hice no uno, sino dos viajes relámpagos a Barcelona, por trabajo. Así que le tocan dos fotos, aunque no hice nada especial. La única noche de los dos viajes que pasé allí, me dolían los ovarios y la garganta y mi hotel (bueno, residencia medio-religiosa) estaba lejísimos, así que como para pasear estaba yo.


También en Octubre estuve en Ponza, una isla italiana de la que había oído hablar mucho pero en la que nunca había estado. Llegar allí me llevó dos aviones, dos trenes y un barco. Disfruté de un lugar precioso, pasamos primero frío y luego no, aprendí mucho, mucho, engordé un quilo, nadamos en el mar a medianoche a la luz de la luna llena y pasamos un día en un barco navegando alrededor de Palmarola, una isla aún más pequeña con una iglesia situada en lo alto de un islote. Y me picó una medusa en la cara.



En Noviembre, decidí que con dos viajes me bastaban así que primero estuve en Roma. Ah, Roma, qué voy a decir de Roma. El día que llegué, hubo un tornado cerca de la ciudad que provocó dos muertos. Al día siguiente, las tormentas cortaron la luz en la zona en la que estábamos (así que tuvimos la tarde libre, yujuuu) y acabaron provocando un cambio en el lugar de la reunión. Ese cambio me permitió ver el Coliseo y los Foros. Estuve en la Fontana di Trevi, por supuesto no, por supuestísimo. Tres veces. Incluso bajo la lluvia. Cené mi plato favorito (ravioli mimosa) en mi restaurante favorito de la ciudad (Taverna Trilussa), con gente muy guay, después de un Aperol Spritz maravilloso. Y me compré una Lamy Lx.



Y por último, aunque no por ello menos importante, estuve en Bulgaria, concretamente en Burgas. Aunque aterricé en Sofia e hice un viaje de ida y vuelta en coche hasta Burgas (casi 400 quilómetros), no vi nada del país y poco de Burgas. Estuve es un hotel de súper lujo y nadé en su piscina interior casi cada día. Hacía mucho frío y la Navidad fue llegando paulatinamente a lo largo de la semana al hotel. Me encantó el breve paseo que dimos por la ciudad, el día que nos íbamos, incluyendo el larguísimo (y fascinante) muelle.


Y con esto se acaba el repaso a mis últimos viajes. Que aún me queda uno este año, ¿eh? Pero bah, es cortito, destino nacional y conocido.

domingo, 20 de noviembre de 2016

En el aeropuerto de Frankfurt

Tengo la sensación de que el amanecer me ha perseguido durante varias horas. Es lo que tiene viajar hacia el oeste a primera hora de la mañana. Aunque lo correcto sería decir noroeste. Tengo que apresurarme para bajar del avión: entre que me he despistado leyendo y que el chaval que está sentado en mi fila sigue dormido, bajo del avión casi la última. Acabamos de aterrizar en el aeropuerto de Frankfurt, un aeropuerto de los que yo califico como “no me gusta”. Son casi las nueve de la mañana según mi reloj, casi las ocho en realidad aquí. Y ya llevo casi cinco horas despierta.

Miro en las pantallas por si aparece mi vuelo, pero es una tontería, quedan más de cinco horas para que salga. Luego recuerdo que llevo ya la tarjeta de embarque y compruebo que sí, efectivamente, ya aparece en él mi puerta de embarque. Por una vez, no tengo que cambiar de letra, ni recorrer esos largos pasillos subterráneos que tan poco me gustan de este aeropuerto. Llego al control de pasaportes y pierdo de vista al búlgaro interesante con un tic en un ojo con el que he compartido vuelo. Me dirijo a la zona en la que es un control automático, donde mantengo una absurda conversación sobre la necesidad (o no) de llevar pasaporte si me estoy moviendo por Europa. Al final, acepto que si quiero pasar por la máquina, tengo que sacar el pasaporte que llevo en la mochila. La máquina lo escanea, me deja pasar pero una pantalla me detiene para hacerme una foto. Sonrío absurdamente, tanto por la gracia que me hace que me hagan una foto en el aeropuerto como porque, en las fotos, me veo mejor sonriendo.

Cambio la hora del reloj y empiezo a pensar en qué hacer en las cinco horas que me quedan. Podría salir del aeropuerto e ir hasta la ciudad, pero ya lo hice una vez. Estuvo bien, pero entre el sueño y las cuatro horas de ayer en coche (en parte conducido por el chófer que se dormía, en parte por la colega italiana que se percató del tema y exigió conducir ella) no me apetece demasiado moverme de aquí. Y la pereza que me da volver a pasar el control de seguridad. Paseo por alguna tienda, buscando las salchichas que más tarde compraré para llevar a casa y descubro una tienda en la que venden Lamys.

Camino durante un buen rato, primero por la zona de las tiendas, luego en sentido contrario a mi puerta de embarque y decido que tal vez debería cambiar mi calificación de este aeropuerto. Hoy un “me gusta” me parce más adecuado. Observo a mi alrededor, la gente, las tiendas, los lugares, tratando de decidir qué quiero hacer. Creo reconocer una cafetería en la que una vez compré algo. Debería encontrar un lugar para cambiar la moneda búlgara que aún llevo en el bolsillo. He gastado poquísimo en este viaje. Es lo que tiene pasarte el día encerrada en un hotel trabajando, durmiendo, comiendo y hasta nadando. Cambio de sentido y voy hacia la zona de mi puerta de embarque y la paso de largo. Recuerdo que una vez me crucé con Ángela Molina en un aeropuerto alemán, juraría que en éste. Al cabo de un rato reconozco la zona en la que me crucé con ella: sí, era este aeropuerto.

Descubro una zona prometedora: asientos de esos en los que puedes estirar las piernas y enchufes. Pero quiero un asiento junto a la ventana y junto a los enchufes… anda, hay uno. Me siento, enchufo el móvil, enciendo el portátil y busco wifi gratis. Ahora hay wifi gratis por todo, incluso en la tienda-gasolinera en la que nos paramos anoche, a medio camino entre Burgas y Sofía, cuando pedimos al conductor que parara porque no queríamos seguir arriesgándonos a que se durmiera al volante. El sol ya está alto, a ratos aparece entre las nubes, todo un lujo después de una semana casi sin verlo.

Aún no tengo muy claro en qué voy a matar las horas que me quedan. Podría dormir. Podría leer. Podría actualizar mi currículo para las opos. Podría estudiar para las opos. Podría revisar un artículo que tengo a medio revisar. Podría ponerme al día leyendo blogs que hace semanas que no leo. Podría, simplemente, observar a la gente. Pero de momento no quiero hacer nada de eso, sólo dejar pasar el tiempo, las horas, en este paréntesis que es hoy mi vida, que es siempre el día del viaje, de la vuelta, acabando de digerir lo vivido en la última semana, los viajes de las dos últimas semanas; preparándome para volver a la normalidad a partir de mañana. Estoy en el descanso de un partido, esa es la sensación que tengo. En un impasse. Ayer no importa, mañana tampoco. Así que escribo, porque eso es lo que me apetece hacer en este momento intermedio.

En un rato me levantaré, caminaré otro rato, pasearé por las tiendas, pensaré en historias que podrían estar pasando en este aeropuerto que hoy me ha resultado sorprendentemente inspirador. Tomaré algo en alguna cafetería, leeré un rato, cambiaré las levas búlgaras que aún llevo encima y buscaré otro rincón donde sentarme un rato antes de comer algo y subir al avión que me llevará a casa.

Pero ahora sólo estoy aquí, sentada, mirando por la ventana, cargando el móvil y escribiendo.

En la foto, el amanecer persiguiéndome poco antes de aterrizar en el aeropuerto de Frankfurt.

martes, 1 de noviembre de 2016

OT

No tenía ninguna intención de escribir sobre “Operación Triunfo”, ninguna. De hecho, ésta iba a ser la semana de los viajes en el blog pero claro, el blog es mío y hago con él lo que quiero. Y aquí estoy, tumbada en el sofá pensando en el fenómeno OT sin poder evitarlo. Ayer me tragué el concierto entero y esta tarde he llorado como una magdalena viendo la tercera parte del documental del encuentro, que aún no había visto. (Aunque, como he dicho en Twitter, no era yo, eran mi ciclo menstrual).

Lo más curioso de todo es que nunca fui una gran fan de OT. Sí que vi la primera edición y me sé el nombre de todos los concursantes, pero no recuerdo haber comprado ningún disco en su día. No recuerdo qué escuchaba en aquella época, era cinéfila y fan de las bandas sonoras cinematográficas, aunque el pop siempre me ha gustado. Y así y todo, he vivido todo el reencuentro con gran ilusión y alegría y vibré como la que más con el momentazo Chenoa-Bisbal en “Escondidos”. ¿Qué me lleva, qué nos ha llevado a muchos a seguir este reencuentro con la emoción que lo hemos seguido?

Obviamente, hay una parte de gente que fueron fans en su día y hoy les gusta recordar todo aquello que vivieron. Pero puede que otros que no fuimos fans pero sí que lo vivimos, nos sintamos identificados por varios motivos. El primero es la edad: estoy en la franja de edad de los concursantes y he crecido y madurado con ellos. De hecho, yo misma empecé a trabajar en lo que sigo trabajando sólo unos meses antes de que ellos entraran en la academia. En estos quince años, ellos han evolucionado en su carrera musical como yo en mi carrera científica. Supongo que por eso me ha gustado verlos, ver cómo les ha tratado la vida, qué ha sido de sus vidas, vividas en paralelo a la mía: desde sus inicios a esa serenidad y hasta madurez que sientes cuando ya llevas quince años currando en el mismo campo.

Una cosa que creo interesante de todo esto es que todos los participantes, los dieciséis, han acabado bien. No es únicamente que todos vivan de la música (en ámbitos muy diferentes, lo que me ha parecido interesante para mostrar que se puede vivir de la música sin ser número uno de Los 40 Principales), sino que todos han llevado una vida “sana”. No ha habido escándalos, ninguno se ha desquiciado, ni desmadrado, ni han acabado siendo los juguetes rotos que todos pronosticaban. Y eso, a mí, me parece difícil, muy difícil. Que de los dieciséis a ninguno se le haya ido la cabeza (metiéndose en drogas o historias chungas de ese tipo) me parece todo un mérito, teniendo en cuenta que tenían todas las papeletas para acabar desquiciados, con la locura que les vino encima, así, sin más. Que lo más escandaloso que haya pasado con ellos en los últimos años sea que Juan Camus no quería ir al concierto o la (supuesta) cobra de Bisbal a Chenoa, me parece estupendo. Es decir, de algo hay que hablar (sobre todo en Twitter) y si al final se habla de estas tonterías, es porque no había ningún tema más grave del que hablar.

Y luego está la historia Bisbal-Chenoa, claro. Que hubo otras relaciones más o menos confirmadas en la academia, pero cómo se ha volcado la gente con esta historia es fascinante. Sí, es una chorrada, claro que lo es, pero qué queréis que os diga, en estos tiempos difíciles y grises, que medio país esté pendiente de si ha habido intento de beso o no, me parece divertidísimo. Obviamente, mucha gente estará indignada (igual que otros se indignan por lo de Halloween), pero cada uno es libre de perder su tiempo libre en lo que quiera (mientras no dañe a nadie). Y además, este divertimento es totalmente compatible con otros divertimentos llamémosles más intelectuales.

No sería en su día muy fan de OT pero sí lo soy de la pareja Bisbal-Chenoa, de lo que fueron, representan, son y, por supuesto de su actuación de anoche en el concierto. Que, por cierto, sí, hubo muchos que desafinaron, el vestuario era horrible y algunos peinados esperpénticos pero, por si no os habíais dado cuenta, la calidad del concierto era lo de menos. Ayer se trataba de recordar, de reunir, de rememorar y de emocionar. Pero yo hablaba de Bisbal y Chenoa. ¿Qué voy a decir que no se haya dicho ya? Mi padre, que no es nada fan de estas cosas, se tragó el concierto enterito (y no haciendo sudokus, como suele hacer cuando algo en la tele no le interesa) y hoy me ha dicho que Chenoa es “muy elegante, tanto dentro como fuera del escenario. Y qué voz tiene Rosa”. Y mi madre, la que predice lluvias en el desierto namibio y sol en el invierno irlandés, me ha dicho que Chenoa y Bisbal acabarán juntos “Igual no ahora, en un tiempo. Incluso él igual tiene hijos con alguna otra antes”. Y yo, con esto, ya estoy tranquila.

Y sí, lo de anoche fue una cobra. Creedme, soy bióloga. Y entiendo de bichos.

Pero si no lo fue… bueno, qué más da, qué felices nos hicieron.

viernes, 28 de octubre de 2016

“Caperucita en Manhattan” de Carmen Martín GAite

Recuerdo que, en mi adolescencia, los cursos que iban por detrás tuvieron que leer este libro. En su día les envidié: sonaba más interesante que los que nos hacían leer aunque, la verdad, ni recuerdo cuáles eran. Yo que leía por placer, me molestaba tener que leer por obligación libros que no me interesaban, o que me interesaban poco. La cuestión es que, desde entonces, había sentido curiosidad por leer este libro. Y lo leí la semana pasada, en formato electrónico, porque el libro que me llevé en papel a Ponza lo acabé en dos días y necesitaba lectura a la vuelta. Y éste era uno de esos libros que llevo en el ebook “por si acaso algún día me quedo sin lectura en papel”. Chica previsora.

Así como los dos libros anteriores que leí me gustaron mucho, éste no me ha gustado demasiado. Vale que es literatura juvenil, pero me ha resultado no sé si pueril, pero sí, a ratos, incómodo. Me encanta la relación que la niña tiene con su abuela, sus padres son personajes bien novelescos, pero cuando empieza la historia con Miss Lunatic y el señor Woolf, la cosa se desmadra un poco. A mí eso de que una niña de 10 años se vaya tranquilamente con una vagabunda o monte en la limusina de un ricachón desconocido me ha puesto los pelos de punta. Pero bueno, es una historia fantástica, una actualización un poco loca del cuento de Caperucita Roja, pero que me ha defraudado un poco, la verdad. Tal vez es porque “Entre visillos” me entusiasmó en su día. Esperaba más. U otra cosa.

jueves, 27 de octubre de 2016

“The Age of Miracles” de Karen Thompson Walker

Este libro me ha salido viajero. Lo compré en Namibia, en mi librería favorita de Swakopomund, en alguno de mis viajes, aunque no recuerdo en cuál. Y me lo llevé en mi largo viaje a Ponza. De hecho, me lo leí casi entero en el viaje de ida y, si no lo acabé ese día, fue porque me encontré a unos cuantos colegas en la última etapa del viaje, la travesía de casi tres horas en barco.

“The Age of Miracles” está contado desde el punto de vista de Julia, una niña de once años que no sólo debe enfrentarse a los retos de la adolescencia, sino a un fenómeno que alterará su vida y la de la humanidad entera: la desaceleración de la Tierra. La rotación de la Tierra se ralentiza, lo que hace que los días y las noches sean cada vez más largos. La novela cuenta cómo afecta esta situación a Julia, a su familia, a la humanidad y al planeta entero.

Me ha encantado este libro. La historia me parece fascinante, ciencia-ficción sin aspavientos ni situaciones inverosímiles, intentando responder preguntas sobre cómo actuaríamos los humanos, como colectivo, en un caso así y, de manera individual; cómo una situación de ese calibre afectaría nuestro día a día, nuestras relaciones, nuestros trabajos, nuestros objetivos. Qué haríamos como especie ante una situación así, pero con el punto de vista de Julia que asiste, confusa, al desmoronamiento de todo lo que parecía normal en una vida, la suya, que no diferiría en casi nada a la de cualquiera de nosotros, a su edad, en un país desarrollado.

Es un libro muy recomendable, con un tono general algo pesimista, pero con toques de optimismo que creo que están intrínsecos en nuestra naturaleza: la necesidad de sobrevivir, de adaptarse a un mundo cambiante, para poder seguir adelante. Al fin y al cabo, ese es nuestro objetivo, tanto a nivel personal (con nuestras inquietudes, esperanzas y deseos) como a nivel de especie (con esa necesidad innata que tienen todas las especies por sobrevivir, por adaptarse a las nuevas circunstancias). Me ha resultado fascinante.

miércoles, 26 de octubre de 2016

“El afinador de pianos” de Daniel Mason

No recuerdo cuándo ni por qué me compré este libro. Supongo que me llamó la atención la portada y la historia, la de un afinador de pianos inglés que, durante la época victoriana, es requerido por el ejército británico para viajar a Birmania a afinar el piano de un comandante médico. Luego descubrí que su autor es de mi quinta, médico y biólogo, así que aún me sentí más atraída por el libro.

Este libro es maravilloso. No haría falta que dijera más. Es un libro bello, de esos que parecen poesía aunque leas prosa. Puro lirismo. La historia de Edgar Drake, el afinador, los preparativos del viaje, el viaje en sí, su encuentro con el médico, Anthony Carroll y sus días en Birmania están contados con una delicadeza y una elegancia que me atraparon en cuanto empecé a leerlo. El libro destila amor y admiración por una civilización lejana, para mí hoy en día, pero aún más para su protagonista, pero también por la música.

Hacia el final del libro hay un capítulo maravilloso, una carta que escribe Drake a su esposa, que resume a la perfección lo que sientes y vives cuando viajas a un lugar extraño, la sensación contradictoria de querer quedarte allí para siempre pero también de querer partir para volver a tu hogar. Cómo ves lo que tienes alrededor, cómo lo absorbes para no olvidarlo nunca. La euforia de descubrir cosas maravillosas y el extraño vacío que, aún así, sientes. La manera de que los lugares nuevos te cambian por dentro, lo que te hacen sentir, esa extraña mezcla de dolor y alegría que tienes ante la perspectiva de abandonarlos. El libro es maravilloso, pero aunque no lo fuera, sólo por leer este capítulo, vale la pena.