Este libro me ha salido viajero. Lo compré en Namibia, en mi librería favorita de Swakopomund, en alguno de mis viajes, aunque no recuerdo en cuál. Y me lo llevé en mi largo viaje a Ponza. De hecho, me lo leí casi entero en el viaje de ida y, si no lo acabé ese día, fue porque me encontré a unos cuantos colegas en la última etapa del viaje, la travesía de casi tres horas en barco.
“The Age of Miracles” está contado desde el punto de vista de Julia, una niña de once años que no sólo debe enfrentarse a los retos de la adolescencia, sino a un fenómeno que alterará su vida y la de la humanidad entera: la desaceleración de la Tierra. La rotación de la Tierra se ralentiza, lo que hace que los días y las noches sean cada vez más largos. La novela cuenta cómo afecta esta situación a Julia, a su familia, a la humanidad y al planeta entero.
Me ha encantado este libro. La historia me parece fascinante, ciencia-ficción sin aspavientos ni situaciones inverosímiles, intentando responder preguntas sobre cómo actuaríamos los humanos, como colectivo, en un caso así y, de manera individual; cómo una situación de ese calibre afectaría nuestro día a día, nuestras relaciones, nuestros trabajos, nuestros objetivos. Qué haríamos como especie ante una situación así, pero con el punto de vista de Julia que asiste, confusa, al desmoronamiento de todo lo que parecía normal en una vida, la suya, que no diferiría en casi nada a la de cualquiera de nosotros, a su edad, en un país desarrollado.
Es un libro muy recomendable, con un tono general algo pesimista, pero con toques de optimismo que creo que están intrínsecos en nuestra naturaleza: la necesidad de sobrevivir, de adaptarse a un mundo cambiante, para poder seguir adelante. Al fin y al cabo, ese es nuestro objetivo, tanto a nivel personal (con nuestras inquietudes, esperanzas y deseos) como a nivel de especie (con esa necesidad innata que tienen todas las especies por sobrevivir, por adaptarse a las nuevas circunstancias). Me ha resultado fascinante.
jueves, 27 de octubre de 2016
miércoles, 26 de octubre de 2016
“El afinador de pianos” de Daniel Mason
No recuerdo cuándo ni por qué me compré este libro. Supongo que me llamó la atención la portada y la historia, la de un afinador de pianos inglés que, durante la época victoriana, es requerido por el ejército británico para viajar a Birmania a afinar el piano de un comandante médico. Luego descubrí que su autor es de mi quinta, médico y biólogo, así que aún me sentí más atraída por el libro.
Este libro es maravilloso. No haría falta que dijera más. Es un libro bello, de esos que parecen poesía aunque leas prosa. Puro lirismo. La historia de Edgar Drake, el afinador, los preparativos del viaje, el viaje en sí, su encuentro con el médico, Anthony Carroll y sus días en Birmania están contados con una delicadeza y una elegancia que me atraparon en cuanto empecé a leerlo. El libro destila amor y admiración por una civilización lejana, para mí hoy en día, pero aún más para su protagonista, pero también por la música.
Hacia el final del libro hay un capítulo maravilloso, una carta que escribe Drake a su esposa, que resume a la perfección lo que sientes y vives cuando viajas a un lugar extraño, la sensación contradictoria de querer quedarte allí para siempre pero también de querer partir para volver a tu hogar. Cómo ves lo que tienes alrededor, cómo lo absorbes para no olvidarlo nunca. La euforia de descubrir cosas maravillosas y el extraño vacío que, aún así, sientes. La manera de que los lugares nuevos te cambian por dentro, lo que te hacen sentir, esa extraña mezcla de dolor y alegría que tienes ante la perspectiva de abandonarlos. El libro es maravilloso, pero aunque no lo fuera, sólo por leer este capítulo, vale la pena.
Este libro es maravilloso. No haría falta que dijera más. Es un libro bello, de esos que parecen poesía aunque leas prosa. Puro lirismo. La historia de Edgar Drake, el afinador, los preparativos del viaje, el viaje en sí, su encuentro con el médico, Anthony Carroll y sus días en Birmania están contados con una delicadeza y una elegancia que me atraparon en cuanto empecé a leerlo. El libro destila amor y admiración por una civilización lejana, para mí hoy en día, pero aún más para su protagonista, pero también por la música.
Hacia el final del libro hay un capítulo maravilloso, una carta que escribe Drake a su esposa, que resume a la perfección lo que sientes y vives cuando viajas a un lugar extraño, la sensación contradictoria de querer quedarte allí para siempre pero también de querer partir para volver a tu hogar. Cómo ves lo que tienes alrededor, cómo lo absorbes para no olvidarlo nunca. La euforia de descubrir cosas maravillosas y el extraño vacío que, aún así, sientes. La manera de que los lugares nuevos te cambian por dentro, lo que te hacen sentir, esa extraña mezcla de dolor y alegría que tienes ante la perspectiva de abandonarlos. El libro es maravilloso, pero aunque no lo fuera, sólo por leer este capítulo, vale la pena.
lunes, 24 de octubre de 2016
“Tengo los óvulos contados” de Raquel Sánchez Silva
Se me acumulan las entradas de cosas que quiero contar y no cuento, así que he decidido inventarme dos semanas temáticas para ponerme al día de dos temas de los que quiero compartir bastantes cosas: libros y viajes. Esta semana será la semana temática de los libros; la que viene, de viajes.
Admito que leí este libro por recomendación de unas amigas. Raquel Sánchez Silva no me cae especialmente bien (más bien al contrario, me parece un poco petarda), pero como el tema del libro es un tema recurrente en nuestras conversaciones, acabó saliendo en una de ellas y me lo recomendaron. En el prólogo, la periodista deja bien claro que su intención era escribir algo sobre el tema, pero no una novela, sino como ensayo, basado en todo lo que había investigado y descubierto cuando, después de los 35, se planteó qué posibilidades tenía de ser madre Sin embargo, sus editores la convencieron de que lo transformara en novela. Para mí ahí está el error principal: como novela, es muy floja y no aporta nada; pero como recopilación de historias sobre la fecundidad femenina en general y sobre la reproducción asistida en particular, vale mucho la pena. Y es esa parte lo que destaco de este libro: la información que aporta sobre un tema del que apenas se habla. Y lo hace en forma de historias tan variopintas como posibles, desde la chica soltera no muy agraciada que quiere que la fecunden con esperma de un nórdico buenorro de ojos azules hasta la casada que acude con su madre porque no se queda embarazada “y no puede ser, porque todas en nuestra familia somos muy fértiles”.
Es un libro que explica claramente qué se puede hacer y qué no, tanto médicamente como legalmente, qué posibilidades reales existen y cuáles son sólo fantasías y que la maternidad es una opción, no una obligación. En ese aspecto, me ha gustado. Insisto, creo que hay mucha falta de información sobre estos temas. Bueno, falta de información no, porque por poco que brujulees por internet, puedes encontrarlo todo, pero sí que es verdad que es un tema del que se habla poco. “¿Te planteas ser madre alguna vez?” es una pregunta que nos deberíamos hacer todas alrededor de los treinta y no alrededor de los cuarenta, como suele pasar hoy en día.
Admito que leí este libro por recomendación de unas amigas. Raquel Sánchez Silva no me cae especialmente bien (más bien al contrario, me parece un poco petarda), pero como el tema del libro es un tema recurrente en nuestras conversaciones, acabó saliendo en una de ellas y me lo recomendaron. En el prólogo, la periodista deja bien claro que su intención era escribir algo sobre el tema, pero no una novela, sino como ensayo, basado en todo lo que había investigado y descubierto cuando, después de los 35, se planteó qué posibilidades tenía de ser madre Sin embargo, sus editores la convencieron de que lo transformara en novela. Para mí ahí está el error principal: como novela, es muy floja y no aporta nada; pero como recopilación de historias sobre la fecundidad femenina en general y sobre la reproducción asistida en particular, vale mucho la pena. Y es esa parte lo que destaco de este libro: la información que aporta sobre un tema del que apenas se habla. Y lo hace en forma de historias tan variopintas como posibles, desde la chica soltera no muy agraciada que quiere que la fecunden con esperma de un nórdico buenorro de ojos azules hasta la casada que acude con su madre porque no se queda embarazada “y no puede ser, porque todas en nuestra familia somos muy fértiles”.
Es un libro que explica claramente qué se puede hacer y qué no, tanto médicamente como legalmente, qué posibilidades reales existen y cuáles son sólo fantasías y que la maternidad es una opción, no una obligación. En ese aspecto, me ha gustado. Insisto, creo que hay mucha falta de información sobre estos temas. Bueno, falta de información no, porque por poco que brujulees por internet, puedes encontrarlo todo, pero sí que es verdad que es un tema del que se habla poco. “¿Te planteas ser madre alguna vez?” es una pregunta que nos deberíamos hacer todas alrededor de los treinta y no alrededor de los cuarenta, como suele pasar hoy en día.
domingo, 16 de octubre de 2016
Bajo la luna
Es una noche cálida de otoño, sábado. Diecisiete personas vuelven de una copiosa cena en un restaurante que estaba cerrado, pero que han abierto para ellos. Ya casi no hay turistas en otoño en esta pequeña isla mediterránea. Diecisiete personas en la mesa es mal augurio en Italia, así que el dueño del restaurante deja un juego extra de copas en una de las cabeceras, para engañar a la mala suerte.
La vuelta es ligera y amena, casi dos quilómetros de camino entre charlas y risas en varios idiomas, el vino ha corrido alegre durante la noche y ya llevan demasiados días fuera de casa, demasiados días de trabajo. La perspectiva de seguir trabajando al día siguiente, domingo, hace que disfruten más de esas pocas horas de ocio. Caminan por la carretera, rodeada de casas de manera continua, evitando los pocos coches que de vez en cuando aparecen. Cuando ya se acercan al hotel, pasan por un núcleo más concurrido donde algunos jóvenes y no tan jóvenes pasan la noche del fin de semana apenas iluminados por la luz de los móviles. “Imagínate un invierno aquí”, dice alguien.
Al llegar al hotel, algunos levantan las manos. Quien más quien menos la levanta: cuando se recuenta el quórum para algo, suele ser para algo bueno, así que casi todo el mundo se apunta. No hay mucho que hacer en esta isla y cualquier plan es bienvenido. La discusión se centra en si levantar la mano para ir a dormir o para ir a nadar. Es casi medianoche, llegar a la zona más civilizada de la isla, el puerto, es inalcanzable a pie, así que esas son las dos únicas alternativas.
“En cinco minutos, todos aquí para nadar”. “Todos” al final son nueve personas que se dirigen entre risas por la carretera hasta la estrecha cuesta que baja a las piscinas naturales. Una señora que ha salido a pasear su perro les mira con sorpresa e incredulidad. La luna, casi llena, ilumina alegremente la noche. Pero la ruta de bajada discurre por un camino estrecho, entre casas y árboles, así que la luz de los móviles guía el camino por los tramos más oscuros.
Al llegar junto al mar, el espectáculo es maravilloso: el mar, en calma; las rocas volcánicas, cálidas bajo los pies desnudos; la temperatura, suave; la luna, llena y brillante, ilumina con una tenue luz azulada todo el paisaje. Es impresionante. Los bañistas empiezan a quitarse la ropa, entre risas y gritos. De los nueve aventureros, seis se quedan en bañador, mientras los otros tres prometen que se ocuparán de recontarlos y comprobar que nadie se ahoga. Más gritos, más risas y saltos desde las rocas. Chop. Chop. Chop. Chop. Chop. Chop. Seis cuerpos chocan contra la superficie del agua, a intervalos irregulares, con gritos y risas como banda sonora. El agua está fresca, no fría, ideal en ese improvisado baño nocturno, y los bañistas chapotean alegres a la luz de la luna. Más risas, más gritos, más alegría sonora que debe estar oyéndose a lo largo y ancho de esta pequeña isla.
Salir del mar es otra aventura. Algunos de los bañistas conocen el camino por las rocas, porque ya han nadado allí esa misma tarde, pero no cuentan con la migración nocturna de los erizos, que ahora ocupan casi totalmente su camino de salida. No deja de resultar irónico, porque todos ellos se dedican a estudiar criaturas marinas. Al final salen, despacio, uno a uno, ayudados por las gafas de bucear que alguien ha llevado y por los que les van precediendo. Los que han quedado en tierra hacen el recuento comprobando, entre risas, que no ha habido bajas entre los nadadores nocturnos.
El camino de vuelta es igual de alegre, bajo la luz de la luna. La subida les deja sin aliento, pero no les quita la alegría y la sensación gratificante de que han vivido un momento maravilloso. Se despiden entrando al hotel, consultando el reloj y contando las horas que van a poder dormir. Al día siguiente es domingo, pero aún así toca trabajar. Se dan las buenas noches en varios idiomas, sonriendo, en el pasillo silencioso del hotel y prometiendo repetir la experiencia la noche siguiente.
Fuera, la luna sigue brillando.
En la foto, el lugar del baño nocturno, a la luz del día, a media tarde, cuando ya hubo un primer baño improvisado.
La vuelta es ligera y amena, casi dos quilómetros de camino entre charlas y risas en varios idiomas, el vino ha corrido alegre durante la noche y ya llevan demasiados días fuera de casa, demasiados días de trabajo. La perspectiva de seguir trabajando al día siguiente, domingo, hace que disfruten más de esas pocas horas de ocio. Caminan por la carretera, rodeada de casas de manera continua, evitando los pocos coches que de vez en cuando aparecen. Cuando ya se acercan al hotel, pasan por un núcleo más concurrido donde algunos jóvenes y no tan jóvenes pasan la noche del fin de semana apenas iluminados por la luz de los móviles. “Imagínate un invierno aquí”, dice alguien.
Al llegar al hotel, algunos levantan las manos. Quien más quien menos la levanta: cuando se recuenta el quórum para algo, suele ser para algo bueno, así que casi todo el mundo se apunta. No hay mucho que hacer en esta isla y cualquier plan es bienvenido. La discusión se centra en si levantar la mano para ir a dormir o para ir a nadar. Es casi medianoche, llegar a la zona más civilizada de la isla, el puerto, es inalcanzable a pie, así que esas son las dos únicas alternativas.
“En cinco minutos, todos aquí para nadar”. “Todos” al final son nueve personas que se dirigen entre risas por la carretera hasta la estrecha cuesta que baja a las piscinas naturales. Una señora que ha salido a pasear su perro les mira con sorpresa e incredulidad. La luna, casi llena, ilumina alegremente la noche. Pero la ruta de bajada discurre por un camino estrecho, entre casas y árboles, así que la luz de los móviles guía el camino por los tramos más oscuros.
Al llegar junto al mar, el espectáculo es maravilloso: el mar, en calma; las rocas volcánicas, cálidas bajo los pies desnudos; la temperatura, suave; la luna, llena y brillante, ilumina con una tenue luz azulada todo el paisaje. Es impresionante. Los bañistas empiezan a quitarse la ropa, entre risas y gritos. De los nueve aventureros, seis se quedan en bañador, mientras los otros tres prometen que se ocuparán de recontarlos y comprobar que nadie se ahoga. Más gritos, más risas y saltos desde las rocas. Chop. Chop. Chop. Chop. Chop. Chop. Seis cuerpos chocan contra la superficie del agua, a intervalos irregulares, con gritos y risas como banda sonora. El agua está fresca, no fría, ideal en ese improvisado baño nocturno, y los bañistas chapotean alegres a la luz de la luna. Más risas, más gritos, más alegría sonora que debe estar oyéndose a lo largo y ancho de esta pequeña isla.
Salir del mar es otra aventura. Algunos de los bañistas conocen el camino por las rocas, porque ya han nadado allí esa misma tarde, pero no cuentan con la migración nocturna de los erizos, que ahora ocupan casi totalmente su camino de salida. No deja de resultar irónico, porque todos ellos se dedican a estudiar criaturas marinas. Al final salen, despacio, uno a uno, ayudados por las gafas de bucear que alguien ha llevado y por los que les van precediendo. Los que han quedado en tierra hacen el recuento comprobando, entre risas, que no ha habido bajas entre los nadadores nocturnos.
El camino de vuelta es igual de alegre, bajo la luz de la luna. La subida les deja sin aliento, pero no les quita la alegría y la sensación gratificante de que han vivido un momento maravilloso. Se despiden entrando al hotel, consultando el reloj y contando las horas que van a poder dormir. Al día siguiente es domingo, pero aún así toca trabajar. Se dan las buenas noches en varios idiomas, sonriendo, en el pasillo silencioso del hotel y prometiendo repetir la experiencia la noche siguiente.
Fuera, la luna sigue brillando.
En la foto, el lugar del baño nocturno, a la luz del día, a media tarde, cuando ya hubo un primer baño improvisado.
jueves, 13 de octubre de 2016
Ponza
Imaginaos una pequeña isla, de menos de diez quilómetros cuadrados, en forma de arco, a la que sólo se puede llegar desde la cercana costa italiana en barco. La isla está surcada por una estrecha carretera, que sube y baja por su abrupta orografía volcánica, una carretera flanqueada continuamente por casas, poblaciones dispersos que nunca llegan a formar un auténtico núcleo. La isla está bañada por las cristalinas aguas mediterráneas y, en cada recoveco, un pequeño puerto lleno de lanchas recreativas refleja el amor hacia al mar de sus habitantes.
Imaginaos un pequeño hotel, de tonos rosados, al borde de un acantilado y flanqueado por la carretera. Es un hotel de veraneo que ahora, en temporada baja, está prácticamente habitado sólo por menos de una veintena de clientes venidos mayoritariamente de otros puntos de Italia, pero también hay algunas otras nacionalidades: suecos, ingleses, daneses, chipriotas, españoles e incluso estadounidenses. Es un hotel sencillo, funcional para el verano pero frío en esta temporada baja otoñal. En su entrada, un grupo de mesas en forman de U y una pantalla con proyector ocupan un lugar en el que normalmente hay varias butacas, que están ahora agrupadas contra las ventanas, con vistas al mar. En la pantalla, hay letras y número y gráficos y más letras y más números.
Imaginaos el efecto que hace, en esta isla de de menos de 4000 habitantes, un grupo heterogéneo de personas ruidosas entrando en un bar a media mañana, un bar en el que los lugareños se refugian de las inclemencias de un día otoñal, nublado y muy ventoso. Los lugareños observan curiosos al grupo, sobre todo a las rubias nórdicas y a los dos chicos altos que hablan inglés con acento de película americana, mientras apuran sus cafés, que tanto gustan a la gente que le gusta el café: muy cortos y muy negros. Uno de los estadounidenses le hace carantoñas a un perro grande y oscuro, de aspecto tranquilo, que no le hace mucho caso. Fuera, sopla un viento insoportable, que les hace encogerse sobre sí mismos y caminar inclinados. Las casas, de colores blancos y tonos pastel (azules, cremas, rosas) contemplan impasibles al grupo, que vuelve de camino al hotel, a la pantalla, a las letras y los números.
Aquí estoy, estos días. En esa diminuta y abrupta isla desde la que, por la noche, apenas se distinguen las luces de la no tan cercana costa italiana; en este hotel de fachada rojiza e interiores fríos, contemplando letras y números en una pantalla, a menudo indescifrables; sufriendo las inclemencias de un otoño variable y un poco incómodo con un grupo de gente tan heterogénea como peculiar. Y me siento un poco fuera de lugar, en este lugar extraño y fascinante y con esta gente tan lista y sabia. Y yo, intentando hacer ver que soy una de ellos.
La foto, de hace un rato, al salir de la cafetería.
Imaginaos un pequeño hotel, de tonos rosados, al borde de un acantilado y flanqueado por la carretera. Es un hotel de veraneo que ahora, en temporada baja, está prácticamente habitado sólo por menos de una veintena de clientes venidos mayoritariamente de otros puntos de Italia, pero también hay algunas otras nacionalidades: suecos, ingleses, daneses, chipriotas, españoles e incluso estadounidenses. Es un hotel sencillo, funcional para el verano pero frío en esta temporada baja otoñal. En su entrada, un grupo de mesas en forman de U y una pantalla con proyector ocupan un lugar en el que normalmente hay varias butacas, que están ahora agrupadas contra las ventanas, con vistas al mar. En la pantalla, hay letras y número y gráficos y más letras y más números.
Imaginaos el efecto que hace, en esta isla de de menos de 4000 habitantes, un grupo heterogéneo de personas ruidosas entrando en un bar a media mañana, un bar en el que los lugareños se refugian de las inclemencias de un día otoñal, nublado y muy ventoso. Los lugareños observan curiosos al grupo, sobre todo a las rubias nórdicas y a los dos chicos altos que hablan inglés con acento de película americana, mientras apuran sus cafés, que tanto gustan a la gente que le gusta el café: muy cortos y muy negros. Uno de los estadounidenses le hace carantoñas a un perro grande y oscuro, de aspecto tranquilo, que no le hace mucho caso. Fuera, sopla un viento insoportable, que les hace encogerse sobre sí mismos y caminar inclinados. Las casas, de colores blancos y tonos pastel (azules, cremas, rosas) contemplan impasibles al grupo, que vuelve de camino al hotel, a la pantalla, a las letras y los números.
Aquí estoy, estos días. En esa diminuta y abrupta isla desde la que, por la noche, apenas se distinguen las luces de la no tan cercana costa italiana; en este hotel de fachada rojiza e interiores fríos, contemplando letras y números en una pantalla, a menudo indescifrables; sufriendo las inclemencias de un otoño variable y un poco incómodo con un grupo de gente tan heterogénea como peculiar. Y me siento un poco fuera de lugar, en este lugar extraño y fascinante y con esta gente tan lista y sabia. Y yo, intentando hacer ver que soy una de ellos.
La foto, de hace un rato, al salir de la cafetería.
domingo, 2 de octubre de 2016
"Yo antes de ti" de Jojo Moyes
Había oído hablar bastante de este libro, así que en cuanto tuve oportunidad, me lo compré. Me lo leí muy rápido (raro en mí), este verano. Cuenta la historia de una chica sin muchas aspiraciones, Lou Clark, que encuentra trabajo como cuidadora de un joven que quedó tetrapléjico a raíz de un accidente, truncando su exitosa vida y carrera. La verdad es que es un libro en el que, desde el primer momento, sabía lo que iba a pasar. Eso no es bueno ni malo, es así. A veces me pasa con algunos libros y películas, que nada me sorprende, todo es como creo que será. Y punto. Igual es que yo soy muy fría o igual fue porque no me sorprendió nada en toda la historia (pero nada de nada), pero tampoco me emocionó lo que se supone que me tenía que emocionar. Pero bueno, me ha entretenido y no es que no me haya gustado, pero no me ha entusiasmado y no me ha aportado nada especial.
Eso sí, me chirrían un poco algunas de las conclusiones que puedes llegar a sacar con la historia. [CUIDADÍN, que igual hay algún pequeño spoiler].
Repito, RIESGO DE SPOILERS.
Me ha mosqueado un poco la pasión con la que se defiende lo de salir de la zona de confort. Ya escribí largo y tendido sobre lo que opino de ese afán absoluto de salir de esa zona, de que hay que aprovechar a tope la vida, de que no hay que conformarse con lo que tenemos… Y sí, claro, al final la protagonista sale de su zona de confort… a golpe de talonario. Es decir, es muy fácil viajar, ver mundo, no tener miedo a abandonar tu vida aburrida y dedicarte a disfrutar de todo cuando tienes un colchón de dinero ahí fuera (o mejor, ahí dentro del banco). Yo también haría todo eso si estuviera forrada. Pero oye, no todas tenemos la suerte de encontrar a alguien que vea nuestro potencial interior y nos financia una vida estupenda. Con esto, no quiero dar a entender que no me ha gustado el libro. Me ha entretenido, lo recomiendo y me lo volvería a leer. Y, por supuesto, el libro habla de más cosas que de lo de salir de la zona de confort. Pero me ha parecido demasiado simple este aspecto. Además, si quieres salir de tu zona de confort, hay que hacerlo por una misma, no porque un ricachón te lo financie. He dicho.
Ah, hay una peli basada en el libro que supongo que veré, aunque me da un poco de pereza. Además, sé que con la peli lloraré un montón.
Eso sí, me chirrían un poco algunas de las conclusiones que puedes llegar a sacar con la historia. [CUIDADÍN, que igual hay algún pequeño spoiler].
Repito, RIESGO DE SPOILERS.
Me ha mosqueado un poco la pasión con la que se defiende lo de salir de la zona de confort. Ya escribí largo y tendido sobre lo que opino de ese afán absoluto de salir de esa zona, de que hay que aprovechar a tope la vida, de que no hay que conformarse con lo que tenemos… Y sí, claro, al final la protagonista sale de su zona de confort… a golpe de talonario. Es decir, es muy fácil viajar, ver mundo, no tener miedo a abandonar tu vida aburrida y dedicarte a disfrutar de todo cuando tienes un colchón de dinero ahí fuera (o mejor, ahí dentro del banco). Yo también haría todo eso si estuviera forrada. Pero oye, no todas tenemos la suerte de encontrar a alguien que vea nuestro potencial interior y nos financia una vida estupenda. Con esto, no quiero dar a entender que no me ha gustado el libro. Me ha entretenido, lo recomiendo y me lo volvería a leer. Y, por supuesto, el libro habla de más cosas que de lo de salir de la zona de confort. Pero me ha parecido demasiado simple este aspecto. Además, si quieres salir de tu zona de confort, hay que hacerlo por una misma, no porque un ricachón te lo financie. He dicho.
Ah, hay una peli basada en el libro que supongo que veré, aunque me da un poco de pereza. Además, sé que con la peli lloraré un montón.
lunes, 26 de septiembre de 2016
Personajes
Tengo un pequeño (y ligeramente absurdo) conflicto creativo-personal. Hace un tiempo, conocí a alguien, a un tipo, que me inspiró un personaje, llamémosle X. X se convirtió en el coprotagonista de una historia de ficción con otro personaje, llamémosle A. Digamos también que A se basaba en cierto modo en mí; era, al menos en parte, mi alter ego. No era yo, pero comparte algunas cosas conmigo, aunque difiere también en muchas otras. La historia protagonizada por X y A iba avanzando, tomaba forma, pero no me acababa de convencer, le faltaba algo. Y entonces, conocí a otro tipo, llamémosle Z, que casi automáticamente se convirtió en un nuevo personaje. Así, ya tenía tres personajes, X, Z y A. Y, claro, como en toda ficción que se precie, pasaban cosas. La historia cobró mejor forma, una forma más clara, más en mi cabeza que sobre el papel, pero ahí iba, avanzando poco a poco. De hecho ahí sigue, avanzando, creciendo, entretejiendo las relaciones entre esos personajes.
Y, ¿dónde está el conflicto?, os preguntaréis. Bueno, yo lo sé todo de los personajes, X, Z y A. Absolutamente todo. Sé lo que piensan, sé lo que sienten, sé lo que quieren hacer con sus vidas, sé a quién aman, sé por lo que sufren. Pero no sé todo eso de los X, Z y A reales en los que se basan, qué va. Encima, es una historia que tiene saltos en el tiempo, en la que su presente es nuestro futuro y su pasado, nuestro presente. No sé si me explico. Su presente se desarrolla dentro de unos quince años y nuestro presente son recuerdos de su pasado. Así, sé perfectamente lo que va a pasar con X, Z y A personajes, pero no tengo ni idea, en ningún caso, de qué les (nos) pasará a X, Z y A en ese futuro, no sé cómo serán (seremos), ni si seguiremos en contacto. Y ahí está, en parte, mi conflicto. Las cosas que pasan, las cosas que viven, las cosas que vivimos, los X, Z y A reales, las comparo con lo que los personajes X, Z y A han vivido. Lo que voy sabiendo de X y Z según pasa el tiempo e incluso lo que yo voy viviendo, lo comparo con lo que mi cabeza se ha inventado. Y me sorprendo a mí misma comparándolos y estableciendo paralelismos y hasta semejanzas. Cuanto más los conozco, más comparo a esas personas reales con las ficticias que creé en mi mente al poco tiempo de conocerlos. Y no sólo eso. A veces, cuando a alguno de los reales le pasa algo o se dan algunas interacciones entre ellos (incluso entre nosotros), encuentro la manera de incorporar ese lo que sea a la historia. Convenientemente adaptado, convenientemente disfrazado y adecuado a la ficción claramente diferente a la realidad. Pero ahí están. Y esos X, Z y A ficticios iniciales se van modificando un poco, van evolucionando también, adquiriendo características y hasta vivencias de los X, Z y A reales.
Y, a veces, me pregunto si no se me estará yendo de las manos esto de volver más reales a esos personajes ficticios; si esos X, Z y A ficticios acaben siendo los X, Z y A reales, aunque sus vivencias no tengan, en realidad, nada que ver. Y es totalmente absurdo, lo sé, eso de comparar realidad y ficción y eso de preocuparme de la relación entre realidad y ficción. Pero no puedo evitar hacerlo. Porque en realidad los personajes X, Z y A se parecen poco o bastante poco a los reales, al menos lo que sé (poco o mucho) de ellos. Pero cuanto más voy avanzando con ellos, con los personajes y cuanto más conozco a los reales, más siento este absurdo conflicto, como si los personajes ficticios adquirieran cada vez más vida propia, como si las personas reales cada vez estuvieran más reflejadas en la ficción. Y a veces temo, o casi temo, que unos y otros se acaben confundiendo, que yo misma no sepa dónde acaba la ficción y empieza la realidad, dónde están los límites y si un recuerdo que tengo es en realidad eso, un recuerdo, o sólo una invención.
Y hasta aquí mi pequeño (y ligeramente absurdo) conflicto creativo-personal.
La foto, que no tiene nada que ver con el texto (o igual sí, yo qué sé), soy yo en el agua, en el océano. Nunca está de más una foto con los pies en el agua.
Y, ¿dónde está el conflicto?, os preguntaréis. Bueno, yo lo sé todo de los personajes, X, Z y A. Absolutamente todo. Sé lo que piensan, sé lo que sienten, sé lo que quieren hacer con sus vidas, sé a quién aman, sé por lo que sufren. Pero no sé todo eso de los X, Z y A reales en los que se basan, qué va. Encima, es una historia que tiene saltos en el tiempo, en la que su presente es nuestro futuro y su pasado, nuestro presente. No sé si me explico. Su presente se desarrolla dentro de unos quince años y nuestro presente son recuerdos de su pasado. Así, sé perfectamente lo que va a pasar con X, Z y A personajes, pero no tengo ni idea, en ningún caso, de qué les (nos) pasará a X, Z y A en ese futuro, no sé cómo serán (seremos), ni si seguiremos en contacto. Y ahí está, en parte, mi conflicto. Las cosas que pasan, las cosas que viven, las cosas que vivimos, los X, Z y A reales, las comparo con lo que los personajes X, Z y A han vivido. Lo que voy sabiendo de X y Z según pasa el tiempo e incluso lo que yo voy viviendo, lo comparo con lo que mi cabeza se ha inventado. Y me sorprendo a mí misma comparándolos y estableciendo paralelismos y hasta semejanzas. Cuanto más los conozco, más comparo a esas personas reales con las ficticias que creé en mi mente al poco tiempo de conocerlos. Y no sólo eso. A veces, cuando a alguno de los reales le pasa algo o se dan algunas interacciones entre ellos (incluso entre nosotros), encuentro la manera de incorporar ese lo que sea a la historia. Convenientemente adaptado, convenientemente disfrazado y adecuado a la ficción claramente diferente a la realidad. Pero ahí están. Y esos X, Z y A ficticios iniciales se van modificando un poco, van evolucionando también, adquiriendo características y hasta vivencias de los X, Z y A reales.
Y, a veces, me pregunto si no se me estará yendo de las manos esto de volver más reales a esos personajes ficticios; si esos X, Z y A ficticios acaben siendo los X, Z y A reales, aunque sus vivencias no tengan, en realidad, nada que ver. Y es totalmente absurdo, lo sé, eso de comparar realidad y ficción y eso de preocuparme de la relación entre realidad y ficción. Pero no puedo evitar hacerlo. Porque en realidad los personajes X, Z y A se parecen poco o bastante poco a los reales, al menos lo que sé (poco o mucho) de ellos. Pero cuanto más voy avanzando con ellos, con los personajes y cuanto más conozco a los reales, más siento este absurdo conflicto, como si los personajes ficticios adquirieran cada vez más vida propia, como si las personas reales cada vez estuvieran más reflejadas en la ficción. Y a veces temo, o casi temo, que unos y otros se acaben confundiendo, que yo misma no sepa dónde acaba la ficción y empieza la realidad, dónde están los límites y si un recuerdo que tengo es en realidad eso, un recuerdo, o sólo una invención.
Y hasta aquí mi pequeño (y ligeramente absurdo) conflicto creativo-personal.
La foto, que no tiene nada que ver con el texto (o igual sí, yo qué sé), soy yo en el agua, en el océano. Nunca está de más una foto con los pies en el agua.
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