Fuera de los circuitos habituales de los turistas de Roma, al sur del Coliseo, hay una pirámide en una plaza que oculta, a sus pies, un cementerio en el que yacen enterrados los restos de habitantes romanos no católicos. El cementerio acatólico, lo llaman. Es un lugar inusualmente tranquilo, en mitad del bullicio romano y, aunque los muros que lo rodean no permiten aislarlo del todo del sonido del tráfico, en su interior se respira una paz inusual en mitad de una gran ciudad. El cementerio tiene forma alargada y sus habitantes son difuntos de nacionalidades varias, rusos, suecos, daneses, griegos e ingleses que comparten el haber procesado en su día alguna fe distinta a la dominante en la ciudad cuyo obispo es el Papa.
En la parte más antigua del cementerio, la que se encuentra junto a la pirámide, en la esquina noroeste, hay dos tumbas, tres en realidad, pero dos casi gemelas y una más pequeña. Estas tumbas están rodeadas de multitud de flores, de tipos y colores varios y, frente a ellas, un banco de madera invita al reposo que emana de ese lugar especial. Una de las tumbas no tiene nombre. No importa, quien va a visitarla, quien se aleja durante unas horas de ruinas romanas, museos extraordinarios, grandes avenidas e impresionantes obras de arquitectura religiosa para visitar ese pequeño cementerio, sabe de sobra quién yace en ella. Here lies one whose name was writ in water [1], dice el epitafio. This grave contains all that was Mortal of a young English poet [2], pone también sobre la lápida. Es la tumba de John Keats, el poeta romántico inglés muerto en Roma por tuberculosis siendo sólo un veinteañero.
Cuando hace unas semanas, decidí que debería salir de mi zona de confort romana y visitar cosas nuevas, no pensé que acabaría en un cementerio. Admito que no soy nueva en esto de admirar cementerios. Me impresionó mucho uno que visité en su día por casualidad en Aberdeen y, más recientemente, aluciné en el cementerio monumental de Milán. Pero lo de ir a ver la tumba de Keats surgió de manera espontánea, apenas una hora antes, después de visitar el pequeño museo dedicado a Keats, Shelley y Byron, en la que fue su casa, a los pies de la escalinata de piazza Spagna. Tenía un plan claro para ese día, visitar una serie de lugares que no conocía de Roma, pero la visita al museo (que era mi prioridad uno) y el descubrir que tanto Keats como Shelley yacían en Roma (o recordarlo, porque creo que ya lo sabía) me hizo alterar mis planes con una espontaneidad poco digna de mi personalidad organizadora.
Hubo una época en la que leí muchos autores ingleses. Fue durante mis primeros años universitarios, cuando empecé una carrera que nunca acabé y que me colmó de insatisfacciones. Entonces, iba con frecuencia a la biblioteca del edificio de letras y devoraba libros de autores ingleses. No recuerdo exactamente qué o a quién leí, pero sí recuerdo que me fascinaban los románticos, aunque creo que leí más sobre ellos que de ellos. En aquella época, fantaseaba con abandonar una carrera que me horrorizaba y dedicarme a la Filología Inglesa. La abandoné, sí, pero estudiar Filología Inglesa estaba fuera de mi alcance, entonces no se impartía en mi universidad y descarté alguna de las otras filologías que sí tenía asequibles. Así fue como me hice bióloga.
La cuestión es que en aquella época leí algo (o bastante) sobre Lord Byron, Shelley y Keats, sobre su amistad. No recuerdo qué libros leí, no leí su obra (o tal vez sí, no lo recuerdo), pero sí sobre ellos. Me fascinaba su amistad, me fascinaba la atracción que Italia ejercía para aquellos poetas ingleses y me encantaba la historia de cómo Mary Shelley urdió la trama de “Frankenstein”. De hecho, hace tiempo que quiero hacerme con un libro del que nos habló un profesor de inglés, sobre aquella noche y cuyo nombre no recuerdo ni sé si llegaré a conseguir.
Mi fascinación por la literatura inglesa y por este grupo de poetas ingleses ha quedado adormida muchos años. En cierto modo, seguía ahí, pero necesitaba algo que la despertara. Visitar la casa que habitaron fue la clave. Hacía tiempo que quería ir y por fin fui. Una casa pequeña, llena de libros y de los sonidos de la multitud que abarrota piazza Spagna y la famosa escalinata que sube a la iglesia de Trinità dei Monti. De ahí a descartar mis planes iniciales y coger dos metros para plantarme en el cementerio pasó, como digo, apenas una hora.
No es Keats el único personaje famoso que yace allí. La tumba de Shelley también está en este cementerio. Fue la primera que encontré, con un enorme narciso creciendo junto a ella. Fascinante. También está enterrado un hijo de Goethe y muchas más figuras que se me escapan. Hay multitud de lápidas que bien valen una visita y el cementerio, en su conjunto, es un lugar maravilloso. Pero visitar la tumba de Shelley y, sobre todo, la de Keats, ha sido más especial de lo que creía. Me pasé un buen rato primero fotografiando el enorme narciso de la tumba de Shelley y luego otro buen rato sentada en el banco de madera frente a la tumba de Keats, leyendo su inscripción, contemplando el lugar, tan tranquilo, tan plácido, con tal multitud de florecillas de colores por todos los lados que no se me ocurre un lugar mejor en el que una persona de su sensibilidad deba descansar. Aunque eso que sentí yo ya lo escribió Shelley mucho mejor: It might make one in love with death, to think that one should be buried in so sweet a place [3].
[1] Aquí yace uno cuyo nombre fue escrito en agua.
[2] Esta sepultura contiene todo lo que fue mortal de un joven poeta inglés.
[3] Pensar que uno puede ser enterrado en un lugar tan dulce, hace que uno se enamore de la muerte.
domingo, 15 de marzo de 2015
lunes, 9 de marzo de 2015
De esto que... (VI)
De esto que llegas al control de seguridad del aeropuerto, para un viaje laboral de tres días que aún no entiendes demasiado (tardarás más en ir y venir que lo que dura la reunión), con tu flamante equipaje de mano preparado para superar los nuevos controles de seguridad de los que ya has oído hablar. Afortunadamente, la isla aún sigue en su letargo invernal y apenas hay gente en el control. Te atiende una chica muy solícita y te pide que saques todo lo electrónico que lleves contigo “cables incluidos”. Y ahí empiezas a sacar del maletín del portátil el susodicho, su cargador, los dos discos duros externos, el USB, un enchufe, el pinganillo de internet y otro USB. Y luego abres el bolso y sacas el móvil, la cámara de fotos compacta, el reproductor de música y un USB institucional muy gracioso que parece un condón. Te ríes al verlo. Luego abres la maleta y sacas la cámara réflex, el otro objetivo de la cámara y un ratón de ordenador, y la chica, en un intento de ayudarte dice, “te cojo este cable también”. El cargador del móvil, claro. Y los líquidos. Faltan los líquidos. Y en eso que están sacando los líquidos y colocándolos en la bandeja donde has puesto el abrigo y el cinturón (porque la bufanda ya la has dejado dentro de la maleta) cuando notas algo raro en el dedo índice derecho. Lo miras y ves un corte, un tajo horizontal, sangrando, que te has hecho sacando algún cable o algún artilugio de esos que yacen ahora en varias bandejas delante de ti. Y la chica te habla y no sabes si ponerte a llorar, porque la farmacia que conoces en el aeropuerto está FUERA del control de seguridad y no te ves con coraje de recogerlo todo, ir a la farmacia a por tiritas para tu dedo sangrante, volver al control y sacarlo todo de nuevo. Porque claro, siempre llevas tiritas, pero esta vez se te han olvidado. Y las toallitas húmedas. Y un pañuelo para el cuello. Y hasta un libro en papel. Y mientras pasas el control de seguridad chupándote la sangre del dedo te preguntas si no te pueden detener por pasar chupando sangre, cual vampiro hambriento, un control. No, no te detienen; se ve que los vampiros pueden pasar el control de seguridad.
Total, que ya después del control, con la hemorragia medio controlada y con ese dolor que sólo los cortes absurdos provocan, te pones a meterlo todo en la maleta, en el maletín y en el bolso: el portátil, su cargador, los dos discos duros externos, los USBs (te ríes otra vez viendo el USB institucional con forma de condón), las cámaras de fotos, los objetivos,… Y en eso que ves tu libro ELECTRÓNICO dentro del maletín del portátil. Y te ríes de los controles de seguridad, aunque en el fondo es casi preocupante, eso de que te hagan sacar toooooodo y, sin querer, dejes algo sin sacar… y no pase nada. Aún pensativa, decides que tienes un nuevo objetivo en tu vida: comprar tiritas. Y sí, encuentras tiritas en el aeropuerto, genial, te tapas la herida y te sientes timada porque acabas de pagar 6,15 € por un paquete de tiritas y estás a punto de pagar 3,60 € por una botella de agua. Pero bueno, no dramaticemos. A partir de ahí descubres que, con la tirita en tu dedo índice, no puedes toquetear tu pantalla táctil… porque no sirve de nada. Así que estos días toca escribir en el móvil con el dedo medio. Al menos hasta que se cicatrice la herida, que a ver si cicatriza bien, porque justo es el dedo que utilizas para fichar en el trabajo.
Y ya si acaso otro día cuento lo de haber cogido el tren equivocado en el aeropuerto, acabar en la estación que no tocaba, haber tenido que coger el metro para subsanar el error y cómo la maleta se ha quedado atascada cuando he validado el billete.
Este viaje promete.
Total, que ya después del control, con la hemorragia medio controlada y con ese dolor que sólo los cortes absurdos provocan, te pones a meterlo todo en la maleta, en el maletín y en el bolso: el portátil, su cargador, los dos discos duros externos, los USBs (te ríes otra vez viendo el USB institucional con forma de condón), las cámaras de fotos, los objetivos,… Y en eso que ves tu libro ELECTRÓNICO dentro del maletín del portátil. Y te ríes de los controles de seguridad, aunque en el fondo es casi preocupante, eso de que te hagan sacar toooooodo y, sin querer, dejes algo sin sacar… y no pase nada. Aún pensativa, decides que tienes un nuevo objetivo en tu vida: comprar tiritas. Y sí, encuentras tiritas en el aeropuerto, genial, te tapas la herida y te sientes timada porque acabas de pagar 6,15 € por un paquete de tiritas y estás a punto de pagar 3,60 € por una botella de agua. Pero bueno, no dramaticemos. A partir de ahí descubres que, con la tirita en tu dedo índice, no puedes toquetear tu pantalla táctil… porque no sirve de nada. Así que estos días toca escribir en el móvil con el dedo medio. Al menos hasta que se cicatrice la herida, que a ver si cicatriza bien, porque justo es el dedo que utilizas para fichar en el trabajo.
Y ya si acaso otro día cuento lo de haber cogido el tren equivocado en el aeropuerto, acabar en la estación que no tocaba, haber tenido que coger el metro para subsanar el error y cómo la maleta se ha quedado atascada cuando he validado el billete.
Este viaje promete.
jueves, 5 de marzo de 2015
Jersey y mitones
En poco tiempo he acabado dos jerseys, el Bite Sweater de mi hermana la gafapasta, y este jersey en punto ajedrez que traigo por aquí hoy. Vi el patrón de este jersey en una revista que tenía mi madre un día el año pasado. Y, tras comprobar que más o menos entendía el patrón y lo veía realizable, lo quise para mí. Compré la lana entonces y, viendo que era un proceso largo (y tras el frustrante primer intento de jersey, que al final tuvo un final medio feliz), decidí empezarlo en verano para tener listo para este invierno.
Sí, sí, el verano pasado.
Obviamente no es lo único que he tejido este tiempo, pero sí que ha sido un proceso largo. Afortunadamente, ya me conciencié de ello, así que poco a poco iba haciendo, sin agobiarme, sin desesperarme, pero tampoco sin dormirme. Y poco a poco tuve lista la espalda, luego el delantero, luego una manga, luego la otra, luego un trozo de la capucha y luego otro. Y entonces, cuando llegas a ese punto, te das cuenta de que necesitas a un experto en puzles para conseguir convertir todos esos trozos en (algo parecido a) un jersey.
Sorprendentemente, me puse a coserlo y sí, finalmente ¡se convirtió en un jersey! Con capucha. Y, aún más sorprendente aún, me va perfecto de talla. Y me encanta, lo adoro, es calentito pero no pesa nada de nada.
Y como me sobraba mucha lana, aproveché a tejer unos mitones a juegos, cuyo patrón lo saqué del primer número de la revista de Pearl Knitter. Un proyecto cortito, rápido y estupendo para aprovechar restos de lanas. Yo sé de una que ya me ha pedido unos para ella (guiño, guiño, ¿eh, gafapasta sister?).
En las fotos, el jersey y los mitones. Este jersey es como el vestido ese del otro día: las fotos no reflejan su color real. La más parecida es la foto de la foto del móvil. El color (casi) real es el del fondo.
Y, como es jueves, ¡nos vamos a RUMS!
miércoles, 4 de marzo de 2015
"La sociedad literaria y el pastel de piel de patata de Guernsey" de Mary Ann Shaffer y Annie Barrows
Siguiendo la estela de “libros que llegan a mí de manera poco habitual” que inicié el otro día con “Runaway”, la última novela de Peter May, llega hoy otro libro que llegó a mis manos gracias a la porra de Hacienda de Bichejo. He debido haber sido muy buena en los últimos tiempos, porque he ganado dos concursos con libro de premio. Y esta vez fue ¡premio doble! Dos libros sorpresa, cortesía de Bich.
El primero que me he leído ha sido éste. Mi hermana la gafapasta me dijo que me encantaría y me ha encantado. Lo leí en dos días y ya se lo he dejado a mi madre para que se lo lea. Me encantó, creo que me lo podría leer ahora mismo sin problema. Es, además, de esas historias que según las lees te gustan más y más y más.
La protagonista, Juliet, es una escritora en busca de argumento para su próximo libro. Gracias a un libro que perteneció a Juliet, empieza un intercambio de cartas con un habitante de la isla de Guernsey que le lleva a descubrir la existencia del club de lectura que da nombre al título, su curiosa creación y a sus integrantes, con los que también empezará una interesante correspondencia. Todo con el trasfondo de la II Guerra Mundial, incluyendo la ocupación nazi en Guernsey.
Ya lo he dicho, me ha encantado el libro, me ha gustado mucho. Me ha parecido sencillo, fresco y alegre, pero con ese trasfondo realista y gris que una guerra siempre da. Su protagonista, Juliet, es simpática, decidida, irónica y aventurera. Por no hablar de los secundarios, maravillosos todos, unos amables y simpáticos, otros patosos y tranquilos, otros ligeramente retorcidos. Genial todo.
Me ha hecho muy feliz leer este libro.
¡Gracias Bichejo por ponerlo en mi vida!
Por cierto, quiero ir a Guersney.
El primero que me he leído ha sido éste. Mi hermana la gafapasta me dijo que me encantaría y me ha encantado. Lo leí en dos días y ya se lo he dejado a mi madre para que se lo lea. Me encantó, creo que me lo podría leer ahora mismo sin problema. Es, además, de esas historias que según las lees te gustan más y más y más.
La protagonista, Juliet, es una escritora en busca de argumento para su próximo libro. Gracias a un libro que perteneció a Juliet, empieza un intercambio de cartas con un habitante de la isla de Guernsey que le lleva a descubrir la existencia del club de lectura que da nombre al título, su curiosa creación y a sus integrantes, con los que también empezará una interesante correspondencia. Todo con el trasfondo de la II Guerra Mundial, incluyendo la ocupación nazi en Guernsey.
Ya lo he dicho, me ha encantado el libro, me ha gustado mucho. Me ha parecido sencillo, fresco y alegre, pero con ese trasfondo realista y gris que una guerra siempre da. Su protagonista, Juliet, es simpática, decidida, irónica y aventurera. Por no hablar de los secundarios, maravillosos todos, unos amables y simpáticos, otros patosos y tranquilos, otros ligeramente retorcidos. Genial todo.
Me ha hecho muy feliz leer este libro.
¡Gracias Bichejo por ponerlo en mi vida!
Por cierto, quiero ir a Guersney.
lunes, 2 de marzo de 2015
De fin de semana
Ya conté por aquí que el mes de enero es un mes eminentemente festivo en mi isla. Tan festivo que hasta exportamos fiesta. El último fin de semana de enero, las fiestas de Sant Antoni, con sus gigantes, sus fuegos, sus ximbombes y sus músicas tradicionales se trasladan al barrio de Gràcia de Barcelona. Es una tradición que empezó hace más de 20 años, con la excusa de que muchos estudiantes mallorquines desplazados a Barcelona no podían viajar a la isla en mitad de enero, entre el descanso navideño y los exámenes. La fiesta fue arraigando y lo de pasar el último fin de semana de enero en Gràcia es ya una tradición para muchos mallorquines.
Este año, aprovechando que el evento coincidía con los 40 de mi hermana la gafapasta, decidimos hacer algo un poco diferente el resto de los años: nos fuimos un día antes y pasamos dos noches en Girona. Girona es una ciudad, bueno, una provincia que me encanta. Y así, pasamos sus 40 yendo a algunos de mis lugares favoritos del mundo mundial: Besalú, el Cap de Creus, Cadaqués y Port Lligat. También estuvimos en Girona, aah Girona, y, ya de vuelta a Barcelona, una compra de libros en el fnac (eso es tradición ya también), teatro, música tradicional y fiesta. Al día siguiente, a mí me tocó madrugón porque volvía a la isla pronto, ya que en 48 volvía a Roma. Pero aún así, fue un fin de semana estupendo.
Ya ha pasado un mes. Qué rápido ha pasado este corto Febrero.
Las fotos, de ese fin de semana. Por supuesto.
Este año, aprovechando que el evento coincidía con los 40 de mi hermana la gafapasta, decidimos hacer algo un poco diferente el resto de los años: nos fuimos un día antes y pasamos dos noches en Girona. Girona es una ciudad, bueno, una provincia que me encanta. Y así, pasamos sus 40 yendo a algunos de mis lugares favoritos del mundo mundial: Besalú, el Cap de Creus, Cadaqués y Port Lligat. También estuvimos en Girona, aah Girona, y, ya de vuelta a Barcelona, una compra de libros en el fnac (eso es tradición ya también), teatro, música tradicional y fiesta. Al día siguiente, a mí me tocó madrugón porque volvía a la isla pronto, ya que en 48 volvía a Roma. Pero aún así, fue un fin de semana estupendo.
Ya ha pasado un mes. Qué rápido ha pasado este corto Febrero.
Las fotos, de ese fin de semana. Por supuesto.
sábado, 28 de febrero de 2015
"Runaway" de Peter May
Los libros llegan a ti de mil y una forma diferentes. Algunos los compras porque te atrae el título, te gusta el autor o alguien te lo ha recomendado. Otros te los regalan o te los prestan. Éste llegó a mí a través de un concurso. Como ya conté aquí, fui seleccionada como súperfan de Peter May y, entre los regalos que recibí, uno fue una copia de esta novela, varias semanas antes de que se publicara. Todo un lujo, la verdad.
Me costó empezar a leer este libro. No creo que fuera por temor a que no me gustara (aunque igual sí), sino porque creía difícil olvidar a Fin Macleod, el protagonista de la trilogía de Lewis (de la que, por cierto, aún tengo que leerme el último tomo), un personaje al que adoro. Me encanta Fin y creo que estoy posponiendo leerme el último libro de la trilogía porque no quiero despedirme de él. Así que empecé leyendo este libro con cierta reticencia. Pensaba que iba a añorar a Fin, pero desde el capítulo tres, ya adoraba a Jack, su protagonista. Jack es un anciano que vive en Glasgow y que 50 años atrás formó parte de un grupo de música junto con otros cuatro amigos, con los que huyó a Londres en busca de fama. De aquellos cinco muchachos, sólo tres volvieron a su ciudad natal, no mucho después. Y ahora, los tres, junto al nieto de Jack reemprenden de nuevo el camino hacia Londres, para enfrentarse a la parte más oscura de lo que pasó durante aquella huída.
El libro, como los de la trilogía de Lewis, está contado a dos voces y a dos tiempos: el presente en tercera persona, desde el punto de vista de Jack y los eventos de 50 años atrás en primera persona, por el propio Jack. Me ha gustado mucho, muchísimo, a pesar de mis reticencias iniciales o tal vez precisamente por ellas. Aunque se suelen etiquetar las novelas de Peter May como novela negra, yo diría que son siempre mucho más que eso, especialmente ésta. De hecho, la parte criminal de la historia es bastante secundaria; aunque es la desencadenante de mucho de lo que acontece en la novela, no tiene un papel tan fundamental como por ejemplo en los libros de la trilogía de Lewis. De cualquier forma, a mí eso no me ha parecido nada negativo, al contrario: la historia de la huída de los muchachos, de lo que ocurrió en Londres y, sobre todo, sus historias ya de adultos, con sus frustraciones, con esa visión de la vida que sólo la gente que tiene una edad y ha vivido mucho, es más que suficiente para enganchar. Casi, casi, la intriga de una muerte (o más de una) es lo de menos. Jack es un tipo cansado, frustrado, pero con una vitalidad y un pasado fascinante, como va descubriendo poco a poco su nieto, Ricky, un personaje al que odias cuando aparece por primera vez, pero que evoluciona maravillosamente a lo largo de la novela.
Una novela muy recomendable, como me parecen a mí todas las de este autor. Al menos las que he leído hasta ahora. Y basada en la propia huída de su autor a Londres cuando era jovencito, como él mismo cuenta aquí.
Me costó empezar a leer este libro. No creo que fuera por temor a que no me gustara (aunque igual sí), sino porque creía difícil olvidar a Fin Macleod, el protagonista de la trilogía de Lewis (de la que, por cierto, aún tengo que leerme el último tomo), un personaje al que adoro. Me encanta Fin y creo que estoy posponiendo leerme el último libro de la trilogía porque no quiero despedirme de él. Así que empecé leyendo este libro con cierta reticencia. Pensaba que iba a añorar a Fin, pero desde el capítulo tres, ya adoraba a Jack, su protagonista. Jack es un anciano que vive en Glasgow y que 50 años atrás formó parte de un grupo de música junto con otros cuatro amigos, con los que huyó a Londres en busca de fama. De aquellos cinco muchachos, sólo tres volvieron a su ciudad natal, no mucho después. Y ahora, los tres, junto al nieto de Jack reemprenden de nuevo el camino hacia Londres, para enfrentarse a la parte más oscura de lo que pasó durante aquella huída.
El libro, como los de la trilogía de Lewis, está contado a dos voces y a dos tiempos: el presente en tercera persona, desde el punto de vista de Jack y los eventos de 50 años atrás en primera persona, por el propio Jack. Me ha gustado mucho, muchísimo, a pesar de mis reticencias iniciales o tal vez precisamente por ellas. Aunque se suelen etiquetar las novelas de Peter May como novela negra, yo diría que son siempre mucho más que eso, especialmente ésta. De hecho, la parte criminal de la historia es bastante secundaria; aunque es la desencadenante de mucho de lo que acontece en la novela, no tiene un papel tan fundamental como por ejemplo en los libros de la trilogía de Lewis. De cualquier forma, a mí eso no me ha parecido nada negativo, al contrario: la historia de la huída de los muchachos, de lo que ocurrió en Londres y, sobre todo, sus historias ya de adultos, con sus frustraciones, con esa visión de la vida que sólo la gente que tiene una edad y ha vivido mucho, es más que suficiente para enganchar. Casi, casi, la intriga de una muerte (o más de una) es lo de menos. Jack es un tipo cansado, frustrado, pero con una vitalidad y un pasado fascinante, como va descubriendo poco a poco su nieto, Ricky, un personaje al que odias cuando aparece por primera vez, pero que evoluciona maravillosamente a lo largo de la novela.
Una novela muy recomendable, como me parecen a mí todas las de este autor. Al menos las que he leído hasta ahora. Y basada en la propia huída de su autor a Londres cuando era jovencito, como él mismo cuenta aquí.
miércoles, 25 de febrero de 2015
Trevi
El otro día estuve en la Piazza di Trevi, donde está la fuente del mismo nombre. He estado allí ya dos veces este año. Y sólo estamos en Febrero. Fue una promesa estúpida que me hice a mí misma hace un año: cada vez que fuera a Roma, iría a la Fontana. Desde que me prometí aquello, he ido ya cuatro veces.
La Fontana di Trevi es mi lugar favorito de Roma, ya lo conté aquí. Incluso estando en obras como ha estado las últimas veces que la he visitado. Esta última vez, bajo la lluvia, haciendo algunas fotos (como si no tuviera ya suficientes fotos…) y tras tirar una moneda para asegurar que regresaré, pensé en esa absurda promesa mía, en esa absurda insistencia. ¿Por qué voy, por qué tengo que ir, por qué quiero ir? Y me sorprendí de mi propia obstinación en volver y volver allí, habiendo aún lugares de Roma que no conozco (SIEMPRE hay lugares de Roma por descubrir). Me di cuenta que volver a lugares conocidos (y queridos como ése) me impedía descubrir lugares nuevos.
Y entonces lo comprendí.
La Fontana di Trevi es sólo una metáfora.
Hasta que no me aleje de ella, hasta que no me separe de ella, no podré abrir mi mente y conocer otros lugares que, seguramente, son igual de impresionantes. O más. La Fontana está ahí, es bellísima, verla me hace feliz, verla me hace querer volver, incluso cuando me está diciendo a gritos que no vaya, con todos esos andamios que la tapan. Pero yo, cabezona, sigo yendo, una y otra vez. “Hasta aquí”, pensé el otro día. Y allí estaba yo, delante de la Fontana, despidiéndome de ella, dejándola ir, dejándome ir yo. Preguntándome por qué diablos no puedo superar esa adicción. Y decidida a superarla.
Después de echarle un último vistazo y salir por una calle lateral en plan heroína lánguida y trágica, pensé “Menuda estupidez. Mi Fontana es mía (o mejor, mi adicción a la Fontana es mía) y hago con ella lo que quiero. Volveré”. Y me quedé un poco más tranquila.
Pero mientras mi mente racional y cabezona me decía que tengo todo el derecho del mundo a volver a la Fontana cuando quiera, mi corazón sabía que estaré un tiempo sin verla. Aunque sea por obligación. Porque esto de viajar a Roma hasta la extenuación ha sido una racha que, creo, casi ya se acabado.
Y porque tal vez, realmente, de verdad, debería dejar de ir a la Fontana.
O no.
No sé si me explico.
La Fontana di Trevi es mi lugar favorito de Roma, ya lo conté aquí. Incluso estando en obras como ha estado las últimas veces que la he visitado. Esta última vez, bajo la lluvia, haciendo algunas fotos (como si no tuviera ya suficientes fotos…) y tras tirar una moneda para asegurar que regresaré, pensé en esa absurda promesa mía, en esa absurda insistencia. ¿Por qué voy, por qué tengo que ir, por qué quiero ir? Y me sorprendí de mi propia obstinación en volver y volver allí, habiendo aún lugares de Roma que no conozco (SIEMPRE hay lugares de Roma por descubrir). Me di cuenta que volver a lugares conocidos (y queridos como ése) me impedía descubrir lugares nuevos.
Y entonces lo comprendí.
La Fontana di Trevi es sólo una metáfora.
Hasta que no me aleje de ella, hasta que no me separe de ella, no podré abrir mi mente y conocer otros lugares que, seguramente, son igual de impresionantes. O más. La Fontana está ahí, es bellísima, verla me hace feliz, verla me hace querer volver, incluso cuando me está diciendo a gritos que no vaya, con todos esos andamios que la tapan. Pero yo, cabezona, sigo yendo, una y otra vez. “Hasta aquí”, pensé el otro día. Y allí estaba yo, delante de la Fontana, despidiéndome de ella, dejándola ir, dejándome ir yo. Preguntándome por qué diablos no puedo superar esa adicción. Y decidida a superarla.
Después de echarle un último vistazo y salir por una calle lateral en plan heroína lánguida y trágica, pensé “Menuda estupidez. Mi Fontana es mía (o mejor, mi adicción a la Fontana es mía) y hago con ella lo que quiero. Volveré”. Y me quedé un poco más tranquila.
Pero mientras mi mente racional y cabezona me decía que tengo todo el derecho del mundo a volver a la Fontana cuando quiera, mi corazón sabía que estaré un tiempo sin verla. Aunque sea por obligación. Porque esto de viajar a Roma hasta la extenuación ha sido una racha que, creo, casi ya se acabado.
Y porque tal vez, realmente, de verdad, debería dejar de ir a la Fontana.
O no.
No sé si me explico.
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