La reflexión más razonable que he leído en mi vida sobre el aborto fue en una carta al director en un diario, hace varios años. La escribía una señora católica y practicante. Dejaba bien claro que ella nunca abortaría, por convicciones religiosas, pero que entendía que había gente que no compartía sus creencias y que tenía que existir una ley que lo regulara, que permitiera a una mujer abortar en el caso que ella lo considerara necesario.
“Me quito el sombrero delante de esta señora”, pensé entonces. Ojalá todo el mundo pensara como ella, fuera tan respetuoso como ella. Ella tiene unas ideas muy claras y sabe lo que no haría, pero ella no se consideraba nadie para decidir lo que hicieran los demás, ni para juzgarlo.
Yo fui a un colegio de monjas. Desde los 3 a los 17 años. Toda mi vida escolar. Me contaron muchas cosas. No soy practicante y creyente sólo a ratos. Digamos que soy pseudo-escéptica y pro-“que cada uno piense lo que quiera y haga lo que quiera, mientras no moleste a los demás”. Lo que sí que me quedó claro tras tantos años de rosarios, misas y sermones es que, al fin y al cabo, lo único que importa es ser buena persona o ser mala persona.
Pongamos que no existe Dios. Si no existe Dios, podemos ser buena gente o mala gente porque nos da la gana, porque nos parece lo correcto o porque ser una u otra cosa nos parece lo más adecuado. A mí, en este escenario, lo lógico me parece ser buena gente. Da menos problemas, no te metes en líos y no te genera mala sangre.
Pongamos que sí existe Dios. Si existe Dios, podemos ser buena gente o mala gente, porque a Dios le parecerá bien o mal. A mí, en este escenario, lo lógico me parece que todos los que creen en Dios van a ser buena gente. Si eres buena gente, irás al cielo; si no, te quemarás en el infierno. Vamos, que si crees en el Dios que sea, eres siempre bueno, ¿no? Pues no.
Para mí, ser buena gente es vivir tu vida, sin molestar a nadie, ayudando a los que quieres, sin dejarte machacar, ignorando a la mala gente (cuando puedes). Y, qué queréis que os diga, últimamente los católicos practicantes no me dan el pego de buena gente. ¿Tu religión no te permite abortar? No abortes. Los musulmanes no comen cerdo y no por eso han creado una ley que prohíba comer carne de cerdo, ¿no? Si no quieres comer carne de cerdo, no la comas. Pero si la quieres comer, puedes ir al súper a comprarla.
Pues eso.
Esto del aborto es un tema muy serio. La mujer que aborta no lo hace alegremente, como si fuera a sacarse una muela. Todo lo que lleva y rodea una decisión así es muy duro. No es una decisión tomada al azar, ni arbitraria, ni feliz. Supongo. Ninguna mujer que yo conozco ha abortado que yo sepa, lo que no quiere decir que no conozca a nadie que haya abortado. Simplemente, yo no lo sé. Tampoco, supongo, es una cosa que se va contando por ahí. Yo nunca he tenido que pasar por la experiencia de plantearme nada así, pero no tengo ni idea de lo que haría, ni idea. Si tengo pareja, soy feliz y me quedo embarazada, lo tendría. Si me quedo embarazada de un gilipollas que me pega, me ha abandonado, me he quedado sin trabajo, me van a desahuciar y la criatura viene con una malformación que acabará con su vida en días, supongo abortaría. Y por eso mismo creo que tiene que existir una ley que lo regule de manera razonable, sin tener en cuenta las convicciones religiosas de nuestros gobernantes. Cada caso es un mundo, cada mujer, cada vida, cada instante no tiene nada, absolutamente que ver con otro. Y por eso creo que cada mujer, en cada instante de su vida, tiene que tener derecho a decidir y a que la ley le ampare en su decisión, sea cual sea ésta.
Recuerdo dos anécdotas de mi época escolar relacionadas estrechamente con esto. La primera era un caso que contó una compañera de una mujer cuyo esposo sólo pasaba por casa cada cierto tiempo, para hacerle un hijo y volver a desaparecer. Se hizo una ligadura de trompas, a pesar de ser católica, practicante, porque ya no podía más. No podía mantener a los numerosos hijos que su esposo religioso le engendraba periódicamente, para después abandonarlos. Cuando le preguntamos a la monja de turno si eso era pecado, dijo “Bueno, claro, es que cada caso es diferente…”. También recuerdo una charla que nos dio un sacerdote recién llegado de las misiones de África. Entonces, para mí, África era un país enorme lleno de niños que pasaban hambre y de guerras. Él volvía de una de esas guerras, en las que algunos sacerdotes habían muerto y muchas monjas habían sido violadas. Nos contaba cómo las monjas hacían todo lo posible para evitar quedarse embarazadas tras las violaciones o abortaban con lo que tuvieran a mano (creo recordar que pronunció palabras como “espráis” y “palos”). El murmullo en el auditorio era claro, nuestras mentes (pre)-adolescentes no daban crédito a la información que recibíamos. ¿Abortar? ¿Monjas? Al sacerdote aún le dio tiempo a hablar un poco más antes de que la monja cortara de cuajo la charla: una monja embarazada en mitad de un conflicto bélico tiene los días contados. Y al final, lo que importa es sobrevivir, hacer lo que nos toca hacer para enfrentarnos a las circunstancias y salir adelante.
Pues eso.
Supongamos que sí existe Dios. Si Dios existe, quiero ser yo quien le de a Él las explicaciones pertinentes de por qué hice o no hice esto o aquello. Quiero ser yo la que haga las cosas bien o mal, la que decida sobre un tema tan delicado como la maternidad. Si Dios existe, habrá que rendirle cuentas a él. Yo no quiero rendirle cuentas a Gallardón. Él no es Dios. Él es un Ministro con un cargo temporal que no debería jugar a ser Dios. Si Dios existe, Él se encargará de juzgar a quien haya actuado bien o mal. Si Dios existe, quiero ser juzgada por él, no por un humano que se cree superior a mí por… ¿por qué? ¿Por ser religioso? ¿Por ser político? ¿Por ser hombre? Cualquiera de estas respuestas me aterra.
Supongamos que sí existe Dios. ¿Qué opinaría Él de la reforma de la ley del aborto? ¿Creéis que felicitará a Gallardón cuando le llegue su hora y tenga que rendirle cuentas? Yo creo que no. No el Dios del que me hablaron en mi infancia y juventud. Pero igual peco de soberbia al intentar pensar lo que opinaría Dios. Pero ¿no pecan también de soberbia nuestros gobernantes al intentar implantar lo que ellos creen que es lo correcto? ¿Pueden ser más soberbios, ellos, nuestros gobernantes (que NO LO OLVIDEMOS fueron elegidos por nosotros, trabajan para nosotros, nosotros somos sus jefes y no al revés), que nosotros, los que los elegimos? Una cosa que recuerdo muy, muy bien es que Dios hizo a los hombres libres, capaces de actuar bien o mal, de pecar o no pecar. Libre albedrío, lo llamaban. Si Dios nos dio libre albedrío, ¿por qué los políticos nos lo quieren arrebatar?
Que alguien me lo explique, porque no lo entiendo.
Tampoco entiendo por qué hay tanta falsedad, tanta doble moral con este tema. Mi abuela era enfermera de un sanatorio (en el que, por cierto, nació nuestra actual Princesa). Son muchas las veces que mi madre la oyó hablar de “raspados vaginales” a los que las niñas bien de la ciudad eran sometidas. Había mucho alcohol en las fiestas de aquella época, la gente bien se lo pasaba muy bien y, como buenas católicas, los métodos anticonceptivos no eran norma habitual. Así que las niñas bien de la ciudad se sometían a “raspados vaginales” que solucionaban el problema, mientras que la gente pobre aguantaba con lo que venía o moría en manos de supuestas sanadoras expertas en eliminarte esos problemas. ¿Pensáis que la nueva ley solucionará esto? No. Volvemos a lo de siempre, a lo que es tan habitual en los últimos tiempos: la fractura entre la clase alta y la clase baja (¿media? ¿quién habló de clase media?). Si esta reforma de la ley del aborto sale adelante, volveremos a esta doble moral: quien pueda, abortará a escondidas, pero con todas las comodidades necesarias, aquí o en lugares donde sea legal. Quien no pueda, se arriesgará en manos de sanadoras que (seguro) resurgirán en todos lados o se verá obligada a alimentar a una boca más, pueda o no pueda, venga la criatura como venga, y sean sus condiciones vitales las que sean.
Qué queréis que os diga. A mí todo esto me da mucha pena. No soy yo de salir por ahí con las tetas al aire gritando eso de que mi cuerpo es mío y yo hago con él lo que me sale del floro. No lo soy porque me da vergüenza enseñar las tetas y porque no sé si es el mejor camino para conseguir las cosas. Pero entiendo que haya quien lo haga y creo que lo agradezco. ¿Es una barbaridad enseñar las tetas o interrumpir una misa para reclamar mantener un derecho que, actualmente, tenemos? Sí, puede que sea una barbaridad. Pero también es una barbaridad obligar a una mujer a ser madre de un crío con malformaciones, o ser obligada a ser madre en una situación personal determinada, que no conocemos y que, por tanto, no podemos, ni debemos juzgar. Y son barbaridades muchas cosas que pasan a nuestro alrededor últimamente, como oír a un cura decir que alguien tiene cáncer por ser homosexual, o que se aprueben tasas inasumibles para poder generar energía limpia, o que haya más de una cuarta parte de la población activa sin trabajo, o que desahucien a gente por deudas insignificantes en comparación a los sueldos de nuestros políticos, o que… o que…
Hay tantos “o que” últimamente. Pero parece que ya somos inmunes a todo.
Qué pena.