Así, sin paliativos, sin concesiones, sin atenuantes.
Me encanta su perfil plano y recto, únicamente recortado por una montaña, de menos de 400 metros de altura.
Me encantan sus carreteras tranquilas, su ausencia de autopistas, sus cortas distancias.
Me gustan sus pueblos, sus campos, sus colinas, sus vacas. Sus playas y calas. Sus aguas y cielos azules.
Me gustan sus quesos, sus comidas, su ginebra.
Me encanta su capital, Maó, su puerto maravilloso, una delicia entrar en él desde el mar. Su mercado de pescado, sus escaleras, sus callejuelas, sus miradores hacia el puerto.
Me encanta Ciutadella, sus callejuelas, la historia de sus aguas que se levantan violentamente en algunos momentos previsibles, su pequeño puerto, impresionante también entrar en él desde el mar.
Menorca es una isla especial y única. Es reserva de la biosfera.
Y todo en ella me gusta.
Incluso esa tranquilidad que para algunos es demasiado, es paz extraña que hay en la isla, esa sensación de soledad que hacen que Mallorca, la isla de la calma, sea una auténtica vorágine cosmopolita.
Conozco Menorca más desde el mar que desde tierra, conozco mejor sus cabos y faros que sus carreteras. Pero vuelvo a ella una y otra vez, de manera puntual, desde aquella primera vez en septiembre de 2001 (o podría ser mayo de 2002, mi memoria es esquiva). Esas visitas puntuales no hacen más que acrecentar mi amor hacia la isla. Sí, la he visitado alguna vez con algo más de tiempo. Pero siempre creo que es poco. Siempre me falta más. Siempre quiero más Menorca.
Y allí estuve este fin de semana, conduciendo una furgoneta de siete plazas ocupada por siete pasajeros, recorriéndola y disfrutando de lugares conocidos y de lugares que visitaba por primera vez.
Y ya quiero otra vez más, de Menorca.
En un par de semana, volveré a ella de nuevo. De manera puntual, apenas unas horas. Pero valdrá la pena. Menorca siempre vale la pena.
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