martes, 15 de marzo de 2016

Varios apaños

Soy muy fan de las manualidades, de lo que ahora llaman modernamente DIY (Do it yourself, vamos, “hazlo tú mismo”). No es que sea yo una experta en manualidades, pero me gusta hacer algún apaño de vez en cuando. Hoy traigo por aquí algunos de estos apaños.

El primero es una soberana (y a la vez útil) tontería que hice hace algún tiempo, igual hace un par de años ya. Fue cuando volví a ir a nadar a una piscina que acababan de reformar, donde habían puesto taquillas nueva (muchas) que necesitaban candado para cerrar. Me compré un candado adecuado y, consciente de la posibilidad de olvidarme del número de taquilla (o de dónde estaba mi taquilla), decidí personalizarla de una manera tontísima: con un poco de washi tape. Tan simple y tan tonto. Así que decoré el candado, pensando que no me duraría nada y, oh, sorpresa, me ha durado desde entonces. La verdad es que es muy útil, porque más de una vez he ido a la zona de taquillas, después de nadar, pensando cuál era mi taquilla… “La del washi tape” es siempre la respuesta correcta.


El segundo apaño es aún más divertido. El armario empotrado de mi habitación está lejos de la luz, así que tiene una pequeña zona casi oscura que es donde tengo una cajonera en la que guardo la ropa interior y los pijamas. Una vez, en una revista leí que una solución a este tipo de problemas era colocar luces dentro del armario. Lo más sencillo: luces navideñas, de esas que van con pilas y no necesitan enchufe. Esto lo leí mucho antes de Navidad (yo diría que justo después de las penúltimas Navidades, o sea, igual hace un año ya) así que, cuando llegó Navidad, ya casi me acordaba. Cuando lo recordé y me puse a buscar las luces adecuadas, no había manera de encontrar lo que yo quería: algo tan simple como luces blancas fijas. Lo intenté con unas luces de colores de los chinos (de los colores del Barça, jajaja), pero era un auténtico infierno. Al final, de casualidad, encontré unas luces perfectas, pequeñas y blancas. Mi primera intención era colgarlas en la parte superior del armario, para que me iluminaran todo. Pero el armario es estrecho y la ropa tapaba la luz. Plan B: engancharlas (con un simple celo) alrededor de la cajonera. Estoy encantada, son superútiles y las uso muy frecuentemente.




El tercer apaño ya es de nota. Tengo un armarito en el recibidor de casa (en adopción, porque era de mis padres, mi hermana se lo pidió en su día y, cuando quisieron deshacerse de él, lo adopté temporalmente porque mi hermana no tiene recibidor en casa, juas, juas, juas) donde guardo zapatos que no uso habitualmente (como las botas de agua, las de montaña y algunas zapatillas extras que tengo). Del último viaje a Barcelona me traje dos pares de zapatos para bailar swing que quería guardar allí. Pero no cabían. Observando el armario, vi que había suficiente espacio en vertical y me pareció que, con una madera, podría ganar un pequeño estante. Pensé en encargarlo a alguien, pero recordé que tenía algo de madera fina por casa. Cogí una sierra (sí, tengo una sierra en casa –y dos martillos-, soy una mujer modenna y autosuficiente) y yo misma corté un trozo adecuado (y torcido). No es perfecto, el color no pega con el resto y se comba un poco por el peso (aunque lo que hay encima pesa poco), pero de momento sirve para lo que quiero, así que estoy más que contenta con el resultado.




Y hasta aquí mis últimas chapuzas. Siempre pensando en alguna cosa nueva…

domingo, 13 de marzo de 2016

De fin de semana

No será la mejor foto de las que he hecho estos días, ni la más bonita, ni la más espectacular. Pero es una foto del clandestino que marca el final de un fin de semana maravilloso y que resume lo que han sido estos días bailando a orillas del mar. Un fin de semana de lindy hop y jazz steps, sí. Pero no sólo ha habido swing estos días, ha habido de todo, swing y yoga y piscina y fiesta y clases y hasta música tradicional mallorquina y sol y viento y lluvia y muchas, muchas ilusiones. Gracias Margarulia por organizar esto, por hacer de tu ilusión nuestra ilusión y convertirla en una realidad que nos ha llenado de felicidad a muchos, aunque nos vaya a doler el cuerpo durante varios días. Porque soñar es bailar con los pies y este fin de semana no hemos parado de soñar.



lunes, 7 de marzo de 2016

"The Chessmen" de Peter May

Tenía ganas y no tenía ganas de leer este libro, el tercero de la trilogía de Lewis. Tras “The Blackhouse” (o “La isla de los cazadores de pájaros” que es como lo leí yo) y “The Lewis Man” (“El hombre sin pasado”, en su versión española), “The Chessmen” (“El último peón”) pone fin a las historias de Fin Macleod. Me daba mucha, mucha pena despedirme de Fin. Es un personaje al que le cogí mucho cariño desde el primer libro de la trilogía y sí, lo admito, evitaba leer el libro para posponer la despedida.

La historia arranca con un lago que desaparece en una zona remota de la isla de Lewis y que descubre una avioneta con un cadáver en su fondo ahora seco. Lo que podría parecer un accidente se presenta ante los ojos del ex inspector como un asesinato. De nuevo, historias del pasado y del presente se cruzan, secretos olvidados y hechos casi ignorados vuelven a marcar el presente de unos personajes cuyas vidas se cruzan, con el fabuloso paisaje de fondo de las Islas Hébridas escocesas.

Ya lo he dicho, soy muy fan de Fin Macleod y soy muy fan de Peter May (súperfan), así que este libro me ha gustado mucho, sí mucho. Me ha parecido un buen libro para cerrar la trilogía que me ha hecho disfrutar tanto. Sí, lo admito, hubiera querido más, quiero más. Pero la historia es lo suficiente robusta (y a ratos sorprendente) como para aceptar que se ha acabado. Como las novelas anteriores de la trilogía, la historia va más allá de asesinatos, misterios y novela negra. Y supongo que es lo que me gusta de estos libros, que no se quedan sólo es historias de asesinatos.

Así que nada, adiós Fin, ha sido un placer conocerte.

Afortunadamente, me quedan muchos libros de Peter May por leer.

sábado, 5 de marzo de 2016

Prostaglandinas

Las prostaglandinas son esas grándisimas hi.. de p… que hacen que muchas mujeres pasemos unos días horribles cada mes. Son unas moléculas con muy mala leche que hacen que nuestros úteros se contraigan a lo loco todos los meses, para eliminar el endometrio, un revestimiento que se forma cada mes en nuestro útero porsiaca (por si acaso un óvulo fecundado se posa en él. Vamos, por si acaso te quedas embarazada). Luego también hay otras moléculas, claro, como los leucotrienos, pero a estos los conozco menos. Por eso yo centro todo mi odio en las prostaglandinas.

Las prostaglandinas provocan contracciones sin dolor, poco dolorosas, bastante dolorosas o muy dolorosas (tachar a conveniencia). Parece que cuantas más prostaglandinas genera tu cuerpo, más dolorosas son tus reglas. Ah, había olvidado comentarlo: la regla es precisamente la eliminación de ese endometrio descartado cada mes por nuestros cuerpos femeninos. En fin, yo creo que soy una máquina fabricando prostaglandinas. Encima, las prostaglandinas afectan a otra musculatura lisa del cuerpo, como la del tracto intestinal (es decir, por donde circulan las caquitas). Eso hace que, como efecto adyacente, haya mujeres que sufran diarreas o estreñimiento. Como veis, producir muchas prostaglandinas implica una fiesta continua.

Como decía, debo fabricar prostaglandinas a lo loco, porque mis reglas son dolorosas. Mucho. Lo han sido siempre, siempre, desde el primer día de regla (eso que llaman menarquía), por lo que siempre he descartado (bueno, mi yo científica y los médicos) que mis amenorreas (o sea, reglas dolorosas) tengan un origen distinto al “natural”. Vamos, que no son señal de nada grave. Que no sean nada grave no significa que no sean molestas. Yo me pasé casi 8 años de mi vida pasando prácticamente tres días al mes en la cama, de la que salía cada rato por culpa de los vómitos y la diarrea, con unos dolores abdominales, lumbares y en las piernas que no me los calmaba nada, pero nada (vamos, ninguna droga legal).

¿Qué pasó después?, os preguntaréis. Decidí eliminar la producción de prostaglandinas de mi vida. Bueno, no lo decidí yo, fue por prescripción médica. Y así me pasé casi veinte maravillosos años de mi vida sin prostaglandinas. Claro, esto tiene sus consecuencias: me pasé veinte años sin ovular, arriesgando mi vida con la multitud de posibles efectos secundarios que las píldoras anticonceptivas tienen. Pero, ¿qué queréis que os diga? No quito esos casi veinte años de felicidad menstrual por nada. ¿Qué ha pasado ahora con mi vida para haber recuperado las prostaglandinas? Pues que una se hace mayor, le detectan una posible hipertensión que, aunque finalmente descartada, te da que pensar.

¿Y si me pega algo por mi deseo de vivir sin el dolor de las prostaglandinas? ¿Y si mis ovarios se han quedado tontos de tanta hormona? ¿Y si hay alternativas más saludables para mi cuerpo? Y empecé a investigar (para algo soy científica), a leer, a preguntar sobre los posibles remedios naturales o no tan agresivos. Tengo que decir que hace muchos, muchos años, ya pregunté sobre métodos alternativos a la química, pero me comentaron que la medicina tradicional china se centra en aspectos físicos, mientras que la medicina occidental se basa en aspectos químicos. Mi problema era (y es) químico, así que la mejor solución era química.

La cuestión es que me lancé metafóricamente a la piscina, abracé las terapias alternativas, la medicina tradicional china, y dejé la química a un lado. De eso ha pasado prácticamente un año. ¿Resultado? Los primeros meses aún fui feliz. Pero cuando las toneladas de hormonas que debían quedar por mi cuerpo empezaron a desaparecer, regresó la fiesta. Tengo las protaglandinas a tope. Unos meses más y otros menos, pero se lo pasan pipa, cada mes, provocándome contracciones que ni la acupuntura, ni los remedios naturales, ni seguir los consejos de abuela (“no tienes que coger frío ni al abdomen ni a las lumbares”) solucionan totalmente. Que sí, que al menos no he vuelto a vomitar, pero tengo unos nuevos mejores amigos químicos: los antiinflamatorios no esteroideos (AINE).

Y os preguntaréis, ah, pillines, ¿por qué los AINEs quitan el dolor menstrual si no tienes nada inflamado? Porque parece ser que los antiinflamatorios limitan la formación de prostaglandinas. Eso es bueno (¡yupi!), porque las contracciones duelen menos, pero es malo (¡oh!), porque las prostaglandinas también mantienen la integridad de la mucosa gástrica, vamos que protegen el estómago de las cosas agresivas. Por eso dicen que no conviene tomar los antiinflamatorios sin nada en el estómago y por eso sigo pensando que genero prostaglandinas por un tubo: porque me puedo tomar un antiinflamatorio a pelo, sin nada en el estómago sin que éste se resienta. Tengo el súperpoder de producir millones de prostaglandinas.

La cuestión es que ahora me estoy planteando seriamente si pasar de las hormonas a los antiinflamatorios fue buena idea. Total, ambas cosas son sustancias químicas producidas para generarme felicidad (es decir, quitarme el dolor) y las dos son igual de malas (o no, debería investigar más) o buenas para mi cuerpo. Y en eso estoy, pensando que me conviene más. Tengo fases, momentos, según la época del mes, según el mes. El mes pasado, uf, el mes pasado hubiera matado por eliminar las prostaglandinas de mi cuerpo. Este mes, bah, este mes parece que lo voy llevando algo mejor. Cada mes es una nueva aventura menstrual.

Qué emocionante es mi vida, oye.

En la foto, un letrero que vi el otro día por Bruselas. No tiene nada que ver con esta entrada, pero es maravilloso.

martes, 1 de marzo de 2016

Agua en un aeropuerto

Imaginaos un aeropuerto en el que, nada más pasar el control de seguridad, haya una estantería llena de botellines de agua de medio litro. Imaginad que la estantería está cubierta de letreros que ponen cosas como “Agua para viajar”, “No hagas colas para comprar agua”, “Sólo a 1 €”. Imaginad que no hay nadie junto a la estantería, nadie que controle el agua, digo, porque los viajeros, curiosos, se agolpan junto a la estantería. El método de pago no puede ser más sencillo: hay una ranura por la que metes tantos euros como monedas te quieras llevar. La gente se acerca, mira curiosa y muchos, sí, muchos, rebuscan en sus carteras en busca del euro, se acercan a la estantería, cogen una botella y meten una moneda por la ranura. O hacen lo contrario, primero meten la moneda por la ranura y luego cogen la botella.

Parece impensable, ¿verdad?

Pues esa estantería existe. Existe en el aeropuerto nacional de Bruselas.

Y estoy segura de que nadie se lleva las botellas sin pagar. Bueno, igual algún turista idiota sí que se las lleva, pero lo dudo: si ves a la gente de tu alrededor actuar de manera civilizada, actúas de manera civilizada. Somos así. Creo.

Me parece impensable algo así en España. En serio. Pagar menos de dos euros y pico por medio litro de agua en un aeropuerto español es pura utopía. Y tener docenas de botellas de agua al alcance de cualquiera que pase por allí, sin nadie que vigile, suena aún más utópico.

Sí, sí, mucho sol, mucha playa, pero aún tenemos mucho que aprender.

En la foto, mi agua viajera. No me he atrevido a hacer una foto a la estantería, no sé si está permitido hacer fotos en este aeropuerto y no quiero arriesgarme.

Feliz Día de las Baleares a mis paisanos. Yo me lo he perdido. Con un poco de suerte, llegaré rozando la medianoche a mi isla.

jueves, 25 de febrero de 2016

La bufanda namibia

 El invierno pasado, tejí muchas bufandas, ninguna para mí. Este año quería corregir este pequeña absurdidad y me puse hace ya unas cuantas semanas (diría que incluso meses) a ello. Lo tenía bastante claro: quería una bufanda larga, muy larga y no muy ancha.

Así que eso es lo que hice.

Tampoco quería complicarme mucho la vida con puntos raros y me decanté por el punto de arroz, que me encanta. La lana es jaspeada, suave y fina, que me traje de uno de mis viajes a Namibia, aunque no recuerdo de cuál. Es una lana muy gustosita, de esas que no pican ni molestan casi. Ideal para una bufanda no demasiado gruesa, muy adecuada para este invierno que casi ni parece invierno. Según iba avanzando, me di cuenta de que probablemente el punto de arroz no es el más adecuado para lana jaspeada (creo que luce más en lanas lisas), pero no quería parar así que seguí y seguí.

Por fin, dos madejas de lana después, la he acabado. Con sus flecos y todo. Es una bufanda agradable y que me encanta. Desde que la terminé, no uso otra. De verdad que me encanta. Además, he conseguido bajar mi alijo de lanas en dos madejas. Oye, algo es algo.

Y aunque sigo tejiendo cosas de invierno, habrá que ir empezando a pensar en la temporada veraniega, ¿no?

Aprovecho que es viernes y paso por RUMS.

miércoles, 24 de febrero de 2016

La piscina

Estoy en una fase muy guay de volver a la piscina. He empezado 2016 con fuerza y ánimo y ya he ido unas cuantas veces a nadar. Empecé yendo algún día en fin de semana o alguna tarde, pero ya le estoy cogiendo el truco a ir antes de trabajar. Bueno, menos esta semana, que he sido totalmente incapaz de levantarme a tiempo. Pero mola mucho lo de nadar a primera hora de la mañana. Mola porque hay poca gente, mola porque ya me siento activa el resto del día y mola porque el socorrista de la piscina a la que voy es muy simpático.

Pero lo que me moló mucho fue tener un día la piscina para mí sola. Mucho. Fue un día, no recuerdo cuál, pero mi mente imaginativa quiere recordar que fue el primer día que fui a nadar este 2016 (no lo creo, pero dejémosla ser feliz, a mi mente, digo).

La historia fue así de simple y tonta. Llegué a la piscina justo cuando abrían (son muy puntuales, no abren ni un segundo antes de las ocho cero cero), me metí en el vestuario vacío, me di una ducha rápida y salí al recinto de la piscina.

No había nadie, absolutamente nadie.

Había leído en algún cartel que durante el mes de enero media piscina estaría ocupada por las mañana por no sé qué. De hecho, había dos o tres carriles marcados como ocupados, para ese no sé qué. Me metí en el carril del extremo opuesto a los ocupados para el noséqué. No me lo podía creer. Estaba ahí sentada, en el borde de la piscina y con los pies dentro del agua y seguía estando sola.

A ver si resultaba que todo el planeta había muerto y yo era la única superviviente. Pero aún, ¿y si el resto de la humanidad eran zombies que odiaban el agua? O igual era una hora inusualmente temprana, madrugada y me había colado en la piscina sin querer. O igual estaba soñando.

Antes de que el sueño acabara, me metí en el agua y empecé a nadar. Sola, totalmente sola en la piscina. Una piscina enterita para mí, ¿os imagináis?

Tan nerviosa estaba que cuando llevaba medio carril recorrido, me cambié de carril, porque recordé que a las ocho treinta empezaba aquagym y usaban ese carril. Juas, juas. Cambiándome de carril a lo loco a mitad de vuelta y no le importó a nadie, ni molesté a nadie, ni ofendí a nadie. Porque, atención, no había nadie.

Poco a poco fue saliendo gente, gente joven y de cuerpos danone que se iban a ese lado de la piscina ocupado para el noséqué especial que había durante ese mes. Pero estaban fuera, charlando y no llegaban a meterse en el agua.

Di dos, tres, cuatro, no sé cuántas vueltas antes de que alguien perturbara el agua clorada que hasta ese momento sólo yo perturbaba.

Definición de felicidad pura: nadar totalmente sola en una piscina de agua tibia, en una (más o menos) fría mañana invernal.

Luego sí, desperté del hechizo y el grupo de gente que hacía noséqué se metieron en el agua y empezaron a nadar como locos.

Entonces pasó una cosa inexplicable: un tipo se metió en mi carril.

A ver, resumamos. Dos o tres carriles ocupados por los que hacían noséqué. Dos o tres carriles en el otro extremo, donde veinte minutos más tarde habría aquagym pero libres en ese momento. Y en medio, tres carriles, de los cuales sólo el del medio estaba ocupado, en el que estaba yo. Y el tipo se mete en él.

Juas.

Y no era un joven musculoso y atractivo con el que ponerme a ligar a lo loco, no. Era un señor entrado en años, con más tatuajes que pelos en la cabeza y perilla blanca.

Yo no entendía nada, en serio, ¡no entendía nada! Pero estaba tan zen y feliz por haber disfrutado de una piscina entera para mí sola durante un ratito, que ni me enfadé. no me enfadé demasiado.

Al cabo de un rato, lo vi hablar con el simpático socorrista (¿lo había dicho ya? Es muy simpático y hablador) y cambiarse de carril.

Menos mal.

El pobre. No debía saber qué carriles estaban libres y cuáles ocupados y se metió en el mío porque si yo nadaba, él también podría nadar.

Luego ya vinieron las de aquagym y llegó el momento de salir de mi felicidad acuática e irme al trabajo.

Pero fue una mañana curiosa, oye.
En la foto, una de las piscinas a las que voy a veces a nadar. No es en la que pasó lo que cuento hoy, no.