lunes, 8 de diciembre de 2014

Una batalla cruenta

Vosotros no os habéis dado cuenta, pero se ha producido una batalla cruenta en las macetas de mi balcón. Zanahorias y rabanitos han luchado en los últimos meses entre ellos, luchando por mi amor. Sí, yo estaba rendida de antemano a las zanahorias, esas cositas naranjas taaaan monas que aparecían en mis macetas meses después de sembrar unas cuantas semillas de tamaño milimétrico. Pero (toda batalla tiene un pero inicial), pero aparecieron las semillas de rabanitos, tan redonditas ellas, prometiéndome no amor eterno, pero sí dar sus frutos, también de redonditos y de bonitos colores, en un período mucho más corto de tiempo. Ah, han sido meses duros de lucha por mi amor. La primera batalla acabó en tablas: los rabanitos salieron antes, eran taaaaan monos, redonditos y simpático. Pero (más peros), pero ¡eran picantes! Tolerancia cero hacia lo picante. Así que no sabía qué decidir, no sabía qué hacer. Y se libró una segunda batalla. Esta ha sido más larga, ha durado meses (más que nada porque he estado una temporada larga ignorando mis plantas que, milagrosamente, han sobrevivido a mi indiferencia temporal). Hoy, por fin, hemos visto el resultado de esta batalla. Ha sido éste:


En términos futbolísticos, Rabanitos 0 – Zanahorias 1.

Sí, lo de la primera foto son rabanitos. O deberían serlo. Porque ni son redondos ni tienen por donde morderlos. En cambio las zanahorias, miradlas a ellas, después de semanas sin ni siquiera regarlas y mirad qué bonitos colores siguen teniendo. Y estarán deliciosas.

Así que ya está decidido. No habrá más rabanitos en mis macetas. Zanahorias sí. Y creo que haré un nuevo
intento con guisantes, aunque el primero no fue especialmente espectacular.

Y hablando de batallas, hay otra batalla cruenta en otra de mis macetas: las cochinillas han invadido mi bosque de ginkgos. Y, sinceramente, hay tantas que he decidido esperar a que se le caigan todas las hojas para combatir las que queden en las ramas. De momento, sigo disfrutando del baile de colores que son ahora mismo sus hojas.


miércoles, 3 de diciembre de 2014

"Siddharta" de Hermann Hesse

Éste es uno de esos libros de los que has oído hablar siempre y, cuando por casualidad caen en tus manos, no puedes evitar hacerte con ellos. Eso hice yo, sin saber muy bien de qué iba o qué iba a encontrar.

El libro narra la vida de Siddharta, una vida dedicada a la búsqueda de la verdad, de la perfección, de la sabiduría, del sentido de la misma vida. En su búsqueda, pasa por varias etapas muy diferentes entre sí, de una vida acomodada a una vida de meditación, de una vida de lujo y hedonismo a una vida asceta.

Me cuesta un poco escribir sobre este libro, la verdad, porque es un libro sencillo pero a la vez complejo, con un trasfondo filosófico importante, que te hace pensar y reflexionar, del que puedes aprender muchas cosas. A mí me ha gustado mucho, me ha parecido una historia amena e interesante, pero también con una marcada profundidad, sin ser pretenciosamente sesudo. Me ha gustado la manera en la que se plantea la búsqueda del sentido de todo, del conocimiento. Y me ha gustado mucho el trasfondo que a mí me ha dejado: por mucho que te digan, por mucho que te cuenten, por mucho que te expliquen, el sentido de la vida lo debes descubrir tú mismo. El camino que debes seguir lo debes decidir tú y por muchos maestros que busques, por mucha sabiduría que te transmiten, cada uno debe encontrar el sentido de su propia vida, sea éste el que sea. Porque al final, cada vida es única y cada uno debe observar su propia historia, su propia interior para encontrar el sentido de todo esto.

Libro muy recomendable. Creo que todo el mundo lo debería leer al menos una vez en su vida.

domingo, 30 de noviembre de 2014

De paseo por Villa Borghese

El domingo pasado llegué a Roma. Era mi tercera visita a esa ciudad este año, la quinta en mi vida. No ha sido mi visita más corta (eso fue la de enero, una noche de escala de camino a Montenegro) ni la más larga (la de julio, en la que hubo tiempo para trabajar y para hacer de turista) ni, espero, la última.

El domingo pasado llegué a Roma y lo hice con una sensación rara. De felicidad porque si viajo es porque las palabras feas se van diluyendo de mi vida. De tristeza porque esta ciudad, inevitablemente, aún me recuerda cosas que preferiría no recordar. De nerviosismo porque presidir una reunión siempre implica un trabajo y un esfuerzo extra. De alegría porque Roma es siempre, siempre, siempre una ciudad maravillosa.

El domingo pasado llegué a Roma varias horas antes que mis colegas españoles. Y aprovechando que era de día y hacía buen tiempo, salí a dar un paseo, porque en los días de reunión no hay tiempo de nada más que de trabajo y porque necesito crear recuerdos nuevos. Así que me fui al parque de Villa Borghese, donde nunca había estado. Subí las escaleras de la Piazza del Popolo y me encontré con unas vistas espectaculares, con unos jardines impresionantes y con un ambiente envidiable. Alquilé una bici y pasé una hora recorriendo los jardines, pasé por delante de la galería que les da nombre, rodeé el lago y oteé algunas de sus fuentes, hasta que empezó a oscurecer (qué pronto oscurece). Entonces dejé la bici y volví al hotel, a trabajar un rato, feliz por la tarde tranquila y diferente que acababa de pasar. Y por la nueva perspectiva de la ciudad que el paseo me dio.

Me encanta descubrir nuevos lugares en Roma.







miércoles, 26 de noviembre de 2014

De esto que... (II)

De esto que te encuentras en la que probablemente es la ciudad más bonita del mundo y son las siete y media de la tarde y estás encerrada en una habitación negra de un hotel, redactando las recomendaciones y conclusiones de una reunión, después de pasar todo el día en la misma. De esto que lleva todo el día lloviendo y te mueres de rabia por no poder haber ido al Pantenón de Agripa, porque dicen por ahí que es un espectáculo estar en él cuando llueve. De esto que tienes media hora para hacer todo el trabajo o al menos para adelantarlo, porque luego te vas a la cena de grupo, porque no, no y no vas a renunciar a ella por trabajar, porque total, ya has quedado mañana a la hora de comer para tener otra reunión de trabajo y cuando te pones a echar cuentas de las horas que llevas curradas en los últimos dos días flipas un poco, aunque ahora entiendes esa sensación de que llevas en Roma una semana en vez de tres días. De esto que te entran ganas de tirar el ordenador por la ventana e irte por ahí, a pasear por la ciudad, a tomar unas cervezas con los colegas, a sentir la lluvia golpeando tu paraguas y chapoteando en los charcos (eso no, porque no te has traído las botas de aguas, desoyendo el consejo de tu madre que, una vez más, es más precisa con el parte del tiempo que Maldonado) y a poder sentir que sí, efectivamente, estás en la que es probablemente la ciudad más bonita del mundo, aunque de momento no la hayas visto apenas. Pero no lo haces y empiezas a procrastinar un ratillo hasta que te dices a ti misma que no, que las conclusiones van a quedar perfectamente redactadas en un plis, porque sino lo vas a tener que hacer más tarde, después de la cena de grupo, cuando litros de alcohol corran por tus venas (ojalá). Aunque bien pensado, tal vez esas conclusiones quedarán mejor escritas bajo los vapores etílicos de…

¡BASTA!

¡A trabajar!

Al próximo que me diga “¡Qué envidia! ¡Te vas a Roma!” me lo traigo a la reunión. A trabajar. A tiempo completo, con horas extras no pagadas y sin descanso para comer.

Ea.

En la foto, la sede de la reunión. Si esto es bonito, imaginaos el resto de la ciudad. Como hago yo.

jueves, 20 de noviembre de 2014

"Cometas en el cielo" de Khaled Hosseini

Los libros de Khaled Hosseini me han perseguido por medio planeta.

En mi costumbre de visitar librerías en los lugares a los que viajo, siempre me encontraba sus libros. En idiomas que sé leer y en idiomas desconocidos. En lugares destacados de las librerías o en rincones escondidos. Pero siempre estaba ahí, siempre. Y nunca lo compraba. Son los típicos libros que si los veía estando fuera pensaba: (i) que los encontraría en cualquier otro lugar y (ii) que no debería lanzarme a leer en inglés un autor que, aunque muy reconocido, yo no conozco. Así que iba dejando pasar el tiempo, sin llegar a comprarlo nunca.

Y entonces, apareció mi hermana la gafapasta con un regalo en forma de “Cometas en el cielo”. Se lo trajo de un viaje a Barcelona (creo) al que yo no fui. Y me lo leí hace ya algunas semanas. Lo he leído rápido (no como los libros que he leído después, ejem, ejem, que ni acabo ni dejo de leer, ejem, ejem) y con ganas. Me ha gustado mucho, mucho. Es la historia de una amistad entre dos niños de clases sociales muy distintas pero criados juntos, en el Afganistán anterior a la llegada de los talibanes, cómo algunos acontecimientos de aquellos días marcan aquellos días y sus vidas para siempre. Es la historia también del amor paterno-filial y del cariño hacia un país cambiante y no necesariamente hacia mejor.

Después de leer este libro, sé que leeré más del mismo autor. Porque, aunque es una historia bastante dura y triste, con situaciones muy dramáticas, está contada con una gran sensibilidad, sencillez y casi ternura. Y tengo pendiente ver la película basada en esta novela.

Pues ya está. Hicieron bien en perseguirme los libros de Khaled Hosseini por medio planeta. Y me alegro de que, al fin, me hayan encontrado.

martes, 18 de noviembre de 2014

La muerte

La muerte no existe. O, al menos, vivimos como así fuera. Morir es algo malo, o eso es lo que se desprende de cualquier noticia relacionada con ella. Claro, sí, morir es malo, te aleja de la vida y de la gente que quieres. Pero es un proceso tan natural como respirar o comer. Todos nacemos, todos morimos. Esta premisa tan sencilla debería ser la base de nuestra vida. Y no. Todos nacemos. Y punto. Nadie, nadie quiere pensar en que todos morimos. Al menos en nuestra sociedad.

El otro día (de payés), después de que se diagnosticara el primer caso de contagio de ébola fuera de África, en nuestro país, se hizo tendencia (trendic topic) la etiqueta (hashtag) #vamosamorirtodos. Efectivamente, vamos a morir todos. Pero eso era incluso antes de ese contagio. Vamos a morir todos, sí, es una realidad apabullante, pero igual de cierta ahora que al principio de los tiempos. Es así. Nacemos, crecemos, nos reproducimos (no todos) y morimos. Como le pasa a cualquier otro ser vivo que habita el planeta Tierra.

Pero, aún así, vivimos de espaldas a la muerte, sin darnos cuenta de que es el paso final de nuestras vidas. Cuando vemos una película, sabemos que va a acabar. Cuando leemos un libro, sabemos que tendrá un fin. Entonces, ¿por qué no somos capaces de asumir el fin de la vida como el proceso natural que, efectivamente, es?

Supongo que nuestro miedo a la muerte viene por el desconocimiento total que tenemos de lo que pasa después. No tenemos ni idea. Desde el vacío más absoluto hasta la fiesta más divertida, pasando por cualquier punto intermedio. Ni idea. Sí, sabemos que nuestros cuerpos se acaban descomponiendo, nuestras células se destruyen y las moléculas que la forman se integran en otras partes de la naturaleza. Pero, ¿hay algo más? ¿Esa misma capacidad que tenemos de plantearnos si hay algo más no debe ser señal de que hay algo más? Igual sí. Igual no. Ni idea. ¿Qué pasa con todo ese conocimiento que adquieres durante la vida? ¿Qué pasa con los sentimientos? ¿Qué pasa con los recuerdos? ¿Se desvanecen? ¿Van a parar a algún sitio?
Ni idea.

Llevo unos meses viendo rondar el fantasma de la muerte cerca de seres que quiero. Y de gente querida de gente que quiero. Algunos han perdido la batalla. Algunos la han ganado. Otros siguen luchando. Porque la vida es, ni más ni menos, una lucha continua contra la muerte. Podemos ganar algunas batallas y, por supuesto, celebrarlas, pero no deberíamos olvidar que la batalla final, la definitiva, la tenemos perdida. Desde el principio.

Y, de banda sonora, “The Kingdom of Death” de Poomse. No puedo pensar en una banda sonora más adecuada para esta entrada.