Creo que “Mansfield Park” es el único libro de Jane Austen que no me había leído aún, así que con la excusa de las tuiteras austenida, tocó leerlo. Vaya por delante que la planificación no está saliendo según lo planeado (a estas alturas, ya deberíamos haberlos leídos todos), pero oye, la cuestión es leer.
Creo también que “Mansfield Park” es el libro que menos me ha gustado de Jane Austen. No sé si es que me ha pillado en una época un poco desenganchada de la lectura, que iba predispuesta a odiar a Fanny Price por la influencia de Lady MG o que simplemente no me ha enganchado como esperaba. El principio se me hizo largo, pesado y confuso (me tuve que hacer un esquema de personajes, no sabía quién era quién); vamos, se me atragantó un poco. Pero llegó un día que decidí que no podía ser, que tenía que acabarlo, y poco a poco fui avanzando en la historia hasta conseguirlo.
La novela cuenta la historia de Fanny Price, una jovencita de origen humilde que se va a vivir con sus tíos económicamente mejor situados, Sir Thomas y Lady Bertram. Allí crece con sus cuatro primos, dos chicos y dos chicas. Se enamora perdida y secretamente de su primo Edmund y tiene que lidiar con el enamoramiento de éste hacia Mary Crawford y del hermano de esta, Henry, hacia ella. Henry previamente se ha dedicado a tontear con las primas de Fanny, Maria y Julia, aunque la primera está comprometida al señor Rushworth. El cuarto primo, Tom, es un pájaro de cuidado que se dedica a dilapidar la fortuna familiar. Hay otros secundarios por ahí, pero creo que ya es bastante complicado el tema.
La verdad es que vista así, la historia es divertida. Cierto que Fanny es un poco pava, sobre todo al principio y cierto que al principio se me hizo todo muy cuesta arriba y complicado, pero me alegro de haberla acabado de leer, vale la pena.
Nada más acabarla, vi la película, dirigida por Patricia Rozema y ¡madre mía! Igual estaba muy influenciada por la novela (pues claro), pero solo le encuentro “peros”. Para empezar, los actores me parecen mayores que los personajes a los que interpretan, pero mucho, sobre todo ellas, y eso hace que no me los crea. No los veo como jovencitos, sino como adultos hechos y derechos haciendo de jovencitos. La ambientación me ha confundido un poco o igual es que yo no entendí la novela: creía que los tíos eran ricos y me imaginaba una casa no sé, no Downton Abbey, pero sí algo más elegante. Que el aspecto abandonado y decadente de Mansfield Park en la película es fascinante, pero ese no es el Mansfield Park que describe el libro (o yo lo entendí todo mal). Tiene momentos que me parecen pedantes, cuando los personajes se quedan mirando al infinito mientras una voz en off (la de Fanny, porque esa es otra diferencia, en la película es Fanny la que cuenta la historia) nos cuenta cosas. Y los cambios de los personajes y la trama. Yo no he visto los personajes de la novela reflejados en la película. Sí, la película cuenta una historia con unos personajes, pero no es la historia que en la novela ni son los mismos personajes. Han borrado de un plumazo a William, el hermano de Fanny, que, a partir de un momento dado, es parte importante de la trama. Le dan mucha importancia desde el principio a Susan, una de las hermanas de Fanny que en el libró solo aparece hacia el final. Y convierte Lord Bertram, un tipo serio pero sensato en la novela, en un explotador y abusador de esclavos, en una trama que no existe en la novela y que no entiendo qué pinta ahí. O igual estaba y yo no entendí nada, de verdad. Lo único divertido ha sido descubrir a un jovencito Lord Grantham de “Downton Abbey” (Robert Crawley) haciendo del señor Rushworth.
Ahora toca “Emma”. He intentado empezar a leerlo estos días, pero creo que voy a esperar al otoño para leerlo, no me pega hacerlo en verano, no sé por qué.
He estado dos semanas sin cerrar puertas con llave, sin pensar en cogerlas al salir de casa. He estado dos semanas sin decidir qué cocinar y sin preocuparme de hacer la compra, en las que mi mayor decisión culinaria ha sido qué como hoy de lo que ofrecen. He estado dos semanas sin apenas decidir qué me ponía, con una selección de ropa tan limitada como adecuada a las circunstancias. He estado dos semanas sin llevar falda, ni ropa bonita. He estado dos semanas pendiente del parte meteorológico, de los vientos y de las olas, preocupada porque no siempre (o mejor dicho, casi nunca) acertaba. He estado dos semanas cubriendo con una bolsa de basura un portillo en mi camarote, porque amanece muy pronto y siempre se colaba un rayo de luz por una rendija que dejaba el estor. He estado dos semanas encendiendo el ordenador a las siete de la mañana, buscando boyas y comprobando dónde estaba pescando la flota antes de desayunar, a eso de las siete y veinte. He estado dos semanas poniéndome el casco, las botas de seguridad, y el chaleco salvavidas entre dos y cinco veces al día, antes de bajar a popa, a mi rincón favorito del barco, para ver cómo se recuperaba el arte muestreador, comprobar que no se había dañado y echar un primer vistazo a la captura. He estado dos semanas intentando rascarme la cabeza con el casco puesto y solo conseguirlo la única vez que olvidé ponérmelo. He estado dos semanas sin distinguir martes de sábado. Bueno, sí, distinguía los fines de semana porque no recibía casi correos electrónicos. Y porque los domingos había cruasán o donuts. Algún día de esas dos semanas, he flipado con el cielo estrellado. Y con una tortuga marina. Y con delfines. Y con la tormenta que nos despidió saliendo de puerto la primera noche. He estado dos semanas con un molesto tic bajo el ojo derecho, en la ojera; bueno, no las dos semanas pero sí de manera continua los primeros días y mucho más esporádica los últimos. He estado dos semanas compartiendo trabajo, comidas y horas de ocio con las mismas cuarenta personas. Y no nos hemos peleado, aunque con algunos sí nos hemos abrazado. He estado dos semanas sin conducir un coche, sin wifi, sin Netflix, sin leer por ocio, sin tejer, sin bailar swing. He estado dos semanas buscando compañeros para poner lavadoras, robando horas al sueño para charlar un rato con viejos y nuevos colegas y amigos, repartiendo galletas, chocolate y patatillas. He estado dos semanas planificando y replanificando, organizando y reorganizando, pensando en lo que estaba haciendo en ese momento, lo que íbamos a hacer en un rato, lo que íbamos hacer al día siguiente y, a veces, incluso lo que íbamos a hacer dos días después. He estado dos semanas flipando con la riqueza de nuestros hábitats, con la diversidad de especies; flipando por seguir flipando después de tantos y tantos años dedicándome a esto. He estado dos semanas intentando no volverme supersticiosa, como siempre me vuelve el mar, y apenas conseguirlo (“hoy me pongo otra vez estos pendientes porque ayer todo fue bien”; “no apuntes el número de los muestreos de mañana antes de hacerlos porque da mala suerte”; “ay, no he apuntado aquí la fecha cuando siempre lo hago, a ver si va a pasar algo”). He estado dos semanas con toda mi vida concentrada en un barco en mitad del mar, aislada de tierra firme, solo entrando a puerto una vez, en Maó (Menorca), para disfrutar de otra noche loca y memorable y de unas primeras horas de la mañana en las que estaba sorprendentemente lúcida. He estado dos semanas currando a destajo, riéndome por tonterías, poniéndome firme cuando tocaba y rezando a los dioses marinos para que fueran benévolos con nosotros.
Hoy ha sido el primero de veinte días en el que no he puesto el despertador. Veinte días. Casi tres semanas. Y, claro, he dormido fatal. Me he despertado cada dos horas, por culpa de las malditas prostaglandinas: a las dos, a las cuatro, a las seis. Las dos primeras veces, he conseguido dormir. La tercera ya no. Me sentía despierta, sin sueño y me he quedado en la cama un rato, tranquilamente, escuchando el silencio de primera hora de la mañana, interrumpido por los truenos. Sí, los truenos. Ha estado tronando, igual que anoche.
Tumbada en la cama, trataba de recordar los sueños de la noche. En los últimos días, sueño cosas relacionadas con el mar, con el último Festival de Primavera del que volví no hace aún una semana. Estos días me pasa siempre lo mismo: sé que he soñado con los días de mar, pero no recuerdo qué he soñado exactamente. Y así, tumbada, pensando en los sueños, en el mar y en los truenos, me ha parecido que estos marcaban el punto y final de los días de mar. Cuando embarcamos, hace veinte días, el día fue lluvioso, tormentoso. Salimos de puerto viendo relámpagos por todas partes, oyendo truenos en la lejanía. Por eso hoy, al volver a escuchar truenos, he vuelto a ese primer día y me ha parecido que, ahora sí, se cerraba el Festival de Primavera.
Luego me he dado cuenta de que ya estaba amaneciendo y me he asomado para ver si las nubes de tormenta estaban cerca o lejos, para intentar averiguar si después de los truenos vendría la lluvia. Y me he encontrado con un amanecer espectacular, con nubes negras, con el sol saliendo y con un arcoíris ahí, justo enfrente de mis narices. Y no he podido evitarlo, no he podido evitar pensar “Este amanecer, en el mar, sería la bomba”. Sí, debe haber sido la bomba, claro. He estado un rato contemplándolo. Y luego he corrido primero a por el móvil y luego, igual ya un poco tarde, a por la réflex, para intentar capturar esa luz, esa magia, ese momento único matutino que me he encontrado por casualidad. Y he descubierto que, en esta época del año, el sol sale exactamente por el principio de mi calle y roza, lateralmente, mi balcón durante un instante a primera hora de la mañana, para esconderse después detrás de un edificio y volver a pegar, ya con toda su fuerza, cuando está más alto. Y me he puesto a observar lo que me rodeaba. He visto texturas que ni sabía que existían. He descubierto que han pintado los cuartos de ascensores del edificio de enfrente. He oído varios despertadores sonar en pisos diferentes. He aceptado que las persianas están (mucho) más sucias de lo que me creía. He visto a una vecina salir con el pelo envuelto en una toalla a ver si la ropa tendida se había secado. Y he visto como, finalmente, el arcoíris, poco a poco se iba diluyendo.
Y he pensado que claro, que en el mar, esto hubiera sido maravilloso. Pero en mi balcón, bueno, en el fondo mi balcón no es más que la banda del barco que es mi casa, que lo que vivo es lo que hay de la barandilla para adentro y lo que hay más allá, sean casas, sea mar, sea el cielo matutino, está para contemplarlo.
Después de eso, me he tomado un antiinflamatorio y he conseguido dormir unas horas más. Cuando me he levantado, he decidido que era el momento, hoy sí, de cerrar el ciclo del mar. He vaciado por fin la mochila. He puesto lavadoras. He limpiado las botas de seguridad que ya necesitan ser reemplazadas. He recogido todas las cosas que me llevé al mar. Y he cerrado el ciclo. Hasta la próxima.
El otro día leí una frase, parece ser que de Leonardo Da Vinci que decía “Una vez que hayas probado el vuelo, siempre caminarás por la tierra con la vista mirando al cielo, porque ya has estado allí y allí siempre desearás volver”. Con el mar pasa lo mismo.
Exactamente.
Yo acabo de llegar y ya estoy deseando volver.
Las fotos, de ese ratito en el balcón, con la réflex.
Esta semana ha sido laboralmente agotadora. Organizábamos una reunión internacional en la oficina, que además yo co-coordinaba y eso siempre implica un extra de esfuerzo, un extra de energía y un extra de trabajo que me deja eso, agotada. El jueves salimos a cenar en grupo. Fue una cena divertida, a la que se apuntó casi todo el mundo de la reunión y que acabamos en mi garito favorito de swing. Así estábamos el viernes claro, cansados de trasnochar entre semana.
El viernes, hablaba con mi padre de la cena y, además de preguntarme qué tal había estado y cómo lo habíamos pasado, me preguntó si me había llevado el coche. No lo había hecho, el restaurante está a 15-20 minutos a pie desde casa y el local de swing a 10-15 minutos, así que no me compensaba. “¿Te acompañó alguien a la vuelta?”, insistió. “No, vine caminando”. Me miró con reprobación, qué digo reprobación, con preocupación, pero no dijo nada, se calló esa preocupación que vi claramente en su cara.
Tengo 40 años y mi padre se preocupa porque vuelva por la noche caminando sola a casa.
Eso me hace pensar si algún padre le advierte a su hijo cuarentón cuando sale que no viole, moleste, haga daño o acose a una mujer que no quiere saber nada de él. No, claro que no se lo dice. Debería ser obvio, no debería ser necesario decirle a nadie que no haga daño al prójimo, pero por lo visto no es obvio y sí es necesario. Pero ningún padre ni madre se lo debe decir a un hijo de 40 años, como probablemente tampoco se lo ha dicho cuando tenía 25, ni 18, ni 14. En cambio, a nosotras, a las hijas, desde bien niñas nos dicen lo que no tenemos que hacer. No ir solas de noche por la calle. No ir vestidas provocativas. No hablar con desconocidos. Porque luego si nos pasa algo, la culpa es nuestra, claro.
Cuando volvía a casa el jueves de esa cena, solo hacía unas horas que se había conocido la sentencia de la Manada. Obviamente, la tenía muy presente y solo podía pensar que, si me pasaba algo esa noche, me juzgarían por volver caminando sola a la una y pico de la madrugada y, además, vistiendo una falda por encima de la rodilla. Porque esa es otra. Cuando me vestía para esa cena, estuve a punto de cambiar la falda que tenía previsto ponerme desde el primer momento por unos vaqueros. Al final no lo hice. “Si alguien me quiere hacer algo, me lo hará con falda o con vaqueros”, pensé.
Leer estos días las historias detrás del #cuéntalo en las redes sociales es escalofriante. También lo son leer las respuestas de algunos hombres. Sí, es cierto, no todos los hombres son así. El problema es que todas las mujeres (o casi todas, aunque creo que aquí el casi sobra) han sufrido algún tipo de acoso, abuso, agresión o situación en la que se han sentido incómodas, desprotegidas o violentadas. Y es terrorífico ver como situaciones que no deberían ser para nada normales, las hemos asumido como tales. Y cuando empiezas a hablar, públicamente en redes sociales, con la fuerza que da el #cuéntalo, o en la intimidad con amigas que por fin se atreven a confesar cosas que hasta ahora no habían mencionado, salen historias desagradables y terroríficas, historias que oías que pasaban pero que no pensabas que había pasado a esa amiga o que no te has atrevido tú a confesar. Aún no he oído a ninguna mujer de mi entorno decir que nunca, absolutamente nunca, ha vivido alguna historia que podría compartir en el #cuéntalo.
Pero lo más terrorífico es ver la falta de empatía de algunos. A mí, el mismo jueves uno me dijo que no entendía eso que dicen las mujeres de que se bloquean ante una situación como la que vivió la víctima de la manada. Me hierve por dentro esa falta de empatía, esa absoluta indiferencia al miedo que podemos llegar a sentir. No sé nada de psicología, pero creo que ese bloqueo que casi todas sienten se debe a que no nos lo creemos: hemos oído siempre que eso pasa, pero no nos podemos creer que nos pase a nosotras; nos han advertido tantas veces de no hacer o vestir o hablar o enseñar cosas que pueden hacer que “provoquemos eso” que, cuando a pesar de hacer caso a todas las recomendaciones, cuando a pesar de cumplir las reglas esas que parece que nos van a mantener a salvo, pasa algo, nos parece imposible.
Tengo grabado en la mente una conversación que tuve con un compañero de clase de inglés, hace ya bastantes años. Yo tenía treinta y pico y él tendría veintipocos. El tema de la clase eran los delitos y el profesor nos enseñó una página web en la que la gente registraba los incidentes de cualquier tipo que había sufrido en cualquier lugar del mundo, de manera que cuando planearas visitar una ciudad, sabías qué lugares convenía evitar. Se incluían incidentes de todo tipo, incluyendo robos y violaciones. Una de las categorías era “hombres que te dicen cosas por la calle”. El chico se echó a reír; no podría entender que eso fuera un incidente, le parecía una tontería, absurdo. Yo sí que estaba estupefacta. Le intenté argumentar que que te digan cosas por la calle es muy desagradable y más aún en un país que no conoces. Se siguió riendo y me espetó el típico “es que sois unas exageradas” que hemos oído una y mil veces. El profesor nos obligó a cambiar de tema, para no entrar en una discusión demasiado seria, pero se me quedó grabada la cara del chico aún riéndose de nuestras “exageraciones” aún un rato después.
Con el tiempo, he pensado que tal vez a ese chico nadie le dijo nunca que a las mujeres no nos resulta agradable recibir comentarios por la calle. En general, nunca; en particular, cuando vas sola por la noche por la calle, o cuando eres una preadolescente con un cuerpo de mujer que no sientes aún tuyo. Porque seguramente a él nunca le han dicho nada por la calle que le haya hecho sentir incómodo. Igual tampoco le dijo nunca nadie que rozar con su cuerpo partes sensibles de una mujer desconocida, o directamente manosearla, no es agradable; o de una mujer conocida que no quiere que le hagas eso. Porque seguramente nunca le han rozado o tocado con lujuria sin él desearlo. O que hay ocasiones en las que, por muchas ganas que tengas, por mucho que hayáis llegado a un elevado nivel de intimidad, en el momento en que te dicen no, es no. Porque tal vez él nunca haya cambiado de idea en el último momento o, si lo ha hecho, su compañera seguramente lo ha entendido y no ha intentando abusar de él. El mismo jueves le comenté a una amiga que tengo la sensación de que muchos hombres no entienden lo terrorífico que es para una mujer que la penetren por cualquiera de sus orificios sin que ella lo desee. No sé, no creo que sea tan complicado empatizar con eso, porque ellos también tienen orificios por los que una penetración a la fuerza no les debe resultar nada agradable. La diferencia es que hay pocas posibilidades de que eso les ocurra a ellos y bastantes más a nosotras.
Otra cosa que me resulta complicado entender es la incapacidad que parecen tener algunos para saber cuándo una mujer quiere algo más o no; de no saber distinguir un sí de un no; de no poder entender que si no hay un sí claro, es un no. Por eso, por si alguien tiene dudas, aquí está este vídeo maravilloso que deja muy clara muchas cosas. Y es que, como también se dice bastante últimamente, igual lo que habría que hacer no es enseñarnos a nosotras a protegernos, sino enseñarles a ellos (y entiéndase por ellos los que lo hacen, no los hombres en general, claro) a no violarnos.
En el último mes y pico, he hecho dos viajes a Madrid, dos viajes por placer a Madrid, en claro contraste a los cuatro viajes por oposiciones que hice en esta época el año pasado.
Madrid es maravillosa.
Tiene muchas pegas también, claro. Muchas. Para mí las más importantes probablemente sean que hay mucha gente, está muy lejos del mar y el clima es tan, tan seco que yo lo noto en los labios y en la piel a las pocas horas de llegar. Y a mi vuelta, sigo teniendo los labios secos durante días, a pesar de todo el bálsamo que me ponga.
Pero también tiene un montón de cosas buenas. Y bonitas.
Tiene tuiteras guays, con las que no me he visto en este último viaje, pero sí en casi todos los anteriores.
Tiene mil opciones de ocio, de restauración y de todo.
Tiene historia, cultura, diversión y un montón de sitios verdes donde perderte.
Madrid es esa ciudad en la que una noche, haciendo una visita nocturna guiada, mientras un guía cuenta una historia de un fantasma que se aparece en un antiguo palacio que ahora es sede del Ministerio de Educación, los cinco que formáis el grupo (más el guía) veis unas luces extrañas y totalmente fuera de lugar en el palacio. Y os miráis unos a otros buscando una explicación racional a eso que acabáis de ver y pensando que, oye, igual el fantasma sigue ahí, por qué no.
Madrid es esa ciudad en la que puede estar lloviendo tres o cuatro días seguidos, como nos pasó hace mes y pico, y que aún así encuentras mil cosas para hacer, llámalo teatro (Billy Elliot es maravillosa), museos (por ejemplo, el Museo Arqueológico Nacional), exposiciones (la de Auswitch es tan dura como imprescindible) o simplemente de tiendas. O que puede alternar nubes y claros y pasarte el día quitándote y poniendo chaquetas, mirando por la ventana antes de salir del apartamento y echando a suertes cuanto te vas a abrigar ese día, como nos ha pasado esta semana.
Madrid es esa ciudad en la que se juegan finales de Copa del Rey y te pasas el día cruzándote con afición de uno u otro equipo, con sus camisetas, bufandas, cánticos, alegría y ganas de victoria, con un ambiente tan único, multitudinario y eufórico que te dan ganas de cantar y saltar con ellos, sean de tu equipo o no. Y aunque no tengas equipo.
Madrid es esa ciudad en la que un camarero te habla valenciano porque ha oído una charla mallorquina-valenciana en tu mesa.
Madrid es esa ciudad en la que un día, después de pasarlo pateándola, aprendiendo su historia, viendo tiendas, comiendo y bebiendo bien, estás volviendo al apartamento pero acabas en un local de cerveza artesana que te han recomendado varias veces. Y allí conoces a un grupo de chavales entre los que está uno cuyo hermano vive en tu isla. Qué digo en tu isla, en tu ciudad. Qué digo en tu ciudad, en tu barrio. Qué digo en tu barrio, en la calle de al lado. Y al final el grupo de tres se convierte en un grupo de seis y os pasáis horas charlando y buscando locales abiertos para tomar la última. Y cuando por fin decidís que sí, que esa era la última, acabas en una chocolatería que abre las 24 horas del día, llena de fotos de famosos en sus paredes y a la que entra un travesti con tipazo y peluca rosa fosforito.
Madrid es la bomba.
Viajar con gente bonita es genial.
Aunque en las dos noches que he pasado ahora allí haya dormido tanto (o tan poco) como esta primera noche en casa.
A veces, pasar sueño merece la pena.
En la foto, el templo egipcio de Debob, durante una visita guidada (y muy recomendable) que hicimos.. Me encanta.
La cantidad de cosas que le hubiera preguntado en su día. Muchas, muchísimas. Un montón de cuestiones que me rondaban por la cabeza, interrogantes sin resolver, tantas cosas que no entendí en su momento y de las que quería explicación. Y de repente, al tenerlo delante después de tanto tiempo, no tengo nada que preguntarle. Porque ahora, a estas alturas, ya nada me importa. Sí, tal vez seguiría sintiendo curiosidad por esas mismas cosas. Si las recordara. Porque ya no las recuerdo, no tengo ni idea de lo que me inquietaba, de lo que quería saber. Así que callo, no digo nada. Porque ya no quiero saber. Y aunque quisiera, qué rayos importa todo aquello ya.
Anoche vi una película italiana “La gran belleza” de Paolo Sorrentino porque se desarrollaba en Roma. La película no me gustó especialmente, aunque debo admitir que igual no le hice todo el caso que debiera, estaba entretenida en otras tonterías y yo solo quería ver Roma. Pero verla me ha hecho recordar esta entrada que escribí hace ya varios meses y que aún no había visto la luz. Así que aquí está.
Es diciembre y en mi viaje hacia las orillas orientales del Mar Negro, paso unas horas en Roma, una noche de escala. Una colega italiana me acoge en su casa, un piso alto, pequeño, muy acogedor, más allá del Vaticano y con ojos de buey cual ventanas, como si de un barco se tratara. Llego después de las siete de la tarde, tras dos aviones, un tren y un metro. Nos tomamos un vino blanco mientas nos ponemos al día y luego salimos. Tenemos planes para cenar, ambas con colegas que se encuentran en la ciudad en una reunión. Los conozco a todos, pero acabamos en dos grupos diferentes. Vamos al centro en motorino, con el sistema de motos público de la ciudad. He ido en moto por Roma. Flipo. Por el camino, vemos la basílica de San Pedro, el Castillo de Sant’Angelo, ruinas y columnas de los foros, el Capitolino al atravesar Piazza Venezia, la iglesia de Santa Maria la Maggiore. Me alucina recorrer Roma en moto y reconocer sus calles, saber en casi todo momento dónde estamos; me alucina conocer tan bien la ciudad.
En un momento del trayecto, paradas en un semáforo en rojo, ella se gira y me dice “I love this city”. “Me too”, grito desde atrás. Me encanta esta ciudad y en ese momento mágico, conociéndola desde una perspectiva diferente, me rindo definitivamente a sus pies.
Me encuentro con mis colegas, aún eufórica del viaje en moto y les propongo cenar en un sitio que conozco. Es un restaurante populoso en el que cené justo dos semanas antes, la noche de la estrella. Por el camino, reconozco una calle que una vez vi cubierta de nieve. Y el hotel en el que me alojé entonces. Nos alojamos, debería decir. Hoy chispea y hace frío, pero no nieva. Cenamos estupendamente, pero el frío hace mella en nosotros: las estufas de la terraza no son suficientes para calentar la noche. Caminamos hacia el Coliseo para entrar en calor. Lo fotografío por tercera vez en tres meses. No me canso de hacerlo. En la estación del metro, intento contactar con mi anfitriona para unirme al otro grupo, pero cuando lo logro, ya estoy de camino a su casa. Tengo frío y sueño, así que me retiro. Por el camino, intercambio mensajes que me hacen sonreír.
Llego a un barrio que horas antes me era totalmente desconocido y entro a una casa que no es mía. Me ducho, me pongo el pijama y se me ponen los pelos de punta al ver que el despertador sonará en menos de cinco horas. Poco después, oigo llegar a mi anfitriona pero soy incapaz de decir nada, el sueño puede conmigo.
Ay, Roma, soy tuya para siempre.
La foto es de esa noche, del Coliseo, claro, con una luna brillante, casi, casi llena.