He estado dos semanas sin cerrar puertas con llave, sin pensar en cogerlas al salir de casa. He estado dos semanas sin decidir qué cocinar y sin preocuparme de hacer la compra, en las que mi mayor decisión culinaria ha sido qué como hoy de lo que ofrecen. He estado dos semanas sin apenas decidir qué me ponía, con una selección de ropa tan limitada como adecuada a las circunstancias. He estado dos semanas sin llevar falda, ni ropa bonita. He estado dos semanas pendiente del parte meteorológico, de los vientos y de las olas, preocupada porque no siempre (o mejor dicho, casi nunca) acertaba. He estado dos semanas cubriendo con una bolsa de basura un portillo en mi camarote, porque amanece muy pronto y siempre se colaba un rayo de luz por una rendija que dejaba el estor. He estado dos semanas encendiendo el ordenador a las siete de la mañana, buscando boyas y comprobando dónde estaba pescando la flota antes de desayunar, a eso de las siete y veinte. He estado dos semanas poniéndome el casco, las botas de seguridad, y el chaleco salvavidas entre dos y cinco veces al día, antes de bajar a popa, a mi rincón favorito del barco, para ver cómo se recuperaba el arte muestreador, comprobar que no se había dañado y echar un primer vistazo a la captura. He estado dos semanas intentando rascarme la cabeza con el casco puesto y solo conseguirlo la única vez que olvidé ponérmelo. He estado dos semanas sin distinguir martes de sábado. Bueno, sí, distinguía los fines de semana porque no recibía casi correos electrónicos. Y porque los domingos había cruasán o donuts. Algún día de esas dos semanas, he flipado con el cielo estrellado. Y con una tortuga marina. Y con delfines. Y con la tormenta que nos despidió saliendo de puerto la primera noche. He estado dos semanas con un molesto tic bajo el ojo derecho, en la ojera; bueno, no las dos semanas pero sí de manera continua los primeros días y mucho más esporádica los últimos. He estado dos semanas compartiendo trabajo, comidas y horas de ocio con las mismas cuarenta personas. Y no nos hemos peleado, aunque con algunos sí nos hemos abrazado. He estado dos semanas sin conducir un coche, sin wifi, sin Netflix, sin leer por ocio, sin tejer, sin bailar swing. He estado dos semanas buscando compañeros para poner lavadoras, robando horas al sueño para charlar un rato con viejos y nuevos colegas y amigos, repartiendo galletas, chocolate y patatillas. He estado dos semanas planificando y replanificando, organizando y reorganizando, pensando en lo que estaba haciendo en ese momento, lo que íbamos a hacer en un rato, lo que íbamos hacer al día siguiente y, a veces, incluso lo que íbamos a hacer dos días después. He estado dos semanas flipando con la riqueza de nuestros hábitats, con la diversidad de especies; flipando por seguir flipando después de tantos y tantos años dedicándome a esto. He estado dos semanas intentando no volverme supersticiosa, como siempre me vuelve el mar, y apenas conseguirlo (“hoy me pongo otra vez estos pendientes porque ayer todo fue bien”; “no apuntes el número de los muestreos de mañana antes de hacerlos porque da mala suerte”; “ay, no he apuntado aquí la fecha cuando siempre lo hago, a ver si va a pasar algo”). He estado dos semanas con toda mi vida concentrada en un barco en mitad del mar, aislada de tierra firme, solo entrando a puerto una vez, en Maó (Menorca), para disfrutar de otra noche loca y memorable y de unas primeras horas de la mañana en las que estaba sorprendentemente lúcida. He estado dos semanas currando a destajo, riéndome por tonterías, poniéndome firme cuando tocaba y rezando a los dioses marinos para que fueran benévolos con nosotros.
He estado dos semanas en el mar.
Y ha sido maravilloso.
Ya hace dos semanas de esas dos semanas.
Las fotos son de esos días.
AQUÍ FALTA CIERTO CALZONCILLO xDDD Rebienvenida a tierra firme :D
ResponderEliminarJAJAJAJAJAJAJAJAJA. Creo que hay cosas que vale más permanezcan en el anonimato.
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