Tenía ganas y no tenía ganas de leer este libro, el tercero de la trilogía de Lewis. Tras “The Blackhouse” (o “La isla de los cazadores de pájaros” que es como lo leí yo) y “The Lewis Man” (“El hombre sin pasado”, en su versión española), “The Chessmen” (“El último peón”) pone fin a las historias de Fin Macleod. Me daba mucha, mucha pena despedirme de Fin. Es un personaje al que le cogí mucho cariño desde el primer libro de la trilogía y sí, lo admito, evitaba leer el libro para posponer la despedida.
La historia arranca con un lago que desaparece en una zona remota de la isla de Lewis y que descubre una avioneta con un cadáver en su fondo ahora seco. Lo que podría parecer un accidente se presenta ante los ojos del ex inspector como un asesinato. De nuevo, historias del pasado y del presente se cruzan, secretos olvidados y hechos casi ignorados vuelven a marcar el presente de unos personajes cuyas vidas se cruzan, con el fabuloso paisaje de fondo de las Islas Hébridas escocesas.
Ya lo he dicho, soy muy fan de Fin Macleod y soy muy fan de Peter May (súperfan), así que este libro me ha gustado mucho, sí mucho. Me ha parecido un buen libro para cerrar la trilogía que me ha hecho disfrutar tanto. Sí, lo admito, hubiera querido más, quiero más. Pero la historia es lo suficiente robusta (y a ratos sorprendente) como para aceptar que se ha acabado. Como las novelas anteriores de la trilogía, la historia va más allá de asesinatos, misterios y novela negra. Y supongo que es lo que me gusta de estos libros, que no se quedan sólo es historias de asesinatos.
Así que nada, adiós Fin, ha sido un placer conocerte.
Afortunadamente, me quedan muchos libros de Peter May por leer.
lunes, 7 de marzo de 2016
sábado, 5 de marzo de 2016
Prostaglandinas
Las prostaglandinas son esas grándisimas hi.. de p… que hacen que muchas mujeres pasemos unos días horribles cada mes. Son unas moléculas con muy mala leche que hacen que nuestros úteros se contraigan a lo loco todos los meses, para eliminar el endometrio, un revestimiento que se forma cada mes en nuestro útero porsiaca (por si acaso un óvulo fecundado se posa en él. Vamos, por si acaso te quedas embarazada). Luego también hay otras moléculas, claro, como los leucotrienos, pero a estos los conozco menos. Por eso yo centro todo mi odio en las prostaglandinas.
Las prostaglandinas provocan contracciones sin dolor, poco dolorosas, bastante dolorosas o muy dolorosas (tachar a conveniencia). Parece que cuantas más prostaglandinas genera tu cuerpo, más dolorosas son tus reglas. Ah, había olvidado comentarlo: la regla es precisamente la eliminación de ese endometrio descartado cada mes por nuestros cuerpos femeninos. En fin, yo creo que soy una máquina fabricando prostaglandinas. Encima, las prostaglandinas afectan a otra musculatura lisa del cuerpo, como la del tracto intestinal (es decir, por donde circulan las caquitas). Eso hace que, como efecto adyacente, haya mujeres que sufran diarreas o estreñimiento. Como veis, producir muchas prostaglandinas implica una fiesta continua.
Como decía, debo fabricar prostaglandinas a lo loco, porque mis reglas son dolorosas. Mucho. Lo han sido siempre, siempre, desde el primer día de regla (eso que llaman menarquía), por lo que siempre he descartado (bueno, mi yo científica y los médicos) que mis amenorreas (o sea, reglas dolorosas) tengan un origen distinto al “natural”. Vamos, que no son señal de nada grave. Que no sean nada grave no significa que no sean molestas. Yo me pasé casi 8 años de mi vida pasando prácticamente tres días al mes en la cama, de la que salía cada rato por culpa de los vómitos y la diarrea, con unos dolores abdominales, lumbares y en las piernas que no me los calmaba nada, pero nada (vamos, ninguna droga legal).
¿Qué pasó después?, os preguntaréis. Decidí eliminar la producción de prostaglandinas de mi vida. Bueno, no lo decidí yo, fue por prescripción médica. Y así me pasé casi veinte maravillosos años de mi vida sin prostaglandinas. Claro, esto tiene sus consecuencias: me pasé veinte años sin ovular, arriesgando mi vida con la multitud de posibles efectos secundarios que las píldoras anticonceptivas tienen. Pero, ¿qué queréis que os diga? No quito esos casi veinte años de felicidad menstrual por nada. ¿Qué ha pasado ahora con mi vida para haber recuperado las prostaglandinas? Pues que una se hace mayor, le detectan una posible hipertensión que, aunque finalmente descartada, te da que pensar.
¿Y si me pega algo por mi deseo de vivir sin el dolor de las prostaglandinas? ¿Y si mis ovarios se han quedado tontos de tanta hormona? ¿Y si hay alternativas más saludables para mi cuerpo? Y empecé a investigar (para algo soy científica), a leer, a preguntar sobre los posibles remedios naturales o no tan agresivos. Tengo que decir que hace muchos, muchos años, ya pregunté sobre métodos alternativos a la química, pero me comentaron que la medicina tradicional china se centra en aspectos físicos, mientras que la medicina occidental se basa en aspectos químicos. Mi problema era (y es) químico, así que la mejor solución era química.
La cuestión es que me lancé metafóricamente a la piscina, abracé las terapias alternativas, la medicina tradicional china, y dejé la química a un lado. De eso ha pasado prácticamente un año. ¿Resultado? Los primeros meses aún fui feliz. Pero cuando las toneladas de hormonas que debían quedar por mi cuerpo empezaron a desaparecer, regresó la fiesta. Tengo las protaglandinas a tope. Unos meses más y otros menos, pero se lo pasan pipa, cada mes, provocándome contracciones que ni la acupuntura, ni los remedios naturales, ni seguir los consejos de abuela (“no tienes que coger frío ni al abdomen ni a las lumbares”) solucionan totalmente. Que sí, que al menos no he vuelto a vomitar, pero tengo unos nuevos mejores amigos químicos: los antiinflamatorios no esteroideos (AINE).
Y os preguntaréis, ah, pillines, ¿por qué los AINEs quitan el dolor menstrual si no tienes nada inflamado? Porque parece ser que los antiinflamatorios limitan la formación de prostaglandinas. Eso es bueno (¡yupi!), porque las contracciones duelen menos, pero es malo (¡oh!), porque las prostaglandinas también mantienen la integridad de la mucosa gástrica, vamos que protegen el estómago de las cosas agresivas. Por eso dicen que no conviene tomar los antiinflamatorios sin nada en el estómago y por eso sigo pensando que genero prostaglandinas por un tubo: porque me puedo tomar un antiinflamatorio a pelo, sin nada en el estómago sin que éste se resienta. Tengo el súperpoder de producir millones de prostaglandinas.
La cuestión es que ahora me estoy planteando seriamente si pasar de las hormonas a los antiinflamatorios fue buena idea. Total, ambas cosas son sustancias químicas producidas para generarme felicidad (es decir, quitarme el dolor) y las dos son igual de malas (o no, debería investigar más) o buenas para mi cuerpo. Y en eso estoy, pensando que me conviene más. Tengo fases, momentos, según la época del mes, según el mes. El mes pasado, uf, el mes pasado hubiera matado por eliminar las prostaglandinas de mi cuerpo. Este mes, bah, este mes parece que lo voy llevando algo mejor. Cada mes es una nueva aventura menstrual.
Qué emocionante es mi vida, oye.
En la foto, un letrero que vi el otro día por Bruselas. No tiene nada que ver con esta entrada, pero es maravilloso.
Las prostaglandinas provocan contracciones sin dolor, poco dolorosas, bastante dolorosas o muy dolorosas (tachar a conveniencia). Parece que cuantas más prostaglandinas genera tu cuerpo, más dolorosas son tus reglas. Ah, había olvidado comentarlo: la regla es precisamente la eliminación de ese endometrio descartado cada mes por nuestros cuerpos femeninos. En fin, yo creo que soy una máquina fabricando prostaglandinas. Encima, las prostaglandinas afectan a otra musculatura lisa del cuerpo, como la del tracto intestinal (es decir, por donde circulan las caquitas). Eso hace que, como efecto adyacente, haya mujeres que sufran diarreas o estreñimiento. Como veis, producir muchas prostaglandinas implica una fiesta continua.
Como decía, debo fabricar prostaglandinas a lo loco, porque mis reglas son dolorosas. Mucho. Lo han sido siempre, siempre, desde el primer día de regla (eso que llaman menarquía), por lo que siempre he descartado (bueno, mi yo científica y los médicos) que mis amenorreas (o sea, reglas dolorosas) tengan un origen distinto al “natural”. Vamos, que no son señal de nada grave. Que no sean nada grave no significa que no sean molestas. Yo me pasé casi 8 años de mi vida pasando prácticamente tres días al mes en la cama, de la que salía cada rato por culpa de los vómitos y la diarrea, con unos dolores abdominales, lumbares y en las piernas que no me los calmaba nada, pero nada (vamos, ninguna droga legal).
¿Qué pasó después?, os preguntaréis. Decidí eliminar la producción de prostaglandinas de mi vida. Bueno, no lo decidí yo, fue por prescripción médica. Y así me pasé casi veinte maravillosos años de mi vida sin prostaglandinas. Claro, esto tiene sus consecuencias: me pasé veinte años sin ovular, arriesgando mi vida con la multitud de posibles efectos secundarios que las píldoras anticonceptivas tienen. Pero, ¿qué queréis que os diga? No quito esos casi veinte años de felicidad menstrual por nada. ¿Qué ha pasado ahora con mi vida para haber recuperado las prostaglandinas? Pues que una se hace mayor, le detectan una posible hipertensión que, aunque finalmente descartada, te da que pensar.
¿Y si me pega algo por mi deseo de vivir sin el dolor de las prostaglandinas? ¿Y si mis ovarios se han quedado tontos de tanta hormona? ¿Y si hay alternativas más saludables para mi cuerpo? Y empecé a investigar (para algo soy científica), a leer, a preguntar sobre los posibles remedios naturales o no tan agresivos. Tengo que decir que hace muchos, muchos años, ya pregunté sobre métodos alternativos a la química, pero me comentaron que la medicina tradicional china se centra en aspectos físicos, mientras que la medicina occidental se basa en aspectos químicos. Mi problema era (y es) químico, así que la mejor solución era química.
La cuestión es que me lancé metafóricamente a la piscina, abracé las terapias alternativas, la medicina tradicional china, y dejé la química a un lado. De eso ha pasado prácticamente un año. ¿Resultado? Los primeros meses aún fui feliz. Pero cuando las toneladas de hormonas que debían quedar por mi cuerpo empezaron a desaparecer, regresó la fiesta. Tengo las protaglandinas a tope. Unos meses más y otros menos, pero se lo pasan pipa, cada mes, provocándome contracciones que ni la acupuntura, ni los remedios naturales, ni seguir los consejos de abuela (“no tienes que coger frío ni al abdomen ni a las lumbares”) solucionan totalmente. Que sí, que al menos no he vuelto a vomitar, pero tengo unos nuevos mejores amigos químicos: los antiinflamatorios no esteroideos (AINE).
Y os preguntaréis, ah, pillines, ¿por qué los AINEs quitan el dolor menstrual si no tienes nada inflamado? Porque parece ser que los antiinflamatorios limitan la formación de prostaglandinas. Eso es bueno (¡yupi!), porque las contracciones duelen menos, pero es malo (¡oh!), porque las prostaglandinas también mantienen la integridad de la mucosa gástrica, vamos que protegen el estómago de las cosas agresivas. Por eso dicen que no conviene tomar los antiinflamatorios sin nada en el estómago y por eso sigo pensando que genero prostaglandinas por un tubo: porque me puedo tomar un antiinflamatorio a pelo, sin nada en el estómago sin que éste se resienta. Tengo el súperpoder de producir millones de prostaglandinas.
La cuestión es que ahora me estoy planteando seriamente si pasar de las hormonas a los antiinflamatorios fue buena idea. Total, ambas cosas son sustancias químicas producidas para generarme felicidad (es decir, quitarme el dolor) y las dos son igual de malas (o no, debería investigar más) o buenas para mi cuerpo. Y en eso estoy, pensando que me conviene más. Tengo fases, momentos, según la época del mes, según el mes. El mes pasado, uf, el mes pasado hubiera matado por eliminar las prostaglandinas de mi cuerpo. Este mes, bah, este mes parece que lo voy llevando algo mejor. Cada mes es una nueva aventura menstrual.
Qué emocionante es mi vida, oye.
En la foto, un letrero que vi el otro día por Bruselas. No tiene nada que ver con esta entrada, pero es maravilloso.
martes, 1 de marzo de 2016
Agua en un aeropuerto
Imaginaos un aeropuerto en el que, nada más pasar el control de seguridad, haya una estantería llena de botellines de agua de medio litro. Imaginad que la estantería está cubierta de letreros que ponen cosas como “Agua para viajar”, “No hagas colas para comprar agua”, “Sólo a 1 €”. Imaginad que no hay nadie junto a la estantería, nadie que controle el agua, digo, porque los viajeros, curiosos, se agolpan junto a la estantería. El método de pago no puede ser más sencillo: hay una ranura por la que metes tantos euros como monedas te quieras llevar. La gente se acerca, mira curiosa y muchos, sí, muchos, rebuscan en sus carteras en busca del euro, se acercan a la estantería, cogen una botella y meten una moneda por la ranura. O hacen lo contrario, primero meten la moneda por la ranura y luego cogen la botella.
Parece impensable, ¿verdad?
Pues esa estantería existe. Existe en el aeropuerto nacional de Bruselas.
Y estoy segura de que nadie se lleva las botellas sin pagar. Bueno, igual algún turista idiota sí que se las lleva, pero lo dudo: si ves a la gente de tu alrededor actuar de manera civilizada, actúas de manera civilizada. Somos así. Creo.
Me parece impensable algo así en España. En serio. Pagar menos de dos euros y pico por medio litro de agua en un aeropuerto español es pura utopía. Y tener docenas de botellas de agua al alcance de cualquiera que pase por allí, sin nadie que vigile, suena aún más utópico.
Sí, sí, mucho sol, mucha playa, pero aún tenemos mucho que aprender.
En la foto, mi agua viajera. No me he atrevido a hacer una foto a la estantería, no sé si está permitido hacer fotos en este aeropuerto y no quiero arriesgarme.
Feliz Día de las Baleares a mis paisanos. Yo me lo he perdido. Con un poco de suerte, llegaré rozando la medianoche a mi isla.
Parece impensable, ¿verdad?
Pues esa estantería existe. Existe en el aeropuerto nacional de Bruselas.
Y estoy segura de que nadie se lleva las botellas sin pagar. Bueno, igual algún turista idiota sí que se las lleva, pero lo dudo: si ves a la gente de tu alrededor actuar de manera civilizada, actúas de manera civilizada. Somos así. Creo.
Me parece impensable algo así en España. En serio. Pagar menos de dos euros y pico por medio litro de agua en un aeropuerto español es pura utopía. Y tener docenas de botellas de agua al alcance de cualquiera que pase por allí, sin nadie que vigile, suena aún más utópico.
Sí, sí, mucho sol, mucha playa, pero aún tenemos mucho que aprender.
En la foto, mi agua viajera. No me he atrevido a hacer una foto a la estantería, no sé si está permitido hacer fotos en este aeropuerto y no quiero arriesgarme.
Feliz Día de las Baleares a mis paisanos. Yo me lo he perdido. Con un poco de suerte, llegaré rozando la medianoche a mi isla.
jueves, 25 de febrero de 2016
La bufanda namibia
El invierno pasado, tejí muchas bufandas, ninguna para mí. Este año quería corregir este pequeña absurdidad y me puse hace ya unas cuantas semanas (diría que incluso meses) a ello. Lo tenía bastante claro: quería una bufanda larga, muy larga y no muy ancha.
Así que eso es lo que hice.
Tampoco quería complicarme mucho la vida con puntos raros y me decanté por el punto de arroz, que me encanta. La lana es jaspeada, suave y fina, que me traje de uno de mis viajes a Namibia, aunque no recuerdo de cuál. Es una lana muy gustosita, de esas que no pican ni molestan casi. Ideal para una bufanda no demasiado gruesa, muy adecuada para este invierno que casi ni parece invierno. Según iba avanzando, me di cuenta de que probablemente el punto de arroz no es el más adecuado para lana jaspeada (creo que luce más en lanas lisas), pero no quería parar así que seguí y seguí.
Por fin, dos madejas de lana después, la he acabado. Con sus flecos y todo. Es una bufanda agradable y que me encanta. Desde que la terminé, no uso otra. De verdad que me encanta. Además, he conseguido bajar mi alijo de lanas en dos madejas. Oye, algo es algo.
Y aunque sigo tejiendo cosas de invierno, habrá que ir empezando a pensar en la temporada veraniega, ¿no?
Aprovecho que es viernes y paso por RUMS.
Así que eso es lo que hice.
Tampoco quería complicarme mucho la vida con puntos raros y me decanté por el punto de arroz, que me encanta. La lana es jaspeada, suave y fina, que me traje de uno de mis viajes a Namibia, aunque no recuerdo de cuál. Es una lana muy gustosita, de esas que no pican ni molestan casi. Ideal para una bufanda no demasiado gruesa, muy adecuada para este invierno que casi ni parece invierno. Según iba avanzando, me di cuenta de que probablemente el punto de arroz no es el más adecuado para lana jaspeada (creo que luce más en lanas lisas), pero no quería parar así que seguí y seguí.
Por fin, dos madejas de lana después, la he acabado. Con sus flecos y todo. Es una bufanda agradable y que me encanta. Desde que la terminé, no uso otra. De verdad que me encanta. Además, he conseguido bajar mi alijo de lanas en dos madejas. Oye, algo es algo.
Y aunque sigo tejiendo cosas de invierno, habrá que ir empezando a pensar en la temporada veraniega, ¿no?
Aprovecho que es viernes y paso por RUMS.
miércoles, 24 de febrero de 2016
La piscina
Estoy en una fase muy guay de volver a la piscina. He empezado 2016 con fuerza y ánimo y ya he ido unas cuantas veces a nadar. Empecé yendo algún día en fin de semana o alguna tarde, pero ya le estoy cogiendo el truco a ir antes de trabajar. Bueno, menos esta semana, que he sido totalmente incapaz de levantarme a tiempo. Pero mola mucho lo de nadar a primera hora de la mañana. Mola porque hay poca gente, mola porque ya me siento activa el resto del día y mola porque el socorrista de la piscina a la que voy es muy simpático.
Pero lo que me moló mucho fue tener un día la piscina para mí sola. Mucho. Fue un día, no recuerdo cuál, pero mi mente imaginativa quiere recordar que fue el primer día que fui a nadar este 2016 (no lo creo, pero dejémosla ser feliz, a mi mente, digo).
La historia fue así de simple y tonta. Llegué a la piscina justo cuando abrían (son muy puntuales, no abren ni un segundo antes de las ocho cero cero), me metí en el vestuario vacío, me di una ducha rápida y salí al recinto de la piscina.
No había nadie, absolutamente nadie.
Había leído en algún cartel que durante el mes de enero media piscina estaría ocupada por las mañana por no sé qué. De hecho, había dos o tres carriles marcados como ocupados, para ese no sé qué. Me metí en el carril del extremo opuesto a los ocupados para el noséqué. No me lo podía creer. Estaba ahí sentada, en el borde de la piscina y con los pies dentro del agua y seguía estando sola.
A ver si resultaba que todo el planeta había muerto y yo era la única superviviente. Pero aún, ¿y si el resto de la humanidad eran zombies que odiaban el agua? O igual era una hora inusualmente temprana, madrugada y me había colado en la piscina sin querer. O igual estaba soñando.
Antes de que el sueño acabara, me metí en el agua y empecé a nadar. Sola, totalmente sola en la piscina. Una piscina enterita para mí, ¿os imagináis?
Tan nerviosa estaba que cuando llevaba medio carril recorrido, me cambié de carril, porque recordé que a las ocho treinta empezaba aquagym y usaban ese carril. Juas, juas. Cambiándome de carril a lo loco a mitad de vuelta y no le importó a nadie, ni molesté a nadie, ni ofendí a nadie. Porque, atención, no había nadie.
Poco a poco fue saliendo gente, gente joven y de cuerpos danone que se iban a ese lado de la piscina ocupado para el noséqué especial que había durante ese mes. Pero estaban fuera, charlando y no llegaban a meterse en el agua.
Di dos, tres, cuatro, no sé cuántas vueltas antes de que alguien perturbara el agua clorada que hasta ese momento sólo yo perturbaba.
Definición de felicidad pura: nadar totalmente sola en una piscina de agua tibia, en una (más o menos) fría mañana invernal.
Luego sí, desperté del hechizo y el grupo de gente que hacía noséqué se metieron en el agua y empezaron a nadar como locos.
Entonces pasó una cosa inexplicable: un tipo se metió en mi carril.
A ver, resumamos. Dos o tres carriles ocupados por los que hacían noséqué. Dos o tres carriles en el otro extremo, donde veinte minutos más tarde habría aquagym pero libres en ese momento. Y en medio, tres carriles, de los cuales sólo el del medio estaba ocupado, en el que estaba yo. Y el tipo se mete en él.
Juas.
Y no era un joven musculoso y atractivo con el que ponerme a ligar a lo loco, no. Era un señor entrado en años, con más tatuajes que pelos en la cabeza y perilla blanca.
Yo no entendía nada, en serio, ¡no entendía nada! Pero estaba tan zen y feliz por haber disfrutado de una piscina entera para mí sola durante un ratito, que ni me enfadé. no me enfadé demasiado.
Al cabo de un rato, lo vi hablar con el simpático socorrista (¿lo había dicho ya? Es muy simpático y hablador) y cambiarse de carril.
Menos mal.
El pobre. No debía saber qué carriles estaban libres y cuáles ocupados y se metió en el mío porque si yo nadaba, él también podría nadar.
Luego ya vinieron las de aquagym y llegó el momento de salir de mi felicidad acuática e irme al trabajo.
Pero fue una mañana curiosa, oye.
En la foto, una de las piscinas a las que voy a veces a nadar. No es en la que pasó lo que cuento hoy, no.
Pero lo que me moló mucho fue tener un día la piscina para mí sola. Mucho. Fue un día, no recuerdo cuál, pero mi mente imaginativa quiere recordar que fue el primer día que fui a nadar este 2016 (no lo creo, pero dejémosla ser feliz, a mi mente, digo).
La historia fue así de simple y tonta. Llegué a la piscina justo cuando abrían (son muy puntuales, no abren ni un segundo antes de las ocho cero cero), me metí en el vestuario vacío, me di una ducha rápida y salí al recinto de la piscina.
No había nadie, absolutamente nadie.
Había leído en algún cartel que durante el mes de enero media piscina estaría ocupada por las mañana por no sé qué. De hecho, había dos o tres carriles marcados como ocupados, para ese no sé qué. Me metí en el carril del extremo opuesto a los ocupados para el noséqué. No me lo podía creer. Estaba ahí sentada, en el borde de la piscina y con los pies dentro del agua y seguía estando sola.
A ver si resultaba que todo el planeta había muerto y yo era la única superviviente. Pero aún, ¿y si el resto de la humanidad eran zombies que odiaban el agua? O igual era una hora inusualmente temprana, madrugada y me había colado en la piscina sin querer. O igual estaba soñando.
Antes de que el sueño acabara, me metí en el agua y empecé a nadar. Sola, totalmente sola en la piscina. Una piscina enterita para mí, ¿os imagináis?
Tan nerviosa estaba que cuando llevaba medio carril recorrido, me cambié de carril, porque recordé que a las ocho treinta empezaba aquagym y usaban ese carril. Juas, juas. Cambiándome de carril a lo loco a mitad de vuelta y no le importó a nadie, ni molesté a nadie, ni ofendí a nadie. Porque, atención, no había nadie.
Poco a poco fue saliendo gente, gente joven y de cuerpos danone que se iban a ese lado de la piscina ocupado para el noséqué especial que había durante ese mes. Pero estaban fuera, charlando y no llegaban a meterse en el agua.
Di dos, tres, cuatro, no sé cuántas vueltas antes de que alguien perturbara el agua clorada que hasta ese momento sólo yo perturbaba.
Definición de felicidad pura: nadar totalmente sola en una piscina de agua tibia, en una (más o menos) fría mañana invernal.
Luego sí, desperté del hechizo y el grupo de gente que hacía noséqué se metieron en el agua y empezaron a nadar como locos.
Entonces pasó una cosa inexplicable: un tipo se metió en mi carril.
A ver, resumamos. Dos o tres carriles ocupados por los que hacían noséqué. Dos o tres carriles en el otro extremo, donde veinte minutos más tarde habría aquagym pero libres en ese momento. Y en medio, tres carriles, de los cuales sólo el del medio estaba ocupado, en el que estaba yo. Y el tipo se mete en él.
Juas.
Y no era un joven musculoso y atractivo con el que ponerme a ligar a lo loco, no. Era un señor entrado en años, con más tatuajes que pelos en la cabeza y perilla blanca.
Yo no entendía nada, en serio, ¡no entendía nada! Pero estaba tan zen y feliz por haber disfrutado de una piscina entera para mí sola durante un ratito, que ni me enfadé. no me enfadé demasiado.
Al cabo de un rato, lo vi hablar con el simpático socorrista (¿lo había dicho ya? Es muy simpático y hablador) y cambiarse de carril.
Menos mal.
El pobre. No debía saber qué carriles estaban libres y cuáles ocupados y se metió en el mío porque si yo nadaba, él también podría nadar.
Luego ya vinieron las de aquagym y llegó el momento de salir de mi felicidad acuática e irme al trabajo.
Pero fue una mañana curiosa, oye.
En la foto, una de las piscinas a las que voy a veces a nadar. No es en la que pasó lo que cuento hoy, no.
miércoles, 17 de febrero de 2016
Venidos a menos
“Venidos a menos” es un espectáculo gamberro y divertido, creado y protagonizado por David Ordinas y Pablo Puyol. Es tan gamberro que la sala donde estaba programado para los próximos días en Madrid ha decidido cancelarlo, por ser demasiado transgresor y fuerte. Yo no diría ni que es tan transgresor ni tan fuerte, pero de eso ya hablaré luego.
Vayamos por partes. Tenía ganas de ver este espectáculo desde que en verano vi a estos chicos en “Póker de voces”. “Venidos a menos” no tiene nada que ver con “Póker de voces”. Bueno sí: tienen que ver que son espectáculos protagonizados con gente con mucho talento, grandes artistas, que hay música y que hay humor (en distinta manera). En “Venidos a menos”, Ordinas y Puyol se ríen de sí mismos y de muchas otras cosas como de las relaciones, del sexo, de la religión y hasta de la corrupción. Es de esos espectáculos de risas continuas, de cachondeo, de decir verdades como la copa de un pino escondidas entre notas y humor. Sí, es un espectáculo descarado, donde se habla de temas casi tabús sin tapujos (los ya mencionados) y se dicen muchas palabras (más o menos) malsonantes como ésta y ésta y ésta y ésta y hasta ésta. Pero bueno, son todo palabras que están en el diccionario de la Real Academia Española.
Vale, no es un espectáculo fino y se basa mucho en un humor simple, pero no es nada fácil encontrar un día un espectáculo en el que te pases dos horas riendo. Encima con dos chicos majísimos, monísimos, simpatiquísimos, cercanos, amables, artistazos y súperprofesionales. Los señores que tenía al lado no creo que pensaran lo mismo que yo, se pasaron las casi dos horas con malas caras y no veían la hora de largarse. Pero bueno, yo creo que si te informas un poco antes, ya sabes a lo que vas. Muy claro lo dicen desde el principio que no es un espectáculo para todos los públicos.
Por eso me sorprende que hayan suspendido sus funciones en Madrid. A ver, si no te gusta un espectáculo, no vayas a verlo y punto. A mí no me gustan las películas porno, pero entiendo que tienen su público. Y me parece pornográfico lo que ganan los futbolistas y los millones que se mueve ese negocio. Y me parece vergonzoso muchas de las cosas que pasan en este país. Pero que dos artistas se suban a un escenario a cantar verdades, vale, soltando alguna barbaridad simpática… pues no sé, me parece tan exagerado como incomprensible. Y de cobardes.
Sólo espero que David y Pablo no se harten de vivir del arte y sigan haciendo grandes cosas. Es difícil, lo sé. Lo dice una que vive de la ciencia.
La foto es del domingo. Después también nos hicimos fotos con ellos. Qué majos son. Los dos son maravillosos, pero siento especial debilidad por David, lo admito…
Por cierto, la canción siete del CD (“Lo que hay que hacer…”) ¡es una jota mallorquina! O al menos se puede bailar como tal.
Vayamos por partes. Tenía ganas de ver este espectáculo desde que en verano vi a estos chicos en “Póker de voces”. “Venidos a menos” no tiene nada que ver con “Póker de voces”. Bueno sí: tienen que ver que son espectáculos protagonizados con gente con mucho talento, grandes artistas, que hay música y que hay humor (en distinta manera). En “Venidos a menos”, Ordinas y Puyol se ríen de sí mismos y de muchas otras cosas como de las relaciones, del sexo, de la religión y hasta de la corrupción. Es de esos espectáculos de risas continuas, de cachondeo, de decir verdades como la copa de un pino escondidas entre notas y humor. Sí, es un espectáculo descarado, donde se habla de temas casi tabús sin tapujos (los ya mencionados) y se dicen muchas palabras (más o menos) malsonantes como ésta y ésta y ésta y ésta y hasta ésta. Pero bueno, son todo palabras que están en el diccionario de la Real Academia Española.
Vale, no es un espectáculo fino y se basa mucho en un humor simple, pero no es nada fácil encontrar un día un espectáculo en el que te pases dos horas riendo. Encima con dos chicos majísimos, monísimos, simpatiquísimos, cercanos, amables, artistazos y súperprofesionales. Los señores que tenía al lado no creo que pensaran lo mismo que yo, se pasaron las casi dos horas con malas caras y no veían la hora de largarse. Pero bueno, yo creo que si te informas un poco antes, ya sabes a lo que vas. Muy claro lo dicen desde el principio que no es un espectáculo para todos los públicos.
Por eso me sorprende que hayan suspendido sus funciones en Madrid. A ver, si no te gusta un espectáculo, no vayas a verlo y punto. A mí no me gustan las películas porno, pero entiendo que tienen su público. Y me parece pornográfico lo que ganan los futbolistas y los millones que se mueve ese negocio. Y me parece vergonzoso muchas de las cosas que pasan en este país. Pero que dos artistas se suban a un escenario a cantar verdades, vale, soltando alguna barbaridad simpática… pues no sé, me parece tan exagerado como incomprensible. Y de cobardes.
Sólo espero que David y Pablo no se harten de vivir del arte y sigan haciendo grandes cosas. Es difícil, lo sé. Lo dice una que vive de la ciencia.
La foto es del domingo. Después también nos hicimos fotos con ellos. Qué majos son. Los dos son maravillosos, pero siento especial debilidad por David, lo admito…
Por cierto, la canción siete del CD (“Lo que hay que hacer…”) ¡es una jota mallorquina! O al menos se puede bailar como tal.
lunes, 15 de febrero de 2016
Joan Dausà
Soy la última que se entera de todo, siempre. Cuando digo todo, me refiero a “todo”. Llego tarde a todos los cotilleos, a las últimas modas y a las noticias más actuales. No creo que sea despistada, pero debo serlo, porque no suelo enterarme de nada. O me entero tarde.
Eso me ha pasado con Joan Dausà, un músico que he descubierto hace poco, gracias a mi hermana la gafapasta. Lo descubrí yendo en su coche, cuando salió en el modo aleatorio de su reproducción una versión del “Quelqu'un m'a dit” de Carla Bruni.
Siempre me ha gustado esta canción. Nunca la he entendido, porque mi francés es limitadísimo y tampoco me he preocupado nunca de poner su letra en el traductor para enterarme. Pero me gustaba. Al oír esta versión en catalán y entender la letra, me entusiasmó. Mi hermana me descubrió a entonces a Joan Dausà, que además es el autor de la banda sonora de “Barcelona nit d’estiu”, una película que quise ver en su día y no vi. Así que me puse a buscar canciones de Joan Dausà y descubrí “Jo mai mai”, una canción que ha sido un superéxito desde 2012. Y, obviamente, yo ni me había enterado. La canción es maravillosa y el vídeo me gusta aún más.
Me volví del (penúltimo) viaje a Barcelona con el primer CD de Joan Dausà i els Tipus d’Interès, que se llama igual que la canción, regalo cortesía de mi hermana. Es un CD maravilloso, las canciones son todas grandes historias condensadas en pocos minutos. Me pareció muy cinematográfico, muy visual, aunque admito que algunas canciones me las tengo que saltar, porque me hacen llorar. Melancolía, tristeza. Todo eso tiene. Ahora lo llevo en el coche y no paro de escuchar el “Jo mai mai” (como buena sagitario tengo un puntito obsesivo). De hecho, es mi nueva unidad de medir el tiempo: de casa al curro hay tres “Jo mai mai”, del polideportivo donde voy a hacer deporte a casa hay dos “Jo mai mai”, de mi casa a casa de mi hermana la gafapasta hay… no, no, eso no lo he hecho. Cuarenta quilómetros de “Jo mai mai” son demasiados incluso para mí.
A raíz de mi último descubrimiento, por fin me decidí a ver “Barcelona nit d’estiu”, película inspirada en el “Jo mai mai”. La película cuanta seis historias de amor que tienen lugar en Barcelona una noche de verano marcada por la aparición de un cometa. Entre ellas está la historia del “Jo mai mai”, claro. Me gustó mucho la película, algunas historias me han gustado más que otras, pero me pareció tan encantadora como me esperaba. Ahora tengo que ver “Barcelona nit d’hivern”, en la que aparece mi amado Abel Folk. Seguro que me gusta.
Lo que más me joroba de haber descubierto ahora a Joan Bausà es que lo he hecho justo cuando ha decidido bajarse de los escenarios indefinidamente.
¿Qué os decía?
Siempre tarde.
Aquí podéis ver una entrevista de Joan Dausà después de anunciar su pausa (“Pararse para seguir”, la titulan). Está en catalán, pero creo que vale la pena verle los ojazos y todo lo que transmite (que no sé qué es, pero transmite).
Eso me ha pasado con Joan Dausà, un músico que he descubierto hace poco, gracias a mi hermana la gafapasta. Lo descubrí yendo en su coche, cuando salió en el modo aleatorio de su reproducción una versión del “Quelqu'un m'a dit” de Carla Bruni.
Siempre me ha gustado esta canción. Nunca la he entendido, porque mi francés es limitadísimo y tampoco me he preocupado nunca de poner su letra en el traductor para enterarme. Pero me gustaba. Al oír esta versión en catalán y entender la letra, me entusiasmó. Mi hermana me descubrió a entonces a Joan Dausà, que además es el autor de la banda sonora de “Barcelona nit d’estiu”, una película que quise ver en su día y no vi. Así que me puse a buscar canciones de Joan Dausà y descubrí “Jo mai mai”, una canción que ha sido un superéxito desde 2012. Y, obviamente, yo ni me había enterado. La canción es maravillosa y el vídeo me gusta aún más.
Me volví del (penúltimo) viaje a Barcelona con el primer CD de Joan Dausà i els Tipus d’Interès, que se llama igual que la canción, regalo cortesía de mi hermana. Es un CD maravilloso, las canciones son todas grandes historias condensadas en pocos minutos. Me pareció muy cinematográfico, muy visual, aunque admito que algunas canciones me las tengo que saltar, porque me hacen llorar. Melancolía, tristeza. Todo eso tiene. Ahora lo llevo en el coche y no paro de escuchar el “Jo mai mai” (como buena sagitario tengo un puntito obsesivo). De hecho, es mi nueva unidad de medir el tiempo: de casa al curro hay tres “Jo mai mai”, del polideportivo donde voy a hacer deporte a casa hay dos “Jo mai mai”, de mi casa a casa de mi hermana la gafapasta hay… no, no, eso no lo he hecho. Cuarenta quilómetros de “Jo mai mai” son demasiados incluso para mí.
A raíz de mi último descubrimiento, por fin me decidí a ver “Barcelona nit d’estiu”, película inspirada en el “Jo mai mai”. La película cuanta seis historias de amor que tienen lugar en Barcelona una noche de verano marcada por la aparición de un cometa. Entre ellas está la historia del “Jo mai mai”, claro. Me gustó mucho la película, algunas historias me han gustado más que otras, pero me pareció tan encantadora como me esperaba. Ahora tengo que ver “Barcelona nit d’hivern”, en la que aparece mi amado Abel Folk. Seguro que me gusta.
Lo que más me joroba de haber descubierto ahora a Joan Bausà es que lo he hecho justo cuando ha decidido bajarse de los escenarios indefinidamente.
¿Qué os decía?
Siempre tarde.
Aquí podéis ver una entrevista de Joan Dausà después de anunciar su pausa (“Pararse para seguir”, la titulan). Está en catalán, pero creo que vale la pena verle los ojazos y todo lo que transmite (que no sé qué es, pero transmite).
Suscribirse a:
Entradas (Atom)