Por fin he tejido un jersey.
¡Aleluya!
Ya estaba bien de bufandas, gorros y mantas, tenía que dar el paso, lanzarme.
Según cómo se mire, tejer este jersey me ha llevado muchos meses o sólo un par de semanas.
Yo quería tejer un jersey, en concreto éste. Pero…
Pero era demasiado difícil para mi nivel. Y se me fue de las manos. Sí, casi lo acabé, tenía todas sus partes: parte delantera, espalda, mangas. Hasta la capucha y parte del bolsillo delantero. Pero no era lo que yo quería, no era el jersey que yo quería. Tenía muchos, muchos fallos de principiante. No hablo de puntos erróneos o puntos perdidos, aunque de eso también tenía. Pero no había escogido la lana adecuada para este patrón. No había calculado bien los tamaños. No había tomado las medidas correctas. Así que tenía un jersey gigantesco, que pesaba algo así como una tonelada, con muchos fallos que hacían que me dolieran los ojos y que sabía que no me iba a poner nunca. Y tenía que tomar una decisión: o lo acababa o lo deshacía. Y así estuvo, casi acabado, pero sin rematar, durante muchas semanas. Qué digo semanas. Yo creo que pasaron meses. Y un día dije: “Hasta aquí. Bye, bye primer jersey imposible”. Y lo deshice. Porque sabía que hasta que no acabara con él, hasta que no lo deshiciera, no empezaría con otro, no podría dar un paso más.
Y lo deshice.
De eso hace apenas dos semanas. Y en estas dos semanas, transformé en esos metros y metros de lana en un jersey.
En sólo dos semanas.
Tenía claro lo que quería: necesitaba algo fácil de hacer, algo que no me complicara la vida, algo que pudiera acabar en un plazo razonable de tiempo (pero… ¡¡dos semanas!!) para sentirme capaz de retos tejedores mayores.
Así que me sumergí en el libro de We are knitters (“All the happiness in a book”) que me trajeron los Reyes Magos y busqué un patrón sencillo y que me gustara. Y me puse manos a la obra, saltándome otros proyectos que tengo empezados, otras cosas que eran más urgentes.
Y, dos semanas después, salió esto:
Mi primer jersey tejido.
Flipo.
No sólo me cabe, sino que encima me va bien de talla. Ni gigantesto ni diminuto. Me va bien.
Vale, no es perfectísimo. Vale, tiene algunos fallos. Pero son cosas que mejoraré en próximos jerséis, en próximos proyectos.
Ahora está listo, finiquitado, acabado.
Ah, y adoro el punto de arroz. ¿Por qué hasta ahora no había tejido nada con él? No lo sé, pero me encanta. Mucho, mucho.
El jersey sólo tiene una pega: tendré que esperar a que vuelva el invierno para ponérmelo. Y quedan muchos meses. Pero qué remedio.
martes, 15 de abril de 2014
domingo, 13 de abril de 2014
Sin batería
Este fin de semana me he quedado sin batería.
Todo empezó el viernes. Fue un día de mucho movimiento, no el habitual día de despacho y ordenador, sino de ir y venir, recoger material por la mañana, cargar un camión con más material por la tarde. Vale, yo no lo cargaba, era material pesado y de eso se encargaba una grúa. Pero pasamos casi tres horas en un almacén. Luego corriendo a inglés, llegué tarde, claro. Cuando llegué a clase, ya lo noté: dolor de garganta.
Oh.
Oh, oh.
Mi garganta es mi punto débil. Mi faringitis, crónica.
Pero este invierno ha ocurrido algo muy extraño: no he tenido problemas de garganta desde octubre. He pasado los peores meses del año (de diciembre a febrero) sin ponerme enferma.
Y eso es extrañísimo. Y estupendo.
A lo que iba: el viernes llegué a casa con dolor de garganta. Cosa mala, teniendo en cuenta que había quedado el sábado para ir a la playa. Antes de irme a dormir me tomé un antiinflamatorio.
El sábado seguía mal y cancelé todos los planes del día.
Jo.
Me pasé y el sábado vegetando en el sofá: series, películas, libros, agujas. Un día entero de no hacer nada. No podía. Estaba sin batería.
Hoy mi batería estaba un poco mejor, pero no mucho. He sido capaz de poner lavadoras, limpiar el baño. Y poco más. He echado una siesta de más de dos horas de la que no me podía despertar. Hoy estaba con la batería baja.
A última hora, he tenido que ir al puerto, a cargar unas cajas en el camión que se lleva el material a la península. A pesar de la baja batería, lo he hecho, he ido y he vuelto.
Y ahora, ¿qué?
Se ha acabado el fin de semana. Un fin de semana de eucaliptos hervidos y chocolate caliente. Tengo la sensación de que el fin de semana se me ha ido de las manos, como la arena que se desliza entre los dedos. Se ha ido, se ha perdido.
Me da rabia estos días así, en los que el cuerpo dice basta y la batería parece que no es capaz de recargarse. Pero también creo que es un toque de atención del propio cuerpo, te obliga a parar, a decir basta. Te obliga a no hacer nada, a quedarte horas tumbada en el sofá, a dormir, a descansar.
Me alegro mucho de que la semana que viene sólo tenga tres días laborales. Necesito volver a parar, estar tranquila, recuperarme de faringitis y del cansancio acumulado.
Parar. Reiniciar.
A ver si logro cargar la batería a tope.
En la foto, cargando material el viernes.
Todo empezó el viernes. Fue un día de mucho movimiento, no el habitual día de despacho y ordenador, sino de ir y venir, recoger material por la mañana, cargar un camión con más material por la tarde. Vale, yo no lo cargaba, era material pesado y de eso se encargaba una grúa. Pero pasamos casi tres horas en un almacén. Luego corriendo a inglés, llegué tarde, claro. Cuando llegué a clase, ya lo noté: dolor de garganta.
Oh.
Oh, oh.
Mi garganta es mi punto débil. Mi faringitis, crónica.
Pero este invierno ha ocurrido algo muy extraño: no he tenido problemas de garganta desde octubre. He pasado los peores meses del año (de diciembre a febrero) sin ponerme enferma.
Y eso es extrañísimo. Y estupendo.
A lo que iba: el viernes llegué a casa con dolor de garganta. Cosa mala, teniendo en cuenta que había quedado el sábado para ir a la playa. Antes de irme a dormir me tomé un antiinflamatorio.
El sábado seguía mal y cancelé todos los planes del día.
Jo.
Me pasé y el sábado vegetando en el sofá: series, películas, libros, agujas. Un día entero de no hacer nada. No podía. Estaba sin batería.
Hoy mi batería estaba un poco mejor, pero no mucho. He sido capaz de poner lavadoras, limpiar el baño. Y poco más. He echado una siesta de más de dos horas de la que no me podía despertar. Hoy estaba con la batería baja.
A última hora, he tenido que ir al puerto, a cargar unas cajas en el camión que se lleva el material a la península. A pesar de la baja batería, lo he hecho, he ido y he vuelto.
Y ahora, ¿qué?
Se ha acabado el fin de semana. Un fin de semana de eucaliptos hervidos y chocolate caliente. Tengo la sensación de que el fin de semana se me ha ido de las manos, como la arena que se desliza entre los dedos. Se ha ido, se ha perdido.
Me da rabia estos días así, en los que el cuerpo dice basta y la batería parece que no es capaz de recargarse. Pero también creo que es un toque de atención del propio cuerpo, te obliga a parar, a decir basta. Te obliga a no hacer nada, a quedarte horas tumbada en el sofá, a dormir, a descansar.
Me alegro mucho de que la semana que viene sólo tenga tres días laborales. Necesito volver a parar, estar tranquila, recuperarme de faringitis y del cansancio acumulado.
Parar. Reiniciar.
A ver si logro cargar la batería a tope.
En la foto, cargando material el viernes.
miércoles, 9 de abril de 2014
El Greco
En 2008, viví 4 meses en Creta, en un diminuto apartamento en mitad de
campos de olivos, con una terracita con vistas al Mediterráneo. Estas
vistas.
Fueron meses fabulosos, en los que mi vida era muy simple. De lunes a viernes, trabaja a tiempo completo en mi tesis, en un centro de investigación construido en mitad de una base militar americana abandonada. Los fines de semana, recorría la isla, utilizando el (no especialmente eficaz) sistema de autobuses o alquilaba un pequeño coche amarillo (que fue rojo en las últimas semanas. Mi primer coche rojo, mucho antes que CocheCapricho).
Pocos días después de llegar, cuando aún me costaba leer los letreros en griego, visité el Museo del Greco, en Fodele, un pueblecito que se jacta de ser el lugar de nacimiento del pintor (aunque parece que no está claro). Me dirigía a una playa al oeste de la capital, donde había quedado con una amiga y decidí que Fodele me quedaba de camino. Más o menos. Así que allí iba yo, conduciendo ya como una auténtica cretense, es decir, con la mitad del coche por el arcén. Así.
En la radio sonaba el Chiquichiqui. Que sí.
Después del Chiquichiqui, la carretera se convirtió en una pista de tierra, en la que fue mi primera experiencia surrealista por carreteras cretenses (después vinieron muchas más). No sé cómo, pero conseguí volver a la civilización y llegué a Fodele.
El Museo era una pequeña casita en el campo, del que apenas guardo algunas fotos borrosas de reproducciones de la obra del pintor y algunos dibujos (creo que) originales. Junto a la casa, una de las numerosísimas iglesias que se encuentran desperdigadas por la isla. No estuve mucho tiempo en el museo, no había mucho que ver, más allá de algunas curiosidades, incluyendo un recorte de un periódico español. Éste.
Ahora que se acaban de cumplir 400 años de la muerte del Greco, me ha parecido bonito recordar aquellos días, aquella visita, aquella vida en Creta, tan inusualmente sencilla, tan sencillamente inusual. Y rendir mi pequeño homenaje al Greco. Y rescatar algunas de aquellas fotos.
Y para compensar el Chiquichiqui, una canción de la banda sonora de “El Greco” de Vangelis, que me compré durante aquellos meses en Creta. No he visto la película. Tal vez debería.
Fueron meses fabulosos, en los que mi vida era muy simple. De lunes a viernes, trabaja a tiempo completo en mi tesis, en un centro de investigación construido en mitad de una base militar americana abandonada. Los fines de semana, recorría la isla, utilizando el (no especialmente eficaz) sistema de autobuses o alquilaba un pequeño coche amarillo (que fue rojo en las últimas semanas. Mi primer coche rojo, mucho antes que CocheCapricho).
Pocos días después de llegar, cuando aún me costaba leer los letreros en griego, visité el Museo del Greco, en Fodele, un pueblecito que se jacta de ser el lugar de nacimiento del pintor (aunque parece que no está claro). Me dirigía a una playa al oeste de la capital, donde había quedado con una amiga y decidí que Fodele me quedaba de camino. Más o menos. Así que allí iba yo, conduciendo ya como una auténtica cretense, es decir, con la mitad del coche por el arcén. Así.
En la radio sonaba el Chiquichiqui. Que sí.
Después del Chiquichiqui, la carretera se convirtió en una pista de tierra, en la que fue mi primera experiencia surrealista por carreteras cretenses (después vinieron muchas más). No sé cómo, pero conseguí volver a la civilización y llegué a Fodele.
El Museo era una pequeña casita en el campo, del que apenas guardo algunas fotos borrosas de reproducciones de la obra del pintor y algunos dibujos (creo que) originales. Junto a la casa, una de las numerosísimas iglesias que se encuentran desperdigadas por la isla. No estuve mucho tiempo en el museo, no había mucho que ver, más allá de algunas curiosidades, incluyendo un recorte de un periódico español. Éste.
Ahora que se acaban de cumplir 400 años de la muerte del Greco, me ha parecido bonito recordar aquellos días, aquella visita, aquella vida en Creta, tan inusualmente sencilla, tan sencillamente inusual. Y rendir mi pequeño homenaje al Greco. Y rescatar algunas de aquellas fotos.
Y para compensar el Chiquichiqui, una canción de la banda sonora de “El Greco” de Vangelis, que me compré durante aquellos meses en Creta. No he visto la película. Tal vez debería.
martes, 8 de abril de 2014
Mil océanos
Siempre estuvo a mil océanos de mí.
Lo comprendo ahora, con la perspectiva que sólo el tiempo da.
Creo que siempre fui consciente del mar insondable que nos separaba. Pero lo ignoré, lo ignoré de esa estúpida manera que sólo es posible por la ilusión, ésa que te impide ver y aceptar la realidad. O tal vez no creí que fuera tan insondable, ese mar que nos separaba. Tal vez creí que esos mil océanos no eran, en realidad, tantos. Y me lancé a ese mar, con esperanzas de llegar a la otra orilla. A nado. Sin chaleco salvavidas. Una y otra vez.
Lo intenté. Una y otra vez.
Pero mil océanos son difíciles de surcar a nado.
Imposibles.
Incluso cuando lo tuve cerca, muy cerca, incluso en aquella mañana en una ciudad cubierta de nieve en la que contemplé cómo dormía. Incluso entonces estaba lejos, a mil océanos de mí. Supongo que yo lo sabía. O debería haberlo sabido.
Juro que a veces creí atisbar la costa, juro que en contadas ocasiones creí estar cerca de tener éxito en mi hazaña. Pero esa costa que creía tan cercana no era más que un espejismo. Fata Morgana. Y a veces es muy sencillo creer en espejismos. Sobre todo si quieres creer.
Pero lo sabía, claro que lo sabía. Lo sabía porque me sentía Julia Roberts en “Pretty Woman”, cuando está en la bañera y le dice a Richard Gere que lo va a pasar tan bien con ella que no la dejará marchar. Él le dice que, con lo que le cuesta su compañía, seguro que la deja marchar. Y ella contesta, para sí: “Pero ahora estoy aquí”.
“Pero ahora estoy aquí”.
La de veces que pasó esa frase por mi mente.
Pero ahora estoy aquí.
Pero ahora estoy aquí. Y aunque no sé cuándo volveré a estar aquí, ni así, ni contigo, ahora estoy aquí. Y lo demás no importa.
Pero ahora estoy aquí.
Obviamente, mi vida no es una comedia romántica. A mí sí me dejó marchar. Qué digo, ¿marchar? Nunca fui capaz de atravesar los mil océanos que nos separaban, ni tan siquiera atisbar la costa.
La costa. Ja. Pura Fata Morgana. Pura pirotecnia.
Era imposible, no había ni un ápice de esperanza. Pero así y todo me lancé al mar, una y otra vez.
Pero ahora estoy aquí.
Tal vez era simple necesidad de un final feliz.
Ilusiones absurdas.
Y cuando por fin ves que es imposible surcar mil océanos, cuando ves que si sigues lanzándote a ese mal insondable lo único que conseguirás es ahogarte, tienes que ponerte a salvo. No queda otra. Y la única salvación posible es alejarte de la costa, de la orilla, caminar tierra adentro, lejos, para que nadie te alcance. Para ni siquiera oír el murmullo de las olas de esos océanos.
Hace más de un año que eché a correr tierra adentro, con un único objetivo: alejarme del mar.
A veces parece que hace siglos de aquello. A veces parece que fue ayer.
Y, entretanto, hago caso a Murakami. Así que bailo, bailo, bailo.
Literal y metafóricamente.
Y así, el mundo sigue rodando.
Lo comprendo ahora, con la perspectiva que sólo el tiempo da.
Creo que siempre fui consciente del mar insondable que nos separaba. Pero lo ignoré, lo ignoré de esa estúpida manera que sólo es posible por la ilusión, ésa que te impide ver y aceptar la realidad. O tal vez no creí que fuera tan insondable, ese mar que nos separaba. Tal vez creí que esos mil océanos no eran, en realidad, tantos. Y me lancé a ese mar, con esperanzas de llegar a la otra orilla. A nado. Sin chaleco salvavidas. Una y otra vez.
Lo intenté. Una y otra vez.
Pero mil océanos son difíciles de surcar a nado.
Imposibles.
Incluso cuando lo tuve cerca, muy cerca, incluso en aquella mañana en una ciudad cubierta de nieve en la que contemplé cómo dormía. Incluso entonces estaba lejos, a mil océanos de mí. Supongo que yo lo sabía. O debería haberlo sabido.
Juro que a veces creí atisbar la costa, juro que en contadas ocasiones creí estar cerca de tener éxito en mi hazaña. Pero esa costa que creía tan cercana no era más que un espejismo. Fata Morgana. Y a veces es muy sencillo creer en espejismos. Sobre todo si quieres creer.
Pero lo sabía, claro que lo sabía. Lo sabía porque me sentía Julia Roberts en “Pretty Woman”, cuando está en la bañera y le dice a Richard Gere que lo va a pasar tan bien con ella que no la dejará marchar. Él le dice que, con lo que le cuesta su compañía, seguro que la deja marchar. Y ella contesta, para sí: “Pero ahora estoy aquí”.
“Pero ahora estoy aquí”.
La de veces que pasó esa frase por mi mente.
Pero ahora estoy aquí.
Pero ahora estoy aquí. Y aunque no sé cuándo volveré a estar aquí, ni así, ni contigo, ahora estoy aquí. Y lo demás no importa.
Pero ahora estoy aquí.
Obviamente, mi vida no es una comedia romántica. A mí sí me dejó marchar. Qué digo, ¿marchar? Nunca fui capaz de atravesar los mil océanos que nos separaban, ni tan siquiera atisbar la costa.
La costa. Ja. Pura Fata Morgana. Pura pirotecnia.
Era imposible, no había ni un ápice de esperanza. Pero así y todo me lancé al mar, una y otra vez.
Pero ahora estoy aquí.
Tal vez era simple necesidad de un final feliz.
Ilusiones absurdas.
Y cuando por fin ves que es imposible surcar mil océanos, cuando ves que si sigues lanzándote a ese mal insondable lo único que conseguirás es ahogarte, tienes que ponerte a salvo. No queda otra. Y la única salvación posible es alejarte de la costa, de la orilla, caminar tierra adentro, lejos, para que nadie te alcance. Para ni siquiera oír el murmullo de las olas de esos océanos.
Hace más de un año que eché a correr tierra adentro, con un único objetivo: alejarme del mar.
A veces parece que hace siglos de aquello. A veces parece que fue ayer.
Y, entretanto, hago caso a Murakami. Así que bailo, bailo, bailo.
Literal y metafóricamente.
Y así, el mundo sigue rodando.
lunes, 7 de abril de 2014
Cómo conocí a vuestra madre
¡OJO! ESTA ENTRADA INCLUYE SPOILERS.
¡¡¡MUCHOS SPOILERS!!!
Anoche acabé de ver “Cómo conocí a vuestra madre” (HIMYM).
¡¡¡SPOILERS!!! ¡¡¡SPOILERS!!! ¡¡¡SPOILERS!!!
Empecé a verla por casualidad, capítulos sueltos en la tele. Luego me cansé de ver capítulos aleatoriamente y de distintas temporadas (¡Qué tiempos aquellos en los que las series americanas tenían días y horas de emisión fijos! ¡Y las daban por orden!). Y empecé a verla por internet, por orden. Todos y cada uno de los capítulos.
La serie me gustó pronto: aunque desde el primer momento (o casi) odié a Robin y Barney me resultaba insoportable, Ted Mosby era un personaje lo suficientemente carismático como para cogerle cariño. Un poco empalagoso, eso sí, pero un tío majo. Y qué decir de Marshall y Lily, una pareja adorable. Hay quien ha comparado la serie con “Friends”. No sé, a mí me gustan mucho las dos, pero me he sentido más identificada con HIMYM por cuestión de edad: yo era más joven que los personajes de Friends cuando se emitió en su día y, en cambio, de edad similar a la de los de HIMYM. Y en algunas temporadas me he sentido muy identificada por Ted. Pero tampoco diría que una serie me ha gustado más que la otra, son series diferentes, ¿por qué elegir?
Ha habido capítulos y temporadas que me han gustado más que otros. Recuerdo una temporada, no sé cuál, que me resultó especialmente deprimente y dura. Bastante real, por decirlo de alguna manera. La búsqueda de la pareja adecuada que le ha durado tantos años a Ted es similar a la que muchos treintañeros solteros viven (vivimos) con la diferencia de que, en la vida real, no sabes si te pasarás el resto de tu vida sin pareja, pero sabes que sí, que Ted al final conocerá a la madre de sus hijos. Visto así, en realidad el final de la serie era (o debería ser) lo de menos: sabíamos que Ted conocería a la madre de sus hijos y de hecho ese preciso momento aparece, por fin, a mitad del último capítulo. Y es un momento genial, maravilloso, la química entre Ted y Tracy, la madre de sus hijos, es evidente. Aunque realmente el momento clave es al final de la penúltima temporada, cuando por fin vemos la cara de la susodicha.
Como decía, el final de la serie debía ser lo de menos. Al menos yo lo veía así. Es una serie divertida, que hace reír y emociona. Lo de cómo conoció a la madre es sólo una excusa. O eso creía yo. Pero no. En realidad, sus creadores sabían desde el primer momento cómo acabaría la serie, cómo al final, Ted y Robin acabarían juntos, redondeando en el último capítulo aquella historia del primero de chico conoce a chica, chico se enamora de chica y chico roba trompa azul para chica. O no. Porque, ja, ¿quién dice que Robin no lo rechaza? ¿Quién dice que empiezan a salir y descubren, una vez más, que no son el uno para el otro, que se gustan mucho y todo eso pero son muy diferentes? Igual no, igual en 2030 son almas gemelas, igual siempre lo han sido (qué va) y nos han engañado. No sé, me da igual. Sólo sé que esa parte del final no me ha gustado. Nada.
También me resultó raro que la última temporada se desarrollara en el fin de semana de la boda de Robin y Barney. Me sorprendió pero luego tampoco estuvo mal. Y tampoco me ha gustado que éstos se separaran: con el tiempo, Barney ha acabado siendo mi personaje favorito de la serie y Robin casi me ha caído bien y todo, pero sólo como pareja de Barney. Que sí, que hubiera sido totalmente irreal que Barney se hubiera convertido en un hombre fiel, un esposo ideal, pero ¡es una comedia romántica televisiva! Queremos finales felices, como Marshall y Lily. Para ver la realidad, basta mirar a nuestro alrededor. Sí, yo quería que Robin y Barney siguieran juntos y comieran perdices. Y que no nos hubieran contado que la mujer de Ted muere. Un final feliz para todos los personajes. Y punto.
Pero… pero admito que el final así es redondo. También es un final feliz, claro. Si a mí me hubiera caído bien Robin, hubiera adorado este final. Pero era tan claro, tan, tan claro que Ted y Robin no eran el uno para el otro, que me ha chirriado. Y esos momentos de la temporada final, con Ted admitiendo que sigue queriendo a Robin y con Robin dudando si ha escogido bien a su futuro marido también me han chirriado. No. Basta. No, no y no. Lo de él me lo creo: siempre estuvo más por ella que ella. Pero Robin dudando. ¡Por favor! No, no y no.
Eso sí, ese final demuestra algunos puntos de mi teoría sobre la amistad entre hombres y mujeres. Y eso me alegra. Pero sigo un poco enfadada con el final. Pero como ya he dicho alguna vez, adoro a Josh Radnor, así que haré como si los 3 últimos minutos de la serie nunca hubieran existido.
¡¡¡MUCHOS SPOILERS!!!
Anoche acabé de ver “Cómo conocí a vuestra madre” (HIMYM).
¡¡¡SPOILERS!!! ¡¡¡SPOILERS!!! ¡¡¡SPOILERS!!!
Empecé a verla por casualidad, capítulos sueltos en la tele. Luego me cansé de ver capítulos aleatoriamente y de distintas temporadas (¡Qué tiempos aquellos en los que las series americanas tenían días y horas de emisión fijos! ¡Y las daban por orden!). Y empecé a verla por internet, por orden. Todos y cada uno de los capítulos.
La serie me gustó pronto: aunque desde el primer momento (o casi) odié a Robin y Barney me resultaba insoportable, Ted Mosby era un personaje lo suficientemente carismático como para cogerle cariño. Un poco empalagoso, eso sí, pero un tío majo. Y qué decir de Marshall y Lily, una pareja adorable. Hay quien ha comparado la serie con “Friends”. No sé, a mí me gustan mucho las dos, pero me he sentido más identificada con HIMYM por cuestión de edad: yo era más joven que los personajes de Friends cuando se emitió en su día y, en cambio, de edad similar a la de los de HIMYM. Y en algunas temporadas me he sentido muy identificada por Ted. Pero tampoco diría que una serie me ha gustado más que la otra, son series diferentes, ¿por qué elegir?
Ha habido capítulos y temporadas que me han gustado más que otros. Recuerdo una temporada, no sé cuál, que me resultó especialmente deprimente y dura. Bastante real, por decirlo de alguna manera. La búsqueda de la pareja adecuada que le ha durado tantos años a Ted es similar a la que muchos treintañeros solteros viven (vivimos) con la diferencia de que, en la vida real, no sabes si te pasarás el resto de tu vida sin pareja, pero sabes que sí, que Ted al final conocerá a la madre de sus hijos. Visto así, en realidad el final de la serie era (o debería ser) lo de menos: sabíamos que Ted conocería a la madre de sus hijos y de hecho ese preciso momento aparece, por fin, a mitad del último capítulo. Y es un momento genial, maravilloso, la química entre Ted y Tracy, la madre de sus hijos, es evidente. Aunque realmente el momento clave es al final de la penúltima temporada, cuando por fin vemos la cara de la susodicha.
Como decía, el final de la serie debía ser lo de menos. Al menos yo lo veía así. Es una serie divertida, que hace reír y emociona. Lo de cómo conoció a la madre es sólo una excusa. O eso creía yo. Pero no. En realidad, sus creadores sabían desde el primer momento cómo acabaría la serie, cómo al final, Ted y Robin acabarían juntos, redondeando en el último capítulo aquella historia del primero de chico conoce a chica, chico se enamora de chica y chico roba trompa azul para chica. O no. Porque, ja, ¿quién dice que Robin no lo rechaza? ¿Quién dice que empiezan a salir y descubren, una vez más, que no son el uno para el otro, que se gustan mucho y todo eso pero son muy diferentes? Igual no, igual en 2030 son almas gemelas, igual siempre lo han sido (qué va) y nos han engañado. No sé, me da igual. Sólo sé que esa parte del final no me ha gustado. Nada.
También me resultó raro que la última temporada se desarrollara en el fin de semana de la boda de Robin y Barney. Me sorprendió pero luego tampoco estuvo mal. Y tampoco me ha gustado que éstos se separaran: con el tiempo, Barney ha acabado siendo mi personaje favorito de la serie y Robin casi me ha caído bien y todo, pero sólo como pareja de Barney. Que sí, que hubiera sido totalmente irreal que Barney se hubiera convertido en un hombre fiel, un esposo ideal, pero ¡es una comedia romántica televisiva! Queremos finales felices, como Marshall y Lily. Para ver la realidad, basta mirar a nuestro alrededor. Sí, yo quería que Robin y Barney siguieran juntos y comieran perdices. Y que no nos hubieran contado que la mujer de Ted muere. Un final feliz para todos los personajes. Y punto.
Pero… pero admito que el final así es redondo. También es un final feliz, claro. Si a mí me hubiera caído bien Robin, hubiera adorado este final. Pero era tan claro, tan, tan claro que Ted y Robin no eran el uno para el otro, que me ha chirriado. Y esos momentos de la temporada final, con Ted admitiendo que sigue queriendo a Robin y con Robin dudando si ha escogido bien a su futuro marido también me han chirriado. No. Basta. No, no y no. Lo de él me lo creo: siempre estuvo más por ella que ella. Pero Robin dudando. ¡Por favor! No, no y no.
Eso sí, ese final demuestra algunos puntos de mi teoría sobre la amistad entre hombres y mujeres. Y eso me alegra. Pero sigo un poco enfadada con el final. Pero como ya he dicho alguna vez, adoro a Josh Radnor, así que haré como si los 3 últimos minutos de la serie nunca hubieran existido.
domingo, 6 de abril de 2014
Bailando
Ya lo dijo Murakami, hay que bailar, bailar, bailar sin parar, para hacer que el mundo siga rodando, para que todo siga su camino.
Así que yo hago caso y bailo, bailo, bailo.
Lo que me echen.
Tanto música tradicional mallorquina (ball de bot) en el 50 aniversario de S’Estol des Gerricó (hace ya un par de semanas, cinco horas y media de música y baile. Totalmente irrepetible), como swing (lindy hop) en la inauguración de una escuela de baile, Tandem club, con los Monkey Doo o al sol en una mañana de domingo, en la terraza del museo Es Baluard, con Swing and Shout.
La cuestión es bailar.
Y que el mundo siga rodando.
miércoles, 2 de abril de 2014
Festival de primavera
Hoy estoy bastante enfadada con el mundo. Y por varios motivos.
Uno de ellos es que una persona que creía que confiaba en mí, me ha demostrado que no. Para nada.
Todo ha venido por el Festival de primavera que celebramos cada año. En primavera, claro. Hoy, mientras tomaba el café (es un decir, no me gusta el café), le contaba algunas de las cosas que haremos este año en el Festival de primavera a alguien que normalmente participa en este festival, pero que este año no puede participar. Por ejemplo, le contaba que este año haríamos tartas. No recuerdo exactamente la conversación, no sé si he mencionado que haríamos tartas de manzana, pero bueno, hablábamos de las tartas. Más tarde, cuando salía del despacho hacia el baño me he encontrado con el sumo responsable del Festival de primavera (que no participa en el festival, porque es sumo responsable de muchas cosas y no puede estar por todo). En su mirada ya he visto que no venía muy contento, ponía esa cara que pone o, mejor, que solía poner cuando me echaba broncas (ahora hace tiempo que no me las echa).
- Oye, este año en el Festival de primavera, vamos a hacer tartas de manzana, ¡¡¡no tartas de fresa!!!
Yo le he mirado así, con la expresión “¿Qué me estás contando?” que pones cuando alguien interrumpe tu camino hacia el baño.
- Sí, ya. – le he contestado- Tartas de manzana… - y me he parado un segundo pensando dónde he escrito yo lo contrario, dónde he metido la pata, cuándo me he equivocado. Y no se me ha ocurrido nada- ¿Me he equivocado en algún lado? ¿Dónde he puesto tartas de fresa?
- Es que le has dicho a esa persona con la que has hablado esta mañana que íbamos a hacer tartas de fresa, ¡¡¡pero vamos a hacer tartas de manzana!!!
Y me he encogido de hombros y le he dicho “Me habré equivocado”. Luego ha aprovechado el cabreo momentáneo para interrogarme sobre la planificación de otros eventos del festival, como el torneo de mini-golf.
La cuestión es que según han pasado las horas, me he estado preguntando realmente si yo he dicho lo de “tarta de fresa”. Puede que sí, claro que sí, puede que me haya equivocado, pero tengo muy claro que una tarta de fresa y una tarta de manzana no son lo mismo. De hecho, en el Festival de primavera del año pasado, hicimos tartas de manzana, tartas de fresa y ¡hasta muffins de chocolate! Pero este año sólo haremos tartas de manzana. La verdad es que creo que sólo he mencionado que haríamos “tartas” sin entrar en detalles. Pero bueno, la cuestión que me ha acabado de cabrear no es esa.
No.
Me he dado cuenta de que el sumo responsable del Festival no confía en mí. Le ha dado a la persona con la que he hablado esta mañana un 100% de credibilidad y a mí un 0%. Cero patatero. Y me ha cabreado, mucho. No es que yo, por ser yo, requiera de él un 100% de credibilidad pero, puestos en igualdad de condiciones, ¿no debería darme al menos un 50%? O incluso un poco más. La persona con la que ha hablado volvió el lunes al trabajo después de varios meses de ausencia, para trabajar esta semana y volver a ausentarse varios meses más. Como ella misma me ha dicho, se despierta cada noche cada dos horas. Pero aún así, aún siendo una persona con falta de sueño (eso creo que crea problemas de concentración) y que ha estado desvinculada del trabajo (y, por supuesto, de la preparación del Festival) su credibilidad ha sido del 100%. Y la mía del 0%.
Me he cabreado mucho. Porque entonces he pensado que si me ha dado la responsabilidad de organizar el Festival de primavera (entre otros muchos eventos de los que me encargo yo ahora cuando no debería hacerlo), tal vez es porque él no quiere (o no puede) hacerlo y no porque confía en mí. Y se me ha caído el alma a los pies. No confía en mí.
Después de más de 13 años rindiendo pleitesía al sumo responsable, ¿ahora resulta que no confía en mí?
Pues estamos bien.
Igual ya no me echa broncas porque me da por imposible.
Y encima, no puedo cogerme días libres porque la put- aplicación que tengo que utilizar para solicitarlos ha decidido dejar de funcionar en mi ordenador. Y ya he perdido la cuenta de las horas que llevo luchando contra ella.
En fin.
Sean felices.
Uno de ellos es que una persona que creía que confiaba en mí, me ha demostrado que no. Para nada.
Todo ha venido por el Festival de primavera que celebramos cada año. En primavera, claro. Hoy, mientras tomaba el café (es un decir, no me gusta el café), le contaba algunas de las cosas que haremos este año en el Festival de primavera a alguien que normalmente participa en este festival, pero que este año no puede participar. Por ejemplo, le contaba que este año haríamos tartas. No recuerdo exactamente la conversación, no sé si he mencionado que haríamos tartas de manzana, pero bueno, hablábamos de las tartas. Más tarde, cuando salía del despacho hacia el baño me he encontrado con el sumo responsable del Festival de primavera (que no participa en el festival, porque es sumo responsable de muchas cosas y no puede estar por todo). En su mirada ya he visto que no venía muy contento, ponía esa cara que pone o, mejor, que solía poner cuando me echaba broncas (ahora hace tiempo que no me las echa).
- Oye, este año en el Festival de primavera, vamos a hacer tartas de manzana, ¡¡¡no tartas de fresa!!!
Yo le he mirado así, con la expresión “¿Qué me estás contando?” que pones cuando alguien interrumpe tu camino hacia el baño.
- Sí, ya. – le he contestado- Tartas de manzana… - y me he parado un segundo pensando dónde he escrito yo lo contrario, dónde he metido la pata, cuándo me he equivocado. Y no se me ha ocurrido nada- ¿Me he equivocado en algún lado? ¿Dónde he puesto tartas de fresa?
- Es que le has dicho a esa persona con la que has hablado esta mañana que íbamos a hacer tartas de fresa, ¡¡¡pero vamos a hacer tartas de manzana!!!
Y me he encogido de hombros y le he dicho “Me habré equivocado”. Luego ha aprovechado el cabreo momentáneo para interrogarme sobre la planificación de otros eventos del festival, como el torneo de mini-golf.
La cuestión es que según han pasado las horas, me he estado preguntando realmente si yo he dicho lo de “tarta de fresa”. Puede que sí, claro que sí, puede que me haya equivocado, pero tengo muy claro que una tarta de fresa y una tarta de manzana no son lo mismo. De hecho, en el Festival de primavera del año pasado, hicimos tartas de manzana, tartas de fresa y ¡hasta muffins de chocolate! Pero este año sólo haremos tartas de manzana. La verdad es que creo que sólo he mencionado que haríamos “tartas” sin entrar en detalles. Pero bueno, la cuestión que me ha acabado de cabrear no es esa.
No.
Me he dado cuenta de que el sumo responsable del Festival no confía en mí. Le ha dado a la persona con la que he hablado esta mañana un 100% de credibilidad y a mí un 0%. Cero patatero. Y me ha cabreado, mucho. No es que yo, por ser yo, requiera de él un 100% de credibilidad pero, puestos en igualdad de condiciones, ¿no debería darme al menos un 50%? O incluso un poco más. La persona con la que ha hablado volvió el lunes al trabajo después de varios meses de ausencia, para trabajar esta semana y volver a ausentarse varios meses más. Como ella misma me ha dicho, se despierta cada noche cada dos horas. Pero aún así, aún siendo una persona con falta de sueño (eso creo que crea problemas de concentración) y que ha estado desvinculada del trabajo (y, por supuesto, de la preparación del Festival) su credibilidad ha sido del 100%. Y la mía del 0%.
Me he cabreado mucho. Porque entonces he pensado que si me ha dado la responsabilidad de organizar el Festival de primavera (entre otros muchos eventos de los que me encargo yo ahora cuando no debería hacerlo), tal vez es porque él no quiere (o no puede) hacerlo y no porque confía en mí. Y se me ha caído el alma a los pies. No confía en mí.
Después de más de 13 años rindiendo pleitesía al sumo responsable, ¿ahora resulta que no confía en mí?
Pues estamos bien.
Igual ya no me echa broncas porque me da por imposible.
Y encima, no puedo cogerme días libres porque la put- aplicación que tengo que utilizar para solicitarlos ha decidido dejar de funcionar en mi ordenador. Y ya he perdido la cuenta de las horas que llevo luchando contra ella.
En fin.
Sean felices.
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