Siempre estuvo a mil océanos de mí.
Lo comprendo ahora, con la perspectiva que sólo el tiempo da.
Creo que siempre fui consciente del mar insondable que nos separaba. Pero lo ignoré, lo ignoré de esa estúpida manera que sólo es posible por la ilusión, ésa que te impide ver y aceptar la realidad. O tal vez no creí que fuera tan insondable, ese mar que nos separaba. Tal vez creí que esos mil océanos no eran, en realidad, tantos. Y me lancé a ese mar, con esperanzas de llegar a la otra orilla. A nado. Sin chaleco salvavidas. Una y otra vez.
Lo intenté. Una y otra vez.
Pero mil océanos son difíciles de surcar a nado.
Imposibles.
Incluso cuando lo tuve cerca, muy cerca, incluso en aquella mañana en una ciudad cubierta de nieve en la que contemplé cómo dormía. Incluso entonces estaba lejos, a mil océanos de mí. Supongo que yo lo sabía. O debería haberlo sabido.
Juro que a veces creí atisbar la costa, juro que en contadas ocasiones creí estar cerca de tener éxito en mi hazaña. Pero esa costa que creía tan cercana no era más que un espejismo. Fata Morgana. Y a veces es muy sencillo creer en espejismos. Sobre todo si quieres creer.
Pero lo sabía, claro que lo sabía. Lo sabía porque me sentía Julia Roberts en “Pretty Woman”, cuando está en la bañera y le dice a Richard Gere que lo va a pasar tan bien con ella que no la dejará marchar. Él le dice que, con lo que le cuesta su compañía, seguro que la deja marchar. Y ella contesta, para sí: “Pero ahora estoy aquí”.
“Pero ahora estoy aquí”.
La de veces que pasó esa frase por mi mente.
Pero ahora estoy aquí.
Pero ahora estoy aquí. Y aunque no sé cuándo volveré a estar aquí, ni así, ni contigo, ahora estoy aquí. Y lo demás no importa.
Pero ahora estoy aquí.
Obviamente, mi vida no es una comedia romántica. A mí sí me dejó marchar. Qué digo, ¿marchar? Nunca fui capaz de atravesar los mil océanos que nos separaban, ni tan siquiera atisbar la costa.
La costa. Ja. Pura Fata Morgana. Pura pirotecnia.
Era imposible, no había ni un ápice de esperanza. Pero así y todo me lancé al mar, una y otra vez.
Pero ahora estoy aquí.
Tal vez era simple necesidad de un final feliz.
Ilusiones absurdas.
Y cuando por fin ves que es imposible surcar mil océanos, cuando ves que si sigues lanzándote a ese mal insondable lo único que conseguirás es ahogarte, tienes que ponerte a salvo. No queda otra. Y la única salvación posible es alejarte de la costa, de la orilla, caminar tierra adentro, lejos, para que nadie te alcance. Para ni siquiera oír el murmullo de las olas de esos océanos.
Hace más de un año que eché a correr tierra adentro, con un único objetivo: alejarme del mar.
A veces parece que hace siglos de aquello. A veces parece que fue ayer.
Y, entretanto, hago caso a Murakami. Así que bailo, bailo, bailo.
Literal y metafóricamente.
Y así, el mundo sigue rodando.
martes, 8 de abril de 2014
lunes, 7 de abril de 2014
Cómo conocí a vuestra madre
¡OJO! ESTA ENTRADA INCLUYE SPOILERS.
¡¡¡MUCHOS SPOILERS!!!
Anoche acabé de ver “Cómo conocí a vuestra madre” (HIMYM).
¡¡¡SPOILERS!!! ¡¡¡SPOILERS!!! ¡¡¡SPOILERS!!!
Empecé a verla por casualidad, capítulos sueltos en la tele. Luego me cansé de ver capítulos aleatoriamente y de distintas temporadas (¡Qué tiempos aquellos en los que las series americanas tenían días y horas de emisión fijos! ¡Y las daban por orden!). Y empecé a verla por internet, por orden. Todos y cada uno de los capítulos.
La serie me gustó pronto: aunque desde el primer momento (o casi) odié a Robin y Barney me resultaba insoportable, Ted Mosby era un personaje lo suficientemente carismático como para cogerle cariño. Un poco empalagoso, eso sí, pero un tío majo. Y qué decir de Marshall y Lily, una pareja adorable. Hay quien ha comparado la serie con “Friends”. No sé, a mí me gustan mucho las dos, pero me he sentido más identificada con HIMYM por cuestión de edad: yo era más joven que los personajes de Friends cuando se emitió en su día y, en cambio, de edad similar a la de los de HIMYM. Y en algunas temporadas me he sentido muy identificada por Ted. Pero tampoco diría que una serie me ha gustado más que la otra, son series diferentes, ¿por qué elegir?
Ha habido capítulos y temporadas que me han gustado más que otros. Recuerdo una temporada, no sé cuál, que me resultó especialmente deprimente y dura. Bastante real, por decirlo de alguna manera. La búsqueda de la pareja adecuada que le ha durado tantos años a Ted es similar a la que muchos treintañeros solteros viven (vivimos) con la diferencia de que, en la vida real, no sabes si te pasarás el resto de tu vida sin pareja, pero sabes que sí, que Ted al final conocerá a la madre de sus hijos. Visto así, en realidad el final de la serie era (o debería ser) lo de menos: sabíamos que Ted conocería a la madre de sus hijos y de hecho ese preciso momento aparece, por fin, a mitad del último capítulo. Y es un momento genial, maravilloso, la química entre Ted y Tracy, la madre de sus hijos, es evidente. Aunque realmente el momento clave es al final de la penúltima temporada, cuando por fin vemos la cara de la susodicha.
Como decía, el final de la serie debía ser lo de menos. Al menos yo lo veía así. Es una serie divertida, que hace reír y emociona. Lo de cómo conoció a la madre es sólo una excusa. O eso creía yo. Pero no. En realidad, sus creadores sabían desde el primer momento cómo acabaría la serie, cómo al final, Ted y Robin acabarían juntos, redondeando en el último capítulo aquella historia del primero de chico conoce a chica, chico se enamora de chica y chico roba trompa azul para chica. O no. Porque, ja, ¿quién dice que Robin no lo rechaza? ¿Quién dice que empiezan a salir y descubren, una vez más, que no son el uno para el otro, que se gustan mucho y todo eso pero son muy diferentes? Igual no, igual en 2030 son almas gemelas, igual siempre lo han sido (qué va) y nos han engañado. No sé, me da igual. Sólo sé que esa parte del final no me ha gustado. Nada.
También me resultó raro que la última temporada se desarrollara en el fin de semana de la boda de Robin y Barney. Me sorprendió pero luego tampoco estuvo mal. Y tampoco me ha gustado que éstos se separaran: con el tiempo, Barney ha acabado siendo mi personaje favorito de la serie y Robin casi me ha caído bien y todo, pero sólo como pareja de Barney. Que sí, que hubiera sido totalmente irreal que Barney se hubiera convertido en un hombre fiel, un esposo ideal, pero ¡es una comedia romántica televisiva! Queremos finales felices, como Marshall y Lily. Para ver la realidad, basta mirar a nuestro alrededor. Sí, yo quería que Robin y Barney siguieran juntos y comieran perdices. Y que no nos hubieran contado que la mujer de Ted muere. Un final feliz para todos los personajes. Y punto.
Pero… pero admito que el final así es redondo. También es un final feliz, claro. Si a mí me hubiera caído bien Robin, hubiera adorado este final. Pero era tan claro, tan, tan claro que Ted y Robin no eran el uno para el otro, que me ha chirriado. Y esos momentos de la temporada final, con Ted admitiendo que sigue queriendo a Robin y con Robin dudando si ha escogido bien a su futuro marido también me han chirriado. No. Basta. No, no y no. Lo de él me lo creo: siempre estuvo más por ella que ella. Pero Robin dudando. ¡Por favor! No, no y no.
Eso sí, ese final demuestra algunos puntos de mi teoría sobre la amistad entre hombres y mujeres. Y eso me alegra. Pero sigo un poco enfadada con el final. Pero como ya he dicho alguna vez, adoro a Josh Radnor, así que haré como si los 3 últimos minutos de la serie nunca hubieran existido.
¡¡¡MUCHOS SPOILERS!!!
Anoche acabé de ver “Cómo conocí a vuestra madre” (HIMYM).
¡¡¡SPOILERS!!! ¡¡¡SPOILERS!!! ¡¡¡SPOILERS!!!
Empecé a verla por casualidad, capítulos sueltos en la tele. Luego me cansé de ver capítulos aleatoriamente y de distintas temporadas (¡Qué tiempos aquellos en los que las series americanas tenían días y horas de emisión fijos! ¡Y las daban por orden!). Y empecé a verla por internet, por orden. Todos y cada uno de los capítulos.
La serie me gustó pronto: aunque desde el primer momento (o casi) odié a Robin y Barney me resultaba insoportable, Ted Mosby era un personaje lo suficientemente carismático como para cogerle cariño. Un poco empalagoso, eso sí, pero un tío majo. Y qué decir de Marshall y Lily, una pareja adorable. Hay quien ha comparado la serie con “Friends”. No sé, a mí me gustan mucho las dos, pero me he sentido más identificada con HIMYM por cuestión de edad: yo era más joven que los personajes de Friends cuando se emitió en su día y, en cambio, de edad similar a la de los de HIMYM. Y en algunas temporadas me he sentido muy identificada por Ted. Pero tampoco diría que una serie me ha gustado más que la otra, son series diferentes, ¿por qué elegir?
Ha habido capítulos y temporadas que me han gustado más que otros. Recuerdo una temporada, no sé cuál, que me resultó especialmente deprimente y dura. Bastante real, por decirlo de alguna manera. La búsqueda de la pareja adecuada que le ha durado tantos años a Ted es similar a la que muchos treintañeros solteros viven (vivimos) con la diferencia de que, en la vida real, no sabes si te pasarás el resto de tu vida sin pareja, pero sabes que sí, que Ted al final conocerá a la madre de sus hijos. Visto así, en realidad el final de la serie era (o debería ser) lo de menos: sabíamos que Ted conocería a la madre de sus hijos y de hecho ese preciso momento aparece, por fin, a mitad del último capítulo. Y es un momento genial, maravilloso, la química entre Ted y Tracy, la madre de sus hijos, es evidente. Aunque realmente el momento clave es al final de la penúltima temporada, cuando por fin vemos la cara de la susodicha.
Como decía, el final de la serie debía ser lo de menos. Al menos yo lo veía así. Es una serie divertida, que hace reír y emociona. Lo de cómo conoció a la madre es sólo una excusa. O eso creía yo. Pero no. En realidad, sus creadores sabían desde el primer momento cómo acabaría la serie, cómo al final, Ted y Robin acabarían juntos, redondeando en el último capítulo aquella historia del primero de chico conoce a chica, chico se enamora de chica y chico roba trompa azul para chica. O no. Porque, ja, ¿quién dice que Robin no lo rechaza? ¿Quién dice que empiezan a salir y descubren, una vez más, que no son el uno para el otro, que se gustan mucho y todo eso pero son muy diferentes? Igual no, igual en 2030 son almas gemelas, igual siempre lo han sido (qué va) y nos han engañado. No sé, me da igual. Sólo sé que esa parte del final no me ha gustado. Nada.
También me resultó raro que la última temporada se desarrollara en el fin de semana de la boda de Robin y Barney. Me sorprendió pero luego tampoco estuvo mal. Y tampoco me ha gustado que éstos se separaran: con el tiempo, Barney ha acabado siendo mi personaje favorito de la serie y Robin casi me ha caído bien y todo, pero sólo como pareja de Barney. Que sí, que hubiera sido totalmente irreal que Barney se hubiera convertido en un hombre fiel, un esposo ideal, pero ¡es una comedia romántica televisiva! Queremos finales felices, como Marshall y Lily. Para ver la realidad, basta mirar a nuestro alrededor. Sí, yo quería que Robin y Barney siguieran juntos y comieran perdices. Y que no nos hubieran contado que la mujer de Ted muere. Un final feliz para todos los personajes. Y punto.
Pero… pero admito que el final así es redondo. También es un final feliz, claro. Si a mí me hubiera caído bien Robin, hubiera adorado este final. Pero era tan claro, tan, tan claro que Ted y Robin no eran el uno para el otro, que me ha chirriado. Y esos momentos de la temporada final, con Ted admitiendo que sigue queriendo a Robin y con Robin dudando si ha escogido bien a su futuro marido también me han chirriado. No. Basta. No, no y no. Lo de él me lo creo: siempre estuvo más por ella que ella. Pero Robin dudando. ¡Por favor! No, no y no.
Eso sí, ese final demuestra algunos puntos de mi teoría sobre la amistad entre hombres y mujeres. Y eso me alegra. Pero sigo un poco enfadada con el final. Pero como ya he dicho alguna vez, adoro a Josh Radnor, así que haré como si los 3 últimos minutos de la serie nunca hubieran existido.
domingo, 6 de abril de 2014
Bailando
Ya lo dijo Murakami, hay que bailar, bailar, bailar sin parar, para hacer que el mundo siga rodando, para que todo siga su camino.
Así que yo hago caso y bailo, bailo, bailo.
Lo que me echen.
Tanto música tradicional mallorquina (ball de bot) en el 50 aniversario de S’Estol des Gerricó (hace ya un par de semanas, cinco horas y media de música y baile. Totalmente irrepetible), como swing (lindy hop) en la inauguración de una escuela de baile, Tandem club, con los Monkey Doo o al sol en una mañana de domingo, en la terraza del museo Es Baluard, con Swing and Shout.
La cuestión es bailar.
Y que el mundo siga rodando.
miércoles, 2 de abril de 2014
Festival de primavera
Hoy estoy bastante enfadada con el mundo. Y por varios motivos.
Uno de ellos es que una persona que creía que confiaba en mí, me ha demostrado que no. Para nada.
Todo ha venido por el Festival de primavera que celebramos cada año. En primavera, claro. Hoy, mientras tomaba el café (es un decir, no me gusta el café), le contaba algunas de las cosas que haremos este año en el Festival de primavera a alguien que normalmente participa en este festival, pero que este año no puede participar. Por ejemplo, le contaba que este año haríamos tartas. No recuerdo exactamente la conversación, no sé si he mencionado que haríamos tartas de manzana, pero bueno, hablábamos de las tartas. Más tarde, cuando salía del despacho hacia el baño me he encontrado con el sumo responsable del Festival de primavera (que no participa en el festival, porque es sumo responsable de muchas cosas y no puede estar por todo). En su mirada ya he visto que no venía muy contento, ponía esa cara que pone o, mejor, que solía poner cuando me echaba broncas (ahora hace tiempo que no me las echa).
- Oye, este año en el Festival de primavera, vamos a hacer tartas de manzana, ¡¡¡no tartas de fresa!!!
Yo le he mirado así, con la expresión “¿Qué me estás contando?” que pones cuando alguien interrumpe tu camino hacia el baño.
- Sí, ya. – le he contestado- Tartas de manzana… - y me he parado un segundo pensando dónde he escrito yo lo contrario, dónde he metido la pata, cuándo me he equivocado. Y no se me ha ocurrido nada- ¿Me he equivocado en algún lado? ¿Dónde he puesto tartas de fresa?
- Es que le has dicho a esa persona con la que has hablado esta mañana que íbamos a hacer tartas de fresa, ¡¡¡pero vamos a hacer tartas de manzana!!!
Y me he encogido de hombros y le he dicho “Me habré equivocado”. Luego ha aprovechado el cabreo momentáneo para interrogarme sobre la planificación de otros eventos del festival, como el torneo de mini-golf.
La cuestión es que según han pasado las horas, me he estado preguntando realmente si yo he dicho lo de “tarta de fresa”. Puede que sí, claro que sí, puede que me haya equivocado, pero tengo muy claro que una tarta de fresa y una tarta de manzana no son lo mismo. De hecho, en el Festival de primavera del año pasado, hicimos tartas de manzana, tartas de fresa y ¡hasta muffins de chocolate! Pero este año sólo haremos tartas de manzana. La verdad es que creo que sólo he mencionado que haríamos “tartas” sin entrar en detalles. Pero bueno, la cuestión que me ha acabado de cabrear no es esa.
No.
Me he dado cuenta de que el sumo responsable del Festival no confía en mí. Le ha dado a la persona con la que he hablado esta mañana un 100% de credibilidad y a mí un 0%. Cero patatero. Y me ha cabreado, mucho. No es que yo, por ser yo, requiera de él un 100% de credibilidad pero, puestos en igualdad de condiciones, ¿no debería darme al menos un 50%? O incluso un poco más. La persona con la que ha hablado volvió el lunes al trabajo después de varios meses de ausencia, para trabajar esta semana y volver a ausentarse varios meses más. Como ella misma me ha dicho, se despierta cada noche cada dos horas. Pero aún así, aún siendo una persona con falta de sueño (eso creo que crea problemas de concentración) y que ha estado desvinculada del trabajo (y, por supuesto, de la preparación del Festival) su credibilidad ha sido del 100%. Y la mía del 0%.
Me he cabreado mucho. Porque entonces he pensado que si me ha dado la responsabilidad de organizar el Festival de primavera (entre otros muchos eventos de los que me encargo yo ahora cuando no debería hacerlo), tal vez es porque él no quiere (o no puede) hacerlo y no porque confía en mí. Y se me ha caído el alma a los pies. No confía en mí.
Después de más de 13 años rindiendo pleitesía al sumo responsable, ¿ahora resulta que no confía en mí?
Pues estamos bien.
Igual ya no me echa broncas porque me da por imposible.
Y encima, no puedo cogerme días libres porque la put- aplicación que tengo que utilizar para solicitarlos ha decidido dejar de funcionar en mi ordenador. Y ya he perdido la cuenta de las horas que llevo luchando contra ella.
En fin.
Sean felices.
Uno de ellos es que una persona que creía que confiaba en mí, me ha demostrado que no. Para nada.
Todo ha venido por el Festival de primavera que celebramos cada año. En primavera, claro. Hoy, mientras tomaba el café (es un decir, no me gusta el café), le contaba algunas de las cosas que haremos este año en el Festival de primavera a alguien que normalmente participa en este festival, pero que este año no puede participar. Por ejemplo, le contaba que este año haríamos tartas. No recuerdo exactamente la conversación, no sé si he mencionado que haríamos tartas de manzana, pero bueno, hablábamos de las tartas. Más tarde, cuando salía del despacho hacia el baño me he encontrado con el sumo responsable del Festival de primavera (que no participa en el festival, porque es sumo responsable de muchas cosas y no puede estar por todo). En su mirada ya he visto que no venía muy contento, ponía esa cara que pone o, mejor, que solía poner cuando me echaba broncas (ahora hace tiempo que no me las echa).
- Oye, este año en el Festival de primavera, vamos a hacer tartas de manzana, ¡¡¡no tartas de fresa!!!
Yo le he mirado así, con la expresión “¿Qué me estás contando?” que pones cuando alguien interrumpe tu camino hacia el baño.
- Sí, ya. – le he contestado- Tartas de manzana… - y me he parado un segundo pensando dónde he escrito yo lo contrario, dónde he metido la pata, cuándo me he equivocado. Y no se me ha ocurrido nada- ¿Me he equivocado en algún lado? ¿Dónde he puesto tartas de fresa?
- Es que le has dicho a esa persona con la que has hablado esta mañana que íbamos a hacer tartas de fresa, ¡¡¡pero vamos a hacer tartas de manzana!!!
Y me he encogido de hombros y le he dicho “Me habré equivocado”. Luego ha aprovechado el cabreo momentáneo para interrogarme sobre la planificación de otros eventos del festival, como el torneo de mini-golf.
La cuestión es que según han pasado las horas, me he estado preguntando realmente si yo he dicho lo de “tarta de fresa”. Puede que sí, claro que sí, puede que me haya equivocado, pero tengo muy claro que una tarta de fresa y una tarta de manzana no son lo mismo. De hecho, en el Festival de primavera del año pasado, hicimos tartas de manzana, tartas de fresa y ¡hasta muffins de chocolate! Pero este año sólo haremos tartas de manzana. La verdad es que creo que sólo he mencionado que haríamos “tartas” sin entrar en detalles. Pero bueno, la cuestión que me ha acabado de cabrear no es esa.
No.
Me he dado cuenta de que el sumo responsable del Festival no confía en mí. Le ha dado a la persona con la que he hablado esta mañana un 100% de credibilidad y a mí un 0%. Cero patatero. Y me ha cabreado, mucho. No es que yo, por ser yo, requiera de él un 100% de credibilidad pero, puestos en igualdad de condiciones, ¿no debería darme al menos un 50%? O incluso un poco más. La persona con la que ha hablado volvió el lunes al trabajo después de varios meses de ausencia, para trabajar esta semana y volver a ausentarse varios meses más. Como ella misma me ha dicho, se despierta cada noche cada dos horas. Pero aún así, aún siendo una persona con falta de sueño (eso creo que crea problemas de concentración) y que ha estado desvinculada del trabajo (y, por supuesto, de la preparación del Festival) su credibilidad ha sido del 100%. Y la mía del 0%.
Me he cabreado mucho. Porque entonces he pensado que si me ha dado la responsabilidad de organizar el Festival de primavera (entre otros muchos eventos de los que me encargo yo ahora cuando no debería hacerlo), tal vez es porque él no quiere (o no puede) hacerlo y no porque confía en mí. Y se me ha caído el alma a los pies. No confía en mí.
Después de más de 13 años rindiendo pleitesía al sumo responsable, ¿ahora resulta que no confía en mí?
Pues estamos bien.
Igual ya no me echa broncas porque me da por imposible.
Y encima, no puedo cogerme días libres porque la put- aplicación que tengo que utilizar para solicitarlos ha decidido dejar de funcionar en mi ordenador. Y ya he perdido la cuenta de las horas que llevo luchando contra ella.
En fin.
Sean felices.
lunes, 31 de marzo de 2014
Sesión de cine
Hoy toca resumen de pelis vistas en los últimos tiempos. Hay un poco de todo y visto en lugares de lo más dispares. Ahí vamos.
Vi “Escondidos de Brujas” de Martin McDonagh estando en Namibia. Sentía curiosidad por esta película, para ver cómo aparecía Brujas, una ciudad muy bonita, fascinante, que ya he visitado en dos ocasiones (la última, en octubre). La película cuenta la historia de dos asesinos que se ocultan en la ciudad belga del título después de un trabajito que no ha salido del todo bien. Me gustó la peli, me recordó continuamente a “The guard”, en parte porque uno de los protagonistas es el mismo que en esa peli (Brendan Gleeson) y supongo que sobre todo porque el director es el mismo (aunque de eso me di cuenta después). El espíritu es muy similar: humor negro por todos lados, mezclado con importantes dosis de violencia, sangre y muertes varias. Me gustó bastante, me encantó volver a ver a Ralph Fiennes (cómo me gusta este hombre, aunque lo prefiero con pelo), me hizo gracia ver a la Fleur Delacour de la saga Harry Potter (la actriz Clémence Poésy) y aunque su protagonista, Colin Farrel, no es mi actor favorito, aquí me gustó. Brujas sale preciosa, maravillosa, tal y como es ella, aunque alguno de sus protagonistas no hace más que ponerla a parir y odiarla. No se lo merece, es una gran ciudad.
Vi “Frozen” de Chris Buck y Jennifer Lee en el aeropuerto de Windhoek, la capital de Namibia, en mi escala de siete largas horas cuando volvía a casa. Es la historia de dos hermanas, separadas involuntariamente por la capacidad de una de ellas, Elsa, de congelar todo lo que toca y su incapacidad de controlar ese poder. Cuando Elsa congela el reino en el que viven, Ana se aventura en su busca, tratando de encontrar una solución al problema. Me entusiasmó esta peli de Disney, me encantó, me lo pasé pipa, me gusta la historia, los personajes, el guión, las canciones, todo, todo, todo. Sé que la volveré a ver cualquier día de estos, me lo pasé genial viéndola.
En el avión de vuelta, vi “La ladrona de libros” de Brian Percival. En un principio no la quería ver, porque estaba a punto de empezar a leer la novela en la que se basa (de hecho, la llevaba encima), pero era la que más me atraía de las que había en el avión (aunque admito que estuve tentada de volver a ver “El Gran Gatsby”) y me lancé. Contada desde el punto de vista de la Muerte, cuenta la historia de una jovencita en una familia de acogida en la Alemania de la II Guerra Mundial, de su acercamiento a los libros, a la lectura, a las palabras y de su amor hacia ellos en un entorno bastante duro y aparentemente poco adecuado para ello. Me gustó mucho, me pareció una historia bonita, narrada de una manera especial. Y los actores, fabulosos, no sólo los veteranos, sino la actriz que da vida a la protagonista. Eso sí, se me hizo raro ver una película en la que aparecen esvásticas nazis en un avión lleno de alemanes. Y oír hablar a los protagonistas supuestamente alemanes en inglés, aunque con acento alemán. Me hizo mucha gracia. Pero bueno, tampoco pasa nada. No tenía muy claro si quería leer la novela tan poco después de ver la película, pero la empecé hace unos días.
Esta vez, sólo vi una película en el avión, porque dormí bastantes horas (eso es bueno) y porque vi el final de “The Internship”, que no había podido acabar de ir a la ida. Eso sí, tuve tiempo de ver un documental “This might sound crazy”. Es un documental sobre un grupo sudafricano de música electrónica, Goodluck, que decide grabar un disco (“Creatures of the night”) en el exterior, fuera del estudio y recorren Namibia grabándolo. No soy nada fan de la música electrónica, pero sentía curiosidad por ver cómo salía el país del que estaba alejándome en esos momentos. Y sale muy bien. El documental es toda una guía de viajes de Namibia, aparecen todos sus lugares emblemáticos para visitar, tanto los que he visitado (como Etosha o el desierto), como los que no (como Kolmannskop), incluyendo la ciudad en la que he pasado bastantes semanas, Swakopmund, con su característica niebla, su embarcadero, el faro que veía desde el balcón de mi habitación y hasta el edificio en el que he pasado bastantes horas trabajando en el último año y medio. También sale el coro del que me compré un par de CDs en el viaje de vuelta, aunque nunca los he visto en directo y, entre ellos, el músico al que fui a ver en un concierto del que hablé aquí. Un documental de visionado muy agradable, la verdad. No lo he encontrado entero por internet, pero sí una versión más corta, que dura la mitad que el original (a partir del minuto 12:14 aparece Swakopmund). Muy recomendable para conocer un poco más de un país fascinante, Namibia.
Vi “Liberal Arts” (“Amor y letras” por estos lares) de Josh Radnor el otro día, ya en casa. Soy muy fan de Josh Radnor, me encanta su papel en “Cómo conocí a vuestra madre” y ahora que estoy viendo la última temporada, estoy particularmente sensible hacia él (esto ha sonado un poco ñoño, ¿no? Qué más da). Me gustó mucho su anterior película “Happythankyoumoreplease”. Aquella, como ésta, son historias sencillas, simples, que no podrían describirse como las típicas comedias románticas, pero que tienen mucho cariño y mucha, muchísima sensibilidad. “Liberal Arts” es la historia de un treintañero que vuelve a su universidad para la fiesta de despedida de un profesor suyo y conoce a una jovencita estudiante, con la que congenia inmediatamente. Repito, me encanta Josh Radnor, así que creo que me va a gustar todo lo que haga, de manera totalmente imparcial. Y me da una pena infinita que acabe “Cómo conocí a vuestra madre”, pero de eso ya hablaré en otro momento. Me gustó mucho la peli, porque además no sabes muy bien hacia dónde va, qué pasará, aunque intuyes algunas cosas y deseas que pasen otras, me gusta que no sea la típica historia que todos sabemos cómo va a acabar. Sencilla pero resultona.
Y con esto y un bizcocho, no hay más cine por hoy. Seguiremos informando.
Vi “Escondidos de Brujas” de Martin McDonagh estando en Namibia. Sentía curiosidad por esta película, para ver cómo aparecía Brujas, una ciudad muy bonita, fascinante, que ya he visitado en dos ocasiones (la última, en octubre). La película cuenta la historia de dos asesinos que se ocultan en la ciudad belga del título después de un trabajito que no ha salido del todo bien. Me gustó la peli, me recordó continuamente a “The guard”, en parte porque uno de los protagonistas es el mismo que en esa peli (Brendan Gleeson) y supongo que sobre todo porque el director es el mismo (aunque de eso me di cuenta después). El espíritu es muy similar: humor negro por todos lados, mezclado con importantes dosis de violencia, sangre y muertes varias. Me gustó bastante, me encantó volver a ver a Ralph Fiennes (cómo me gusta este hombre, aunque lo prefiero con pelo), me hizo gracia ver a la Fleur Delacour de la saga Harry Potter (la actriz Clémence Poésy) y aunque su protagonista, Colin Farrel, no es mi actor favorito, aquí me gustó. Brujas sale preciosa, maravillosa, tal y como es ella, aunque alguno de sus protagonistas no hace más que ponerla a parir y odiarla. No se lo merece, es una gran ciudad.
Vi “Frozen” de Chris Buck y Jennifer Lee en el aeropuerto de Windhoek, la capital de Namibia, en mi escala de siete largas horas cuando volvía a casa. Es la historia de dos hermanas, separadas involuntariamente por la capacidad de una de ellas, Elsa, de congelar todo lo que toca y su incapacidad de controlar ese poder. Cuando Elsa congela el reino en el que viven, Ana se aventura en su busca, tratando de encontrar una solución al problema. Me entusiasmó esta peli de Disney, me encantó, me lo pasé pipa, me gusta la historia, los personajes, el guión, las canciones, todo, todo, todo. Sé que la volveré a ver cualquier día de estos, me lo pasé genial viéndola.
En el avión de vuelta, vi “La ladrona de libros” de Brian Percival. En un principio no la quería ver, porque estaba a punto de empezar a leer la novela en la que se basa (de hecho, la llevaba encima), pero era la que más me atraía de las que había en el avión (aunque admito que estuve tentada de volver a ver “El Gran Gatsby”) y me lancé. Contada desde el punto de vista de la Muerte, cuenta la historia de una jovencita en una familia de acogida en la Alemania de la II Guerra Mundial, de su acercamiento a los libros, a la lectura, a las palabras y de su amor hacia ellos en un entorno bastante duro y aparentemente poco adecuado para ello. Me gustó mucho, me pareció una historia bonita, narrada de una manera especial. Y los actores, fabulosos, no sólo los veteranos, sino la actriz que da vida a la protagonista. Eso sí, se me hizo raro ver una película en la que aparecen esvásticas nazis en un avión lleno de alemanes. Y oír hablar a los protagonistas supuestamente alemanes en inglés, aunque con acento alemán. Me hizo mucha gracia. Pero bueno, tampoco pasa nada. No tenía muy claro si quería leer la novela tan poco después de ver la película, pero la empecé hace unos días.
Esta vez, sólo vi una película en el avión, porque dormí bastantes horas (eso es bueno) y porque vi el final de “The Internship”, que no había podido acabar de ir a la ida. Eso sí, tuve tiempo de ver un documental “This might sound crazy”. Es un documental sobre un grupo sudafricano de música electrónica, Goodluck, que decide grabar un disco (“Creatures of the night”) en el exterior, fuera del estudio y recorren Namibia grabándolo. No soy nada fan de la música electrónica, pero sentía curiosidad por ver cómo salía el país del que estaba alejándome en esos momentos. Y sale muy bien. El documental es toda una guía de viajes de Namibia, aparecen todos sus lugares emblemáticos para visitar, tanto los que he visitado (como Etosha o el desierto), como los que no (como Kolmannskop), incluyendo la ciudad en la que he pasado bastantes semanas, Swakopmund, con su característica niebla, su embarcadero, el faro que veía desde el balcón de mi habitación y hasta el edificio en el que he pasado bastantes horas trabajando en el último año y medio. También sale el coro del que me compré un par de CDs en el viaje de vuelta, aunque nunca los he visto en directo y, entre ellos, el músico al que fui a ver en un concierto del que hablé aquí. Un documental de visionado muy agradable, la verdad. No lo he encontrado entero por internet, pero sí una versión más corta, que dura la mitad que el original (a partir del minuto 12:14 aparece Swakopmund). Muy recomendable para conocer un poco más de un país fascinante, Namibia.
Vi “Liberal Arts” (“Amor y letras” por estos lares) de Josh Radnor el otro día, ya en casa. Soy muy fan de Josh Radnor, me encanta su papel en “Cómo conocí a vuestra madre” y ahora que estoy viendo la última temporada, estoy particularmente sensible hacia él (esto ha sonado un poco ñoño, ¿no? Qué más da). Me gustó mucho su anterior película “Happythankyoumoreplease”. Aquella, como ésta, son historias sencillas, simples, que no podrían describirse como las típicas comedias románticas, pero que tienen mucho cariño y mucha, muchísima sensibilidad. “Liberal Arts” es la historia de un treintañero que vuelve a su universidad para la fiesta de despedida de un profesor suyo y conoce a una jovencita estudiante, con la que congenia inmediatamente. Repito, me encanta Josh Radnor, así que creo que me va a gustar todo lo que haga, de manera totalmente imparcial. Y me da una pena infinita que acabe “Cómo conocí a vuestra madre”, pero de eso ya hablaré en otro momento. Me gustó mucho la peli, porque además no sabes muy bien hacia dónde va, qué pasará, aunque intuyes algunas cosas y deseas que pasen otras, me gusta que no sea la típica historia que todos sabemos cómo va a acabar. Sencilla pero resultona.
Y con esto y un bizcocho, no hay más cine por hoy. Seguiremos informando.
miércoles, 26 de marzo de 2014
Aeropuerto
Anteayer empecé a escribir esta entrada pero luego la borré, porque no tenía muy claro si la opinión que tenía en ese momento me iba a perdurar en el tiempo. La decisión de ponerle el nombre de Adolfo Suárez al aeropuerto de Barajas me pareció un calentón de nuestros gobernantes, un “ostras, hay que rendirle un súper homenaje, súper, súper, súper grande”. Luego lo pensé mejor y me planteé si ya lo tenían pensado, si era una decisión premeditada, un homenaje programado y no un calentón espontáneo. Creo que leí en algún sitio que la idea ya se planteó hace algunos años. Pero ya se sabe, los homenajes mejor a los muertos, no vaya a ser que disfruten en vida del reconocimiento general.
No voy a decir yo aquí nada sobre Adolfo Suárez que no se haya dicho ya, porque además yo lo sé de él es porque me lo han contado. Nací a finales de los setenta, así que para mí Suárez es alguien que aparecía en los libros de textos y de quien me contaban cosas, pero alguien a quién yo he visto en acción más bien poco. Así que no voy a decir nada más sobre él, está todo dicho y tampoco creo que pueda aportar nada. Pero lo de darle su nombre a un aeropuerto… eso sí que lo he vivido y puedo opinar.
Mi primera reacción fue la risa. ¿Por qué? ¿Para qué? Sí, como homenaje es fascinante pero ¿sabéis el follón que es cambiar el nombre a un aeropuerto? No, yo tampoco lo sé, pero sí que sé que trabajo para un organismo del Estado que cambia de Ministerio con una facilidad apabullante. Y sí que sé el follón que supone cada vez que nos cambian de Ministerio. Hay que cambiar la firma de los correos y el logo de todos los documentos que hacemos. Eso es sencillo, es electrónico y ya está. Simplemente hay que recordar cada vez a qué ministerio pertenecemos e intentar no meter la pata. Lo que ya es más difícil, tedioso y costoso es cambiar el nombre en los lugares físicos: las placas de los edificios, el logo en los buques, el de los coches oficiales y de más sitios en los que debe aparecer y no recuerdo. Hay que reutilizar los sobres con logos de ministerios que ya no existen a base de pegatinas y más pegatinas. Y multitud de papeles oficiales en blanco ya sólo sirven como hojas en sucio. Y así hasta el infinito. Si cambiar de Ministerio da todo este trabajo y tiene un importante coste económico, ¿cuánto costará cambiar el nombre a un aeropuerto? Pues por lo visto muchos euros.
Además, a la gente le costará acostumbrarse, eso es lo que pensé. Pero luego recordé algo que pasó en mi Universidad siendo yo estudiante. Cuando empecé a estudiar, el edificio de Biología se llamaba Darwin (un nombre muy apropiado, por otra parte), pero decidieron rebautizarlo con el nombre de un geólogo mallorquín, Guillem Colom Casasnovas. Al principio, nadie lo llamaba así. El edificio Darwin era el Darwin. Y punto. Pero con los años, la gente empezó a olvidar ese nombre y, de hecho, los nuevos estudiantes ya lo conocían como Guillem Colom. Y estoy segura que hoy en día muy pocos estudiantes conocen que ese edificio se llamaba antes Darwin. Así que después de recordar esto, he pensado que lo de cambiarle el nombre al aeropuerto no es tan mala idea. Para muchos de nosotros será un poco difícil acostumbrarnos, pero para las nuevas generaciones será su nombre desde el principio, así que no les extrañará. Y mejor aún, se preguntarán quién era Adolfo Suárez y tal vez así se acerquen un poco más a la figura del Presidente. Sólo por eso, el cambio de nombre ya vale la pena.
Pero (siempre hay un “pero”), pero sigo teniendo reticencias en lo de gastar tanto dinero (nuestro) en algo así. ¿No sería mejor invertir ese dinero en otras cosas? Por ejemplo, ¿en investigación de la enfermedad que acabó con Suárez, el Alzheimer? Circula ya una petición por ahí para usar ese dinero en eso, en investigación. No servirá para nada, esta vez ya es tarde, pero hubiera sido una maravilla, un homenaje sublime, crear una beca, un contrato, un premio, un algo de investigación sobre el Alzheimer con el nombre de Adolfo Suárez. Hubiera sido tan bonito como fue en su día la creación de un premio de fomento a la investigación con el nombre de la que fue rectora de mi Universidad, la Dra. Montserrat Casas. A mí, este tipo de homenajes me parecen más bonitos, más útiles, pero probablemente no tan mediáticos.
En la foto, el aeropuerto de Frankfurt, que juraría que se llama simplemente así, aeropuerto de Frankfurt.
No voy a decir yo aquí nada sobre Adolfo Suárez que no se haya dicho ya, porque además yo lo sé de él es porque me lo han contado. Nací a finales de los setenta, así que para mí Suárez es alguien que aparecía en los libros de textos y de quien me contaban cosas, pero alguien a quién yo he visto en acción más bien poco. Así que no voy a decir nada más sobre él, está todo dicho y tampoco creo que pueda aportar nada. Pero lo de darle su nombre a un aeropuerto… eso sí que lo he vivido y puedo opinar.
Mi primera reacción fue la risa. ¿Por qué? ¿Para qué? Sí, como homenaje es fascinante pero ¿sabéis el follón que es cambiar el nombre a un aeropuerto? No, yo tampoco lo sé, pero sí que sé que trabajo para un organismo del Estado que cambia de Ministerio con una facilidad apabullante. Y sí que sé el follón que supone cada vez que nos cambian de Ministerio. Hay que cambiar la firma de los correos y el logo de todos los documentos que hacemos. Eso es sencillo, es electrónico y ya está. Simplemente hay que recordar cada vez a qué ministerio pertenecemos e intentar no meter la pata. Lo que ya es más difícil, tedioso y costoso es cambiar el nombre en los lugares físicos: las placas de los edificios, el logo en los buques, el de los coches oficiales y de más sitios en los que debe aparecer y no recuerdo. Hay que reutilizar los sobres con logos de ministerios que ya no existen a base de pegatinas y más pegatinas. Y multitud de papeles oficiales en blanco ya sólo sirven como hojas en sucio. Y así hasta el infinito. Si cambiar de Ministerio da todo este trabajo y tiene un importante coste económico, ¿cuánto costará cambiar el nombre a un aeropuerto? Pues por lo visto muchos euros.
Además, a la gente le costará acostumbrarse, eso es lo que pensé. Pero luego recordé algo que pasó en mi Universidad siendo yo estudiante. Cuando empecé a estudiar, el edificio de Biología se llamaba Darwin (un nombre muy apropiado, por otra parte), pero decidieron rebautizarlo con el nombre de un geólogo mallorquín, Guillem Colom Casasnovas. Al principio, nadie lo llamaba así. El edificio Darwin era el Darwin. Y punto. Pero con los años, la gente empezó a olvidar ese nombre y, de hecho, los nuevos estudiantes ya lo conocían como Guillem Colom. Y estoy segura que hoy en día muy pocos estudiantes conocen que ese edificio se llamaba antes Darwin. Así que después de recordar esto, he pensado que lo de cambiarle el nombre al aeropuerto no es tan mala idea. Para muchos de nosotros será un poco difícil acostumbrarnos, pero para las nuevas generaciones será su nombre desde el principio, así que no les extrañará. Y mejor aún, se preguntarán quién era Adolfo Suárez y tal vez así se acerquen un poco más a la figura del Presidente. Sólo por eso, el cambio de nombre ya vale la pena.
Pero (siempre hay un “pero”), pero sigo teniendo reticencias en lo de gastar tanto dinero (nuestro) en algo así. ¿No sería mejor invertir ese dinero en otras cosas? Por ejemplo, ¿en investigación de la enfermedad que acabó con Suárez, el Alzheimer? Circula ya una petición por ahí para usar ese dinero en eso, en investigación. No servirá para nada, esta vez ya es tarde, pero hubiera sido una maravilla, un homenaje sublime, crear una beca, un contrato, un premio, un algo de investigación sobre el Alzheimer con el nombre de Adolfo Suárez. Hubiera sido tan bonito como fue en su día la creación de un premio de fomento a la investigación con el nombre de la que fue rectora de mi Universidad, la Dra. Montserrat Casas. A mí, este tipo de homenajes me parecen más bonitos, más útiles, pero probablemente no tan mediáticos.
En la foto, el aeropuerto de Frankfurt, que juraría que se llama simplemente así, aeropuerto de Frankfurt.
lunes, 24 de marzo de 2014
"Balla, balla, balla" de Haruki Murakami
Murakami me da pereza. Lo digo así de claro. Me da pereza empezar sus libros, me da pereza leerlos, pero cuando los acabo, me dejan un buen sabor de boca. Ya me lo dijo alguien (no recuerdo quién) cuando estaba leyendo “Tokio Blues. Norwegian Wood” y, aunque entonces no me lo creí, es totalmente cierto: cuando los acabo, me dejan una sensación muy agradable.
Después de leer “Tokio Blues”, no tenía muy claro si me leería otro libro de Murakami, al menos no a corto plazo. Pero recibí “Baila, baila, baila” (la versión en catalán) como regalo cuando defendí la tesis (hace ya ¡casi año y medio!), así que tenía que leérmelo. Y me lo he leído ahora. Bueno, he tardado bastante, lo he alternado con otros libros. Murakami se me hace demasiado denso, demasiado pesado, demasiado confuso. No es que sea difícil leerlo, no es eso, pero me resulta confuso, como si una niebla cubriera la historia y hubiera que dedicarle más tiempo de lo habitual para dejarte llevar con ella.
Con “Baila, baila, baila” me ha pasado lo que comentaba al principio. Me dio pereza empezarlo, a ratos me daba pereza leerlo, pero al mismo tiempo tenía ganas de hacerlo. Y cuando lo acabé me dio incluso un poco de pena. Es difícil contar de qué va este libro, para eso me parece que Murakami es un genio. Tal vez un genio de la confusión, rozando los límites de ser pretencioso (que igual sí que lo es), pero un genio. En la historia, en la que todo está conectado, se entremezclan un redactor freelance, un misterioso hotel, un actor famoso, prostitutas de lujo, una adolescente sensible, sus extraños padres y un personaje, el Hombre Carnero, tan inquietante como sabio en sus consejos: hay que moverse, hay que bailar, bailar, bailar sin parar, para que todo siga rodando, para que todo siga su camino.
No sé si recomendaría este libro o no, tampoco sé si recomendaría a Murakami en general. Creo que es un autor que si te gusta, te puede gustar mucho, pero si no te gusta, es insufrible. Yo sigo sin saber si me gusta o no me gusta. Me da pereza, me perturba un poco leerlo, pero cuando cierro el libro, me gusta la sensación que me deja. Así que, al menos, hay que darle a Murakami una oportunidad. Yo leeré alguno más en el futuro, pero esperaré un tiempo para hacerlo.
Después de leer “Tokio Blues”, no tenía muy claro si me leería otro libro de Murakami, al menos no a corto plazo. Pero recibí “Baila, baila, baila” (la versión en catalán) como regalo cuando defendí la tesis (hace ya ¡casi año y medio!), así que tenía que leérmelo. Y me lo he leído ahora. Bueno, he tardado bastante, lo he alternado con otros libros. Murakami se me hace demasiado denso, demasiado pesado, demasiado confuso. No es que sea difícil leerlo, no es eso, pero me resulta confuso, como si una niebla cubriera la historia y hubiera que dedicarle más tiempo de lo habitual para dejarte llevar con ella.
Con “Baila, baila, baila” me ha pasado lo que comentaba al principio. Me dio pereza empezarlo, a ratos me daba pereza leerlo, pero al mismo tiempo tenía ganas de hacerlo. Y cuando lo acabé me dio incluso un poco de pena. Es difícil contar de qué va este libro, para eso me parece que Murakami es un genio. Tal vez un genio de la confusión, rozando los límites de ser pretencioso (que igual sí que lo es), pero un genio. En la historia, en la que todo está conectado, se entremezclan un redactor freelance, un misterioso hotel, un actor famoso, prostitutas de lujo, una adolescente sensible, sus extraños padres y un personaje, el Hombre Carnero, tan inquietante como sabio en sus consejos: hay que moverse, hay que bailar, bailar, bailar sin parar, para que todo siga rodando, para que todo siga su camino.
No sé si recomendaría este libro o no, tampoco sé si recomendaría a Murakami en general. Creo que es un autor que si te gusta, te puede gustar mucho, pero si no te gusta, es insufrible. Yo sigo sin saber si me gusta o no me gusta. Me da pereza, me perturba un poco leerlo, pero cuando cierro el libro, me gusta la sensación que me deja. Así que, al menos, hay que darle a Murakami una oportunidad. Yo leeré alguno más en el futuro, pero esperaré un tiempo para hacerlo.
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