martes, 18 de febrero de 2014

"The Hunger Games" de Suzanne Collins

Este año me estoy tomando muy en serio las clases de inglés. Quiero aprobar, sí, quiero aprobar. Y quiero aprender, sí, quiero aprender. La verdad es que no me veo capacitada de saber más inglés del que ya sé, y no porque sepa mucho (mi vocabulario es bastante limitado) sino porque yo creo que lo que me queda por aprender sólo lo aprendería en inmersión total. Y, de momento, no tengo previsto ese tipo de inmersión. Así que estoy haciendo caso al profe y estoy leyendo mucho. Tengo en marcha siempre un libro en inglés. Eso sí, estoy intentando leer cosas que me apetecen, historias que creo que me pueden enganchar. Por eso decidí leer “Los juegos del hambre”: creía que entretendría y divertiría. Y no me ha decepcionado, para nada.

“The Hunger Games” nos presenta un futuro en el que los ciudadanos de lo que antes era Norteamérica, ahora Panem, viven en una docena de distritos alrededor de su capital, el Capitolio. El Capitolio, en una muestra de su poder totalitario, organiza cada año los juegos que dan título a la novela, en los que un chico y una chica de cada distrito son escogidos para competir entre ellos hasta la muerte, hasta que quede un único vencedor. La protagonista, Katniss, es una de los competidores de estos juegos, representando a su distrito, el 12. En los juegos, televisados para todo el país se enfrentará a otros jóvenes con un único objetivo: sobrevivir.

Me ha gustado mucho este libro, pero mucho. No es sólo una novela de ciencia ficción y aventuras (y para adolescentes), es también una interesante reflexión sobre el poder político, la manipulación, el sufrimiento, la maldad, el dolor. Una interesante distopía. Pero también habla de la amistad, de la confianza y el amor. Contada en primera persona por su protagonista, la narración es fresca, vivaz y muy amena. Cuenta cosas muy, muy duras (Juntar a 24 adolescentes para matarse entre ellos mientras todo el país lo disfruta por la tele en vivo y en directo es mucho más que crueldad), pero de una manera tan franca y directa que engancha, sin caer en ningún momento en el morbo ni en el sensacionalismo.

Me ha gustado tanto, tanto, que ya me estoy leyendo la segunda parte. Y luego me leeré la tercera, claro. Ah, y cualquier día de estos, veo la película, ya tengo ganas.

sábado, 15 de febrero de 2014

Aún no es primavera

Aún no es primavera.

Lo sé, entre otras muchas cosas, porque las ramas de mi bosque de ginkgos están totalmente desnudas.

Aún no es primavera, pero…


… mi fresal no para de echar flores.



… las plantas de guisantes crecen felices y están dando sus primeras flores.


… me he animado a volver a sembrar zanahorias.


Y, entretanto, la planta de Navidad sigue agonizando.


Aún no es primavera, pero parece que se acerca.

jueves, 13 de febrero de 2014

Lo del aborto

La reflexión más razonable que he leído en mi vida sobre el aborto fue en una carta al director en un diario, hace varios años. La escribía una señora católica y practicante. Dejaba bien claro que ella nunca abortaría, por convicciones religiosas, pero que entendía que había gente que no compartía sus creencias y que tenía que existir una ley que lo regulara, que permitiera a una mujer abortar en el caso que ella lo considerara necesario.

“Me quito el sombrero delante de esta señora”, pensé entonces. Ojalá todo el mundo pensara como ella, fuera tan respetuoso como ella. Ella tiene unas ideas muy claras y sabe lo que no haría, pero ella no se consideraba nadie para decidir lo que hicieran los demás, ni para juzgarlo.

Yo fui a un colegio de monjas. Desde los 3 a los 17 años. Toda mi vida escolar. Me contaron muchas cosas. No soy practicante y creyente sólo a ratos. Digamos que soy pseudo-escéptica y pro-“que cada uno piense lo que quiera y haga lo que quiera, mientras no moleste a los demás”. Lo que sí que me quedó claro tras tantos años de rosarios, misas y sermones es que, al fin y al cabo, lo único que importa es ser buena persona o ser mala persona.

Pongamos que no existe Dios. Si no existe Dios, podemos ser buena gente o mala gente porque nos da la gana, porque nos parece lo correcto o porque ser una u otra cosa nos parece lo más adecuado. A mí, en este escenario, lo lógico me parece ser buena gente. Da menos problemas, no te metes en líos y no te genera mala sangre.

Pongamos que sí existe Dios. Si existe Dios, podemos ser buena gente o mala gente, porque a Dios le parecerá bien o mal. A mí, en este escenario, lo lógico me parece que todos los que creen en Dios van a ser buena gente. Si eres buena gente, irás al cielo; si no, te quemarás en el infierno. Vamos, que si crees en el Dios que sea, eres siempre bueno, ¿no? Pues no.

Para mí, ser buena gente es vivir tu vida, sin molestar a nadie, ayudando a los que quieres, sin dejarte machacar, ignorando a la mala gente (cuando puedes). Y, qué queréis que os diga, últimamente los católicos practicantes no me dan el pego de buena gente. ¿Tu religión no te permite abortar? No abortes. Los musulmanes no comen cerdo y no por eso han creado una ley que prohíba comer carne de cerdo, ¿no? Si no quieres comer carne de cerdo, no la comas. Pero si la quieres comer, puedes ir al súper a comprarla.

Pues eso.

Esto del aborto es un tema muy serio. La mujer que aborta no lo hace alegremente, como si fuera a sacarse una muela. Todo lo que lleva y rodea una decisión así es muy duro. No es una decisión tomada al azar, ni arbitraria, ni feliz. Supongo. Ninguna mujer que yo conozco ha abortado que yo sepa, lo que no quiere decir que no conozca a nadie que haya abortado. Simplemente, yo no lo sé. Tampoco, supongo, es una cosa que se va contando por ahí. Yo nunca he tenido que pasar por la experiencia de plantearme nada así, pero no tengo ni idea de lo que haría, ni idea. Si tengo pareja, soy feliz y me quedo embarazada, lo tendría. Si me quedo embarazada de un gilipollas que me pega, me ha abandonado, me he quedado sin trabajo, me van a desahuciar y la criatura viene con una malformación que acabará con su vida en días, supongo abortaría. Y por eso mismo creo que tiene que existir una ley que lo regule de manera razonable, sin tener en cuenta las convicciones religiosas de nuestros gobernantes. Cada caso es un mundo, cada mujer, cada vida, cada instante no tiene nada, absolutamente que ver con otro. Y por eso creo que cada mujer, en cada instante de su vida, tiene que tener derecho a decidir y a que la ley le ampare en su decisión, sea cual sea ésta.

Recuerdo dos anécdotas de mi época escolar relacionadas estrechamente con esto. La primera era un caso que contó una compañera de una mujer cuyo esposo sólo pasaba por casa cada cierto tiempo, para hacerle un hijo y volver a desaparecer. Se hizo una ligadura de trompas, a pesar de ser católica, practicante, porque ya no podía más. No podía mantener a los numerosos hijos que su esposo religioso le engendraba periódicamente, para después abandonarlos. Cuando le preguntamos a la monja de turno si eso era pecado, dijo “Bueno, claro, es que cada caso es diferente…”. También recuerdo una charla que nos dio un sacerdote recién llegado de las misiones de África. Entonces, para mí, África era un país enorme lleno de niños que pasaban hambre y de guerras. Él volvía de una de esas guerras, en las que algunos sacerdotes habían muerto y muchas monjas habían sido violadas. Nos contaba cómo las monjas hacían todo lo posible para evitar quedarse embarazadas tras las violaciones o abortaban con lo que tuvieran a mano (creo recordar que pronunció palabras como “espráis” y “palos”). El murmullo en el auditorio era claro, nuestras mentes (pre)-adolescentes no daban crédito a la información que recibíamos. ¿Abortar? ¿Monjas? Al sacerdote aún le dio tiempo a hablar un poco más antes de que la monja cortara de cuajo la charla: una monja embarazada en mitad de un conflicto bélico tiene los días contados. Y al final, lo que importa es sobrevivir, hacer lo que nos toca hacer para enfrentarnos a las circunstancias y salir adelante.

Pues eso.

Supongamos que sí existe Dios. Si Dios existe, quiero ser yo quien le de a Él las explicaciones pertinentes de por qué hice o no hice esto o aquello. Quiero ser yo la que haga las cosas bien o mal, la que decida sobre un tema tan delicado como la maternidad. Si Dios existe, habrá que rendirle cuentas a él. Yo no quiero rendirle cuentas a Gallardón. Él no es Dios. Él es un Ministro con un cargo temporal que no debería jugar a ser Dios. Si Dios existe, Él se encargará de juzgar a quien haya actuado bien o mal. Si Dios existe, quiero ser juzgada por él, no por un humano que se cree superior a mí por… ¿por qué? ¿Por ser religioso? ¿Por ser político? ¿Por ser hombre? Cualquiera de estas respuestas me aterra.

Supongamos que sí existe Dios. ¿Qué opinaría Él de la reforma de la ley del aborto? ¿Creéis que felicitará a Gallardón cuando le llegue su hora y tenga que rendirle cuentas? Yo creo que no. No el Dios del que me hablaron en mi infancia y juventud. Pero igual peco de soberbia al intentar pensar lo que opinaría Dios. Pero ¿no pecan también de soberbia nuestros gobernantes al intentar implantar lo que ellos creen que es lo correcto? ¿Pueden ser más soberbios, ellos, nuestros gobernantes (que NO LO OLVIDEMOS fueron elegidos por nosotros, trabajan para nosotros, nosotros somos sus jefes y no al revés), que nosotros, los que los elegimos? Una cosa que recuerdo muy, muy bien es que Dios hizo a los hombres libres, capaces de actuar bien o mal, de pecar o no pecar. Libre albedrío, lo llamaban. Si Dios nos dio libre albedrío, ¿por qué los políticos nos lo quieren arrebatar?

Que alguien me lo explique, porque no lo entiendo.

Tampoco entiendo por qué hay tanta falsedad, tanta doble moral con este tema. Mi abuela era enfermera de un sanatorio (en el que, por cierto, nació nuestra actual Princesa). Son muchas las veces que mi madre la oyó hablar de “raspados vaginales” a los que las niñas bien de la ciudad eran sometidas. Había mucho alcohol en las fiestas de aquella época, la gente bien se lo pasaba muy bien y, como buenas católicas, los métodos anticonceptivos no eran norma habitual. Así que las niñas bien de la ciudad se sometían a “raspados vaginales” que solucionaban el problema, mientras que la gente pobre aguantaba con lo que venía o moría en manos de supuestas sanadoras expertas en eliminarte esos problemas. ¿Pensáis que la nueva ley solucionará esto? No. Volvemos a lo de siempre, a lo que es tan habitual en los últimos tiempos: la fractura entre la clase alta y la clase baja (¿media? ¿quién habló de clase media?). Si esta reforma de la ley del aborto sale adelante, volveremos a esta doble moral: quien pueda, abortará a escondidas, pero con todas las comodidades necesarias, aquí o en lugares donde sea legal. Quien no pueda, se arriesgará en manos de sanadoras que (seguro) resurgirán en todos lados o se verá obligada a alimentar a una boca más, pueda o no pueda, venga la criatura como venga, y sean sus condiciones vitales las que sean.

Qué queréis que os diga. A mí todo esto me da mucha pena. No soy yo de salir por ahí con las tetas al aire gritando eso de que mi cuerpo es mío y yo hago con él lo que me sale del floro. No lo soy porque me da vergüenza enseñar las tetas y porque no sé si es el mejor camino para conseguir las cosas. Pero entiendo que haya quien lo haga y creo que lo agradezco. ¿Es una barbaridad enseñar las tetas o interrumpir una misa para reclamar mantener un derecho que, actualmente, tenemos? Sí, puede que sea una barbaridad. Pero también es una barbaridad obligar a una mujer a ser madre de un crío con malformaciones, o ser obligada a ser madre en una situación personal determinada, que no conocemos y que, por tanto, no podemos, ni debemos juzgar. Y son barbaridades muchas cosas que pasan a nuestro alrededor últimamente, como oír a un cura decir que alguien tiene cáncer por ser homosexual, o que se aprueben tasas inasumibles para poder generar energía limpia, o que haya más de una cuarta parte de la población activa sin trabajo, o que desahucien a gente por deudas insignificantes en comparación a los sueldos de nuestros políticos, o que… o que…

Hay tantos “o que” últimamente. Pero parece que ya somos inmunes a todo.

Qué pena.

miércoles, 12 de febrero de 2014

Stari Bar

No sé si quedó claro el otro día, pero la ciudad montenegrina en la que estuve de reunión las dos últimas semanas no me entusiasmó especialmente. Vaya por delante que no tengo nada de criterio y a mí en general los sitios a los que voy me gustan o me gustan mucho, pero he visto que con los años me he vuelto crítica y ahora soy capaz de etiquetar sitios que visito como “me gusta poco”.

Digamos que Bar me gustó poco.

Por una serie de circunstancias, mis días de turismo montenegrino sufrieron una severa alteración respeto a los planes iniciales. Cosas que pasan y que están fuera de nuestro alcance. Total, que al final tuve ocasión de visitar lo que era la antigua ciudad de Bar, Stari Bar.

Stari Bar es una ciudad amurallada, a unos 4 quilómetros de la costa, a los pies de una zona montañosa. Se llamó Antibari porque se encuentra justo enfrente de la ciudad italiana de Bari, separadas ambas por el Adriático. Es una de esas ciudades por las que ha pasado todo el mundo: formó parte del Imperio Bizantino, el Reino Serbio, la República Veneciana o el Imperio Otomano. Lo que implica, entre otras cosas, que le han caído muchas bombas encima, dañándola bastante. Tampoco ayudó mucho un terremoto que tuvo lugar en 1979, momento en el que la ciudad fue abandonada, trasladándose los habitantes en la costa, junto al puerto y formando lo que es la actual Bar.

Así, Stari Bar es ahora una ciudad inhabitada, que se puede visitar por 2 € la entrada (más 1 € por el mapa, que recomiendo). Llegué allí en una mañana lluviosa y me pareció maravillosa por muchos motivos. Primero, porque tiene ese encanto de los sitios abandonados pero parcialmente cuidados (hay edificios reconstruidos, algunos como museos). Segundo, porque tiene buenas vistas: el mar, la montaña. Tercero, porque te dejan campar a tus anchas, puedes tocar todas las piedras que quieras, meterte por todos los caminos que te apetece y explorar todos los rincones. Esto, si lo haces en una mañana laborable de invierno, te puede convertir en la única visitante de la ciudad (no sólo de ese día, posiblemente también de esa semana… y de las últimas semanas).

Total, que Stari Bar bien vale una visita.

Ruinas, edificios reconstruidos, seguir el entramado de sus calles con un mapa en la mano (mapa, paraguas y cámara de foto son una complicada combinación), ver cómo el sol se acaba colando entre las nubes, el baño turco reconstruido (maravilloso), observar las mezquitas cercanas, escuchar la llamada a la oración e incluso el paseo de vuelta a Bar bajo una lluvia constante. Todo valió la pena. Y la visita al mercado. Y los funghi porcini secos que allí compré para traerme de vuelta a casa.

Bien pensado, Bar (o mejor, su ciudad antigua) me gustó bastante más de lo que había pensado.












lunes, 10 de febrero de 2014

Siempre es igual

Siempre es igual, cuando viajo.

Los días antes del viaje son alegres, emocionantes. Dónde voy. Cómo es el sitio. Qué podré ver si consigo tener algo de tiempo libre. Surfeo por la red averiguando cómo es el hotel al que voy, cómo voy a ir del aeropuerto al hotel y del hotel al lugar de la reunión, qué hay cerca, qué puedo ver, qué cuentan los viajeros que han estado por allí. Miro la previsión del tiempo, decido si hace falta chubasquero, paraguas y/o botas de agua.

El día antes del viaje es el infierno. Odio hacer la maleta. Me agobio, me estreso. Se me ocurren un millón de cosas mejores que hacer que hacer la maleta. Primero hago una lista o cojo una lista de viajes anteriores: es la manera de no olvidarme nada. Selecciono la ropa en función del tipo de reunión y del tiempo que hace en el lugar al que viajo. Siempre sigo el mismo orden para hacer la maleta: primero, ropa y zapatos; luego, los productos de higiene y, al final, todo lo demás: el papeleo, los cables para cargar cámaras y móvil y lo que será mi ocio esos días: libros y música. Mientras hago la maleta y una vez está hecha, el mismo pensamiento: no quiero ir. Quiero quedarme. No quiero alejarme de mi vida y de mi rutina. Cuanto más hace que no viajo, ese “no” es mayor. Cuanto más largo es el viaje, ese “no” es mayor. Y tengo la sensación de que cuanto mayor me hago, ese “no” también es mayor.

Y llega el día del viaje. Si madrugo, lloriqueo recreándome en el “no, no, no”. Y luego llego al aeropuerto. Ah, el aeropuerto. Me encantan los aeropuertos. El verano de estudiante en el que trabajé en uno, lo disfruté tanto, ¡tanto! Llego al aeropuerto y ya noto el cosquilleo del viaje. Y, de repente, el “no” se transforma en “sí”. Qué digo en “sí”, en “¡¡SÍ!!”. Y ahí es cuando empiezo a disfrutarlo, por fin recuerdo por qué me gusta tanto esto de viajar: el ambiente temporal del aeropuerto, gente yendo y viniendo, nombres de lugares exóticos en las pantallas.

Luego llego a mi destino y lo disfruto mucho, sí, en general mucho. Hay reuniones buenos, malas y regulares. Depende de lo que sean, de dónde sean y de con quién sean. Pero siempre, siempre, lo mejor viene al acabar de reunión: cuando desconectas del día, sales con los colegas (y a veces ya amigos), tomas algo, o paseas, o vas de compras, o simplemente te metes en tu habitación y te tumbas a leer un rato. En mitad del viaje, a veces hay algún momento de debilidad, sobre todo si el viaje es muy largo. De repente recuerdas que deberías estar en el cumpleaños de alguien, cenando en algún sitio que te gusta con amigos, comiendo por ahí con tu familia o tirada en el sofá de tu casa. Pero no. Estás en un lugar que igual es bonito o que es horrible, con gente que puede que te caiga bien, o puede que no, haciendo un trabajo que en ese momento te encanta o lo odias. Pero al cabo de un rato te das cuenta de que eres una privilegiada y esos momentos de melancolía es el peaje que tienes que pagar por conocer lugares que, de otra manera, tal vez nunca conocerías.

Y llega el día de hacer la maleta de vuelta. ¡Qué rápido ha pasado! Y qué fácil se hace la maleta al volver. Bueno, no siempre. Depende de lo que hayan cundido las compras de los últimos días, si es que las ha habido. Yo estoy mejorando mucho en el tema maletas: cada vez llevo menos cosas, mejor aprovechadas. Cada vez llevo menos quilos a la ida, porque nunca sabes qué querrás meter dentro a la vuelta. Y ahí está, la maleta hecha y contando las horas para volver a casa, a tu zona de confort. Aunque, sin darte cuenta, en esos días acabas de ampliar tu zona de confort. Porque sabes que, si alguna vez vuelves al sitio en el que estás, ya no sentirás esa inquietud que sientes cuando vas a un lugar nuevo, no. Ya tendrás una seguridad, tal vez ficticia, pero muy agradable.

Yo disfruto mucho del viaje, mucho. Incluso de las largas horas de espera en los aeropuertos. Siempre intento hacer lo que me apetece hacer: leo, duermo, reviso cosas del trabajo, paseo por tiendas que me gustan. Intento tomarme el (o los) día(s) de viaje como un paréntesis de relax, un tiempo que tienes que pasar allí sí o sí. Así que lo disfruto. Suelo leer mucho cuando voy de viaje. Y me encanta.

Por fin en tierra. Aterrizar en mi isla es un regalo para la vista. Oh, ¡qué bonita es! Está mal que yo lo diga, pero ¡es tan bonita! En realidad, lo maravilloso es la sensación de volver a casa: aquí estoy, de vuelta. Y ya en el aeropuerto de destino, saliendo del avión o esperando la maleta, no puedo evitar volver a sentir la chispa de emoción de viajar. Intento pensar si ya sé cuándo y dónde será mi próximo viaje. Y empiezo a fantasear con ello. Por dónde volaré, qué llevaré, a quién veré, cómo irá, qué podré ver. Y empiezo a contar las semanas o los días que faltan para volver a sentir esta vorágine de sentimientos tan contradictorios como reales. Positivos y negativos, buenos y malos. Pero nunca, nunca indiferentes.

Siempre es igual, cuando viajo.

En la foto, la subida a la fortaleza de Kotor, en Montenegro, el viernes pasado. Viajar es igual que subir allí: duro, difícil, con ganas de tirar la toalla por al camino, pero tan emocionante, bonito y satisfactorio como llegar a la cima y contemplar el paisaje.

jueves, 6 de febrero de 2014

Budva, la aventura

A pesar de llevar en Montenegro más de una semana, de momento he visto entre poco y nada del país. El trabajo nos consume y encima estamos encerrados en un hotel que tiene todo lo que necesitamos (trabajo, comida, ¡internet!, ¡¡gimnasio!!, ¡¡¡piscina!!!). Así que las salidas al exterior han sido escasas y fundamentalmente nocturnas. Sólo el domingo nos aventuramos a ir más allá de la recepción del hotel, salimos de la zona de confort y nos lanzamos al exterior.

La idea era ir a Kotor, una ciudad por lo visto espectacular, pero cuando llegamos a la estación de autobuses, descubrimos que quedaban dos horas para el siguiente bus. Así que decidimos cambiar el destino e ir a Budva, una ciudad más cercana. Menos mal. Tardamos una hora en recorrer los menos de 40 quilómetros que separan Bar (nuestra base de operaciones) de Budva. Ir y volver a Kotor hubiera sido una aventura fascinante y me hubiera hecho llegar tarde a la reunión nocturna que teníamos programada.

Budva como ciudad está bien, pero lo verdaderamente apasionante en este viaje fue precisamente eso, el viaje. El autobús de la ida (la línea se llamaba Magic Lines, sólo digo eso) era pequeño y antiguo, pero lo sorprendente es que la mayoría de letreros estaban en español: “Salida de socorro”, “cómo actuar en caso de emergencia” y la placa con la información del autobús, ésta:





¿Veis algo raro? Sí, la matrícula. Obviamente, no es la matrícula que ahora lleva, es su matrícula anterior, una matrícula española, de las Islas Baleares concretamente. O sea ¡un autobús en Montenegro que en su vida previa trabajó en mi pueblo!

La vuelta fue también en un autobús cochambroso, me recordaba a los que iba yo en el cole, en mi infancia ochentera. El pobre chófer tenía que hacer esfuerzos sobrehumanos para meter las marchas, la puerta no cerraba bien y tenía que frenar con suficiente antelación para realmente parar (menos mal que tenía reflejos, sino nos hubiéramos llevado por delante un perro).


 La costa montenegrina es escarpada y rocosa, muy similar a la costa croata que conocí hace algo más de un año. Lástima de día nublado. Pasamos por algunos pueblos bonitos, en especial Sveti Stefan, con la ciudad antigua en un islote en mitad del mar, unida a tierra firme por un puente y una playa.


Y Budva, bueno, es que en comparación con pasar una semana encerrados en un hotel, todo es precioso. (Es que no quiero decir que Bar es feo, pero muy bonito no es). Pero bueno, tampoco volvería voluntariamente. A Sveti Stefan sí que me gustaría ir. La ciudad antigua tiene su encanto: callejones empedrados en un laberinto de casas. Un paseo, una comida y de vuelta a nuestra aventura motorizada en autobuses ochenteros. Y al hotel. A trabajar. Que para eso estamos aquí. O estábamos. Porque esto ya se ha acabado.







lunes, 3 de febrero de 2014

El pijama

Es la gran duda en los viajes de invierno: ¿qué pijama me llevo? ¿El fino? ¿El intermedio? ¿El grueso? Es difícil acertar: el día que decides llevar el grueso, acabas durmiendo en pelotas por el calor que hace. El día que decides llevar el fino, tienes que ponerte encima ropa de calle por el frío que hace.

Años de viajes durante los meses de invierno me han ayudado a tomar esta difícil decisión previa a cualquier viaje invernal. Porque es muy transcendente tomar esta decisión correctamente. Pasar frío de noche es lo peor.

¿Cómo escoger el pijama?

Depende no tanto de la temperatura externa como del tipo de hotel que visites y del país.

Si vas a un hotel tirado de precio, a cualquier país en invierno, no hay duda: el pijama grueso. Lo más probable es que no haya calefacción, o no funcione, o no esté suficientemente aislado. Lo más probable es que vayas a pasar frío. Así que pijama grueso y calcetines gordos.

Si vas a un hotel normal, a un país del sur de Europa, llévate el intermedio. En el sur de Europa “no hace frío”, así que en general los hoteles (como las casas) no son una maravilla de aislamiento y los sistemas de calefacción tienden a ser regulares.

Si vas a un hotel normal, a un país del norte de Europa, llévate el fino. En los países del norte hace frío, pero los edificios están bien aislados y los sistemas de calefacción suelen ser muy efectivos, así que lo más probable es que haga calorcito en los hoteles.

Para viajes fuera de Europa, consultar en otro lado. No tengo suficiente experiencia como para poder emitir una lección magistral.

Y yo, como no seguí mis propias indicaciones, me traje a un viaje en invierno en el Mediterráneo el pijama fino. ¿Y qué pasó? Pues que los primeros días pasé frío. El hotel es bueno, tiene calefacción, pero cuando llegamos, la habitación estaba muy fría (debía hacer bastante tiempo que no tenía inquilinos). El sistema de calefacción es por aire y, cuando sales de la habitación, se apaga. Así que pasaron algunos días hasta que la habitación cogió una temperatura media aceptable. También ha ayudado que la temperatura externa ha aumentado. Y que llevamos aquí más de una semana. Ahora sí que se está bien en la habitación con el pijama fino.

Ah, todo esto sólo sirve si duermes sólo. Si duermes acompañado… bueno, eso ya depende de las perspectivas que tengas de que tu compañero de cama te de calor, claro.