Cuando hace ya más de tres años me deshice del cactus que ilustra mi foto de perfil (mejor dicho, de la masa inerte que quedaba de él), sabía que lo que más iba a echar de menos eran sus flores. Sus flores eran una alegría a menudo inesperada, sorprendente, tan efímeras como bellas. Ya entonces sabía que pasaría mucho antes de volver a tener flores de cactus, de alguno de los hijos de aquel cactus-nodriza. Y así ha sido. Han pasado unos cuatro años.
Por eso, cuando he visto hoy la flor, al salir al balcón después de varios días de ignorar a mis pobres plantas, me ha ilusionado mucho, mucho. Porque sí que es cierto que hace tiempo vi algún capullo creciendo en el cactus, pero no llegaba nunca a flor. Así que ver la flor así, abierta, brillante, de un rosa tan pálido que es casi blanca, no he podido evitar un gritito interior de alegría, una punzada de felicidad absoluta, un instante de satisfacción por haber recuperado algo perdido.
Aquí está, de nuevo, mi cactus florido.
Aunque sea otro cactus. Porque es hijo del anterior.
Aunque hayan pasado cuatro años. Porque cuando ya has dejado de esperar algo y finalmente aparece, se te olvida todo ese tiempo de espera.
Así que aquí está, mi cactus florido. A pesar de su diminuta maceta (creo que ya se merece una más grande). A pesar de que a veces me parece que tiene un color triste. Inesperado. Sorprendente. Singular.
Qué alegría tan simple.
Espero no tener que esperar otros cuatro años para ver otra flor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario