Estos días, con lo del 8M, estoy leyendo por ahí algunas cosas sobre feminismo muy tontas. Y lo que aún queda por decir estos días. También cosas muy interesantes, ojo, pero he leído algunas cosas que me han hecho pensar un poco sobre este tema y sobre las que voy a dar mi opinión. Porque este es mi blog y hago con él lo que quiero.
Con el feminismo pasa lo mismo que con la paella o con la tortilla de patatas. Hay una pequeña parte en la que todos estamos de acuerdo, hay una parte en la que hay ideas diferentes sobre el tema y hay quien cree que su idea es la verdad absoluta.
La verdad común del feminismo es que, por definición, busca la igualdad del hombre y la mujer. La de la paella es que necesita arroz. Y la de la tortilla de patata es que necesita patata, claro.
Ideas diferentes sobre el feminismo hay un montón: Que si hay que luchar enseñando las tetas, que si lo que queremos es igualdad de derechos, que si blablablá. Igual que con la paella (mixta, ciega, de marisco,...) y la tortilla (con o sin cebolla, cuajada o medio cruda,…).
El problema, con el feminismo, la paella y la tortilla, es cuando alguien cree que su idea, su gusto, sus preferencias son la verdad absoluta. Y, normalmente, son ideas bastante extremistas. Por ejemplo, aquellas feministas que odian a los hombres y desean su extinción. Aquellos paellistas que consideran delito poner, qué se yo, marisco. O los tortillistas que no pueden comer una tortilla que lleve cebolla. Gente extrema hay por todos los lados. Extremistas del feminismo, de la paella y de la tortilla de patatas. Ellos tienen su propia definición y no aceptan nada más. Gente que pretende explicarnos cómo ser feminista, cómo hacer la paella o la tortilla, cuando lo que quieren es que aceptemos sus ideas del feminismo, de la paella y de la tortilla.
A mí esos extremistas me cansan. Pero no por eso dejo de ser feminista, ni dejo de comer paella o tortilla. Porque se pueden rechazar los extremismos, pero eso no implica rechazar el concepto de base, la verdad común. Lo demás todo es discutible, interpretable pero no siempre aceptable. Por ejemplo, pretender que ser feminista es creer en la superioridad de la mujer respecto al hombre, echarle chorizo a la paella o cocinar una tortilla con patatas crudas son, para mí, barbaridades. Porque, en mi caso, soy feminista de las que creen en la igualdad hombre-mujer, soy paellista de las que aceptan casi cualquier tipo de arroz con cosas y soy tortillista de huevo cuajado y con cebolla.
Y a quien no le guste, que no mire.
domingo, 3 de marzo de 2019
miércoles, 2 de enero de 2019
Dos de enero
Las ganas que tenía yo de estrenar mi agenda 2019…
Es el mismo modelo que llevo varios años usando, de Moleskine: semana vista en las páginas pares, hoja rayada en las impares, pero esta vez encima es de Harry Potter.
Lo más gracioso, es que el año pasado me quejaba de que la agenda era de un color azul demasiado estridente y ahora veo que, en comparación con la de este año, era hasta paliducha.
En cualquier caso, la de este año me encanta. Y encima viene con una guía de hechizos para hacer con varita. Me parto.
Y no me puede gustar más.
En la foto, a la izquierda, la agenda del año pasado y, a la derecha, la nueva.
Es el mismo modelo que llevo varios años usando, de Moleskine: semana vista en las páginas pares, hoja rayada en las impares, pero esta vez encima es de Harry Potter.
Lo más gracioso, es que el año pasado me quejaba de que la agenda era de un color azul demasiado estridente y ahora veo que, en comparación con la de este año, era hasta paliducha.
En cualquier caso, la de este año me encanta. Y encima viene con una guía de hechizos para hacer con varita. Me parto.
Y no me puede gustar más.
En la foto, a la izquierda, la agenda del año pasado y, a la derecha, la nueva.
lunes, 31 de diciembre de 2018
2018
Tanto en 2016 como en 2017, me pasé el año rellenando papelitos de colores con cosas bonitas que vivía para luego, el último día del año, leer su contenido y recordar todo lo bonito que me había dado ese año. Este 2018 empecé a hacerlo, pero paré en febrero. No tenía un motivo concreto por el que dejar de hacerlo pero, visto a posteriori, tal vez ya intuía que este no sería un buen año, que sería uno de esos años con más que olvidar que de recordar, como así ha sido.
Es imposible que todo vaya bien siempre. Es imposible ser felices todo el rato y no encontrarte con cosas malas, negativas o tristes en nuestra vida. Supongo que la gracia es encontrar el equilibrio, no tanto saber ver la parte positiva de las cosas que nos duelen, sino disfrutar de lo bueno aún más de lo que lo malo nos hace sufrir. Por eso, aunque he llorado un montón en los últimos meses, acabo el año tranquila y casi diría que feliz, con un montón de ilusiones puestas en 2019, con la intención de resituarme en mi vida, de seguir disfrutando de las pequeñas cosas, de la gente bonita que está a mi alrededor, de recuperar la energía (personal y laboral) que en los últimos tiempos se me ha escapado, en gran parte, por la tristeza.
Lárgate ya, 2018. Admito que ha habido algún momento bueno, probablemente muchos más de los que recuerdo ahora mismo, pero necesito que te largues de una vez.
Es imposible que todo vaya bien siempre. Es imposible ser felices todo el rato y no encontrarte con cosas malas, negativas o tristes en nuestra vida. Supongo que la gracia es encontrar el equilibrio, no tanto saber ver la parte positiva de las cosas que nos duelen, sino disfrutar de lo bueno aún más de lo que lo malo nos hace sufrir. Por eso, aunque he llorado un montón en los últimos meses, acabo el año tranquila y casi diría que feliz, con un montón de ilusiones puestas en 2019, con la intención de resituarme en mi vida, de seguir disfrutando de las pequeñas cosas, de la gente bonita que está a mi alrededor, de recuperar la energía (personal y laboral) que en los últimos tiempos se me ha escapado, en gran parte, por la tristeza.
Lárgate ya, 2018. Admito que ha habido algún momento bueno, probablemente muchos más de los que recuerdo ahora mismo, pero necesito que te largues de una vez.
sábado, 22 de diciembre de 2018
El cielo de mi padre
En su cielo, mi padre tiene una casa de planta baja y orientación sur, con un taller en el que guarda ordenadamente un montón de herramientas que usa frecuentemente, porque en su cielo, siempre hay algo que reparar, alguna bombilla que colgar, algún cuadro que colgar, alguna pared que pintar o alguna estantería nueva que montar. No son grandes obras, son cosas pequeñas que va haciendo poco a poco, para mejorar su casa (y seguro que la de algún que otro vecino). En su casa, tiene una tele grande en el salón, en la que siempre dan documentales de naturaleza o partidos de fútbol, que ve frecuentemente. En su cielo, el Barça gana todos los partidos y se corona campeón de todas las competiciones. La casa tiene una cocina grande y se dedica a cocinar cosas ricas, sin preocuparse de colesteroles, ni de azúcar, ni de ninguna de esas cosas que nos preocupan en la tierra. Cocina para él y para los visitantes que recibe: sus padres, su hermano pequeño, amigos de la infancia y juventud que llegaron a sus propios cielos antes que él. Hace paellas, come lechona frecuentemente y desayuna un bocata con un vaso de vino. Lo genial es que la hora del desayuno o de la comida o de la cena no está ahora relacionada con la ingesta de pastillas, porque en su cielo, mi padre no tiene ni el colesterol, ni la tensión, ni el azúcar altos; no tiene que tomar anticoagulantes, porque allí no existen las cardiopatías; no tiene problemas de retención de orina porque su vejiga está intacta y funciona estupendamente bien, sin ningún tumor jodiéndole el funcionamiento y la vida. Ni siquiera tiene que ponerse los audífonos porque oye perfectamente. Por supuesto.
Fuera de casa, en su cielo, mi padre tiene un huerto enorme. Bueno, no enorme, lo suficientemente grande para cuidarlo y cultivarlo él, sin esfuerzo. En su huerto, tiene sembradas un montón de cosas. Tomates, pimientos, fresas, berenjenas, plantas aromáticas y algún que otro árbol, como limoneros, naranjos, una higuera y un granado. Las plantas no enferman y dan unas frutas y verduras deliciosas que recoge siempre en su punto de maduración exacto. La casa tiene un porche en el que se sienta tranquilamente al anochecer, a contemplar el huerto, escuchar alguna tormenta lejana (sí, sí, son habituales las tormentas en su cielo) mientras se toma una cerveza y espera, mirando siempre el camino que llega del mundo de los vivos a su cielo. Porque en su cielo, mi padre está esperando a que llegue el amor de su vida, mi madre. Y me sabe mal tener que decirlo, pero vas a tener que esperar bastante, papi, porque tú te has ido demasiado pronto pero voy a retener aquí a mamá, con nosotras, todo el tiempo que pueda. Egoístamente. Total, al final os reencontraréis, nos reencontraremos todos. Eso es inevitable.
Mi padre, que ya lleva más de dos meses en su cielo, hoy hubiera cumplido 78 años y lo hemos celebrado comiendo y bebiendo, como mejor sabemos, como lo hubiéramos hecho si siguiera aquí.
Ay, papi, cómo te echo de menos.
En la foto, mis padres hace unos cuantos años, en una playa que se parece mucho a la de su cielo.
domingo, 9 de diciembre de 2018
Una noche inesperada
El martes pasé una noche inesperada en Ibiza.
Volvía de Madrid a Palma y el avión se tuvo que desviar por la niebla que cubría mi ciudad y su aeropuerto. Pero aterrizamos felizmente (como bien dijo el piloto) en Ibiza. Y claro, aparecieron un montón de expertos en aeronáutica que dudaron de la decisión del piloto, de su capacidad y que pretendían arreglar el mundo con sus opiniones declamadas en voz (demasiado) alta. “Otros vuelos están aterrizando”, era la conclusión sabia de muchos. Sí, pero por lo que fuera, el nuestro no.
En realidad “por lo que fuera” era algún tema técnico del avión. El nuestro era pequeño y no tenía capacidad de aterrizar con niebla. Eso nos dijeron. Y yo, al contrario que muchos de los otros pasajeros, no soy experta en aeronáutica, así que si me dicen que nos desvían a Ibiza porque no podemos aterrizar en Palma por niebla, me hecho unas risas con el jefe, me reacomodo en mi asiento y espero a que aterricemos viendo capítulos de “Pequeñas mentirosas”.
Luego la cosa se complicó, porque querían llevarnos con otro avión más grande, pero al final no pudo ser, así que cinco horas después de aterrizar en Ibiza, por fin pudimos ir a un hotel.
De Ibiza no vi nada. Bueno, sí, Dalt Vila, los edificios que forman el casco antiguo amurallado, iluminado de noche, pero nada más. Al llegar al hotel, caí agotada en la cama, no podía más. Al día siguiente, a las siete y rodeados de nuevo de niebla, volvíamos al aeropuerto para viajar, esta vez sí, y aún teniendo que esperar algunas horas más, a nuestro destino final.
Esa noche inesperada en Ibiza me recordó la noche inesperada en Estambul de hace un año.
Hace un año viajé a orillas del mar Negro, a Batumi, una ciudad curiosísima de Georgia. La ciudad en sí bien se merecería su propia entrada, que nunca hice, pero la vuelta de ese viaje se merecería casi un libro. La cuestión es que viajar entre Batumi y mi isla era complicado, así que el viaje tenía dos etapas: Batumi-Estambul-Roma, noche en Roma y Roma-Madrid-Palma. Con la emoción de que al día siguiente viajaba a otra reunión a Barcelona que a su vez enlazaba con otra reunión en Málaga.
Nadie dijo que los viajes de trabajo fueran fáciles.
Aquel viaje de vuelta se convirtió, vuelo cancelado mediante, en una noche extra en Batumi (en una habitación de hotel más grande que mi casa. Qué digo yo, casi diría que el doble que mi casa) y en una noche inesperada en Estambul. Porque al final, lo más sencillo fue enlazar dos semanas de viaje, sin pasar por casa, antes de caer rendida por agotamiento justo en navidades (como, por otra parte, viene siendo habitual en mí). Así que me pasé dos semanas con una maleta de mano como único equipaje (salvada por el servicio de lavandería del hotel de Barcelona). Eso también se merecería una entrada propia.
Pero yo hablaba de noches inesperadas.
Lo más loco de la noche inesperada en Estambul es que, al llegar a su aeropuerto, me separé de mis compañeros de viaje (que sí llegaron a su destino final ese mismo día, bueno, más o menos), pero en la cola de los pasaportes, alguien me saludó efusivamente. “¿A quién conozco yo en Estambul?”, pensé. Pues conocía a una chica georgiana que había sufrido el mismo vuelo cancelado que yo y que volaba también a Barcelona al día siguiente (pero en un vuelo distinto al mío). Así que nos juntamos, nos hicimos amigas, nos fuimos juntas al hotel y decidimos irnos a pasear por Estambul, con una frase común “Yo, esto no lo haría sola, pero ya que estamos las dos…”.
Así que mi noche en Estambul fue más productiva que mi noche el Ibiza: Al menos paseamos por la ciudad (que recordaba sorprendentemente bien, aunque solo había estado una vez antes, hace siete u ocho años), compramos un par de cosas (incluido un bolso precioso), cenamos y nos tomamos un té. Y nos volvimos más felices que unas perdices al hotel.
La vuelta al aeropuerto al día siguiente también fue toda una odisea, pero bueno, bien está lo que bien acaba.
Y cuando la vida te regala una noche inesperada en Estambul, en Ibiza, o donde sea, hay que disfrutarla. Aunque disfrutarla signifique meterte en el hotel a dormir a pierna suelta.
Quién sabe cuándo volveré a Estambul.
Quién sabe cuándo volveré a Ibiza.
Las fotos, una de la mañana de niebla en Ibiza, la otra de la noche en Estambul.
lunes, 24 de septiembre de 2018
Baby ginkgos
Durante varios meses, he tenido tres fiambreras de plástico en la nevera llenas de semillas de Ginkgo biloba, de tres orígenes diferentes: Madrid, Roma y Pisa. Las dos primeras, del año pasado; la última, de principios de este año. De vez en cuando, he sacado las semillas para volver a empapar el papel de cocina que las envolvía, para ayudar a su germinación. Pero hacía mucho que no las sacaba, ni les hacía caso. Estaban ahí, pero he tenido muchos fracasos intentando germinar ginkgos después de aquel primer intento que fue un éxito, hace casi diez años, así que dejarlas en la nevera, sin comprobar si iban bien o, simplemente, no iban, era una manera de no aceptar una nueva derrota. Hoy, no sé por qué, me he decidido hacerlo.
Tal vez ha sido por la resaca de una semana de viajes en la que todos mis vuelos han llevado retraso o se han cancelado, en la que mi maleta ha llegado tarde tanto a la ida como a la vuelta y de la que he acabado muy cansada y algo cabreada. Aunque también me ha enseñado a relativizarlo todo.
La cuestión es que al abrir las tres fiambreras, me he encontrado un poco de todo.
Las semillas de Madrid estaban podridas, así que han acabado en la basura. Ni siquiera he intentado salvar alguna de ellas; no, no lo he intentado.
Las de Pisa, las más recientes y más pequeñas, estaban bien. Las he vuelto a hidratar y las he devuelto a la nevera.
Algunas de las de Roma estaban podridas y otras, ¡oh, sorpresa!, germinadas. Son las de la foto.
Ha sido una alegría equivalente a la que sentí el viernes, cuando recuperé mi maleta después de tres días sin ella.
Así que he sembrado las semillas en varias macetas diminutas que tenía por casa.
No sé cuántas de esas semillas prosperarán, ni si alguna llegará a convertirse en un arbolito, pero que no sea porque no lo he intentado.
Crucemos los dedos para que mi bosque de ginkgos siga creciendo.
Tal vez ha sido por la resaca de una semana de viajes en la que todos mis vuelos han llevado retraso o se han cancelado, en la que mi maleta ha llegado tarde tanto a la ida como a la vuelta y de la que he acabado muy cansada y algo cabreada. Aunque también me ha enseñado a relativizarlo todo.
La cuestión es que al abrir las tres fiambreras, me he encontrado un poco de todo.
Las semillas de Madrid estaban podridas, así que han acabado en la basura. Ni siquiera he intentado salvar alguna de ellas; no, no lo he intentado.
Las de Pisa, las más recientes y más pequeñas, estaban bien. Las he vuelto a hidratar y las he devuelto a la nevera.
Algunas de las de Roma estaban podridas y otras, ¡oh, sorpresa!, germinadas. Son las de la foto.
Ha sido una alegría equivalente a la que sentí el viernes, cuando recuperé mi maleta después de tres días sin ella.
Así que he sembrado las semillas en varias macetas diminutas que tenía por casa.
No sé cuántas de esas semillas prosperarán, ni si alguna llegará a convertirse en un arbolito, pero que no sea porque no lo he intentado.
Crucemos los dedos para que mi bosque de ginkgos siga creciendo.
martes, 28 de agosto de 2018
Sin aliento
No recuerdo exactamente qué pasó. Sé que dijo o hizo algo. O simplemente, apareció. Sé que, fuera lo que fuera, me dejó sin aliento. Sé que me alejé todo lo que pude, tenía excusa para hacerlo. Salí de allí a paso firme, andando sin parar, bajando las escaleras con decisión. Y cuando llegué a un punto en el que sabía que estaba fuera del alcance su vista, me paré. No podía respirar. Me ahogaba. Respiré hondo, tratando de llenar los pulmones, de recuperar el oxígeno que no había entrado a ellos al quedarme sin aliento. Ojalá recordar qué hizo o dijo, pero de verdad que no lo recuerdo. Pero recuerdo la sensación de ahogo, el no poder respirar, el pensar en que no debería dejarme llevar por sentimientos tontos. Pero me ahogaba. Y entonces supe que había vuelto a perder la batalla.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)