Durante varios meses, he tenido tres fiambreras de plástico en la nevera llenas de semillas de Ginkgo biloba, de tres orígenes diferentes: Madrid, Roma y Pisa. Las dos primeras, del año pasado; la última, de principios de este año. De vez en cuando, he sacado las semillas para volver a empapar el papel de cocina que las envolvía, para ayudar a su germinación. Pero hacía mucho que no las sacaba, ni les hacía caso. Estaban ahí, pero he tenido muchos fracasos intentando germinar ginkgos después de aquel primer intento que fue un éxito, hace casi diez años, así que dejarlas en la nevera, sin comprobar si iban bien o, simplemente, no iban, era una manera de no aceptar una nueva derrota. Hoy, no sé por qué, me he decidido hacerlo.
Tal vez ha sido por la resaca de una semana de viajes en la que todos mis vuelos han llevado retraso o se han cancelado, en la que mi maleta ha llegado tarde tanto a la ida como a la vuelta y de la que he acabado muy cansada y algo cabreada. Aunque también me ha enseñado a relativizarlo todo.
La cuestión es que al abrir las tres fiambreras, me he encontrado un poco de todo.
Las semillas de Madrid estaban podridas, así que han acabado en la basura. Ni siquiera he intentado salvar alguna de ellas; no, no lo he intentado.
Las de Pisa, las más recientes y más pequeñas, estaban bien. Las he vuelto a hidratar y las he devuelto a la nevera.
Algunas de las de Roma estaban podridas y otras, ¡oh, sorpresa!, germinadas. Son las de la foto.
Ha sido una alegría equivalente a la que sentí el viernes, cuando recuperé mi maleta después de tres días sin ella.
Así que he sembrado las semillas en varias macetas diminutas que tenía por casa.
No sé cuántas de esas semillas prosperarán, ni si alguna llegará a convertirse en un arbolito, pero que no sea porque no lo he intentado.
Crucemos los dedos para que mi bosque de ginkgos siga creciendo.
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