No ha sido el peor año de mi vida. Pero tampoco el mejor. Ha sido un año raro, de alternancia de colorines, de días grises, de días azules, de momentos grises, de momentos azules. Lo normal en la vida, vamos.
Ha sido el año en el que he vuelto a cogerle el gusto a la lectura, allá por el mes de agosto, gracias a Arturo Pérez-Reverte y su “El tango de la guardia vieja” y gracias a Elizabeth J. Howard y sus Crónicas de los Cazalet (me quedan aún tres libros por leer, qué felicidad). Pero aún estoy cogiendo carrerilla. Ha sido un año de muchos viajes, muchos de ellos cortos y nacionales, oh, Madrid, amigos y teatro (“El Rey León”, “La función que sale mal”, “El médico”). Ha sido volver a destinos europeos conocidos varios, incluyendo Copenhague, Bruselas, Roma (siempre Roma). Ha sido volver a Namibia, aunque estuve poco tiempo y malísima y (ahora sí) no sé si volveré. Ha sido El Cairo y las pirámides de Giza, menudo regalo, sigo sin acabar de creerme que yo estuviera allí. He estado en todas mis islas, en todas, y a veces con repetición.
Ha sido un año de reiniciarme, de reinventarme, de parar, respirar y ver por dónde seguir; de ver quién está ahí, y quién sólo pasaba por ahí. De reírme mucho, mucho. De llorar también mucho. Se han ido de manera inesperada tres personas relativamente cercanas, tres personas que apreciaba y ahora, de repente, no están. Me temo que esto va a ser cada vez más habitual a partir de ahora. Cosas de hacerse mayor.
Pienso en 2019 y se me vienen a la mente unos cuantos momentos malos. Pienso en momentos bonitos y, madre mía, se me viene a la mente un montón de instantes tontos, absurdos, con gente bonita y querida, con risas, confidencias, abrazos y más risas. Gente bonita de mi vida: gracias por estar ahí. Y a ti, 2019..., pues hasta luego.
martes, 31 de diciembre de 2019
domingo, 22 de diciembre de 2019
Sobre una duna
En la segunda foto, ya les vemos las caras. Están cerca de la cumbre, tirados sobre la arena, mirando sonrientes a la cámara. Alguno lleva gafas de sol, todos llevan gorras y van vestidos con pantalones cortos y camisas de manga larga arremangadas, con un aire militar. Al fondo, una nube blanca. Se les ve felices, se están divirtiendo.
En la tercera foto, los cuatro están ya en la cima de la duna. La foto está borrosa, es una pena, pero ahí están con sus gorras y sus sonrisas, felices de haber llegado allí, a lo alto de la duna.
Detrás de la foto, un sello indica el laboratorio que reveló las fotos, “LABORATORIO FOTOGRAFICO Ragon. Aaiun”, y una inscripción revela dónde fueron tomadas, “Aaiun a 23-12-62 Sáhara”.
Es el día antes de Nochebuena. Un grupo de chavales que está haciendo la mili en el Sáhara, que entonces era territorio español, aprovecha unas horas libres para subir a lo alto de una de las dunas del imponente desierto junto al que llevan tiempo viviendo. Vienen de distintas partes del territorio español. Llegar allí ha sido una aventura. Horas y horas de tren, desde variopintos lugares del país, hasta llegar a Cádiz. Y de allí, un barco que les lleva a la costa sahariana. Para algunos, es la primera vez que suben en un barco. Para algunos, es incluso la primera vez que ven el mar. Y allí están, los cinco (no debemos olvidar al que tomaba las fotos), a sólo unas horas de la que para algunos será seguramente su primera Navidad fuera de casa, subiendo una duna entre risas. Y calor, porque aunque fuera diciembre, en el desierto siempre hace calor. Imaginad el momento, imaginad lo importante que debía ser para gastar tres fotos en algo así. No hace tanto, nos pensábamos mucho lo de hacer fotos, había que revelarlas, había que pagar por cada foto, no era cuestión de desperdiciar ninguna. Así que imaginad entonces, hace casi 60 años; 57 se cumplirán mañana exactamente.
No sé mucho más de estas fotos. Ni siquiera sé si el orden que yo he inventado es el adecuado, pero yo diría que es probable. Pero me flipan muchas cosas de ellas. No debió ser fácil hacerlas. Quiero decir, ahora sacamos el móvil del bolsillo y en segundos puedes compartirla con medio mundo. Entonces, no. Entonces había que asegurarse de tener una cámara, un carrete; había que llevar a revelarlas, que yo no sé nada de cuando el Sáhara era español, pero tampoco creo que hubiera demasiados laboratorios fotográficos en El Aaiún. Al menos había uno, Ragon se llamaba. No sé cuántas copias hicieron, no sé si esperaron a volver a casa para enseñárselas a sus familiares o si las enviaron por correo postal estando allí. Pero ahí están, esas fotos, de unos chavales pasándoselo bien, el día antes de Nochebuena, en un lugar extraño, lejano, exótico.
Uno de los chavales es mi padre. El que sale rezagado en la primera foto, el que lleva gafas de sol. El día antes de tomar estas fotos, había cumplido 22 años. Hoy, hubiera cumplido 79.
Cómo te echo de menos, papi.
lunes, 16 de diciembre de 2019
Roma. 2019
Vuelvo de pasar dos semanas en Roma. Han sido dos semanas laboralmente complicadas, que me han dejado un regusto amargo. Ayer, aprovechando que mi vuelo era a mediodía, madrugué para pasear por la ciudad, verla de día, cosa que no he podido hacer en estas dos semanas. No diría que ese paseo me haya reconciliado con la ciudad porque ella no tiene la culpa de lo que ha pasado, pero sí que me ha quitado un poco ese gusto amargo del que hablaba.
Roma es sucia, caótica, ruidosa y exagerada. Pero aún así, la amo, de manera totalmente irracional, como son la mayoría de amores. Es imposible justificar ese amor, esa felicidad que me embarga cuando me pierdo por sus calles o cuando contemplo sus famosos (y no tan famosos) monumentos. Roma, a primera hora de la mañana, en un frío domingo de invierno, sin apenas turistas, es deliciosa. La Roma nocturna es también fascinante, pero esa la tengo más vista.
He viajado tantas veces a Roma que la conozco bastante bien. He viajado tantas veces, que podría contar múltiples historias sobre lo que allí he visto, sobre lo que allí he vivido. He reído mucho y he sido muy feliz en Roma, pero también he vivido momentos malos. Ayer, volví a tirar una moneda en la Fontana di Trevi, porque a pesar de todo, de su suciedad, de su caos, de su ruido y de su exageración, quiero volver, claro está. Siempre.
Las fotos, algunos detalles de Roma con la réflex. Hacía mucho que no la llevaba de viaje.
Roma es sucia, caótica, ruidosa y exagerada. Pero aún así, la amo, de manera totalmente irracional, como son la mayoría de amores. Es imposible justificar ese amor, esa felicidad que me embarga cuando me pierdo por sus calles o cuando contemplo sus famosos (y no tan famosos) monumentos. Roma, a primera hora de la mañana, en un frío domingo de invierno, sin apenas turistas, es deliciosa. La Roma nocturna es también fascinante, pero esa la tengo más vista.
He viajado tantas veces a Roma que la conozco bastante bien. He viajado tantas veces, que podría contar múltiples historias sobre lo que allí he visto, sobre lo que allí he vivido. He reído mucho y he sido muy feliz en Roma, pero también he vivido momentos malos. Ayer, volví a tirar una moneda en la Fontana di Trevi, porque a pesar de todo, de su suciedad, de su caos, de su ruido y de su exageración, quiero volver, claro está. Siempre.
Las fotos, algunos detalles de Roma con la réflex. Hacía mucho que no la llevaba de viaje.
domingo, 3 de noviembre de 2019
Madrid
Madrid me fascina. Lo digo desde la perspectiva de alguien que nunca ha vivido en Madrid; lo digo desde mi punto de vista de viajera ocasional y turista esporádica.
En Madrid tengo la sensación de que puede pasar cualquier cosa. En cualquier sitio. En cualquier momento. Todo parece posible en Madrid. Tengo la sensación de que la ciudad guarda miles de historias fascinantes, simultáneas y, estando allí, yo misma podría pasar a formar parte de alguna de ellas en cualquier momento. Yo, estando en Madrid, veo historias en todas partes. En el metro. En el autobús. En un restaurante. En el teatro. En sus parques. Incluso mirando por la ventana de cualquier hotel en el que me he alojado. Por algún extraño motivo, Madrid fomenta mi creatividad, mi mente se vuelve loca y no para de imaginar cuál es la historia de ese señor que pasea un perro por un parque o de ese músico que toca en los vagones del metro. Igual es la altitud. Igual es eso, sí. Yo vivo a nivel del mar y estar a 600 y pico metros me debe trastornar. Yo qué sé.
He estado en otras ciudades grandes y he sentido cosas interesantes también, desde el amor desmesurado (Roma) hasta la tristeza (Bruselas), pero son sensaciones diferentes. Lo de Madrid es fascinación. Simplemente.
Madrid es, además, una referencia de mi infancia, de mi vida. Películas, series, hasta el telediario se emite desde Madrid. Es el centro de todo. En Madrid ves cosas que salen en la tele. En Madrid se representa la misma noche El rey león, Billy Elliot y un montón de obras de teatro más. Hay innumerables restaurantes sirviendo desayunos, comidas y cenas a la vez. Hay tiendas de todo tipo. Cualquier cosa que necesitas, la puedes encontrar allí. Y no en un único sitio. Jolín, si hasta hay un montón de ginkgos repartidos por sus parques y calles, incluyendo el más espectacular de todos, el de la Quinta de la Fuente del Berro, cuyas hojas ya deben estar volviéndose doradas.
Me fascina y aún así le veo un montón de defectos. Muchísimos. Se me reseca la nariz. Hace frío. No tiene mar. Es muy grande. Hay mucha gente. Hay mucha contaminación. Pero hay algo que está por encima de todo eso, hay algo que me hace sentir cómoda cuando estoy allí, hay algo que me provoca un subidón extraño, inexplicable y difícilmente superable. Y más ahora, que ya me empiezo a orientar un poco, que ya sé dónde están algunas cosas, que por algunas zonas me siendo cómoda yendo de un sitio a otro sin necesidad de consultar google maps.
A veces, en Madrid, no me siento invisible. Eso os sonará a chorrada, pero yo estoy acostumbrada a ir por la calle y que nadie me mire. Ni yo mirar a nadie. Y en Madrid me di cuenta de que había gente que me miraba. Gente con la que te cruzas y te mira a los ojos. Un chaval con el que te cruzas mientras va corriendo haciendo deporte. Otro en el metro. O simplemente cruzando un semáforo. La gente te mira a la cara, lo que parece extraño en un lugar tan grande y con tanta gente yendo y viniendo sin parar.
He tenido la suerte de viajar bastante a Madrid en los últimos tres años. Qué digo bastante, un montón. Si en dos meses, he ido tres veces. Han sido viajes de todo tipo: para ir a reuniones, para ir a exámenes y escapadas con amigos. Aunque no siempre he podido, he intentado aprovechar esos viajes, aunque fueran de trabajo, para hacer cosas que me gustan (cine, teatro, libros, visitas guiadas, ginkgos, tiendas, bares y restaurantes que me gustan) o para ver a amigos que viven allí (¡Hola!) o incluso que pasaban por allí, como yo. Y, a pesar de haber ido tanto últimamente, siempre me gusta ir, siempre hay algo nuevo que ver o siempre tengo la sensación (igual es sólo eso, una sensación) de que algo emocionante va a pasar. Y tengo una curiosa impresión, igual absurda, de que la vida me cunde más cuando estoy en Madrid.
Luego flipáis con que al afamado pianista le chifle Madrid. Si es que es normal que le chifle. Pero, a diferencia de él, yo no creo que pudiera ser feliz viviendo en Madrid. Pero yendo de vez en cuando, viajando allí de tanto en tanto, sí que lo soy.
En la foto, unas hojas cualquiera, en Madrid, hace sólo unos días.
En Madrid tengo la sensación de que puede pasar cualquier cosa. En cualquier sitio. En cualquier momento. Todo parece posible en Madrid. Tengo la sensación de que la ciudad guarda miles de historias fascinantes, simultáneas y, estando allí, yo misma podría pasar a formar parte de alguna de ellas en cualquier momento. Yo, estando en Madrid, veo historias en todas partes. En el metro. En el autobús. En un restaurante. En el teatro. En sus parques. Incluso mirando por la ventana de cualquier hotel en el que me he alojado. Por algún extraño motivo, Madrid fomenta mi creatividad, mi mente se vuelve loca y no para de imaginar cuál es la historia de ese señor que pasea un perro por un parque o de ese músico que toca en los vagones del metro. Igual es la altitud. Igual es eso, sí. Yo vivo a nivel del mar y estar a 600 y pico metros me debe trastornar. Yo qué sé.
He estado en otras ciudades grandes y he sentido cosas interesantes también, desde el amor desmesurado (Roma) hasta la tristeza (Bruselas), pero son sensaciones diferentes. Lo de Madrid es fascinación. Simplemente.
Madrid es, además, una referencia de mi infancia, de mi vida. Películas, series, hasta el telediario se emite desde Madrid. Es el centro de todo. En Madrid ves cosas que salen en la tele. En Madrid se representa la misma noche El rey león, Billy Elliot y un montón de obras de teatro más. Hay innumerables restaurantes sirviendo desayunos, comidas y cenas a la vez. Hay tiendas de todo tipo. Cualquier cosa que necesitas, la puedes encontrar allí. Y no en un único sitio. Jolín, si hasta hay un montón de ginkgos repartidos por sus parques y calles, incluyendo el más espectacular de todos, el de la Quinta de la Fuente del Berro, cuyas hojas ya deben estar volviéndose doradas.
Me fascina y aún así le veo un montón de defectos. Muchísimos. Se me reseca la nariz. Hace frío. No tiene mar. Es muy grande. Hay mucha gente. Hay mucha contaminación. Pero hay algo que está por encima de todo eso, hay algo que me hace sentir cómoda cuando estoy allí, hay algo que me provoca un subidón extraño, inexplicable y difícilmente superable. Y más ahora, que ya me empiezo a orientar un poco, que ya sé dónde están algunas cosas, que por algunas zonas me siendo cómoda yendo de un sitio a otro sin necesidad de consultar google maps.
A veces, en Madrid, no me siento invisible. Eso os sonará a chorrada, pero yo estoy acostumbrada a ir por la calle y que nadie me mire. Ni yo mirar a nadie. Y en Madrid me di cuenta de que había gente que me miraba. Gente con la que te cruzas y te mira a los ojos. Un chaval con el que te cruzas mientras va corriendo haciendo deporte. Otro en el metro. O simplemente cruzando un semáforo. La gente te mira a la cara, lo que parece extraño en un lugar tan grande y con tanta gente yendo y viniendo sin parar.
He tenido la suerte de viajar bastante a Madrid en los últimos tres años. Qué digo bastante, un montón. Si en dos meses, he ido tres veces. Han sido viajes de todo tipo: para ir a reuniones, para ir a exámenes y escapadas con amigos. Aunque no siempre he podido, he intentado aprovechar esos viajes, aunque fueran de trabajo, para hacer cosas que me gustan (cine, teatro, libros, visitas guiadas, ginkgos, tiendas, bares y restaurantes que me gustan) o para ver a amigos que viven allí (¡Hola!) o incluso que pasaban por allí, como yo. Y, a pesar de haber ido tanto últimamente, siempre me gusta ir, siempre hay algo nuevo que ver o siempre tengo la sensación (igual es sólo eso, una sensación) de que algo emocionante va a pasar. Y tengo una curiosa impresión, igual absurda, de que la vida me cunde más cuando estoy en Madrid.
Luego flipáis con que al afamado pianista le chifle Madrid. Si es que es normal que le chifle. Pero, a diferencia de él, yo no creo que pudiera ser feliz viviendo en Madrid. Pero yendo de vez en cuando, viajando allí de tanto en tanto, sí que lo soy.
En la foto, unas hojas cualquiera, en Madrid, hace sólo unos días.
jueves, 3 de octubre de 2019
sábado, 31 de agosto de 2019
lunes, 26 de agosto de 2019
El semáforo
De camino al trabajo, paso cada día por una calle de cuatro carriles que tiene un semáforo que siempre pillo en rojo. Inevitablemente. Y es inevitable porque vengo de otro semáforo que si pillo en verde (raramente), cuando llego al otro, ya está en rojo. Si lo pillo en rojo, cuando llego al otro, también está en rojo. Así, solo lo pillo en verde si el anterior lo pillo en rojo, yo estoy la primera en el carril y acelero lo suficiente (un poco mucho) para pasarme el semáforo en verde tirando a naranja. Sino, lo pillo en rojo.
Es decir, que paso cada día por una calle de cuatro carriles que tiene un semáforo que, si conduzco con normalidad y no acelero como un piloto de carreras, siempre pillo en rojo.
La peculiaridad de ese semáforo que regula cuatro carriles es que el carril de la derecha es para girar a la derecha y los otros tres para seguir recto. Yo sigo recto. La peculiaridad no es esa, es que el semáforo del carril que gira a la derecha se pone en verde antes que el de los que van recto. Y esta simpleza provoca innumerables situaciones curiosas y, frecuentemente, peligrosas. Porque la gente que va recto, ve una luz verde y acelera, sin darse cuenta de que el verde es sólo para los que giran a la derecha. Y cuando se pone ese verde, se pone también verde el de los que vienen de esa derecha y atraviesan por delante de los que esperan (o deberían esperar) a ir recto. Y claro, se arma un poco de lío.
He visto de todo. Gente que acelera y, cuando ve coches venir por la derecha, frena en seco y pone (supongo) cara de susto. Gente que acelera y pasa del resto del mundo, sigue recto como si nada y el que tiene que frenar en seco es el que viene de la derecha. Gente que acelera, frena, vuelve a acelerar, frena, da marcha atrás sin entender nada y, al mirar de nuevo el semáforo, comprende su fallo. Un día vi tres coches acelerando simultáneamente y tirando recto, mientras que los que venían de la derecha los contemplaban anonadados.
Yo, como igual habéis supuesto ya, tengo un máster en ese semáforo. Me lo conozco tan bien que, cuando se pone en verde para girar a la derecha, sé el tiempo exacto que falta para que se ponga en verde recto. Pero lo sé no en segundos, sino en instantes. Es decir, en una unidad inexistente e imaginaria, pero sé en qué momento exacto puedo poner el pie sobre el acelerador para que el coche arranque cuando el semáforo se acaba de poner en verde. En el instante preciso.
Aunque igual todo lo que acabo de escribir debería ponerlo en pasado. Porque las cosas han cambiado. Supongo que alguien descubrió el peligro que ese semáforo representaba. O mejor dicho, el peligro de la gente, incapaz de interpretar correctamente un semáforo que, por otro lado, es correctísimo. O igual ha habido algún accidente del que no me he enterado. Así que a alguien se le ocurrió una solución que, para mí, es brillante. Brillante, porque nunca se me hubiera ocurrido. Brillante por su simplicidad: Tan simple como convertir la luz verde de girar a la derecha en una luz naranja intermitente. Tachán.
Así, ahora, la primera luz que se enciende es naranja, para girar a la derecha. Si giras a la derecha, vas con cuidado, atientes para ver por qué esa luz no es verde, pero sigues tu camino (supongo que con cierta sorpresa, ya que no hay nada objetivamente peligroso). Si vas recto, te llama la atención y te fijas más en el semáforo, supongo, y así puedes detectar que tu semáforo, en realidad, sigue en rojo.
Desde que el semáforo funciona así, no he vuelto a ver a nadie acelerando en el semáforo antes de tiempo. Y, la verdad, que la solución haya sido tan simple me fascina.
Es decir, que paso cada día por una calle de cuatro carriles que tiene un semáforo que, si conduzco con normalidad y no acelero como un piloto de carreras, siempre pillo en rojo.
La peculiaridad de ese semáforo que regula cuatro carriles es que el carril de la derecha es para girar a la derecha y los otros tres para seguir recto. Yo sigo recto. La peculiaridad no es esa, es que el semáforo del carril que gira a la derecha se pone en verde antes que el de los que van recto. Y esta simpleza provoca innumerables situaciones curiosas y, frecuentemente, peligrosas. Porque la gente que va recto, ve una luz verde y acelera, sin darse cuenta de que el verde es sólo para los que giran a la derecha. Y cuando se pone ese verde, se pone también verde el de los que vienen de esa derecha y atraviesan por delante de los que esperan (o deberían esperar) a ir recto. Y claro, se arma un poco de lío.
He visto de todo. Gente que acelera y, cuando ve coches venir por la derecha, frena en seco y pone (supongo) cara de susto. Gente que acelera y pasa del resto del mundo, sigue recto como si nada y el que tiene que frenar en seco es el que viene de la derecha. Gente que acelera, frena, vuelve a acelerar, frena, da marcha atrás sin entender nada y, al mirar de nuevo el semáforo, comprende su fallo. Un día vi tres coches acelerando simultáneamente y tirando recto, mientras que los que venían de la derecha los contemplaban anonadados.
Yo, como igual habéis supuesto ya, tengo un máster en ese semáforo. Me lo conozco tan bien que, cuando se pone en verde para girar a la derecha, sé el tiempo exacto que falta para que se ponga en verde recto. Pero lo sé no en segundos, sino en instantes. Es decir, en una unidad inexistente e imaginaria, pero sé en qué momento exacto puedo poner el pie sobre el acelerador para que el coche arranque cuando el semáforo se acaba de poner en verde. En el instante preciso.
Aunque igual todo lo que acabo de escribir debería ponerlo en pasado. Porque las cosas han cambiado. Supongo que alguien descubrió el peligro que ese semáforo representaba. O mejor dicho, el peligro de la gente, incapaz de interpretar correctamente un semáforo que, por otro lado, es correctísimo. O igual ha habido algún accidente del que no me he enterado. Así que a alguien se le ocurrió una solución que, para mí, es brillante. Brillante, porque nunca se me hubiera ocurrido. Brillante por su simplicidad: Tan simple como convertir la luz verde de girar a la derecha en una luz naranja intermitente. Tachán.
Así, ahora, la primera luz que se enciende es naranja, para girar a la derecha. Si giras a la derecha, vas con cuidado, atientes para ver por qué esa luz no es verde, pero sigues tu camino (supongo que con cierta sorpresa, ya que no hay nada objetivamente peligroso). Si vas recto, te llama la atención y te fijas más en el semáforo, supongo, y así puedes detectar que tu semáforo, en realidad, sigue en rojo.
Desde que el semáforo funciona así, no he vuelto a ver a nadie acelerando en el semáforo antes de tiempo. Y, la verdad, que la solución haya sido tan simple me fascina.
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