Si no estoy equivocada, compré este libro el Día del Libro del año pasado: salí a la calle con ganas de comprarme dos libros, de los que no recordaba ni el título ni el autor. Y los encontré. Éste fue uno de ellos. Había oído hablar de Marina Keegan, una joven autora estadounidense muerta en accidente de tráfico a los veintidós años, nada más acabar la universidad. Este libro recoge prácticamente todo lo que había escrito hasta entonces, tanto ficción como no ficción, incluyendo el discurso que leyó en su graduación y que da nombre al libro.
Me ha gustado mucho, tanto las historias de ficción como los ensayos. Tanto unas como otras reflejan pensamientos que creo que todos hemos tenido de jóvenes, la futilidad de la vida, la preocupación por el futuro, la necesidad de encontrar nuestro lugar en el mundo. Algunas historias me han gustado mucho, mucho, otras bastante, alguna no demasiado y una hasta me pareció terrorífica (no de mala, sino del vértigo que me dio). Es un libro corto, lo leí en un par de días, a principios de mes, básicamente yendo y viniendo de Bruselas. Es muy recomendable. Realmente, Marina Keegan tenía talento y escribía bien. Sé que, si hubiera podido vivir más para seguir escribiendo, habría leído más cosas suyas.
jueves, 31 de marzo de 2016
martes, 29 de marzo de 2016
En primavera
Estamos en primavera. Y mis plantas lo saben.
Lo sabe el miniclavel, que sorprendentemente ha revivido después de mucho tiempo.
Lo saben las buganvillas, que llenan mis días de flores brillantes que se desperdigan por el balcón. (Nota: es absurdo barrer las flores de buganvilla del balcón en un día ventoso).
Lo saben los guisantes, que siguen saliendo como locos en la única planta que sembré este año.
Lo saben las fresas y los ajos, que crecen felizmente, unas junto a los otros.
Lo saben las fucsias, que están en plena explosión floral.
Lo saben los narcisos, aunque sólo he tenido una flor, que se abrió ayer. De momento.
Lo saben las tomateras y pimientos, que crecen aún protegidos por un invernadero lleno de polen de olivo. La albahaca aún no lo sabe y por eso aún no ha germinado.
Lo saben las zanahorias, aunque han salido menos de las que pensaba. Y hasta lo saben los puerros, que finalmente parece que alguno ha enraizado.
Y lo saben, sobre todo, mis gingkos. Como siempre, casi sin previo aviso, han empezado a crear hojas y hojas, con esa pasión y espontaneidad que les caracteriza.
Y esto sólo es el principio.
Lo sabe el miniclavel, que sorprendentemente ha revivido después de mucho tiempo.
Lo saben las buganvillas, que llenan mis días de flores brillantes que se desperdigan por el balcón. (Nota: es absurdo barrer las flores de buganvilla del balcón en un día ventoso).
Lo saben los guisantes, que siguen saliendo como locos en la única planta que sembré este año.
Lo saben las fresas y los ajos, que crecen felizmente, unas junto a los otros.
Lo saben las fucsias, que están en plena explosión floral.
Lo saben los narcisos, aunque sólo he tenido una flor, que se abrió ayer. De momento.
Lo saben las tomateras y pimientos, que crecen aún protegidos por un invernadero lleno de polen de olivo. La albahaca aún no lo sabe y por eso aún no ha germinado.
Lo saben las zanahorias, aunque han salido menos de las que pensaba. Y hasta lo saben los puerros, que finalmente parece que alguno ha enraizado.
Y lo saben, sobre todo, mis gingkos. Como siempre, casi sin previo aviso, han empezado a crear hojas y hojas, con esa pasión y espontaneidad que les caracteriza.
Y esto sólo es el principio.
lunes, 28 de marzo de 2016
"The Martian" de Andy Weir
Ya comenté por aquí que cuando vi la película de “The Martian” y supe que estaba basada en una novela, quise leerla. Y leerla en inglés. No sé por qué. Creo que porque me pareció interesante y amena y que me entretendría lo suficiente para disfrutarla en inglés.
Así que, en cuanto he tenido oportunidad, la he leído, en inglés. Y me he encontrado exactamente lo que me esperaba, me ha encantado; en parte por los mismos motivos que la película (hacer amena y divertida una historia que, a priori, podría ser angustiosa y terrorífica), pero también porque está contada de una manera que te hace querer devorarla y no parar de leer. La historia ya la conté en su día: un astronauta, abandonado por error en Marte, tiene que ingeniárselas para sobrevivir en un entorno tan duro como el planeta rojo y con víveres limitados, mientras que en la Tierra lo dan muerto. Es una historia de supervivencia, muy ingeniosa y dinámica, muy bien contada y que engancha desde el minuto uno. Contada fundamentalmente en primera persona, en el diario que Mark Watney va escribiendo en Marte, pero alternando con cómo se vive desde la Tierra y desde la nave que trae a sus compañeros toda la historia.
Muy recomendable. Estoy encantada de haberla leído.
Así que, en cuanto he tenido oportunidad, la he leído, en inglés. Y me he encontrado exactamente lo que me esperaba, me ha encantado; en parte por los mismos motivos que la película (hacer amena y divertida una historia que, a priori, podría ser angustiosa y terrorífica), pero también porque está contada de una manera que te hace querer devorarla y no parar de leer. La historia ya la conté en su día: un astronauta, abandonado por error en Marte, tiene que ingeniárselas para sobrevivir en un entorno tan duro como el planeta rojo y con víveres limitados, mientras que en la Tierra lo dan muerto. Es una historia de supervivencia, muy ingeniosa y dinámica, muy bien contada y que engancha desde el minuto uno. Contada fundamentalmente en primera persona, en el diario que Mark Watney va escribiendo en Marte, pero alternando con cómo se vive desde la Tierra y desde la nave que trae a sus compañeros toda la historia.
Muy recomendable. Estoy encantada de haberla leído.
martes, 22 de marzo de 2016
Miedo. O lo que sea
Cuando se estrelló aquel avión en Barajas, pasé varias semanas obsesionada con los aviones. Yo vivía en Creta y aviones comerciales sobrevolaban todas las noches mi casa, hasta horas intempestivas, de camino al aeropuerto, a apenas 10 Km de donde yo estaba. Tenía que coger un vuelo un mes después y me aterraba la idea de hacerlo. Pero según pasaban los días, el miedo se fue diluyendo y cogí mi vuelo sin problemas.
Cuando ETA mató a dos guardia civiles en mi isla y tras las sucesivas explosiones que se produjeron días después, todo me parecía sospechoso, todo me parecía inseguro. Mi isla, la isla de la calma era vulnerable, tanto o más que cualquier otro lugar. Durante días, pensé en el tema, en las bombas, en lo que había ocurrido, pero poco a poco la inseguridad se fue diluyendo y el miedo desapareció.
Tras los atentados de París de Noviembre, pasé unas semanas en un estado similar a los anteriores, ese miedo que no sé si es miedo, esa inseguridad, esa sensación de que puede pasar cualquier cosa, en cualquier lugar. Hice dos viajes antes de final de año, totalmente a desgana, a dos destinos que podrían ser tan objetivos como cualquier otro, pensando que no tenía por qué pasar nada, pero que tampoco nadie nos garantiza que no vaya a pasar. En el primero de ellos coincidí con dos colegas francesas, muy afectadas por lo sucedido. Fue un viaje frío y triste. Era una de esas reuniones en las que después siempre salimos a cenar, a veces en grupos grandes y reímos y disfrutamos de coincidir con gente que normalmente ves poco. Esa vez fue diferente, estábamos todos más dispersos y poco animados. Todas las noches cenaba con las colegas francesas, pronto y sin apenas risas, intentando hacer normales unos días que no tenían nada de normales. Las colegas argelinas y marroquíes se sintieron muy incómodas aquellos días, se sintieron inseguras, observadas y acusadas de unos delitos que no tenían nada que ver con ellas. Fueron días raros, mucho. Pero, de nuevo, esa sensación de incomodidad, de inseguridad, de miedo, de lo que sea, se acabó diluyendo como un recuerdo pasado.
Esta mañana, cuando de camino a la oficina he oído que había habido dos explosiones en el aeropuerto de Bruselas, se me han puesto los pelos de punta. Luego he pasado más de media mañana en una reunión y, al salir, he descubierto que el terror se había extendido al metro de Bruselas. Maelbeek. Maelbeek. Maelbeek es “mi” estación de metro en Bruselas, la que está en los bajos del edificio de la Dirección General a la que normalmente voy por trabajo. A principios de mes estuve en ese aeropuerto, estuve en esa estación. El primer día me llamó la atención los dos militares armados que me encontré nada más salir del vagón del metro, en el mismo andén. Hace tres semanas, Bruselas me pareció tan fría y gris como siempre. Lucho desde hace años con esa extraña relación amor-odio que mantengo con esa ciudad y, en mi último viaje, me pareció que Bruselas se hallaba en una extraña calma tensa. Militares armados en estaciones de tren y metro no es algo que suela yo ver en mi día a día. Fui, hice mi trabajo, visité la Grand Place a dos grados bajo cero antes de las ocho de la mañana y actué con total normalidad, con un poso de no-sé-qué, de ese uf, de ese miedo, de esa inseguridad, de esa extraña sensación que no quieres llamar miedo, pero que de alguna forma se debe llamar.
Esta semana quería escribir una entrada sobre ese último viaje a Bruselas, sobre las cuatro fotos que hice, sobre esa ciudad gris que me acoge de tanto en tanto con un abrazo frío. Pero ya no lo haré, me parece totalmente superficial.
Madre mía, la entrada que escribí hace ahora tres semanas, desde el aeropuerto de Bruselas, me parece de una frivolidad espantosa. En ese aeropuerto, hoy ha muerto gente.
Hoy no he llorado porque estaba en la oficina. Ver las imágenes de sitios que conozco, el aeropuerto, las calles que rodean Maelbeek, la plaza de la Bolsa, me ha desarmado. Me pregunto si los militares que había armados en la estación, alguno de los pasajeros con los que compartí vagón de metro aquellos días o los colegas que trabajan en uno de los edificios desalojados, justo encima de la estación han muerto o han resultado heridos.
“No tendrás que ir a Bruselas, ¿no?”, me han preguntado hoy algunos colegas en la oficina. “De momento, no”, he contestado. Pero sé que algún día tendré que volver. Algún día volveré a ese aeropuerto que aún permanece cerrado, algún día volveré a coger el metro y volveré a parar en Maelbeek. Y seguramente lo haré con un nudo en la garganta, pero lo haré. Porque eso que sentiré, eso que siento, no quiero llamarlo miedo, eso sería dejarnos vencer. Lo llamaré desasosiego. Pero ni siquiera el desasosiego nos impedirá seguir viviendo. No nos queda otra.
En la foto, póster “Bières de la Meuse” de Alphonse Mucha, en el interior de un bar, por delante del que pasé a una hora muy temprana, a dos grados bajo cero, en mi visita relámpago a la Grand Place hace tres semanas. Me encanta Mucha. Y necesitaba un poco de su color para esta entrada.
Cuando ETA mató a dos guardia civiles en mi isla y tras las sucesivas explosiones que se produjeron días después, todo me parecía sospechoso, todo me parecía inseguro. Mi isla, la isla de la calma era vulnerable, tanto o más que cualquier otro lugar. Durante días, pensé en el tema, en las bombas, en lo que había ocurrido, pero poco a poco la inseguridad se fue diluyendo y el miedo desapareció.
Tras los atentados de París de Noviembre, pasé unas semanas en un estado similar a los anteriores, ese miedo que no sé si es miedo, esa inseguridad, esa sensación de que puede pasar cualquier cosa, en cualquier lugar. Hice dos viajes antes de final de año, totalmente a desgana, a dos destinos que podrían ser tan objetivos como cualquier otro, pensando que no tenía por qué pasar nada, pero que tampoco nadie nos garantiza que no vaya a pasar. En el primero de ellos coincidí con dos colegas francesas, muy afectadas por lo sucedido. Fue un viaje frío y triste. Era una de esas reuniones en las que después siempre salimos a cenar, a veces en grupos grandes y reímos y disfrutamos de coincidir con gente que normalmente ves poco. Esa vez fue diferente, estábamos todos más dispersos y poco animados. Todas las noches cenaba con las colegas francesas, pronto y sin apenas risas, intentando hacer normales unos días que no tenían nada de normales. Las colegas argelinas y marroquíes se sintieron muy incómodas aquellos días, se sintieron inseguras, observadas y acusadas de unos delitos que no tenían nada que ver con ellas. Fueron días raros, mucho. Pero, de nuevo, esa sensación de incomodidad, de inseguridad, de miedo, de lo que sea, se acabó diluyendo como un recuerdo pasado.
Esta mañana, cuando de camino a la oficina he oído que había habido dos explosiones en el aeropuerto de Bruselas, se me han puesto los pelos de punta. Luego he pasado más de media mañana en una reunión y, al salir, he descubierto que el terror se había extendido al metro de Bruselas. Maelbeek. Maelbeek. Maelbeek es “mi” estación de metro en Bruselas, la que está en los bajos del edificio de la Dirección General a la que normalmente voy por trabajo. A principios de mes estuve en ese aeropuerto, estuve en esa estación. El primer día me llamó la atención los dos militares armados que me encontré nada más salir del vagón del metro, en el mismo andén. Hace tres semanas, Bruselas me pareció tan fría y gris como siempre. Lucho desde hace años con esa extraña relación amor-odio que mantengo con esa ciudad y, en mi último viaje, me pareció que Bruselas se hallaba en una extraña calma tensa. Militares armados en estaciones de tren y metro no es algo que suela yo ver en mi día a día. Fui, hice mi trabajo, visité la Grand Place a dos grados bajo cero antes de las ocho de la mañana y actué con total normalidad, con un poso de no-sé-qué, de ese uf, de ese miedo, de esa inseguridad, de esa extraña sensación que no quieres llamar miedo, pero que de alguna forma se debe llamar.
Esta semana quería escribir una entrada sobre ese último viaje a Bruselas, sobre las cuatro fotos que hice, sobre esa ciudad gris que me acoge de tanto en tanto con un abrazo frío. Pero ya no lo haré, me parece totalmente superficial.
Madre mía, la entrada que escribí hace ahora tres semanas, desde el aeropuerto de Bruselas, me parece de una frivolidad espantosa. En ese aeropuerto, hoy ha muerto gente.
Hoy no he llorado porque estaba en la oficina. Ver las imágenes de sitios que conozco, el aeropuerto, las calles que rodean Maelbeek, la plaza de la Bolsa, me ha desarmado. Me pregunto si los militares que había armados en la estación, alguno de los pasajeros con los que compartí vagón de metro aquellos días o los colegas que trabajan en uno de los edificios desalojados, justo encima de la estación han muerto o han resultado heridos.
“No tendrás que ir a Bruselas, ¿no?”, me han preguntado hoy algunos colegas en la oficina. “De momento, no”, he contestado. Pero sé que algún día tendré que volver. Algún día volveré a ese aeropuerto que aún permanece cerrado, algún día volveré a coger el metro y volveré a parar en Maelbeek. Y seguramente lo haré con un nudo en la garganta, pero lo haré. Porque eso que sentiré, eso que siento, no quiero llamarlo miedo, eso sería dejarnos vencer. Lo llamaré desasosiego. Pero ni siquiera el desasosiego nos impedirá seguir viviendo. No nos queda otra.
En la foto, póster “Bières de la Meuse” de Alphonse Mucha, en el interior de un bar, por delante del que pasé a una hora muy temprana, a dos grados bajo cero, en mi visita relámpago a la Grand Place hace tres semanas. Me encanta Mucha. Y necesitaba un poco de su color para esta entrada.
domingo, 20 de marzo de 2016
Despierta
Hace tiempo que no hago fotos, fotos en serio, de esas de jugar con la abertura del diafragma y la velocidad de disparo. Hago fotos con el móvil y con la cámara compacta, pero hacía meses que no tocaba la réflex. Incluso en los viajes que he hecho este año, la réflex se ha quedado en casa. No he tenido ganas de dedicarle tiempo a jugar con las luces y sombras, de fotografiar más allá de cosas que veo de manera obvia y que puedo reflejar con la mala cámara de mi móvil.
Por eso me hacía especial ilusión participar en la iniciativa de Despierta. Despierta es un proyecto fotográfico colectivo de Expedición Polar. Me he enterado alguna vez de la iniciativa a posteriori, pero esta vez me enteré con suficiente antelación como para apuntarme. Y eso que levantarme antes de salir el sol un domingo no era especialmente atractivo, especialmente porque llevo ya demasiados días sin parar. Después del fin de semana de swing y una larga semana laboral, el fin de semana lo he tenido cargadito de planes, empezando por el jueves. Desde el jueves llevo acostándome después de la una (o de las tres…). Aún así, anoche puse el despertador a las seis y pico. “La alarma sonará dentro de 5 horas”. Qué terroríficas palabras.
Me ha costado despertarme y, de hecho, he aplazado mis planes de ir junto al mar a ver amanecer. Estaba muy nublado, llovía y me he hecho la remolona un buen rato en la cama. Pero al final me he levantado. Al fin y al cabo, se trataba de hacer fotos al amanecer, sin normas fijas. Me he asomado por la ventana, esperando ver la luz cálida del primer amanecer primaveral, pero me ha sorprendido la luz fría, acentuada por la lluvia y las nubes. No hay grandes vistas desde mi casa, pero he salido al balcón, antes de las siete de la mañana, en pijama y bata y he estado haciendo fotos a mis plantas, sobre todo a las buganvillas. Fotos de verdad. Jugando con el ISO, la velocidad del obturador y la abertura del diafragma. Fotos muy granuladas, porque esa luz fría de este amanecer lluvioso me pedía eso.
He hecho unas cuantas fotos, la mayoría de ellas totalmente desechables, ninguna de ellas pasará a la historia como una gran fotografía, pero me ha gustado esa sensación de buscar la foto, de vivirla, de sentir otra vez la diversión de enfocar y jugar con el modo manual de la cámara réflex.
Cuando he sentido frío, he vuelto a la cama y he dormido otro rato. Luego, ya de día, aunque aún con nubes, me he levantado y he vuelto a mirar por la ventana. Qué distinta la luz del día a la luz del amanecer. Y he pasado la mañana junto al mar, de nuevo bailando.
Las fotos son de este amanecer, menos la última, que es de horas más tarde (hecha con el móvil).
Por eso me hacía especial ilusión participar en la iniciativa de Despierta. Despierta es un proyecto fotográfico colectivo de Expedición Polar. Me he enterado alguna vez de la iniciativa a posteriori, pero esta vez me enteré con suficiente antelación como para apuntarme. Y eso que levantarme antes de salir el sol un domingo no era especialmente atractivo, especialmente porque llevo ya demasiados días sin parar. Después del fin de semana de swing y una larga semana laboral, el fin de semana lo he tenido cargadito de planes, empezando por el jueves. Desde el jueves llevo acostándome después de la una (o de las tres…). Aún así, anoche puse el despertador a las seis y pico. “La alarma sonará dentro de 5 horas”. Qué terroríficas palabras.
Me ha costado despertarme y, de hecho, he aplazado mis planes de ir junto al mar a ver amanecer. Estaba muy nublado, llovía y me he hecho la remolona un buen rato en la cama. Pero al final me he levantado. Al fin y al cabo, se trataba de hacer fotos al amanecer, sin normas fijas. Me he asomado por la ventana, esperando ver la luz cálida del primer amanecer primaveral, pero me ha sorprendido la luz fría, acentuada por la lluvia y las nubes. No hay grandes vistas desde mi casa, pero he salido al balcón, antes de las siete de la mañana, en pijama y bata y he estado haciendo fotos a mis plantas, sobre todo a las buganvillas. Fotos de verdad. Jugando con el ISO, la velocidad del obturador y la abertura del diafragma. Fotos muy granuladas, porque esa luz fría de este amanecer lluvioso me pedía eso.
He hecho unas cuantas fotos, la mayoría de ellas totalmente desechables, ninguna de ellas pasará a la historia como una gran fotografía, pero me ha gustado esa sensación de buscar la foto, de vivirla, de sentir otra vez la diversión de enfocar y jugar con el modo manual de la cámara réflex.
Cuando he sentido frío, he vuelto a la cama y he dormido otro rato. Luego, ya de día, aunque aún con nubes, me he levantado y he vuelto a mirar por la ventana. Qué distinta la luz del día a la luz del amanecer. Y he pasado la mañana junto al mar, de nuevo bailando.
Las fotos son de este amanecer, menos la última, que es de horas más tarde (hecha con el móvil).
martes, 15 de marzo de 2016
Varios apaños
Soy muy fan de las manualidades, de lo que ahora llaman modernamente DIY (Do it yourself, vamos, “hazlo tú mismo”). No es que sea yo una experta en manualidades, pero me gusta hacer algún apaño de vez en cuando. Hoy traigo por aquí algunos de estos apaños.
El primero es una soberana (y a la vez útil) tontería que hice hace algún tiempo, igual hace un par de años ya. Fue cuando volví a ir a nadar a una piscina que acababan de reformar, donde habían puesto taquillas nueva (muchas) que necesitaban candado para cerrar. Me compré un candado adecuado y, consciente de la posibilidad de olvidarme del número de taquilla (o de dónde estaba mi taquilla), decidí personalizarla de una manera tontísima: con un poco de washi tape. Tan simple y tan tonto. Así que decoré el candado, pensando que no me duraría nada y, oh, sorpresa, me ha durado desde entonces. La verdad es que es muy útil, porque más de una vez he ido a la zona de taquillas, después de nadar, pensando cuál era mi taquilla… “La del washi tape” es siempre la respuesta correcta.
El segundo apaño es aún más divertido. El armario empotrado de mi habitación está lejos de la luz, así que tiene una pequeña zona casi oscura que es donde tengo una cajonera en la que guardo la ropa interior y los pijamas. Una vez, en una revista leí que una solución a este tipo de problemas era colocar luces dentro del armario. Lo más sencillo: luces navideñas, de esas que van con pilas y no necesitan enchufe. Esto lo leí mucho antes de Navidad (yo diría que justo después de las penúltimas Navidades, o sea, igual hace un año ya) así que, cuando llegó Navidad, ya casi me acordaba. Cuando lo recordé y me puse a buscar las luces adecuadas, no había manera de encontrar lo que yo quería: algo tan simple como luces blancas fijas. Lo intenté con unas luces de colores de los chinos (de los colores del Barça, jajaja), pero era un auténtico infierno. Al final, de casualidad, encontré unas luces perfectas, pequeñas y blancas. Mi primera intención era colgarlas en la parte superior del armario, para que me iluminaran todo. Pero el armario es estrecho y la ropa tapaba la luz. Plan B: engancharlas (con un simple celo) alrededor de la cajonera. Estoy encantada, son superútiles y las uso muy frecuentemente.
El tercer apaño ya es de nota. Tengo un armarito en el recibidor de casa (en adopción, porque era de mis padres, mi hermana se lo pidió en su día y, cuando quisieron deshacerse de él, lo adopté temporalmente porque mi hermana no tiene recibidor en casa, juas, juas, juas) donde guardo zapatos que no uso habitualmente (como las botas de agua, las de montaña y algunas zapatillas extras que tengo). Del último viaje a Barcelona me traje dos pares de zapatos para bailar swing que quería guardar allí. Pero no cabían. Observando el armario, vi que había suficiente espacio en vertical y me pareció que, con una madera, podría ganar un pequeño estante. Pensé en encargarlo a alguien, pero recordé que tenía algo de madera fina por casa. Cogí una sierra (sí, tengo una sierra en casa –y dos martillos-, soy una mujer modenna y autosuficiente) y yo misma corté un trozo adecuado (y torcido). No es perfecto, el color no pega con el resto y se comba un poco por el peso (aunque lo que hay encima pesa poco), pero de momento sirve para lo que quiero, así que estoy más que contenta con el resultado.
Y hasta aquí mis últimas chapuzas. Siempre pensando en alguna cosa nueva…
El primero es una soberana (y a la vez útil) tontería que hice hace algún tiempo, igual hace un par de años ya. Fue cuando volví a ir a nadar a una piscina que acababan de reformar, donde habían puesto taquillas nueva (muchas) que necesitaban candado para cerrar. Me compré un candado adecuado y, consciente de la posibilidad de olvidarme del número de taquilla (o de dónde estaba mi taquilla), decidí personalizarla de una manera tontísima: con un poco de washi tape. Tan simple y tan tonto. Así que decoré el candado, pensando que no me duraría nada y, oh, sorpresa, me ha durado desde entonces. La verdad es que es muy útil, porque más de una vez he ido a la zona de taquillas, después de nadar, pensando cuál era mi taquilla… “La del washi tape” es siempre la respuesta correcta.
El tercer apaño ya es de nota. Tengo un armarito en el recibidor de casa (en adopción, porque era de mis padres, mi hermana se lo pidió en su día y, cuando quisieron deshacerse de él, lo adopté temporalmente porque mi hermana no tiene recibidor en casa, juas, juas, juas) donde guardo zapatos que no uso habitualmente (como las botas de agua, las de montaña y algunas zapatillas extras que tengo). Del último viaje a Barcelona me traje dos pares de zapatos para bailar swing que quería guardar allí. Pero no cabían. Observando el armario, vi que había suficiente espacio en vertical y me pareció que, con una madera, podría ganar un pequeño estante. Pensé en encargarlo a alguien, pero recordé que tenía algo de madera fina por casa. Cogí una sierra (sí, tengo una sierra en casa –y dos martillos-, soy una mujer modenna y autosuficiente) y yo misma corté un trozo adecuado (y torcido). No es perfecto, el color no pega con el resto y se comba un poco por el peso (aunque lo que hay encima pesa poco), pero de momento sirve para lo que quiero, así que estoy más que contenta con el resultado.
Y hasta aquí mis últimas chapuzas. Siempre pensando en alguna cosa nueva…
domingo, 13 de marzo de 2016
De fin de semana
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