Hoy toca resumen de pelis vistas en los últimos tiempos. Hay un poco de todo y visto en lugares de lo más dispares. Ahí vamos.
Vi “Escondidos de Brujas” de Martin McDonagh estando en Namibia. Sentía curiosidad por esta película, para ver cómo aparecía Brujas, una ciudad muy bonita, fascinante, que ya he visitado en dos ocasiones (la última, en octubre). La película cuenta la historia de dos asesinos que se ocultan en la ciudad belga del título después de un trabajito que no ha salido del todo bien. Me gustó la peli, me recordó continuamente a “The guard”, en parte porque uno de los protagonistas es el mismo que en esa peli (Brendan Gleeson) y supongo que sobre todo porque el director es el mismo (aunque de eso me di cuenta después). El espíritu es muy similar: humor negro por todos lados, mezclado con importantes dosis de violencia, sangre y muertes varias. Me gustó bastante, me encantó volver a ver a Ralph Fiennes (cómo me gusta este hombre, aunque lo prefiero con pelo), me hizo gracia ver a la Fleur Delacour de la saga Harry Potter (la actriz Clémence Poésy) y aunque su protagonista, Colin Farrel, no es mi actor favorito, aquí me gustó. Brujas sale preciosa, maravillosa, tal y como es ella, aunque alguno de sus protagonistas no hace más que ponerla a parir y odiarla. No se lo merece, es una gran ciudad.
Vi “Frozen” de Chris Buck y Jennifer Lee en el aeropuerto de Windhoek, la capital de Namibia, en mi escala de siete largas horas cuando volvía a casa. Es la historia de dos hermanas, separadas involuntariamente por la capacidad de una de ellas, Elsa, de congelar todo lo que toca y su incapacidad de controlar ese poder. Cuando Elsa congela el reino en el que viven, Ana se aventura en su busca, tratando de encontrar una solución al problema. Me entusiasmó esta peli de Disney, me encantó, me lo pasé pipa, me gusta la historia, los personajes, el guión, las canciones, todo, todo, todo. Sé que la volveré a ver cualquier día de estos, me lo pasé genial viéndola.
En el avión de vuelta, vi “La ladrona de libros” de Brian Percival. En un principio no la quería ver, porque estaba a punto de empezar a leer la novela en la que se basa (de hecho, la llevaba encima), pero era la que más me atraía de las que había en el avión (aunque admito que estuve tentada de volver a ver “El Gran Gatsby”) y me lancé. Contada desde el punto de vista de la Muerte, cuenta la historia de una jovencita en una familia de acogida en la Alemania de la II Guerra Mundial, de su acercamiento a los libros, a la lectura, a las palabras y de su amor hacia ellos en un entorno bastante duro y aparentemente poco adecuado para ello. Me gustó mucho, me pareció una historia bonita, narrada de una manera especial. Y los actores, fabulosos, no sólo los veteranos, sino la actriz que da vida a la protagonista. Eso sí, se me hizo raro ver una película en la que aparecen esvásticas nazis en un avión lleno de alemanes. Y oír hablar a los protagonistas supuestamente alemanes en inglés, aunque con acento alemán. Me hizo mucha gracia. Pero bueno, tampoco pasa nada. No tenía muy claro si quería leer la novela tan poco después de ver la película, pero la empecé hace unos días.
Esta vez, sólo vi una película en el avión, porque dormí bastantes horas (eso es bueno) y porque vi el final de “The Internship”, que no había podido acabar de ir a la ida. Eso sí, tuve tiempo de ver un documental “This might sound crazy”. Es un documental sobre un grupo sudafricano de música electrónica, Goodluck, que decide grabar un disco (“Creatures of the night”) en el exterior, fuera del estudio y recorren Namibia grabándolo. No soy nada fan de la música electrónica, pero sentía curiosidad por ver cómo salía el país del que estaba alejándome en esos momentos. Y sale muy bien. El documental es toda una guía de viajes de Namibia, aparecen todos sus lugares emblemáticos para visitar, tanto los que he visitado (como Etosha o el desierto), como los que no (como Kolmannskop), incluyendo la ciudad en la que he pasado bastantes semanas, Swakopmund, con su característica niebla, su embarcadero, el faro que veía desde el balcón de mi habitación y hasta el edificio en el que he pasado bastantes horas trabajando en el último año y medio. También sale el coro del que me compré un par de CDs en el viaje de vuelta, aunque nunca los he visto en directo y, entre ellos, el músico al que fui a ver en un concierto del que hablé aquí. Un documental de visionado muy agradable, la verdad. No lo he encontrado entero por internet, pero sí una versión más corta, que dura la mitad que el original (a partir del minuto 12:14 aparece Swakopmund). Muy recomendable para conocer un poco más de un país fascinante, Namibia.
Vi “Liberal Arts” (“Amor y letras” por estos lares) de Josh Radnor el otro día, ya en casa. Soy muy fan de Josh Radnor, me encanta su papel en “Cómo conocí a vuestra madre” y ahora que estoy viendo la última temporada, estoy particularmente sensible hacia él (esto ha sonado un poco ñoño, ¿no? Qué más da). Me gustó mucho su anterior película “Happythankyoumoreplease”. Aquella, como ésta, son historias sencillas, simples, que no podrían describirse como las típicas comedias románticas, pero que tienen mucho cariño y mucha, muchísima sensibilidad. “Liberal Arts” es la historia de un treintañero que vuelve a su universidad para la fiesta de despedida de un profesor suyo y conoce a una jovencita estudiante, con la que congenia inmediatamente. Repito, me encanta Josh Radnor, así que creo que me va a gustar todo lo que haga, de manera totalmente imparcial. Y me da una pena infinita que acabe “Cómo conocí a vuestra madre”, pero de eso ya hablaré en otro momento. Me gustó mucho la peli, porque además no sabes muy bien hacia dónde va, qué pasará, aunque intuyes algunas cosas y deseas que pasen otras, me gusta que no sea la típica historia que todos sabemos cómo va a acabar. Sencilla pero resultona.
Y con esto y un bizcocho, no hay más cine por hoy. Seguiremos informando.
lunes, 31 de marzo de 2014
miércoles, 26 de marzo de 2014
Aeropuerto
Anteayer empecé a escribir esta entrada pero luego la borré, porque no tenía muy claro si la opinión que tenía en ese momento me iba a perdurar en el tiempo. La decisión de ponerle el nombre de Adolfo Suárez al aeropuerto de Barajas me pareció un calentón de nuestros gobernantes, un “ostras, hay que rendirle un súper homenaje, súper, súper, súper grande”. Luego lo pensé mejor y me planteé si ya lo tenían pensado, si era una decisión premeditada, un homenaje programado y no un calentón espontáneo. Creo que leí en algún sitio que la idea ya se planteó hace algunos años. Pero ya se sabe, los homenajes mejor a los muertos, no vaya a ser que disfruten en vida del reconocimiento general.
No voy a decir yo aquí nada sobre Adolfo Suárez que no se haya dicho ya, porque además yo lo sé de él es porque me lo han contado. Nací a finales de los setenta, así que para mí Suárez es alguien que aparecía en los libros de textos y de quien me contaban cosas, pero alguien a quién yo he visto en acción más bien poco. Así que no voy a decir nada más sobre él, está todo dicho y tampoco creo que pueda aportar nada. Pero lo de darle su nombre a un aeropuerto… eso sí que lo he vivido y puedo opinar.
Mi primera reacción fue la risa. ¿Por qué? ¿Para qué? Sí, como homenaje es fascinante pero ¿sabéis el follón que es cambiar el nombre a un aeropuerto? No, yo tampoco lo sé, pero sí que sé que trabajo para un organismo del Estado que cambia de Ministerio con una facilidad apabullante. Y sí que sé el follón que supone cada vez que nos cambian de Ministerio. Hay que cambiar la firma de los correos y el logo de todos los documentos que hacemos. Eso es sencillo, es electrónico y ya está. Simplemente hay que recordar cada vez a qué ministerio pertenecemos e intentar no meter la pata. Lo que ya es más difícil, tedioso y costoso es cambiar el nombre en los lugares físicos: las placas de los edificios, el logo en los buques, el de los coches oficiales y de más sitios en los que debe aparecer y no recuerdo. Hay que reutilizar los sobres con logos de ministerios que ya no existen a base de pegatinas y más pegatinas. Y multitud de papeles oficiales en blanco ya sólo sirven como hojas en sucio. Y así hasta el infinito. Si cambiar de Ministerio da todo este trabajo y tiene un importante coste económico, ¿cuánto costará cambiar el nombre a un aeropuerto? Pues por lo visto muchos euros.
Además, a la gente le costará acostumbrarse, eso es lo que pensé. Pero luego recordé algo que pasó en mi Universidad siendo yo estudiante. Cuando empecé a estudiar, el edificio de Biología se llamaba Darwin (un nombre muy apropiado, por otra parte), pero decidieron rebautizarlo con el nombre de un geólogo mallorquín, Guillem Colom Casasnovas. Al principio, nadie lo llamaba así. El edificio Darwin era el Darwin. Y punto. Pero con los años, la gente empezó a olvidar ese nombre y, de hecho, los nuevos estudiantes ya lo conocían como Guillem Colom. Y estoy segura que hoy en día muy pocos estudiantes conocen que ese edificio se llamaba antes Darwin. Así que después de recordar esto, he pensado que lo de cambiarle el nombre al aeropuerto no es tan mala idea. Para muchos de nosotros será un poco difícil acostumbrarnos, pero para las nuevas generaciones será su nombre desde el principio, así que no les extrañará. Y mejor aún, se preguntarán quién era Adolfo Suárez y tal vez así se acerquen un poco más a la figura del Presidente. Sólo por eso, el cambio de nombre ya vale la pena.
Pero (siempre hay un “pero”), pero sigo teniendo reticencias en lo de gastar tanto dinero (nuestro) en algo así. ¿No sería mejor invertir ese dinero en otras cosas? Por ejemplo, ¿en investigación de la enfermedad que acabó con Suárez, el Alzheimer? Circula ya una petición por ahí para usar ese dinero en eso, en investigación. No servirá para nada, esta vez ya es tarde, pero hubiera sido una maravilla, un homenaje sublime, crear una beca, un contrato, un premio, un algo de investigación sobre el Alzheimer con el nombre de Adolfo Suárez. Hubiera sido tan bonito como fue en su día la creación de un premio de fomento a la investigación con el nombre de la que fue rectora de mi Universidad, la Dra. Montserrat Casas. A mí, este tipo de homenajes me parecen más bonitos, más útiles, pero probablemente no tan mediáticos.
En la foto, el aeropuerto de Frankfurt, que juraría que se llama simplemente así, aeropuerto de Frankfurt.
No voy a decir yo aquí nada sobre Adolfo Suárez que no se haya dicho ya, porque además yo lo sé de él es porque me lo han contado. Nací a finales de los setenta, así que para mí Suárez es alguien que aparecía en los libros de textos y de quien me contaban cosas, pero alguien a quién yo he visto en acción más bien poco. Así que no voy a decir nada más sobre él, está todo dicho y tampoco creo que pueda aportar nada. Pero lo de darle su nombre a un aeropuerto… eso sí que lo he vivido y puedo opinar.
Mi primera reacción fue la risa. ¿Por qué? ¿Para qué? Sí, como homenaje es fascinante pero ¿sabéis el follón que es cambiar el nombre a un aeropuerto? No, yo tampoco lo sé, pero sí que sé que trabajo para un organismo del Estado que cambia de Ministerio con una facilidad apabullante. Y sí que sé el follón que supone cada vez que nos cambian de Ministerio. Hay que cambiar la firma de los correos y el logo de todos los documentos que hacemos. Eso es sencillo, es electrónico y ya está. Simplemente hay que recordar cada vez a qué ministerio pertenecemos e intentar no meter la pata. Lo que ya es más difícil, tedioso y costoso es cambiar el nombre en los lugares físicos: las placas de los edificios, el logo en los buques, el de los coches oficiales y de más sitios en los que debe aparecer y no recuerdo. Hay que reutilizar los sobres con logos de ministerios que ya no existen a base de pegatinas y más pegatinas. Y multitud de papeles oficiales en blanco ya sólo sirven como hojas en sucio. Y así hasta el infinito. Si cambiar de Ministerio da todo este trabajo y tiene un importante coste económico, ¿cuánto costará cambiar el nombre a un aeropuerto? Pues por lo visto muchos euros.
Además, a la gente le costará acostumbrarse, eso es lo que pensé. Pero luego recordé algo que pasó en mi Universidad siendo yo estudiante. Cuando empecé a estudiar, el edificio de Biología se llamaba Darwin (un nombre muy apropiado, por otra parte), pero decidieron rebautizarlo con el nombre de un geólogo mallorquín, Guillem Colom Casasnovas. Al principio, nadie lo llamaba así. El edificio Darwin era el Darwin. Y punto. Pero con los años, la gente empezó a olvidar ese nombre y, de hecho, los nuevos estudiantes ya lo conocían como Guillem Colom. Y estoy segura que hoy en día muy pocos estudiantes conocen que ese edificio se llamaba antes Darwin. Así que después de recordar esto, he pensado que lo de cambiarle el nombre al aeropuerto no es tan mala idea. Para muchos de nosotros será un poco difícil acostumbrarnos, pero para las nuevas generaciones será su nombre desde el principio, así que no les extrañará. Y mejor aún, se preguntarán quién era Adolfo Suárez y tal vez así se acerquen un poco más a la figura del Presidente. Sólo por eso, el cambio de nombre ya vale la pena.
Pero (siempre hay un “pero”), pero sigo teniendo reticencias en lo de gastar tanto dinero (nuestro) en algo así. ¿No sería mejor invertir ese dinero en otras cosas? Por ejemplo, ¿en investigación de la enfermedad que acabó con Suárez, el Alzheimer? Circula ya una petición por ahí para usar ese dinero en eso, en investigación. No servirá para nada, esta vez ya es tarde, pero hubiera sido una maravilla, un homenaje sublime, crear una beca, un contrato, un premio, un algo de investigación sobre el Alzheimer con el nombre de Adolfo Suárez. Hubiera sido tan bonito como fue en su día la creación de un premio de fomento a la investigación con el nombre de la que fue rectora de mi Universidad, la Dra. Montserrat Casas. A mí, este tipo de homenajes me parecen más bonitos, más útiles, pero probablemente no tan mediáticos.
En la foto, el aeropuerto de Frankfurt, que juraría que se llama simplemente así, aeropuerto de Frankfurt.
lunes, 24 de marzo de 2014
"Balla, balla, balla" de Haruki Murakami
Murakami me da pereza. Lo digo así de claro. Me da pereza empezar sus libros, me da pereza leerlos, pero cuando los acabo, me dejan un buen sabor de boca. Ya me lo dijo alguien (no recuerdo quién) cuando estaba leyendo “Tokio Blues. Norwegian Wood” y, aunque entonces no me lo creí, es totalmente cierto: cuando los acabo, me dejan una sensación muy agradable.
Después de leer “Tokio Blues”, no tenía muy claro si me leería otro libro de Murakami, al menos no a corto plazo. Pero recibí “Baila, baila, baila” (la versión en catalán) como regalo cuando defendí la tesis (hace ya ¡casi año y medio!), así que tenía que leérmelo. Y me lo he leído ahora. Bueno, he tardado bastante, lo he alternado con otros libros. Murakami se me hace demasiado denso, demasiado pesado, demasiado confuso. No es que sea difícil leerlo, no es eso, pero me resulta confuso, como si una niebla cubriera la historia y hubiera que dedicarle más tiempo de lo habitual para dejarte llevar con ella.
Con “Baila, baila, baila” me ha pasado lo que comentaba al principio. Me dio pereza empezarlo, a ratos me daba pereza leerlo, pero al mismo tiempo tenía ganas de hacerlo. Y cuando lo acabé me dio incluso un poco de pena. Es difícil contar de qué va este libro, para eso me parece que Murakami es un genio. Tal vez un genio de la confusión, rozando los límites de ser pretencioso (que igual sí que lo es), pero un genio. En la historia, en la que todo está conectado, se entremezclan un redactor freelance, un misterioso hotel, un actor famoso, prostitutas de lujo, una adolescente sensible, sus extraños padres y un personaje, el Hombre Carnero, tan inquietante como sabio en sus consejos: hay que moverse, hay que bailar, bailar, bailar sin parar, para que todo siga rodando, para que todo siga su camino.
No sé si recomendaría este libro o no, tampoco sé si recomendaría a Murakami en general. Creo que es un autor que si te gusta, te puede gustar mucho, pero si no te gusta, es insufrible. Yo sigo sin saber si me gusta o no me gusta. Me da pereza, me perturba un poco leerlo, pero cuando cierro el libro, me gusta la sensación que me deja. Así que, al menos, hay que darle a Murakami una oportunidad. Yo leeré alguno más en el futuro, pero esperaré un tiempo para hacerlo.
Después de leer “Tokio Blues”, no tenía muy claro si me leería otro libro de Murakami, al menos no a corto plazo. Pero recibí “Baila, baila, baila” (la versión en catalán) como regalo cuando defendí la tesis (hace ya ¡casi año y medio!), así que tenía que leérmelo. Y me lo he leído ahora. Bueno, he tardado bastante, lo he alternado con otros libros. Murakami se me hace demasiado denso, demasiado pesado, demasiado confuso. No es que sea difícil leerlo, no es eso, pero me resulta confuso, como si una niebla cubriera la historia y hubiera que dedicarle más tiempo de lo habitual para dejarte llevar con ella.
Con “Baila, baila, baila” me ha pasado lo que comentaba al principio. Me dio pereza empezarlo, a ratos me daba pereza leerlo, pero al mismo tiempo tenía ganas de hacerlo. Y cuando lo acabé me dio incluso un poco de pena. Es difícil contar de qué va este libro, para eso me parece que Murakami es un genio. Tal vez un genio de la confusión, rozando los límites de ser pretencioso (que igual sí que lo es), pero un genio. En la historia, en la que todo está conectado, se entremezclan un redactor freelance, un misterioso hotel, un actor famoso, prostitutas de lujo, una adolescente sensible, sus extraños padres y un personaje, el Hombre Carnero, tan inquietante como sabio en sus consejos: hay que moverse, hay que bailar, bailar, bailar sin parar, para que todo siga rodando, para que todo siga su camino.
No sé si recomendaría este libro o no, tampoco sé si recomendaría a Murakami en general. Creo que es un autor que si te gusta, te puede gustar mucho, pero si no te gusta, es insufrible. Yo sigo sin saber si me gusta o no me gusta. Me da pereza, me perturba un poco leerlo, pero cuando cierro el libro, me gusta la sensación que me deja. Así que, al menos, hay que darle a Murakami una oportunidad. Yo leeré alguno más en el futuro, pero esperaré un tiempo para hacerlo.
domingo, 23 de marzo de 2014
Walbis Bay
Aunque ya hace más de una semana que volví de Namibia, aún tengo algunas cosas que contar del viaje. Hoy toca una excursión que hice a Walbis Bay hace hoy dos semanas.
Walbis Bay es una ciudad (y un importante puerto pesquero) situada a unos 30 km al sur de Swakopmund, con una historia interesante (fue colonia inglesa y perteneció a Sudáfrica hasta 4 años después de que Namibia se constituyese como país, anexionándose a éste finalmente en 1994). Pero Walbis Bay es también el nombre de la bahía que se encuentra junto a la ciudad y allí fui yo en una excursión organizada, a dar un paseo en barco por la bahía. Sí, a hacer de turista, claro.
Fue un día frío y nuboso, con la niebla típica de esta zona del país. No fue una excursión espectacular, pero estuvo bien cambiar un poco de aires, salir al mar y ver los leones marinos que me impresionaron tanto el año pasado en Cape Cross, aunque en cantidades más pequeñas. Leones marinos y pelícanos fueron los protagonistas del día. También vimos (casi intuimos) un par de delfines, vimos los cultivos de ostras y las probamos. Y poco más.
No sé si es que me estoy volviendo muy crítica, pero no me gustó mucho la guía que llevábamos. No me gustó su tendencia a humanizar a los animales: habló de leones marinos “buenos” (los que subían al barco y se dejaban acariciar) y “malos” (los que había que echar del barco porque podían ser peligrosos), cuando todos son animales salvajes o llamaba a los pelícanos con nombres como “Lady Gaga”. Tampoco me gustó su falta de precisión científica, dijo que el cultivo de ostras era muy exitoso en la zona porque el agua allí es “de muy buena calidad”, que no sé muy bien qué quiere decir. No sé si lo he contado alguna vez por aquí, pero el mar en Namibia, el océano, allí no es azul, el marrón, verdoso, reflejo de un ecosistema muy rico en nutrientes, que viene determinado por la corriente de Benguela y que convierte sus aguas en unas de las más productivas del planeta. Vale, igual esto no es fácil de explicar a un grupo de turistas. O sí. Creo que Einstein dijo algo así como “Si no lo puedes explicar de manera sencilla es que no lo has entendido bien”. Pues eso. Tampoco me gustó cómo habló de las colonias de leones marinos: según ella, la de Walbis Bay es la única “natural” porque tiene una población controlada, mientras que otras como la de Cape Cross tienen una población excesiva y eso (según ella) no es natural y es malo, porque puede haber infecciones que maten a los leones marinos. ¿Eh? Una población natural se auto-regula y de hecho, si hay infecciones periódicas que matan gran cantidad de individuos, es un proceso totalmente natural en las poblaciones, sobre todo si no tienen depredadores que las regulen. Ecología básica. Ah, y dijo que en aquella zona no hay ni tiburones ni ballenas. Y sí que hay.
En resumen, volví bastante hostilizada de la excursión. Me faltó cierto rigor científico, más explicación del ecosistema, de las especies, de lo que estamos viendo. Aquello parecía más una película de Disney, un zoo con leones marinos abrazando a turistas que un intento de explicar la naturaleza de la zona. Repito, igual soy muy crítica o igual es que como bióloga exijo más que el turista medio, pero aunque lo que vi me gustó, cómo me lo contaron me decepcionó bastante.
Detalle curioso: la bahía está limitada por una lengua de arena y en su punta, Pelican Point, se hallaba un faro. Y digo se hallaba porque la lengua de arena sigue creciendo y ahora el faro ya no se usa como tal, porque no indica la entrada de la bahía. Ahora en el faro hay un hotel. Ahí, en mitad de la arena, junto a la colonia de leones marinos. Impresionante.
Walbis Bay es una ciudad (y un importante puerto pesquero) situada a unos 30 km al sur de Swakopmund, con una historia interesante (fue colonia inglesa y perteneció a Sudáfrica hasta 4 años después de que Namibia se constituyese como país, anexionándose a éste finalmente en 1994). Pero Walbis Bay es también el nombre de la bahía que se encuentra junto a la ciudad y allí fui yo en una excursión organizada, a dar un paseo en barco por la bahía. Sí, a hacer de turista, claro.
Fue un día frío y nuboso, con la niebla típica de esta zona del país. No fue una excursión espectacular, pero estuvo bien cambiar un poco de aires, salir al mar y ver los leones marinos que me impresionaron tanto el año pasado en Cape Cross, aunque en cantidades más pequeñas. Leones marinos y pelícanos fueron los protagonistas del día. También vimos (casi intuimos) un par de delfines, vimos los cultivos de ostras y las probamos. Y poco más.
No sé si es que me estoy volviendo muy crítica, pero no me gustó mucho la guía que llevábamos. No me gustó su tendencia a humanizar a los animales: habló de leones marinos “buenos” (los que subían al barco y se dejaban acariciar) y “malos” (los que había que echar del barco porque podían ser peligrosos), cuando todos son animales salvajes o llamaba a los pelícanos con nombres como “Lady Gaga”. Tampoco me gustó su falta de precisión científica, dijo que el cultivo de ostras era muy exitoso en la zona porque el agua allí es “de muy buena calidad”, que no sé muy bien qué quiere decir. No sé si lo he contado alguna vez por aquí, pero el mar en Namibia, el océano, allí no es azul, el marrón, verdoso, reflejo de un ecosistema muy rico en nutrientes, que viene determinado por la corriente de Benguela y que convierte sus aguas en unas de las más productivas del planeta. Vale, igual esto no es fácil de explicar a un grupo de turistas. O sí. Creo que Einstein dijo algo así como “Si no lo puedes explicar de manera sencilla es que no lo has entendido bien”. Pues eso. Tampoco me gustó cómo habló de las colonias de leones marinos: según ella, la de Walbis Bay es la única “natural” porque tiene una población controlada, mientras que otras como la de Cape Cross tienen una población excesiva y eso (según ella) no es natural y es malo, porque puede haber infecciones que maten a los leones marinos. ¿Eh? Una población natural se auto-regula y de hecho, si hay infecciones periódicas que matan gran cantidad de individuos, es un proceso totalmente natural en las poblaciones, sobre todo si no tienen depredadores que las regulen. Ecología básica. Ah, y dijo que en aquella zona no hay ni tiburones ni ballenas. Y sí que hay.
En resumen, volví bastante hostilizada de la excursión. Me faltó cierto rigor científico, más explicación del ecosistema, de las especies, de lo que estamos viendo. Aquello parecía más una película de Disney, un zoo con leones marinos abrazando a turistas que un intento de explicar la naturaleza de la zona. Repito, igual soy muy crítica o igual es que como bióloga exijo más que el turista medio, pero aunque lo que vi me gustó, cómo me lo contaron me decepcionó bastante.
Detalle curioso: la bahía está limitada por una lengua de arena y en su punta, Pelican Point, se hallaba un faro. Y digo se hallaba porque la lengua de arena sigue creciendo y ahora el faro ya no se usa como tal, porque no indica la entrada de la bahía. Ahora en el faro hay un hotel. Ahí, en mitad de la arena, junto a la colonia de leones marinos. Impresionante.
viernes, 21 de marzo de 2014
¡Hola, primavera!
Quería escribir esta entrada anoche, pero tuve un pequeño incidente con la tostadora (quemé el pan) y otro con una olla (quemé las palomitas) y decidí que no tenía el alma para dar la bienvenida a la primavera.
Pero hoy sí.
Primavera, viernes y de día libre.
Ah, nublado y bajando las temperaturas pero, ¿qué más da?
A lo que iba, es primavera. Y mi huerto urbano está feliz, muy feliz. Me ha recibido en todo su esplendor a mi vuelta de Namibia.
Las zanahorias están empezando a crecer (¡esta vez sí!).
Hay guisantes, muchos guisantes por todas partes.
Mi fresal ya no sólo da flores, ahora las flores se están convirtiendo en fresas.
La flor del aloe empieza a crecer.
Unas tímidas florecillas se asoman en una planta que muchos daban por muerta y creo recordar que eran mini-claveles.
Y el bosque de ginkgos… ay, ¡el bosque de ginkgos! Decenas de sus preciosas hojas están creciendo como locas a lo largo de sus ramas.
Ya es primavera, ¿no lo notáis?
Pero hoy sí.
Primavera, viernes y de día libre.
Ah, nublado y bajando las temperaturas pero, ¿qué más da?
A lo que iba, es primavera. Y mi huerto urbano está feliz, muy feliz. Me ha recibido en todo su esplendor a mi vuelta de Namibia.
Las zanahorias están empezando a crecer (¡esta vez sí!).
Hay guisantes, muchos guisantes por todas partes.
Mi fresal ya no sólo da flores, ahora las flores se están convirtiendo en fresas.
La flor del aloe empieza a crecer.
Unas tímidas florecillas se asoman en una planta que muchos daban por muerta y creo recordar que eran mini-claveles.
Y el bosque de ginkgos… ay, ¡el bosque de ginkgos! Decenas de sus preciosas hojas están creciendo como locas a lo largo de sus ramas.
Ya es primavera, ¿no lo notáis?
miércoles, 19 de marzo de 2014
"Catching Fire" de Suzanne Collins
Ésta es la segunda parte de la trilogía de los Juegos del Hambre. Es bastante difícil hablar de él sin spoilear la primera parte de la historia, así que ALERTA SPOILERS.
En este segundo libro, la rebelión que se intuía en la primera parte cobra mayor protagonismo, con una Katniss totalmente consciente de su papel incitador en la misma, que parece extenderse a los distintos distritos. Aunque su vida ahora es mucho más cómoda y fácil, las cosas se complican con una edición especial de los Juegos, en los que tiene que volver a competir, volver a luchar por su supervivencia contra otros ganadores de anteriores juegos.
Estoy enganchada a la trilogía, lo admito. El primer libro me gustó muchísimo, este segundo es una estupenda continuación, aunque lo de volver a los juegos no me entusiasmó al principio, al final me resultó muy interesante y nada repetitivo. Pero me gusta mucho, me engancha y me divierte. Como el primero, me gusta mucho el punto de vista totalmente personal de Katniss, le da una frescura especial.
Un libro muy chulo, aún no he visto la película, pero caerá cualquier día.
En este segundo libro, la rebelión que se intuía en la primera parte cobra mayor protagonismo, con una Katniss totalmente consciente de su papel incitador en la misma, que parece extenderse a los distintos distritos. Aunque su vida ahora es mucho más cómoda y fácil, las cosas se complican con una edición especial de los Juegos, en los que tiene que volver a competir, volver a luchar por su supervivencia contra otros ganadores de anteriores juegos.
Estoy enganchada a la trilogía, lo admito. El primer libro me gustó muchísimo, este segundo es una estupenda continuación, aunque lo de volver a los juegos no me entusiasmó al principio, al final me resultó muy interesante y nada repetitivo. Pero me gusta mucho, me engancha y me divierte. Como el primero, me gusta mucho el punto de vista totalmente personal de Katniss, le da una frescura especial.
Un libro muy chulo, aún no he visto la película, pero caerá cualquier día.
martes, 18 de marzo de 2014
Ritmos africanos
Estando en Namibia, estuve en un concierto de música africana. Ya había estado en un concierto allí en Septiembre, un concierto que me encantó, en el que hubo un poco de todo, desde música africana a música clásica, pasando por corales de varios tipos. Aquel concierto fue en una escuela de primaria que me pilla de camino al curro, así que un día de esa semana pasé por allí a ver si había algo esos días. ¡Bingo! Vi este cartel de ese concierto y decidí que iría a verlo.
El mismo día del concierto, volví a pasar para confirmar la hora y entonces me di cuenta de que yo conocía al chico que sale en la foto, J., el de en medio. No me sorprendió mucho, era el profesor de percusión de la colega española que estaba por aquí hasta hace poco (yo misma fui a una clase con él) y además ya lo había visto cantar y tocar en el concierto del año pasado. Está metido en todos los berenjenales, musicalmente hablando. Así que allí me fui yo, un viernes por la noche, de concierto en Swakopmund.
Me encantó, me lo pasé muy bien, salvo en el momento en el que me sacaron a bailar allí en medio. Pero bueno, incluso entonces me reí mucho y me regalaron una pulsera, así que no me quejo, jejeje. Y reencontrarme con J. fue estupendo. Su cara de alucine fue maravillosa, qué divertido.
Ésta es parte de una de las canciones que tocaron, geniales todas.
A la mañana siguiente, mientras paseaba por el centro comprando algunas cositas, me sorprendió un grupo de chavales tocando marimbas y otros instrumentos de percusión. Me quedé allí clavada un buen rato, escuchándolos. Daba gusto oírlos tocar.
Así es Namibia. En cualquier momento, en cualquier lugar, puedes deleitarte con sus ritmos, con sus músicas. Namibia, un país en el que se saca música hasta de las piedras. Que sí.
África es pura música.
El mismo día del concierto, volví a pasar para confirmar la hora y entonces me di cuenta de que yo conocía al chico que sale en la foto, J., el de en medio. No me sorprendió mucho, era el profesor de percusión de la colega española que estaba por aquí hasta hace poco (yo misma fui a una clase con él) y además ya lo había visto cantar y tocar en el concierto del año pasado. Está metido en todos los berenjenales, musicalmente hablando. Así que allí me fui yo, un viernes por la noche, de concierto en Swakopmund.
Me encantó, me lo pasé muy bien, salvo en el momento en el que me sacaron a bailar allí en medio. Pero bueno, incluso entonces me reí mucho y me regalaron una pulsera, así que no me quejo, jejeje. Y reencontrarme con J. fue estupendo. Su cara de alucine fue maravillosa, qué divertido.
Ésta es parte de una de las canciones que tocaron, geniales todas.
A la mañana siguiente, mientras paseaba por el centro comprando algunas cositas, me sorprendió un grupo de chavales tocando marimbas y otros instrumentos de percusión. Me quedé allí clavada un buen rato, escuchándolos. Daba gusto oírlos tocar.
Así es Namibia. En cualquier momento, en cualquier lugar, puedes deleitarte con sus ritmos, con sus músicas. Namibia, un país en el que se saca música hasta de las piedras. Que sí.
África es pura música.
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