miércoles, 14 de diciembre de 2022

Roma

He vuelto a Roma casi tres años después.

Venía ligeramente preocupada, ¿qué pasaría si no volvía ese amor absoluto que siento por esta ciudad? ¿Y si se había roto nuestro romance como en una película mala? Y digo que mi preocupación era ligera, porque justo antes tenía que ir a Bruselas y, bueno, el resumen es que lo de Bruselas era más importante que el análisis profundo de mis sentimientos.

Así que ayer volví a Roma. Directamente desde Bruselas, menudo giro inesperado de los acontecimientos, yo que pensaba que mi primer viaje internacional post-pandemia sería a mi amada Roma y no, Bruselas se interpuso en nuestra historia. Y Bruselas precisamente, una ciudad que no me gusta especialmente, por decirlo de manera suave. Estar el mismo día en Bruselas y Roma podía ser un impacto emocional bien fuerte.

Llegué a Roma después de una noche laboral en vela, con lo que creo que no fui realmente consciente de que venía aquí hasta que pisé el aeropuerto y me di cuenta de que sí, de que estaba en Roma, por fin. Era ya de noche y, de camino al hotel, después de haber dormido algo más de una hora en el avión, pero con la adrenalina aún alta después de una noche sin dormir, empecé a plantearme esas preocupaciones un poco más seriamente. Y entonces, miré a través de la ventana y, más allá de esa lluvia fina que caía, vi una tienda que me resultó ligeramente familiar. «Aquí delante a la derecha debe estar la estación Roma Ostiense». Y miré a la derecha y ahí estaba estación Roma Ostiense y mi corazón hizo PUM. «Entonces, ahí a la izquierda estará el cementerio acatólico, con su pirámide». Y ahí estaba, el cementerio y la pirámide, que casi brillaba en la oscuridad de la noche. Y mi corazón hizo PUM PUM. «Ah, por aquí se va a…». Y bueno, así continuó el viaje, Circo Massimo, los Foros, la Bocca de la Verittà, el Teatro Marcello, el Altar de la Patria, Piazza Venezia,…, sabiendo en cada momento por dónde íbamos, qué emplazamiento turístico aparecería en cada esquina uno detrás de otro, PUM PUM PUM. Y también lugares en los que he comido o cenado, tiendas en las que he entrado, sitios donde los que tomé algo, calles que hay que tomar para ir a un lugar determinado… Y no solo eso, PUM PUM PUM PUM, me venían a la mente recuerdos de esas calles, esas tiendas, esos restaurantes, esos edificios en los que he vivido muchas cosas, recuerdos cercanos de hace tres años y recuerdos más lejanos de hace cinco, diez, quince años que hace ya (o más) que conozco esta ciudad. Y traté de contar las veces que he venido, pero he perdido la cuenta, deben ser más de una docena. Y ahí seguían las calles y los recuerdos y PUM PUM PUM PUM PUM. Casi bajo del taxi llorando de pura felicidad.

Hay pocos, muy pocos lugares en los que, al volver, me explota el corazón de felicidad. Y Roma es uno de ellos.

O sea que sí, mi amor por Roma sigue intacto.

sábado, 1 de enero de 2022

Bufanda 2022

En algún momento en mitad del loco 2021, me puse a planificar cosas bonitas para el futuro, que me ayudaran a continuar adelante, sin pensar demasiado. Una de ellas fue una bufanda que reflejara el tiempo de 2022. Había visto fotos, hilos e información por varios sitios, tanto de mantas como de bufandas y, un buen día me dediqué a estudiar en profundidad esta entrada de la Agencia Estatal de Meteorología (AEMET) y me puse a planear mi bufanda de 2022. En muchos sitios, las llaman bufandas o mantas climáticas, pero creo que el impacto del cambio climático sólo se vería si tejiéramos una con las temperaturas anuales de, no sé, hace cien años, y las actuales. O las actuales y dentro de, no sé, veinticinco años. Es igual, en mi caso, prefiero llamarla bufanda meteorológica. O bufanda del tiempo. O bufanda de 2022.

Busqué leí, miré, pensé y al final decidí simplificarlo al máximo: tejerla toda con punto bobo y solo reflejar la temperatura máxima diaria de la estación oficial de la AEMET más cercana a mi casa. En esta página registran los datos diarios de los últimos siete días así que «sólo» deberé acordarme de mirarlo cada semana. Luego tuve que seleccionar el rango de temperaturas que utilizaría: miré registros diarios de un año, así, por encima, para ver cuáles eran los valores máximos y mínimos de temperatura máxima diaria, cuáles eran más frecuentes y, para simplificar (de nuevo), me decanté por un máximo de seis rangos de temperatura (o sea, de colores) y ajusté los rangos según los datos que tenía.

Por último, escogí el hilo. En realidad, me escogió a mí. Sabía que no quería lana pero tengo que admitir que lo compré en agosto, así que escogí entre lo que encontré en la tienda y ya está. En cualquier caso, es el hilo Alabama de Katia, porque es el que encontré y más me convenció, con 50% de algodón y 50% acrílico. En teoría, es para tejer con agujas del 3 ½ o 4, pero voy a usar las agujas del 5, porque prefiero que quede holgada (o las de 4 ½, si las encuentro por casa…).

Así que este es mi propósito de 2022: tejer una bufanda de colorines. A ver qué sale.

En las fotos, los colores y los rangos de temperaturas.

viernes, 31 de diciembre de 2021

2021

Por algún extraño motivo que no soy capaz de explicar, más allá de la pura melancolía, no quería que 2021 pasara a la historia como el año en el que no escribí ninguna entrada en este blog. Que sí, que los blogs están muertos y todo eso, pero quería escribir algo y, por eso, aquí estoy.

Se me hace difícil resumir de una manera clara este año, aunque decir que seguimos en pandemia lo resume casi todo. Sí, seguimos en pandemia. Pero ya nos han vacunado. Aquí equipo Janssen-Modernita. Hace un año, parecía tan lejano eso de recibir todos esas vacunas que ya empezaban a inocular a los mayores en las residencias. Pero sí, seguimos en pandemia, con los números desbordados, todos ya hartísimos de este virus y pensando que bueno, que sí, que igual esto también pasará, pero que pase ya, por favor. A veces he pensado que esto no pasará, no lo niego; a veces, he pensado que igual esto acababa con nosotros o que se quedaba con nosotros o que la vida nunca volvería a ser igual. Está claro, la vida nunca volverá a ser igual. Pero sobreviviremos. Digo yo que sí. Espero yo que sí.

Este 2021 me ha agotado. Ha acabado con mis fuerzas una vez y otra y otra. No sé cuántas veces he dicho «No puedo más» y no ha sido por la pandemia. O no solo por eso. Laboralmente ha sido un año extenuante, un año en el que me he cansado de decir, una y otra vez, cosas que no han sido escuchadas y luego de tener que solucionar problemas provocados porque no me han hecho caso. Me he mordido muchas, muchas veces la lengua para no soltar un «Ya os lo dije»; muchas otras veces sí que lo he dicho. Se me rompió algo por dentro en los primeros meses y esa fractura no se ha curado. Al contrario, ha ido a más y a más y a más y a más. Y, sí, de algún modo sigo rota y sin energía pero, sorprendentemente parece que, por fin, estos días, después de desconectar (por fin) el cerebro durante más de 48 horas seguidas, estoy recuperando un cierto atisbo de ilusión por seguir adelante. De alguna manera. Aunque aún no tengo del todo claro cómo. Y, bueno, también ha sido el año en el que puse nervioso a un comisario europeo y un ministro me felicitó por una presentación. Yo qué sé, cosas raras que pasan en mi vida y que, algún día, con más perspectiva, supongo que asumiré de algún modo.

En 2021 no he ido a Roma; por primera vez desde 2013 o por ahí. Ni a ningún país extranjero; creo que esto no sucedía desde 2004. Tampoco he pasado ninguna noche en el mar; lo nunca visto desde 2001. Y estas tres frases resumen perfectamente por qué no puedo decir que 2021 me haya hecho feliz. Quiero Roma, quiero otros países. Quiero mar.

Este año las baldosas de mi casa saltaron por los aires. Literalmente. Que sí. Que las oí yo. Sonaron como un iceberg partiéndose. O como me imagino yo que suena un iceberg partiéndose. Cric, cric, cric, cric. Así que ahora tengo todo el suelo nuevo y todas las paredes recién pintadas. Y algunos muebles nuevos, pero eso estaba planeado desde antes de la crisis de las baldosas. Que llegó en el peor momento posible, claro. Aún tengo cajas sin vaciar de esa obra inesperada.

A menudo, he pensado que no le he dedicado tiempo al ocio. Pero resulta que he leído más libros que en los cuatro años anteriores juntos. Sí, sí, que en los CUATRO años anteriores. JUNTOS. Así que sí, he leído mucho, muchísimo. Y no, no he escrito nada por aquí, pero eso no significa que haya dejado de escribir. Al contrario, también he escrito mucho, muchísimo. En verano tenía un borrador muy, muy preliminar de algo más de 55000 palabras que, a día de hoy, sigo corrigiendo. Y, en fin, quiero muchísimo a esas miles de palabras y todo lo que hay ahí dentro y todo lo que les rodea y todo lo que significan. Todo. Me hace feliz, me consuela, me cura. Casi diría que me reconcilia con la vida.

Y, de repente, 2021 acaba. O no tan de repente. Pero se acaba. Y, por un lado, es casi un alivio. Pero por otro, yo qué sé, qué miedo lo que traiga 2022, ¿no? Tengo tantas esperanzas puestas en ese nuevo año que es imposible que no me defraude. Pero una de las cosas que me ha traído la pandemia (no sé si solo a mí) es lo de dejarme llevar. Que venga lo que venga. Ya se verá. Ojalá recuperar la ilusión de hacer planes y no tener que cancelarlos, ojalá dejar de posponer cosas que, en algún momento, disfrutaba. Yo, por mi parte, prometo volver a escribir algo por aquí. Aunque sea el 31 de diciembre de 2022.

Cuidaos.

En la foto, mis ginkgos, hace ya unos días. Cuando aún tenían hojas. De dos colores.

jueves, 31 de diciembre de 2020

2020

Creo que, de las frases que he leído que intentan resumir 2020, la que más me gusta es: “2020, el año que jamás pudimos imaginar”. Porque creo que 2020 es fundamentalmente eso, algo que no nos hubiéramos creído si nuestro yo del presente volviera a la pasada Noc
hevieja a contar a nuestro yo de 2019 todo lo que iba a pasar. Va a ser imposible olvidar este año que pintaba tan bonito (oh, 2020, qué bien sonaba y qué bonito queda escrito) porque sí, esto pasará, pero este será siempre el año del coronavirus COVID-19, el año de la pandemia, el año del confinamiento. Como también se ha dicho, la guerra que nos ha tocado vivir a esta generación.

Se me ocurren un montón de cosas tristes, duras, difíciles y malas que han pasado este año y no todas relacionadas con la pandemia. Pero también se me ocurren un montón de cosas bonitas, curiosas, incluso impensables que han pasado y que también han marcado este año increíble. Yo, de 2020, lo esperaba todo y no, no lo tuve todo, no conseguí lo que buscaba, pero sí recibí otras cosas.

Este año ha sido, sin duda, una montaña rusa emocional, incluso antes de que en marzo nos confináramos y, me temo, que vamos a seguir durante una temporada. Pero este año también llegó el teletrabajo y, de momento, se está quedando, al menos parcialmente. Yo espero que sí, a mí me hace muy feliz. Hemos aprendido a hacer reuniones virtuales, así que lo de viajar por trabajo se ha visto reducido a la mínima expresión este año, solo dos viajes, en enero a Roma (te echo de menos) y en diciembre a Madrid. Sí, tal vez añore viajar, pero me ha encantado estar tanto en casa, ir adquiriendo rutinas, como lo de entrenar, ¡si hasta me he comprado una bicicleta estática que uso un montón! Aprendimos a disfrutar de muchas más cosas a través de internet, música, teatro, que sí, que he vuelto a un concierto y a una obra de teatro en vivo, pero poder disfrutar, yo qué sé, de una improvisación teatral de un grupo inglés en directo ayer mismo es algo que, hace un año, igual hubiera parecido absurdo. O imposible.

He recuperado mi balcón, o lo he vuelto a descubrir o he aprendido a disfrutar de ese pequeño espacio soleado en el que he vuelto a sembrar como hacía varios años que no hacía, en el que me he sentado al sol a leer o en el que he pasado noches de verano viendo series y disfrutando del sorprendente silencio del año más silencioso de nuestras vidas. Soy afortunada de tener ese rinconcito que aún ahora, en invierno, adoro con todas mis fuerzas.

Este año he escrito y leído como nunca. Me he apuntado por primera vez a un curso de escritura, bueno, a tres. Primero dos cortos y ahora uno largo que, en fin, quién sabe dónde me llevará, pero cuánto estoy aprendiendo y cuánto lo disfruto. Y he leído mucho y parte de culpa es de la sectCLUB de lectura. He jugado, que yo ya jugaba, pero no tanto, así que igual soy gamer, o qué sé yo.

He vuelto al mar, casi inesperadamente, qué sentimientos tan locos me provoca siempre estar en el mar. Y he pasado una semana a la orilla del mar, de manera increíble y maravillosa y bastante improvisada. Ah, el mar, siempre el mar. Nunca había pasado tanto tiempo sin verlo como en las semanas del confinamiento. Qué extraño fue pero qué tranquilidad saber que estaba ahí, a apenas un quilómetro de distancia.

Lo más increíble, lo más sorprendente de este 2020 ha sido la gente. En este año en el que hemos limitado tanto el contacto social, en el que estamos echando tanto de menos y necesitando tanto los abrazos, mantener el contacto a través de cualquier medio posible con la gente querida ha sido un alivio. Y los nuevos. Me resulta casi increíble pensar que ha sido en este año de distanciamiento social cuando más gente nueva he incorporado a mi vida. Vale, sí, fundamentalmente de manera virtual, pero los compañeros de los cursos de escritura, los del club de lectura, los quemaos de los juegos y hasta los vecinos desconocidos de enfrente que tanta compañía me han hecho, de manera totalmente involuntaria, durante tantos meses raros. Por no hablar, claro, de los que ya estaban de antes pero que se han convertido en aún más importantes en estos tiempos extraños. Madre mía, cuánta gente bonita me rodea, qué felicidad teneros, qué afortunada soy.

Lo he dicho antes, 2020 va a ser inolvidable, pero yo siempre quiero más, ya dije que lo quería todo, incluso crear mis propios recuerdos, así que esta mañana, me he hecho dos agujeros nuevos en las orejas. Cada uno lidia como puede con la crisis de 2020 y, aunque seguro que no nos olvidamos de este año, cuando vea esos agujeros sabré que acabé el año sonriendo.

Creo que 2021 va a ser un año duro, difícil y lleno de incertidumbre, pero de eso ya nos ocuparemos a partir de mañana. En la foto, dos arcoíris, hace un par de semanas.

jueves, 12 de noviembre de 2020

El primero


He escrito por aquí algunas veces sobre ginkgos, sobre los que tengo en casa o sobre los que me encuentraba en alguno de los viajes que antes hacía. Pero nunca he escrito sobre el primer ginkgo o cómo descubrí su existencia.

Fue en la carrera, no sé si en primero o en tercero (creo que en tercero, pero qué se yo), cuando en una asignatura de botánica nos hablaron por primera vez de esta especie, Ginkgo biloba, no sólo única en su género, sino también en su familia, Ginkgoaceae. Vimos imágenes de sus peculiares hojas, nos contaron que era un fósil viviente (es decir, una especie no extinta que es parecida a otras que solo se encuentran como fósiles) y supimos de sus semillas olorosas que hace millones de años dispersaban los dinosaurios. El profesor nos dijo que en nuestra universidad, a solo unos metros del edificio donde estudiábamos, había uno plantado. Así que lo fui a ver, claro. No todos los días se tiene la oportunidad de ver un fósil viviente.

Hoy he vuelto a verlo. Lo recordaba más pequeño pero claro, han pasado ya veinte años. No es que no lo haya visto desde entonces, supongo que sí, pero no sé cuánto hace. Mucho tiempo, seguro. El árbol sigue ahí, cerca de la Facultad de Ciencias, con algunas hojas ya amarillas como toca, con una copa bastante tupida, precioso. La sorpresa ha sido que, un poco más allá, en una zona por la que antes circulaban y aparcaban coches, hay otro ginkgo sembrado. Es un árbol diferente, más desgarbado, con ramas por todo el tronco pero lo he reconocido en seguida, a lo lejos. Me he acercado, claro, cómo no me iba a acercar. Ha sido precioso.

A ver si vuelvo más adelante, a verlos amarillos, con lo cerca que los tengo.

 En las fotos, el primer ginkgo y mi nuevo descubrimiento, hoy.




domingo, 2 de agosto de 2020

Veranos

Llevo unos días pensando mucho en los veranos eternos de hace unos años. No, no me refiero a los veranos de mi infancia y adolescencia, aquellos veranos que discurrían entre playa y playa y más playa, interrumpida por un mes en el pueblo manchego de mi padre o en algún lugar de la tierra de mi madre, en el norte de España. Aquellos eran veranos interminables. Me refiero a los veranos de hace cinco, seis, ocho años, veranos que parecían eternos, porque tenía la sensación de que los veranos serían siempre así: Algún viaje de trabajo que intentaba disfrutar al máximo y días de vacaciones que pasaba en la isla, disfrutando de sus playas; de noches de amigos, música, bailes y fiesta; de domingos de playa con la familia. Me acuerdo especialmente de las tardes de esos domingos, cuando llegaba a casa con el pelo aún salado del mar y la piel caliente por el sol; cuando bajaba las persianas, cerraba las ventanas y encendía el aire acondicionado y la tele, en cualquier canal que hicieran lo que fuera, y pasaba la tarde dormitando en esas siestas pesadas pero maravillosas de las que te despiertas con legañas en los ojos. Sí, en aquel momento pensaba que aquellos veranos serían eternos, y casi me aburría ante la idea de que durarían para siempre.

Llevo tres años sin esos veranos. Hace dos años, fue un verano de médicos, hospitales, tratamientos y ese nudo en el pecho que sientes cuando sabes que algo está yendo mal, muy mal. El año pasado, fue el primer verano sin mi padre, por lo que hubo que habituarse a volver a su playa favorita sin él, a volver a su restaurante favorito sin él, a volver a nadar en el mar sin él. Era inevitable, y lo sigue siendo, volver a pensar en aquel su último día de playa y su “Bueno, habrá que meterse otra vez, quién sabe cuándo podremos volver”. Y este verano, ¿qué puedo decir de este verano? Lo es todo menos normal. Pandemia, mascarillas, incertidumbre de todo tipo. Incertidumbre mundial, incertidumbre laboral (qué queréis que os diga, esto me inquieta sobremanera) y no quiero ni pensar en mi propia incertidumbre personal, que trato de obviar porque en el fondo, qué más dan mis problemas individuales ya, si todo es un caos.

Sí, pienso mucho en esos veranos que parecían eternos, porque obviamente no lo eran. Y, curiosamente, pienso mucho en mi padre últimamente. Tal vez sea alguna fase del duelo que no tenía controlada, que no sabía que llegaría ahora, casi dos años después de su muerte. Tal vez sea porque le encantaba el verano y esos domingos de playa maravillosos. Tal vez lo tengo presente porque me siento totalmente perdida, no sé qué va a pasar en las próximas semanas, en los próximos meses. Ni idea de lo que va a ser mi vida en los próximos años. Y odio esa incertidumbre, yo que soy mucho de organizar, de planificar, de tener las cosas claras antes de enfrentarme a ellas. Y, en momentos así, me iría estupendo tener una referencia, alguien que me calmara, alguien que me diera seguridad, alguien que me dijera “Tranquila, todo va a salir bien”, aunque fuera mentira. Porque no, no sé si algo va a ir bien y no, no tengo a nadie que me lo diga. Y supongo que, por eso, me siento perdida. Y supongo que, por eso, echo de menos esos veranos en los que todo estaba controlado y que parecían eternos.

En la foto, una puesta de sol cualquiera, en el mar, hace unos días, en este verano extraño.

sábado, 20 de junio de 2020

Fin

Hoy acaba el estado de alarma, después de 98 días, más de tres meses. Si hace un año nos cuentan que íbamos a vivir esto, no lo hubiéramos creído. ¿Os acordáis lo que hacíais estos días hace un año? Yo estaba a punto de viajar a El Cairo. Parece que fue otra vida.

Es difícil resumir y entender lo que han significado estas semanas de los últimos meses. A nivel personal, a nivel social, a nivel global. No hemos salido mejores de esto, no vamos a salir mejores. Simplemente, se ha intensificado el verdadero yo de cada uno. Habrá gente a la que le habrá servido para algo; a otros, para poco y algunos, los menos afortunados, ni siquiera han llegarlo a verlo acabar.

A mí hay varias cosas que me han llamado la atención de todo esto, dos están relacionadas con cosas que creímos siempre que eran positivas y, realmente, no lo son tanto. ¿Os acordáis cuando se presumía de que España era uno de los países con mayor esperanza de vida? No sé para qué sirve eso si somos incapaces de cuidar a nuestros mayores, apartándolos de la sociedad, dejándolos en residencias donde, por desgracia, tantos han muerto. Que sí, que la vida es así, que la gente no puede cuidar de sus mayores, que todo el mundo trabaja fuera hoy en día, que vivimos muy rápido, nuestro ritmo diario es incompatible con sus requerimientos. Pero esa misma necesidad que ha sentido la gente de correr a los bares a tomarse la cerveza con sus amigos, esa necesidad de sentirse parte de la tribu la hemos dejado solo para la parte del ocio, para el disfrute, no para la responsabilidad y los cuidados. Y, ¿os acordáis cuando, en las épocas peores de cualquier crisis, algunas comunidades –como la mía– seguían aguantando gracias al turismo? El turismo lo era todo, el turismo nos salvaba pero, ese mismo turismo nos ha llevado ahora a una situación absolutamente impensable hace unos meses. Lo hemos jugado todo a una carta, nos hemos arriesgado y hemos perdido. Nos esperan tiempos difíciles, mucho.

Yo he aprendido muchas cosas de mí misma en estos meses y no todas me gustan, la verdad. Otras igual sí. Y me ha servido para muchas cosas también este estado de alarma. Puede que la más importante es descubrir que, aunque no lo creas, puedes vivir sin muchas cosas que pensabas imprescindibles. Aunque miento al decir que es una lección aprendida de estos días. Tal vez sí ha sido la traca final de un aprendizaje de varios años. Eso tiene un lado positivo y otro negativo. El positivo es la capacidad de adaptación: pase lo que pase, puedo sobrevivir. El negativo es un poso de desasosiego del que no soy capaz de desprenderme, un punto de pasotismo, un “me apetece esto pero, si no lo hago, tampoco pasa nada”. Me asusta un poco eso, no sé a qué va a derivar o hacia dónde va a ir. Supongo que podría obtener algo positivo de ello, pero aún no soy capaz de verlo. Supongo que volverá el entusiasmarme por las cosas. Supongo que, en algún momento, recuperaré la ilusión por la vida más allá de las cuatro paredes de mi casa. Y de mi balcón, tal vez mi gran descubrimiento de este estado de alarma. Volver a ilusionarme con las plantas, descubrir la felicidad que me da ese pequeño espacio que no es fuera, pero tampoco es dentro.

Sigo teniendo días en los que siento que me voy a comer el mundo y días en los que solo quiero hacerme un ovillo y dejar pasar las horas. Ya lo dije en algún momento: no hago mucho caso ni a los unos ni a los otros. ¿Veis? De nuevo el desasosiego. Y aún así, en estas circunstancias, en esta incertidumbre, hay pequeños detalles que me tocan de manera peculiar, casi exageradamente. Un libro que me hace llorar como hace tiempo que no hacía. Una conversación que me deja una sonrisa en los labios durante horas. Una luz encendida que me da una paz inexplicable. El movimiento tranquilizador de una cortina ondulándose por efecto de la brisa primaveral. No creo que esto, el observar así los detalles, el sentirlos, vaya a cambiar cuando acabe el estado de alarma, al menos no inmediatamente, mientras no volvamos del todo a la vorágine anterior a esto. O sí, qué sé yo ya. Todo es incierto, todo es caos, todo está aún por escribir.

En las fotos, mis ginkgos el día 15 de marzo, primer día del estado de alarma, y hoy, 20 de junio. Menuda aventura la de estos 98 días, en tantos y tantos sentidos.