Fue el verano que más morena he estado en mi vida.
Llegué a Creta a mitad de julio, con el pelo muy corto y gafas rojas que apenas un año antes estrenaba para contrarrestar mi miopía. Era todo nuevo y excitante: iba a vivir sola, en un país extranjero del que desconocía el idioma y tenía cuatro meses por delante para trabajar exclusivamente en mi tesis doctoral. En una isla mediterránea.
La vida allí fue tan simple como maravillosa.
Vivía en un diminuto apartamento, de una única habitación que hacía las veces de cocina, comedor, salón y dormitorio, con un diminuto baño y un balcón muy decente, con vistas al mar y a la isla de Dia. El apartamento estaba en mitad de campos de olivos, llenos de cigarras, que únicamente dejaban de cantar cuando se hacía de noche.
Entre semana, me levantaba pronto y me iba a trabajar en un instituto de investigación marina situado en mitad de una antigua base militar americana abandonada. Era fascinante. Y un poco terrorífico. Tardaba unos quince o veinte minutos yendo a pie, algo menos con la bicicleta que me agencié a los pocos días. No la usaba mucho: ir era fácil, pero la vuelta implicaba una cuesta muy empinada, que creo que solo fui capaz de subir sobre la bici una vez. También tenía que hacer un tramo por una carretera nacional, con mucho tráfico. Ni a pie ni en bici era muy seguro pero, como me di cuenta al poco de llegar allí, bah, aquello era Creta, y no pasaba nada.
Los días laborales los dedicaba a trabajar. Compartía mi oficina con tres colegas griegos. Allí cada uno hacía el horario que quería y, así, nunca sabía quiénes íbamos a estar en la oficina, ni cuánto tiempo. Era un despacho de la planta baja, del ala este del edificio en forma de L, con ventanas alargadas que siempre estaban sucias. Escuchaba mucho la radio, emisoras españolas, por internet. Sabía que solo iba a estar allí cuatro meses y no quería volver totalmente desconectaba de la realidad. La escuchaba mañana y tarde. Escuché en directo toda la tragedia del avión de Spanair. Me harté de oír hablar de la crisis que llegaba cuando, allí, en Creta, ya se vivía en crisis. Viví varias huelgas generales griegas.
Me llevaba al trabajo una fiambrera con comida que preparaba en la diminuta cocina eléctrica que tenía en mi apartamento. Planear las comidas me divertía. Cocinaba los domingos, martes y jueves, siempre dos platos diferentes y dos raciones por plato, asegurándome las comidas y las cenas de dos días. Los lunes por la tarde, después del trabajo, limpiaba. El resto de tardes o iba a alguna de las playas cercanas, o cocinaba, o curraba un rato más en casa, o leía, o veía películas, o navegaba por internet, gracias a un usb con conexión que contraté. Pasaba las noches en el balcón, leyendo o escribiendo o mirando internet o bebiendo cervezas con mi vecino portugués, balcón con balcón, mirando las estrellas, arreglando el mundo y planeando nuestras vidas futuras cuando dejáramos aquella isla.
Los fines de semana, hacía turismo. A veces cogía el autobús para ir a la capital, Heraklio, a hacer algunas compras, visitar lugares turísticos o museos o, simplemente, a pasear por sus calles. O me desplazaba a algún otro lugar de la isla que estuviera a una distancia razonable para ir y volver en el día en autobús. Rethymnon, Agios Nikolaos. Algunos fines de semana, alquilaba un coche, siempre un diminuto Toyota Yaris amarillo, y me aventuraba por las carreteras de la isla. Iba al este. O al oeste. O al sur. Visitaba pueblos, ciudades, ruinas, palacios y playas. Visité Chania y su península vecina con sus monasterios y la playa en la que se grabó una famosa escena de Zorba el griego. Paleochora. Frangokastello. Matala. Lasithi. Ierapetra. Fui en barco a la pequeña isla de Spinalonga, última colonia leprosa, en la que se desarrolla gran parte de la historia de “La isla” de Victoria Hislop. También a Chrissi, una isla de arenas blancas y aguas transparentes, situada al sudeste.
Aún recuerdo muchos nombres. Otros se me han olvidado ya. Si el destino estaba lejos, metía ropa para dos días en el maletero, agua, algo de comida, la toalla y un par de bikinis y me iba el sábado por la mañana y volvía el domingo por la tarde. Había playas casi desiertas, de aguas cristalinas, en pleno domingo de agosto. “¿Dónde estuviste anoche?”, me dijo un domingo por la noche mi vecino portugués, “¡Estaba preocupado por ti!”. De vez en cuando, nos íbamos a tomar cervezas a un garito que llevaban unos holandeses, entre semana o en fin de semana, daba igual. Empecé a beber cervezas en Creta. Vivimos algunas noches memorables allí. Una de las últimas, después de cerrar el bar, el dueño nos llevó a un garito en el pueblo cercano a tomar algo, que, o mucho me equivoco, o era un puticlub. También pasamos una noche absolutamente loca y guiri en Hersonissos. Un miércoles. Y el jueves, solo un par de horas después de volver de aquella salida nocturna, a trabajar.
Luego llegó el otoño y se acabó la playa. Y luego empezó a soplar viento sur, y volvió la playa. Pero luego acabó del todo, pasamos al horario de invierno y se hacía de noche antes de las cinco de la tarde. Era horrible salir de la oficina de noche, porque las farolas de la antigua base militar abandonada no funcionaban y no era nada agradable pasear por allí. Por no hablar de los grupos de perros salvajes que corrían detrás de la gente. O de la gente que ocupaba algunos de los edificios abandonados que, más que ocupar, los utilizaban de almacén o de yo qué sé qué. Así que alquilé un coche las últimas semanas. Se había acabado el verano, las hordas de turistas habían desaparecido y el precio era más razonable. Era un coche rojo. “¡Siempre he querido tener un coche rojo!”, le dije al tipo del rent-a-car que me había alquilado coches amarillos todo el verano. “Haberlo dicho antes y te hubiera dado uno rojo en vez del amarillo”, contestó él. Fue mi primer coche rojo, mucho antes que
CocheCapricho.
Todo el mundo me decía que los griegos eran guapísimos, pero yo no vi griegos guapos por ninguna parte. Un día lo hablé con una vecina búlgara, que era guía turística. “Pero, ¿tú has visto griegos guapos por aquí?”, me preguntó. No recuerdo si le dije que uno o dos. Creo que fueron dos, pero solo recuerdo a uno: un revisor del autobús que cubría la línea con la capital. Del otro, ni me acuerdo.
Fue también una época muy creativa, muy prolífica en el blog que tenía entonces. A veces, escribía hasta dos entradas en un día. Tenía mucho que contar. Vivir allí era fascinante. Simple, pero fascinante. E hice muchas fotos, muchísimas. Tenía una pequeña cámara compacta que era una maravilla. Los móviles, entonces, no tenían cámara. Al menos no los que yo tenía: el que me había llevado de España y uno que me compré allí. Tuve un número de teléfono griego. Tuve una cuenta bancaria griega.
Y luego tocó volver. Como tenía que ser. Todo estaba siendo perfecto, casi demasiado, todo era maravilloso y simple, así que era el momento adecuado para volver.
Creta me cambió. Me convirtió en una persona más tranquila y relajada, me enseñó a disfrutar más del día a día, de las pequeñas cosas. Allí era consciente de que mi tiempo en la isla era limitado, así que lo trataba de disfrutar todo al máximo. Y eso me hizo pensar que, en realidad, nuestro tiempo en este planeta es limitado, así que tendríamos que disfrutarlo todo y vivir cada día de nuestra vida como lo que es: como un regalo con fecha de caducidad.
Volví morenísima y feliz.
Estos días se cumplen 11 años de esa aventura que fue vivir en Creta. Desde entonces, he vuelto a la isla tres veces,
la última en marzo del año pasado. Ya lo dije entonces, el corazón me explota de felicidad cuando vuelvo a esa isla. La primera vez sí que tuve una sensación de desasosiego, de añoranza, por eso que dicen de que no hay que volver a los sitios en los que has sido feliz. Las siguientes veces solo he sentido felicidad. Y agradecimiento. Por tener oportunidad de volver a un lugar en el que fui feliz.
Y espero seguir volviendo, claro.
En la foto, el puerto veneciano de Chania (o La Canea, o Janiá, que es como se pronuncia en griego), la ciudad más bonita de la isla.