El sábado estuve en un concierto de Jorge Drexler.
Vaya por delante que no soy una fan absoluta de Drexler. Es decir, no tengo todos sus álbumes y no me sé todas sus canciones. Pero me gusta. Lo descubrí hace unos años, gracias a una amiga que sí que es fan absoluta. Me pasó un día una canción que cuadraba perfectamente con mi estado de ánimo en esos momentos y empecé a bucear en su música. Y a engancharme.
En realidad lo conocía de antes, de la época en que ganó un Óscar por la canción “Al otro lado del río”, primera (y creo que hasta ahora) única canción en español candidata y ganadora en esta categoría. Ah, me encanta esta historia. Lo nominan al Óscar a la mejor canción original pero deciden que él no es lo suficientemente famoso como para cantarla en directo. En su lugar, lo hacen Antonio Banderas y Carlos Santana. Él, aunque la decisión no le parece adecuada, lo acepta y va a la gala. Y gana. Y cuando sale al escenario y recoge el premio de manos de Prince, pasa una de las cosas más bonitas que he visto yo en la entrega de los Óscars: canta un trozo de su canción a capela. Y nada más. Se me pone la piel de gallina sólo de recordarlo.
Creo que ese gesto define perfectamente lo especial de este hombre, su magnetismo sobre el escenario. Un tipo tranquilo, pero cargado de buena energía.
Lo vi en directo por primera vez en verano de 2010. Fue un concierto maravilloso, a pesar de los problemas técnicos que lo convirtieron casi en un concierto acústico. Cuando mi amiga-fan me dijo que Drexler volvía este año, me apunté sin dudarlo. Debo admitir que después me arrepentí un poco, por el precio y porque no había escuchado ni siquiera su último disco. Pero esa sensación de “igual no debería haber venido” desapareció cuando, ya sentada en primera fila, Drexler entró en el escenario. En ese momento, ya supe que sería un concierto genial. No sé, este hombre tiene una energía especial, que llena el escenario con sólo su presencia.
Y, en efecto, fue un concierto genial. Rodeado de media docena de músicos estupendos, el concierto tuvo una primera parte de presentación del disco, una segunda él sólo con su guitarra, recordando canciones de otros discos, a petición del público y una parte final más marchosa, en la que disfrutamos mucho bailando. Y los bises, claro. Qué grande.
Pero hubo más.
Mi amiga-fan quería que le firmara el disco (creo que los tiene todos firmados) así que empezó nuestro periplo (junto a una veintena de personas más) de averiguar si Drexler saldría, por dónde saldría y cuándo saldría. Después de un buen rato (y algún gesto bastante despectivo por parte de algún miembro del equipo), el mismo Drexler nos invitó a bajar donde estaba y allí estuvimos hablando con él, haciéndonos fotos y nos estuvo firmando autógrafos. Estupendo.
Pero aún hubo más.
Nos dijeron que iban a irse a tomar algo a un pub de la ciudad y, bueno, allí fuimos, pensando que, obviamente, no iban a venir. Y vinieron.
¿Habéis visto alguna vez jugar al futbolín a un ganador de un Óscar?
Yo sí.
Ya he dicho que sobre el escenario es un tío grande, que emite una energía increíble. Pero en las distancias cortas, Drexler es un tipo normal, con pinta del vecino de al lado, bastante callado, con una mirada calmada, incluso un poco triste, un tipo que no llama la atención. Así que en el pub pasaba totalmente desapercibido. Creo que, aparte de los seguidores que fuimos al local después del concierto y su equipo, nadie más en el pub recayó en su presencia.
Y allí estuvimos, hablando con él, tomando cañas, jugando al futbolín, riendo.
Qué cosas.
lunes, 21 de abril de 2014
jueves, 17 de abril de 2014
Cien
Hoy estoy de cumpleaños. Pero no los cumplo yo, sino el organismo para el que trabajo, el Instituto Español de Oceanografía, el IEO, como lo llamamos.
Cien años.
La de cosas que han pasado en estos cien años, la de gente que ha trabajado allí, la cantidad de proyectos desarrollados, días de mar vividos (y mareados), artículos publicados, informes redactados,…
Cien años.
Yo llevo casi 13 años trabajando allí, prácticamente toda mi vida laboral. Allí he crecido, casi diría que me he criado, como científica y como persona. Se me hace difícil imaginar mi vida sin haber trabajado en el IEO. Se me hace imposible entender mi vida adulta sin tener en cuenta mi trabajo en el IEO. Las horas de oficina, horas y horas luchando con los datos delante del ordenador, llegar a la oficina de noche y salir de noche. Días y días de mar, aguantando temporales, mal tiempo y mareos. Las discusiones laborales, a veces en idiomas extraños, tratando de llegar a acuerdos, aclarar cosas o simplemente defendiendo tu trabajo. Y la otra cara de las horas de duro trabajo. Analizar unos datos y ver que sí, efectivamente encuentras solución a lo que te planteabas. El primer día en el mar en el que no te mareas. Un agradecimiento por el trabajo bien hecho. Publicar tu primer artículo. Conseguir un contrato de más de dos meses de duración. Redactar un proyecto (aunque sea pequeñito) y obtener financiación. La primera reunión internacional. Que te llamen para presidir un grupo. Que confíen en ti para una campaña, un proyecto, una reunión, un informe, un lo que sea. Irte al extranjero a aprender más. Hacer una tesis. Defenderla. Convertirte en doctora. Empezar ya a enseñar a otros. Y seguir con todo: analizar datos, redactar artículos, conseguir trabajo, ir a reuniones, trabajar en el mar. Seguir, seguir, seguir.
Y la gente. La gente que he conocido gracias al IEO, la que ha pasado por mi vida, de manera puntual, de manera habitual, de manera continua, los que ya se fueron, los que se han quedado, los que siempre estarán, incluso los que intentas evitar. De todo hay. Compañeros del día a día, compañeros de reuniones, compañeros de viajes, compañeros de discusiones, compañeros de despacho, compañeros de copas, compañeros de campañas, compañeros de tardes de tiendas, compañeros de mareos, compañeros de borracheras, compañeros de cargar cajas, compañeros de camarote.
Lo que yo he vivido en menos de 13 años trabajando allí. Multipliquemos eso por los más de 600 trabajadores que hoy en día estamos en plantilla. Multipliquemos eso por los 100 años de historia del IEO.
A mí me da vértigo.
La primera vez que oí hablar del IEO, yo era una estudiante de 4º de Biología. Un profesor, que más de 10 años después estuvo en mi tribunal de tesis, nos habló del IEO en una clase. Aún tengo los apuntes de lo que dijo. Si en aquel momento me llegan a decir que, menos de un año después, empezaría a trabajar allí, no me lo hubiera creído. Si la primera vez que fui allí a una entrevista me hubieran dicho que, más de 12 años después, seguiría trabajando allí, tampoco me lo hubiera creído. No tengo ni idea de lo que pasará en el futuro, la vida da mil vueltas y nada es seguro, pero si sigo trabajando en esto de la ciencia, seguir en esta institución centenaria no me parece una mala idea. En absoluto.
Gracias IEO por todo lo que me has dado y felicidades.
En este enlace, la nota de prensa del centenario.
Cien años.
La de cosas que han pasado en estos cien años, la de gente que ha trabajado allí, la cantidad de proyectos desarrollados, días de mar vividos (y mareados), artículos publicados, informes redactados,…
Cien años.
Yo llevo casi 13 años trabajando allí, prácticamente toda mi vida laboral. Allí he crecido, casi diría que me he criado, como científica y como persona. Se me hace difícil imaginar mi vida sin haber trabajado en el IEO. Se me hace imposible entender mi vida adulta sin tener en cuenta mi trabajo en el IEO. Las horas de oficina, horas y horas luchando con los datos delante del ordenador, llegar a la oficina de noche y salir de noche. Días y días de mar, aguantando temporales, mal tiempo y mareos. Las discusiones laborales, a veces en idiomas extraños, tratando de llegar a acuerdos, aclarar cosas o simplemente defendiendo tu trabajo. Y la otra cara de las horas de duro trabajo. Analizar unos datos y ver que sí, efectivamente encuentras solución a lo que te planteabas. El primer día en el mar en el que no te mareas. Un agradecimiento por el trabajo bien hecho. Publicar tu primer artículo. Conseguir un contrato de más de dos meses de duración. Redactar un proyecto (aunque sea pequeñito) y obtener financiación. La primera reunión internacional. Que te llamen para presidir un grupo. Que confíen en ti para una campaña, un proyecto, una reunión, un informe, un lo que sea. Irte al extranjero a aprender más. Hacer una tesis. Defenderla. Convertirte en doctora. Empezar ya a enseñar a otros. Y seguir con todo: analizar datos, redactar artículos, conseguir trabajo, ir a reuniones, trabajar en el mar. Seguir, seguir, seguir.
Y la gente. La gente que he conocido gracias al IEO, la que ha pasado por mi vida, de manera puntual, de manera habitual, de manera continua, los que ya se fueron, los que se han quedado, los que siempre estarán, incluso los que intentas evitar. De todo hay. Compañeros del día a día, compañeros de reuniones, compañeros de viajes, compañeros de discusiones, compañeros de despacho, compañeros de copas, compañeros de campañas, compañeros de tardes de tiendas, compañeros de mareos, compañeros de borracheras, compañeros de cargar cajas, compañeros de camarote.
Lo que yo he vivido en menos de 13 años trabajando allí. Multipliquemos eso por los más de 600 trabajadores que hoy en día estamos en plantilla. Multipliquemos eso por los 100 años de historia del IEO.
A mí me da vértigo.
La primera vez que oí hablar del IEO, yo era una estudiante de 4º de Biología. Un profesor, que más de 10 años después estuvo en mi tribunal de tesis, nos habló del IEO en una clase. Aún tengo los apuntes de lo que dijo. Si en aquel momento me llegan a decir que, menos de un año después, empezaría a trabajar allí, no me lo hubiera creído. Si la primera vez que fui allí a una entrevista me hubieran dicho que, más de 12 años después, seguiría trabajando allí, tampoco me lo hubiera creído. No tengo ni idea de lo que pasará en el futuro, la vida da mil vueltas y nada es seguro, pero si sigo trabajando en esto de la ciencia, seguir en esta institución centenaria no me parece una mala idea. En absoluto.
Gracias IEO por todo lo que me has dado y felicidades.
En este enlace, la nota de prensa del centenario.
martes, 15 de abril de 2014
Mi primer jersey
Por fin he tejido un jersey.
¡Aleluya!
Ya estaba bien de bufandas, gorros y mantas, tenía que dar el paso, lanzarme.
Según cómo se mire, tejer este jersey me ha llevado muchos meses o sólo un par de semanas.
Yo quería tejer un jersey, en concreto éste. Pero…
Pero era demasiado difícil para mi nivel. Y se me fue de las manos. Sí, casi lo acabé, tenía todas sus partes: parte delantera, espalda, mangas. Hasta la capucha y parte del bolsillo delantero. Pero no era lo que yo quería, no era el jersey que yo quería. Tenía muchos, muchos fallos de principiante. No hablo de puntos erróneos o puntos perdidos, aunque de eso también tenía. Pero no había escogido la lana adecuada para este patrón. No había calculado bien los tamaños. No había tomado las medidas correctas. Así que tenía un jersey gigantesco, que pesaba algo así como una tonelada, con muchos fallos que hacían que me dolieran los ojos y que sabía que no me iba a poner nunca. Y tenía que tomar una decisión: o lo acababa o lo deshacía. Y así estuvo, casi acabado, pero sin rematar, durante muchas semanas. Qué digo semanas. Yo creo que pasaron meses. Y un día dije: “Hasta aquí. Bye, bye primer jersey imposible”. Y lo deshice. Porque sabía que hasta que no acabara con él, hasta que no lo deshiciera, no empezaría con otro, no podría dar un paso más.
Y lo deshice.
De eso hace apenas dos semanas. Y en estas dos semanas, transformé en esos metros y metros de lana en un jersey.
En sólo dos semanas.
Tenía claro lo que quería: necesitaba algo fácil de hacer, algo que no me complicara la vida, algo que pudiera acabar en un plazo razonable de tiempo (pero… ¡¡dos semanas!!) para sentirme capaz de retos tejedores mayores.
Así que me sumergí en el libro de We are knitters (“All the happiness in a book”) que me trajeron los Reyes Magos y busqué un patrón sencillo y que me gustara. Y me puse manos a la obra, saltándome otros proyectos que tengo empezados, otras cosas que eran más urgentes.
Y, dos semanas después, salió esto:
Mi primer jersey tejido.
Flipo.
No sólo me cabe, sino que encima me va bien de talla. Ni gigantesto ni diminuto. Me va bien.
Vale, no es perfectísimo. Vale, tiene algunos fallos. Pero son cosas que mejoraré en próximos jerséis, en próximos proyectos.
Ahora está listo, finiquitado, acabado.
Ah, y adoro el punto de arroz. ¿Por qué hasta ahora no había tejido nada con él? No lo sé, pero me encanta. Mucho, mucho.
El jersey sólo tiene una pega: tendré que esperar a que vuelva el invierno para ponérmelo. Y quedan muchos meses. Pero qué remedio.
¡Aleluya!
Ya estaba bien de bufandas, gorros y mantas, tenía que dar el paso, lanzarme.
Según cómo se mire, tejer este jersey me ha llevado muchos meses o sólo un par de semanas.
Yo quería tejer un jersey, en concreto éste. Pero…
Pero era demasiado difícil para mi nivel. Y se me fue de las manos. Sí, casi lo acabé, tenía todas sus partes: parte delantera, espalda, mangas. Hasta la capucha y parte del bolsillo delantero. Pero no era lo que yo quería, no era el jersey que yo quería. Tenía muchos, muchos fallos de principiante. No hablo de puntos erróneos o puntos perdidos, aunque de eso también tenía. Pero no había escogido la lana adecuada para este patrón. No había calculado bien los tamaños. No había tomado las medidas correctas. Así que tenía un jersey gigantesco, que pesaba algo así como una tonelada, con muchos fallos que hacían que me dolieran los ojos y que sabía que no me iba a poner nunca. Y tenía que tomar una decisión: o lo acababa o lo deshacía. Y así estuvo, casi acabado, pero sin rematar, durante muchas semanas. Qué digo semanas. Yo creo que pasaron meses. Y un día dije: “Hasta aquí. Bye, bye primer jersey imposible”. Y lo deshice. Porque sabía que hasta que no acabara con él, hasta que no lo deshiciera, no empezaría con otro, no podría dar un paso más.
Y lo deshice.
De eso hace apenas dos semanas. Y en estas dos semanas, transformé en esos metros y metros de lana en un jersey.
En sólo dos semanas.
Tenía claro lo que quería: necesitaba algo fácil de hacer, algo que no me complicara la vida, algo que pudiera acabar en un plazo razonable de tiempo (pero… ¡¡dos semanas!!) para sentirme capaz de retos tejedores mayores.
Así que me sumergí en el libro de We are knitters (“All the happiness in a book”) que me trajeron los Reyes Magos y busqué un patrón sencillo y que me gustara. Y me puse manos a la obra, saltándome otros proyectos que tengo empezados, otras cosas que eran más urgentes.
Y, dos semanas después, salió esto:
Mi primer jersey tejido.
Flipo.
No sólo me cabe, sino que encima me va bien de talla. Ni gigantesto ni diminuto. Me va bien.
Vale, no es perfectísimo. Vale, tiene algunos fallos. Pero son cosas que mejoraré en próximos jerséis, en próximos proyectos.
Ahora está listo, finiquitado, acabado.
Ah, y adoro el punto de arroz. ¿Por qué hasta ahora no había tejido nada con él? No lo sé, pero me encanta. Mucho, mucho.
El jersey sólo tiene una pega: tendré que esperar a que vuelva el invierno para ponérmelo. Y quedan muchos meses. Pero qué remedio.
domingo, 13 de abril de 2014
Sin batería
Este fin de semana me he quedado sin batería.
Todo empezó el viernes. Fue un día de mucho movimiento, no el habitual día de despacho y ordenador, sino de ir y venir, recoger material por la mañana, cargar un camión con más material por la tarde. Vale, yo no lo cargaba, era material pesado y de eso se encargaba una grúa. Pero pasamos casi tres horas en un almacén. Luego corriendo a inglés, llegué tarde, claro. Cuando llegué a clase, ya lo noté: dolor de garganta.
Oh.
Oh, oh.
Mi garganta es mi punto débil. Mi faringitis, crónica.
Pero este invierno ha ocurrido algo muy extraño: no he tenido problemas de garganta desde octubre. He pasado los peores meses del año (de diciembre a febrero) sin ponerme enferma.
Y eso es extrañísimo. Y estupendo.
A lo que iba: el viernes llegué a casa con dolor de garganta. Cosa mala, teniendo en cuenta que había quedado el sábado para ir a la playa. Antes de irme a dormir me tomé un antiinflamatorio.
El sábado seguía mal y cancelé todos los planes del día.
Jo.
Me pasé y el sábado vegetando en el sofá: series, películas, libros, agujas. Un día entero de no hacer nada. No podía. Estaba sin batería.
Hoy mi batería estaba un poco mejor, pero no mucho. He sido capaz de poner lavadoras, limpiar el baño. Y poco más. He echado una siesta de más de dos horas de la que no me podía despertar. Hoy estaba con la batería baja.
A última hora, he tenido que ir al puerto, a cargar unas cajas en el camión que se lleva el material a la península. A pesar de la baja batería, lo he hecho, he ido y he vuelto.
Y ahora, ¿qué?
Se ha acabado el fin de semana. Un fin de semana de eucaliptos hervidos y chocolate caliente. Tengo la sensación de que el fin de semana se me ha ido de las manos, como la arena que se desliza entre los dedos. Se ha ido, se ha perdido.
Me da rabia estos días así, en los que el cuerpo dice basta y la batería parece que no es capaz de recargarse. Pero también creo que es un toque de atención del propio cuerpo, te obliga a parar, a decir basta. Te obliga a no hacer nada, a quedarte horas tumbada en el sofá, a dormir, a descansar.
Me alegro mucho de que la semana que viene sólo tenga tres días laborales. Necesito volver a parar, estar tranquila, recuperarme de faringitis y del cansancio acumulado.
Parar. Reiniciar.
A ver si logro cargar la batería a tope.
En la foto, cargando material el viernes.
Todo empezó el viernes. Fue un día de mucho movimiento, no el habitual día de despacho y ordenador, sino de ir y venir, recoger material por la mañana, cargar un camión con más material por la tarde. Vale, yo no lo cargaba, era material pesado y de eso se encargaba una grúa. Pero pasamos casi tres horas en un almacén. Luego corriendo a inglés, llegué tarde, claro. Cuando llegué a clase, ya lo noté: dolor de garganta.
Oh.
Oh, oh.
Mi garganta es mi punto débil. Mi faringitis, crónica.
Pero este invierno ha ocurrido algo muy extraño: no he tenido problemas de garganta desde octubre. He pasado los peores meses del año (de diciembre a febrero) sin ponerme enferma.
Y eso es extrañísimo. Y estupendo.
A lo que iba: el viernes llegué a casa con dolor de garganta. Cosa mala, teniendo en cuenta que había quedado el sábado para ir a la playa. Antes de irme a dormir me tomé un antiinflamatorio.
El sábado seguía mal y cancelé todos los planes del día.
Jo.
Me pasé y el sábado vegetando en el sofá: series, películas, libros, agujas. Un día entero de no hacer nada. No podía. Estaba sin batería.
Hoy mi batería estaba un poco mejor, pero no mucho. He sido capaz de poner lavadoras, limpiar el baño. Y poco más. He echado una siesta de más de dos horas de la que no me podía despertar. Hoy estaba con la batería baja.
A última hora, he tenido que ir al puerto, a cargar unas cajas en el camión que se lleva el material a la península. A pesar de la baja batería, lo he hecho, he ido y he vuelto.
Y ahora, ¿qué?
Se ha acabado el fin de semana. Un fin de semana de eucaliptos hervidos y chocolate caliente. Tengo la sensación de que el fin de semana se me ha ido de las manos, como la arena que se desliza entre los dedos. Se ha ido, se ha perdido.
Me da rabia estos días así, en los que el cuerpo dice basta y la batería parece que no es capaz de recargarse. Pero también creo que es un toque de atención del propio cuerpo, te obliga a parar, a decir basta. Te obliga a no hacer nada, a quedarte horas tumbada en el sofá, a dormir, a descansar.
Me alegro mucho de que la semana que viene sólo tenga tres días laborales. Necesito volver a parar, estar tranquila, recuperarme de faringitis y del cansancio acumulado.
Parar. Reiniciar.
A ver si logro cargar la batería a tope.
En la foto, cargando material el viernes.
miércoles, 9 de abril de 2014
El Greco
En 2008, viví 4 meses en Creta, en un diminuto apartamento en mitad de
campos de olivos, con una terracita con vistas al Mediterráneo. Estas
vistas.
Fueron meses fabulosos, en los que mi vida era muy simple. De lunes a viernes, trabaja a tiempo completo en mi tesis, en un centro de investigación construido en mitad de una base militar americana abandonada. Los fines de semana, recorría la isla, utilizando el (no especialmente eficaz) sistema de autobuses o alquilaba un pequeño coche amarillo (que fue rojo en las últimas semanas. Mi primer coche rojo, mucho antes que CocheCapricho).
Pocos días después de llegar, cuando aún me costaba leer los letreros en griego, visité el Museo del Greco, en Fodele, un pueblecito que se jacta de ser el lugar de nacimiento del pintor (aunque parece que no está claro). Me dirigía a una playa al oeste de la capital, donde había quedado con una amiga y decidí que Fodele me quedaba de camino. Más o menos. Así que allí iba yo, conduciendo ya como una auténtica cretense, es decir, con la mitad del coche por el arcén. Así.
En la radio sonaba el Chiquichiqui. Que sí.
Después del Chiquichiqui, la carretera se convirtió en una pista de tierra, en la que fue mi primera experiencia surrealista por carreteras cretenses (después vinieron muchas más). No sé cómo, pero conseguí volver a la civilización y llegué a Fodele.
El Museo era una pequeña casita en el campo, del que apenas guardo algunas fotos borrosas de reproducciones de la obra del pintor y algunos dibujos (creo que) originales. Junto a la casa, una de las numerosísimas iglesias que se encuentran desperdigadas por la isla. No estuve mucho tiempo en el museo, no había mucho que ver, más allá de algunas curiosidades, incluyendo un recorte de un periódico español. Éste.
Ahora que se acaban de cumplir 400 años de la muerte del Greco, me ha parecido bonito recordar aquellos días, aquella visita, aquella vida en Creta, tan inusualmente sencilla, tan sencillamente inusual. Y rendir mi pequeño homenaje al Greco. Y rescatar algunas de aquellas fotos.
Y para compensar el Chiquichiqui, una canción de la banda sonora de “El Greco” de Vangelis, que me compré durante aquellos meses en Creta. No he visto la película. Tal vez debería.
Fueron meses fabulosos, en los que mi vida era muy simple. De lunes a viernes, trabaja a tiempo completo en mi tesis, en un centro de investigación construido en mitad de una base militar americana abandonada. Los fines de semana, recorría la isla, utilizando el (no especialmente eficaz) sistema de autobuses o alquilaba un pequeño coche amarillo (que fue rojo en las últimas semanas. Mi primer coche rojo, mucho antes que CocheCapricho).
Pocos días después de llegar, cuando aún me costaba leer los letreros en griego, visité el Museo del Greco, en Fodele, un pueblecito que se jacta de ser el lugar de nacimiento del pintor (aunque parece que no está claro). Me dirigía a una playa al oeste de la capital, donde había quedado con una amiga y decidí que Fodele me quedaba de camino. Más o menos. Así que allí iba yo, conduciendo ya como una auténtica cretense, es decir, con la mitad del coche por el arcén. Así.
En la radio sonaba el Chiquichiqui. Que sí.
Después del Chiquichiqui, la carretera se convirtió en una pista de tierra, en la que fue mi primera experiencia surrealista por carreteras cretenses (después vinieron muchas más). No sé cómo, pero conseguí volver a la civilización y llegué a Fodele.
El Museo era una pequeña casita en el campo, del que apenas guardo algunas fotos borrosas de reproducciones de la obra del pintor y algunos dibujos (creo que) originales. Junto a la casa, una de las numerosísimas iglesias que se encuentran desperdigadas por la isla. No estuve mucho tiempo en el museo, no había mucho que ver, más allá de algunas curiosidades, incluyendo un recorte de un periódico español. Éste.
Ahora que se acaban de cumplir 400 años de la muerte del Greco, me ha parecido bonito recordar aquellos días, aquella visita, aquella vida en Creta, tan inusualmente sencilla, tan sencillamente inusual. Y rendir mi pequeño homenaje al Greco. Y rescatar algunas de aquellas fotos.
Y para compensar el Chiquichiqui, una canción de la banda sonora de “El Greco” de Vangelis, que me compré durante aquellos meses en Creta. No he visto la película. Tal vez debería.
martes, 8 de abril de 2014
Mil océanos
Siempre estuvo a mil océanos de mí.
Lo comprendo ahora, con la perspectiva que sólo el tiempo da.
Creo que siempre fui consciente del mar insondable que nos separaba. Pero lo ignoré, lo ignoré de esa estúpida manera que sólo es posible por la ilusión, ésa que te impide ver y aceptar la realidad. O tal vez no creí que fuera tan insondable, ese mar que nos separaba. Tal vez creí que esos mil océanos no eran, en realidad, tantos. Y me lancé a ese mar, con esperanzas de llegar a la otra orilla. A nado. Sin chaleco salvavidas. Una y otra vez.
Lo intenté. Una y otra vez.
Pero mil océanos son difíciles de surcar a nado.
Imposibles.
Incluso cuando lo tuve cerca, muy cerca, incluso en aquella mañana en una ciudad cubierta de nieve en la que contemplé cómo dormía. Incluso entonces estaba lejos, a mil océanos de mí. Supongo que yo lo sabía. O debería haberlo sabido.
Juro que a veces creí atisbar la costa, juro que en contadas ocasiones creí estar cerca de tener éxito en mi hazaña. Pero esa costa que creía tan cercana no era más que un espejismo. Fata Morgana. Y a veces es muy sencillo creer en espejismos. Sobre todo si quieres creer.
Pero lo sabía, claro que lo sabía. Lo sabía porque me sentía Julia Roberts en “Pretty Woman”, cuando está en la bañera y le dice a Richard Gere que lo va a pasar tan bien con ella que no la dejará marchar. Él le dice que, con lo que le cuesta su compañía, seguro que la deja marchar. Y ella contesta, para sí: “Pero ahora estoy aquí”.
“Pero ahora estoy aquí”.
La de veces que pasó esa frase por mi mente.
Pero ahora estoy aquí.
Pero ahora estoy aquí. Y aunque no sé cuándo volveré a estar aquí, ni así, ni contigo, ahora estoy aquí. Y lo demás no importa.
Pero ahora estoy aquí.
Obviamente, mi vida no es una comedia romántica. A mí sí me dejó marchar. Qué digo, ¿marchar? Nunca fui capaz de atravesar los mil océanos que nos separaban, ni tan siquiera atisbar la costa.
La costa. Ja. Pura Fata Morgana. Pura pirotecnia.
Era imposible, no había ni un ápice de esperanza. Pero así y todo me lancé al mar, una y otra vez.
Pero ahora estoy aquí.
Tal vez era simple necesidad de un final feliz.
Ilusiones absurdas.
Y cuando por fin ves que es imposible surcar mil océanos, cuando ves que si sigues lanzándote a ese mal insondable lo único que conseguirás es ahogarte, tienes que ponerte a salvo. No queda otra. Y la única salvación posible es alejarte de la costa, de la orilla, caminar tierra adentro, lejos, para que nadie te alcance. Para ni siquiera oír el murmullo de las olas de esos océanos.
Hace más de un año que eché a correr tierra adentro, con un único objetivo: alejarme del mar.
A veces parece que hace siglos de aquello. A veces parece que fue ayer.
Y, entretanto, hago caso a Murakami. Así que bailo, bailo, bailo.
Literal y metafóricamente.
Y así, el mundo sigue rodando.
Lo comprendo ahora, con la perspectiva que sólo el tiempo da.
Creo que siempre fui consciente del mar insondable que nos separaba. Pero lo ignoré, lo ignoré de esa estúpida manera que sólo es posible por la ilusión, ésa que te impide ver y aceptar la realidad. O tal vez no creí que fuera tan insondable, ese mar que nos separaba. Tal vez creí que esos mil océanos no eran, en realidad, tantos. Y me lancé a ese mar, con esperanzas de llegar a la otra orilla. A nado. Sin chaleco salvavidas. Una y otra vez.
Lo intenté. Una y otra vez.
Pero mil océanos son difíciles de surcar a nado.
Imposibles.
Incluso cuando lo tuve cerca, muy cerca, incluso en aquella mañana en una ciudad cubierta de nieve en la que contemplé cómo dormía. Incluso entonces estaba lejos, a mil océanos de mí. Supongo que yo lo sabía. O debería haberlo sabido.
Juro que a veces creí atisbar la costa, juro que en contadas ocasiones creí estar cerca de tener éxito en mi hazaña. Pero esa costa que creía tan cercana no era más que un espejismo. Fata Morgana. Y a veces es muy sencillo creer en espejismos. Sobre todo si quieres creer.
Pero lo sabía, claro que lo sabía. Lo sabía porque me sentía Julia Roberts en “Pretty Woman”, cuando está en la bañera y le dice a Richard Gere que lo va a pasar tan bien con ella que no la dejará marchar. Él le dice que, con lo que le cuesta su compañía, seguro que la deja marchar. Y ella contesta, para sí: “Pero ahora estoy aquí”.
“Pero ahora estoy aquí”.
La de veces que pasó esa frase por mi mente.
Pero ahora estoy aquí.
Pero ahora estoy aquí. Y aunque no sé cuándo volveré a estar aquí, ni así, ni contigo, ahora estoy aquí. Y lo demás no importa.
Pero ahora estoy aquí.
Obviamente, mi vida no es una comedia romántica. A mí sí me dejó marchar. Qué digo, ¿marchar? Nunca fui capaz de atravesar los mil océanos que nos separaban, ni tan siquiera atisbar la costa.
La costa. Ja. Pura Fata Morgana. Pura pirotecnia.
Era imposible, no había ni un ápice de esperanza. Pero así y todo me lancé al mar, una y otra vez.
Pero ahora estoy aquí.
Tal vez era simple necesidad de un final feliz.
Ilusiones absurdas.
Y cuando por fin ves que es imposible surcar mil océanos, cuando ves que si sigues lanzándote a ese mal insondable lo único que conseguirás es ahogarte, tienes que ponerte a salvo. No queda otra. Y la única salvación posible es alejarte de la costa, de la orilla, caminar tierra adentro, lejos, para que nadie te alcance. Para ni siquiera oír el murmullo de las olas de esos océanos.
Hace más de un año que eché a correr tierra adentro, con un único objetivo: alejarme del mar.
A veces parece que hace siglos de aquello. A veces parece que fue ayer.
Y, entretanto, hago caso a Murakami. Así que bailo, bailo, bailo.
Literal y metafóricamente.
Y así, el mundo sigue rodando.
lunes, 7 de abril de 2014
Cómo conocí a vuestra madre
¡OJO! ESTA ENTRADA INCLUYE SPOILERS.
¡¡¡MUCHOS SPOILERS!!!
Anoche acabé de ver “Cómo conocí a vuestra madre” (HIMYM).
¡¡¡SPOILERS!!! ¡¡¡SPOILERS!!! ¡¡¡SPOILERS!!!
Empecé a verla por casualidad, capítulos sueltos en la tele. Luego me cansé de ver capítulos aleatoriamente y de distintas temporadas (¡Qué tiempos aquellos en los que las series americanas tenían días y horas de emisión fijos! ¡Y las daban por orden!). Y empecé a verla por internet, por orden. Todos y cada uno de los capítulos.
La serie me gustó pronto: aunque desde el primer momento (o casi) odié a Robin y Barney me resultaba insoportable, Ted Mosby era un personaje lo suficientemente carismático como para cogerle cariño. Un poco empalagoso, eso sí, pero un tío majo. Y qué decir de Marshall y Lily, una pareja adorable. Hay quien ha comparado la serie con “Friends”. No sé, a mí me gustan mucho las dos, pero me he sentido más identificada con HIMYM por cuestión de edad: yo era más joven que los personajes de Friends cuando se emitió en su día y, en cambio, de edad similar a la de los de HIMYM. Y en algunas temporadas me he sentido muy identificada por Ted. Pero tampoco diría que una serie me ha gustado más que la otra, son series diferentes, ¿por qué elegir?
Ha habido capítulos y temporadas que me han gustado más que otros. Recuerdo una temporada, no sé cuál, que me resultó especialmente deprimente y dura. Bastante real, por decirlo de alguna manera. La búsqueda de la pareja adecuada que le ha durado tantos años a Ted es similar a la que muchos treintañeros solteros viven (vivimos) con la diferencia de que, en la vida real, no sabes si te pasarás el resto de tu vida sin pareja, pero sabes que sí, que Ted al final conocerá a la madre de sus hijos. Visto así, en realidad el final de la serie era (o debería ser) lo de menos: sabíamos que Ted conocería a la madre de sus hijos y de hecho ese preciso momento aparece, por fin, a mitad del último capítulo. Y es un momento genial, maravilloso, la química entre Ted y Tracy, la madre de sus hijos, es evidente. Aunque realmente el momento clave es al final de la penúltima temporada, cuando por fin vemos la cara de la susodicha.
Como decía, el final de la serie debía ser lo de menos. Al menos yo lo veía así. Es una serie divertida, que hace reír y emociona. Lo de cómo conoció a la madre es sólo una excusa. O eso creía yo. Pero no. En realidad, sus creadores sabían desde el primer momento cómo acabaría la serie, cómo al final, Ted y Robin acabarían juntos, redondeando en el último capítulo aquella historia del primero de chico conoce a chica, chico se enamora de chica y chico roba trompa azul para chica. O no. Porque, ja, ¿quién dice que Robin no lo rechaza? ¿Quién dice que empiezan a salir y descubren, una vez más, que no son el uno para el otro, que se gustan mucho y todo eso pero son muy diferentes? Igual no, igual en 2030 son almas gemelas, igual siempre lo han sido (qué va) y nos han engañado. No sé, me da igual. Sólo sé que esa parte del final no me ha gustado. Nada.
También me resultó raro que la última temporada se desarrollara en el fin de semana de la boda de Robin y Barney. Me sorprendió pero luego tampoco estuvo mal. Y tampoco me ha gustado que éstos se separaran: con el tiempo, Barney ha acabado siendo mi personaje favorito de la serie y Robin casi me ha caído bien y todo, pero sólo como pareja de Barney. Que sí, que hubiera sido totalmente irreal que Barney se hubiera convertido en un hombre fiel, un esposo ideal, pero ¡es una comedia romántica televisiva! Queremos finales felices, como Marshall y Lily. Para ver la realidad, basta mirar a nuestro alrededor. Sí, yo quería que Robin y Barney siguieran juntos y comieran perdices. Y que no nos hubieran contado que la mujer de Ted muere. Un final feliz para todos los personajes. Y punto.
Pero… pero admito que el final así es redondo. También es un final feliz, claro. Si a mí me hubiera caído bien Robin, hubiera adorado este final. Pero era tan claro, tan, tan claro que Ted y Robin no eran el uno para el otro, que me ha chirriado. Y esos momentos de la temporada final, con Ted admitiendo que sigue queriendo a Robin y con Robin dudando si ha escogido bien a su futuro marido también me han chirriado. No. Basta. No, no y no. Lo de él me lo creo: siempre estuvo más por ella que ella. Pero Robin dudando. ¡Por favor! No, no y no.
Eso sí, ese final demuestra algunos puntos de mi teoría sobre la amistad entre hombres y mujeres. Y eso me alegra. Pero sigo un poco enfadada con el final. Pero como ya he dicho alguna vez, adoro a Josh Radnor, así que haré como si los 3 últimos minutos de la serie nunca hubieran existido.
¡¡¡MUCHOS SPOILERS!!!
Anoche acabé de ver “Cómo conocí a vuestra madre” (HIMYM).
¡¡¡SPOILERS!!! ¡¡¡SPOILERS!!! ¡¡¡SPOILERS!!!
Empecé a verla por casualidad, capítulos sueltos en la tele. Luego me cansé de ver capítulos aleatoriamente y de distintas temporadas (¡Qué tiempos aquellos en los que las series americanas tenían días y horas de emisión fijos! ¡Y las daban por orden!). Y empecé a verla por internet, por orden. Todos y cada uno de los capítulos.
La serie me gustó pronto: aunque desde el primer momento (o casi) odié a Robin y Barney me resultaba insoportable, Ted Mosby era un personaje lo suficientemente carismático como para cogerle cariño. Un poco empalagoso, eso sí, pero un tío majo. Y qué decir de Marshall y Lily, una pareja adorable. Hay quien ha comparado la serie con “Friends”. No sé, a mí me gustan mucho las dos, pero me he sentido más identificada con HIMYM por cuestión de edad: yo era más joven que los personajes de Friends cuando se emitió en su día y, en cambio, de edad similar a la de los de HIMYM. Y en algunas temporadas me he sentido muy identificada por Ted. Pero tampoco diría que una serie me ha gustado más que la otra, son series diferentes, ¿por qué elegir?
Ha habido capítulos y temporadas que me han gustado más que otros. Recuerdo una temporada, no sé cuál, que me resultó especialmente deprimente y dura. Bastante real, por decirlo de alguna manera. La búsqueda de la pareja adecuada que le ha durado tantos años a Ted es similar a la que muchos treintañeros solteros viven (vivimos) con la diferencia de que, en la vida real, no sabes si te pasarás el resto de tu vida sin pareja, pero sabes que sí, que Ted al final conocerá a la madre de sus hijos. Visto así, en realidad el final de la serie era (o debería ser) lo de menos: sabíamos que Ted conocería a la madre de sus hijos y de hecho ese preciso momento aparece, por fin, a mitad del último capítulo. Y es un momento genial, maravilloso, la química entre Ted y Tracy, la madre de sus hijos, es evidente. Aunque realmente el momento clave es al final de la penúltima temporada, cuando por fin vemos la cara de la susodicha.
Como decía, el final de la serie debía ser lo de menos. Al menos yo lo veía así. Es una serie divertida, que hace reír y emociona. Lo de cómo conoció a la madre es sólo una excusa. O eso creía yo. Pero no. En realidad, sus creadores sabían desde el primer momento cómo acabaría la serie, cómo al final, Ted y Robin acabarían juntos, redondeando en el último capítulo aquella historia del primero de chico conoce a chica, chico se enamora de chica y chico roba trompa azul para chica. O no. Porque, ja, ¿quién dice que Robin no lo rechaza? ¿Quién dice que empiezan a salir y descubren, una vez más, que no son el uno para el otro, que se gustan mucho y todo eso pero son muy diferentes? Igual no, igual en 2030 son almas gemelas, igual siempre lo han sido (qué va) y nos han engañado. No sé, me da igual. Sólo sé que esa parte del final no me ha gustado. Nada.
También me resultó raro que la última temporada se desarrollara en el fin de semana de la boda de Robin y Barney. Me sorprendió pero luego tampoco estuvo mal. Y tampoco me ha gustado que éstos se separaran: con el tiempo, Barney ha acabado siendo mi personaje favorito de la serie y Robin casi me ha caído bien y todo, pero sólo como pareja de Barney. Que sí, que hubiera sido totalmente irreal que Barney se hubiera convertido en un hombre fiel, un esposo ideal, pero ¡es una comedia romántica televisiva! Queremos finales felices, como Marshall y Lily. Para ver la realidad, basta mirar a nuestro alrededor. Sí, yo quería que Robin y Barney siguieran juntos y comieran perdices. Y que no nos hubieran contado que la mujer de Ted muere. Un final feliz para todos los personajes. Y punto.
Pero… pero admito que el final así es redondo. También es un final feliz, claro. Si a mí me hubiera caído bien Robin, hubiera adorado este final. Pero era tan claro, tan, tan claro que Ted y Robin no eran el uno para el otro, que me ha chirriado. Y esos momentos de la temporada final, con Ted admitiendo que sigue queriendo a Robin y con Robin dudando si ha escogido bien a su futuro marido también me han chirriado. No. Basta. No, no y no. Lo de él me lo creo: siempre estuvo más por ella que ella. Pero Robin dudando. ¡Por favor! No, no y no.
Eso sí, ese final demuestra algunos puntos de mi teoría sobre la amistad entre hombres y mujeres. Y eso me alegra. Pero sigo un poco enfadada con el final. Pero como ya he dicho alguna vez, adoro a Josh Radnor, así que haré como si los 3 últimos minutos de la serie nunca hubieran existido.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)